D'Agosta pensó en el Yankee Stadium: la blanca esfera de cuero surcando el cielo azul de julio, el olor de la hierba recién arrancada al deslizarse el corredor hacia la base, el jugador exterior lanzándose contra la valla con el guante en alto. Era su peculiar forma de meditación transcendental, una manera de aislarse del mundo y recomponer sus ideas. Una técnica especialmente útil cuando todo se había ido al garete.
Mantuvo los ojos cerrados un momento más, intentando olvidar los timbres de los teléfonos, los portazos, el alboroto de las secretarias. En algún lugar, sabía, Waxie corría de un lado a otro como un pavo en celo. Afortunadamente no estaba lo bastante cerca para oír sus graznidos. Pero eso no le servía de consuelo.
Lanzando un suspiro, D'Agosta se obligó a pensar de nuevo en la extraña imagen de Alberta Muñoz, la única superviviente de la matanza del metro.
D'Agosta había llegado al lugar de los hechos cuando la sacaban en camilla por una salida de emergencia de la calle Sesenta y seis, con las manos cruzadas sobre el regazo, expresión plácida y ausente, cuerpo regordete y maternal, la tez tersa y morena en marcado contraste con las sábanas que la envolvían. Sólo Dios sabía cómo había logrado esconderse; por el momento, la señora Muñoz no había pronunciado una sola palabra. El tren se había convertido en un depósito de cadáveres provisional: siete pasajeros y dos empleados del metro muertos; cinco de ellos con los cráneos aplastados y las gargantas cercenadas hasta el hueso, tres decapitados, uno electrocutado por el tercer raíl. D'Agosta casi olía ya a los abogados.
La señora Muñoz había sido trasladada de inmediato al St. Luke, donde se hallaba en aislamiento psiquiátrico. Waxie había vociferado, golpeado mesas y proferido amenazas, pero el médico de guardia se había mostrado inflexible: nada de preguntas hasta por lo menos las seis de la mañana.
Tres cabezas desaparecidas. Habían encontrado enseguida los rastros de sangre, pero el equipo de hemoluminiscencia lo estaba pasando mal en el laberinto de húmedos túneles. D'Agosta reconstruyó mentalmente la escena una vez más. Alguien había cortado el cable de una señal poco más allá de la estación de la calle Cincuenta y nueve, provocando de inmediato la detención de todos los trenes expresos del East Side entre las calles Catorce y Ciento veinticinco. Un tren había quedado atrapado en el largo tramo anterior a la estación de la calle Ochenta y seis. Allí lo esperaban, emboscados.
La operación exigía inteligencia y planificación, y quizá conocimiento interno de la red de metro. Por el momento no se habían hallado huellas claras, pero D'Agosta calculaba que los asaltantes habían sido por lo menos seis. No menos de seis ni más de diez. Un ataque bien planeado y bien coordinado.
Pero ¿por qué?
Los técnicos habían determinado que probablemente el hombre electrocutado había pisado el tercer raíl adrede. D'Agosta se preguntó qué podía haber visto un hombre para actuar de ese modo. Fuera lo que fuese, quizá Alberta Muñoz también lo hubiese visto. Tenía que hablar con ella antes de que Waxie lo echase todo a perder.
—¡D'Agosta! —bramó una voz familiar, como si le hubiese leído el pensamiento—. ¿Qué coño haces? ¿Dormir?
Abrió lentamente los ojos y observó el rostro rojo y tembloroso.
—Perdona que te despierte en el mejor sueño —continuó Waxie—, pero tenemos entre manos una pequeña crisis…
D'Agosta se irguió en su butaca. Recorrió el despacho con la mirada, localizó su chaqueta en el respaldo de una silla, la cogió y empezó a ponérsela.
—¿Me oyes, D'Agosta? —dijo Waxie a voz en grito.
D'Agosta apartó al capitán y salió al pasillo. Hayward estaba junto a la mesa de seguimiento, leyendo un fax que acababa de llegar. Cuando alzó la vista, D'Agosta le hizo una seña para que se dirigiese hacia el ascensor.
—¿Adónde demonios vas? —preguntó Waxie, saliendo detrás de ellos—. ¿Estás sordo o qué? He dicho que tenemos una crisis…
—Es tu crisis —lo interrumpió D'Agosta—. Resuélvela tú. Yo tengo cosas que hacer.
Cuando se cerraron las puertas del ascensor, D'Agosta se llevó un cigarro a la boca y miró a Hayward.
—¿Al St. Luke? —preguntó la sargento.
D'Agosta asintió con la cabeza.
Al cabo de un momento las puertas se abrieron en el amplio vestíbulo embaldosado. D'Agosta salió pero se detuvo al instante. Al otro lado de las puertas de cristal, una muchedumbre alzaba los puños al aire. Se había triplicado desde que D'Agosta había llegado, a las dos de la madrugada. Aquella mujer de la alta sociedad, la señora Wisher, estaba de pie sobre el capó de un coche de policía y hablaba acaloradamente a través de un megáfono. Los medios de comunicación habían acudido en tropel. D'Agosta veía los destellos de los flashes y los dispositivos de las unidades móviles de la televisión.
Hayward le apoyó una mano en el antebrazo.
—¿Está seguro de que no quiere bajar al sótano y coger un coche patrulla del parque móvil?
D'Agosta se volvió hacia ella.
—Buena idea —dijo, y entró de nuevo en el ascensor.
El médico de guardia los tuvo esperando en las sillas de plástico de la cafetería durante cuarenta y cinco minutos. Era joven y adusto, y a juzgar por su aspecto estaba exhausto.
—Ya le he dicho a ese capitán que ha venido antes que nada de preguntas hasta las seis —advirtió con voz débil y airada.
D'Agosta se puso en pie y estrechó la mano al médico.
—Soy el teniente D'Agosta, y ésta es la sargento Hayward. Encantado de conocerlo, doctor Wasserman.
El médico dejó escapar un gruñido y retiró la mano.
—Doctor, en primer lugar quiero asegurarle que no deseamos hacer nada que pueda perjudicar a la señora Muñoz.
El médico asintió con la cabeza.
—Y eso sólo usted puede juzgarlo —añadió D'Agosta.
El médico guardó silencio.
—Por otra parte, me consta que un tal capitán Waxie ha estado aquí y ha causado problemas. Quizá incluso lo ha amenazado.
De pronto Wasserman estalló.
—En todos los años que llevo trabajando en el servicio de urgencias de este hospital, nadie me había tratado nunca como ese hijo de puta.
Hayward se rió y dijo:
—Bienvenido al club.
El médico le lanzó una mirada de sorpresa y luego se relajó un poco.
—Doctor, en esa matanza han intervenido por lo menos seis hombres, quizá diez —prosiguió D'Agosta—. Sospecho que son los mismos que mataron a Pamela Wisher, Nicholas Bitterman y muchos otros. Creo también que deben de estar rondando por los túneles del metro en este mismo momento. Es posible que la señora Muñoz sea la única persona viva capaz de identificarlos. Si de verdad considera que mis preguntas pueden afectar negativamente a la señora Muñoz, lo aceptaré. Sólo espero que tenga usted en cuenta que otras vidas pueden correr peligro.
El médico lo miró fijamente durante un largo momento. Finalmente esbozó una leve sonrisa.
—Muy bien, teniente. Accedo con tres condiciones: yo estaré presente; debe hacer sus preguntas con la mayor delicadeza, e interrumpirá el interrogatorio en cuanto yo diga.
D'Agosta asintió.
—Me temo que va a ser una pérdida de tiempo —agregó el médico—. Se encuentra en estado de shock y presenta los primeros síntomas de estrés postraumático.
—Entendido, doctor.
—Bien. Por lo que hemos averiguado, la señora Muñoz es de un pueblo pequeño del centro de México. Trabaja como niñera para una familia del Upper East Side. Sabemos que habla inglés. Aparte de eso, apenas nada más.
La señora Muñoz yacía en la cama del hospital exactamente en la misma posición que en la camilla en que la habían sacado del lugar de los hechos: las manos cruzadas y la mirada perdida. La habitación olía a jabón de glicerina y alcohol desnaturalizado. Hayward se apostó ante la puerta por si Waxie aparecía antes de tiempo. D'Agosta y el médico se sentaron a ambos lados de la cama y permanecieron inmóviles por un momento. Finalmente, sin hablar, Wasserman cogió la mano a su paciente.
D'Agosta sacó la cartera, extrajo una fotografía de uno de los compartimientos, y la sostuvo frente al rostro de la mujer.
—Ésta es mi hija, Isabella —dijo D'Agosta—. Tiene dos años. Preciosa, ¿verdad?
Mantuvo la foto en alto pacientemente hasta que la mujer dirigió hacia ella la mirada. El médico frunció el entrecejo.
—¿Usted tiene hijos? —preguntó D'Agosta, guardándose la foto.
La señora Muñoz lo miró en silencio.
—Señora Muñoz —continuó D'Agosta—. Sé que está en este país ilegalmente.
La mujer desvió la vista de inmediato. El médico lanzó una mirada de advertencia a D'Agosta.
—También sé que mucha gente le ha hecho promesas que no ha cumplido. Pero yo voy a hacerle una promesa que sí cumpliré; se lo juro sobre la foto de mi hija. Si me ayuda, me ocuparé personalmente de que le concedan el permiso de residencia.
La mujer no respondió. D'Agosta sacó otra foto y la sostuvo ante ella.
—¿Señora Muñoz?
Durante un largo momento la mujer no se movió. Por fin su mirada se posó en la fotografía. D'Agosta se sintió algo más relajado.
—Ésta es Pamela Wisher a la edad de dos años.
La señora Muñoz cogió la fotografía.
—Un ángel —susurró.
—La mataron los mismos que han atacado el tren en que usted viajaba. —D'Agosta hablaba con delicadeza pero apresuradamente—. Por favor, señora Muñoz, ayúdeme a encontrar a esos asesinos brutales. No quiero que maten a nadie más.
Una lágrima cayó por la mejilla de la señora Muñoz. Sus labios temblaron.
—Ojos… —dijo la mujer en español.
—¿Cómo dice? —preguntó D'Agosta.
—Ojos… —tradujo la señora Muñoz. Por unos instantes sus labios se movieron sin articular palabra. Por fin, añadió—: Vinieron sin hacer ruido… ojos de lagarto, ojos de diablo. —Sollozó.
D'Agosta abrió la boca dispuesto a hablar, pero la mirada de Wasserman lo disuadió.
—Ojos… caras de diablo… —continuó la señora Muñoz. En español, añadió—: Cuchillos de pedernal…
—¿Cómo?
—Viejos, caras de viejo…
Se tapó el rostro con las manos y rompió a llorar.
Wasserman se puso en pie.
—Ya basta —ordenó a D'Agosta, gesticulando—. Fuera.
—Pero ¿qué ha…?
—Salga inmediatamente —apremió el médico.
En el pasillo, D'Agosta sacó el bloc y se apresuró a anotar las palabras en español lo mejor que pudo.
—¿Qué es eso? —preguntó Hayward, mirando con curiosidad por encima del brazo de D'Agosta.
—Unas palabras en español.
Hayward arrugó la frente.
—Eso no se parece en nada al español que yo conozco.
D'Agosta le lanzó una mirada severa.
—¿No irá a decirme que además habla español?
Hayward enarcó una ceja.
—En las operaciones de desalojo, no siempre puede una entenderse en inglés con los mendigos. ¿Y a qué viene ahora ese tono?
D'Agosta le colocó el bloc en la palma de la mano.
—Limítese a descubrir qué dice aquí.
Hayward examinó con atención el breve texto, moviendo simultáneamente los labios. Al cabo de un momento se acercó al cubículo de la enfermera y descolgó un teléfono.
Wasserman salió de la habitación y cerró con cuidado la puerta.
—Teniente —dijo a continuación—, ha sido un método… en fin, poco ortodoxo por no decir otra cosa. Pero puede que acabe siendo beneficioso para ella. Gracias.
—No me lo agradezca —contestó D'Agosta—. Me basta con que consiga que se recupere. Aún tengo que hacerle muchas preguntas.
Hayward colgó el teléfono y se dirigió hacia ellos.
—Esto es lo que Jorge y yo hemos podido deducir —anunció, devolviéndole el bloc.
D'Agosta leyó la anotación y frunció el entrecejo.
—¿Cuchillos de pedernal?
—Ni siquiera estamos seguros de que haya dicho eso —respondió Hayward, encogiéndose de hombros—. Pero es lo que más se aproxima a lo que usted ha anotado.
—Gracias —dijo D'Agosta. Se guardó el bloc en el bolsillo y se encaminó rápidamente hacia la salida. Al cabo de un momento se detuvo como si acabase de recordar algo—. Doctor, probablemente el capitán Waxie vendrá por aquí dentro de una hora.
El rostro de Wasserman se ensombreció.
—Pero supongo que la señora Muñoz está demasiado agotada para recibir visitas. ¿No es así? Si el capitán le causa algún problema, dígale que hable conmigo.
Una amplia sonrisa se dibujó por primera vez en los labios de Wasserman.