Entró en la húmeda oscuridad del Templo y recorrió con las yemas de los dedos las frías esferas de que se componían las paredes, acariciando las superficies orgánicas, las cavidades y prominencias. Aquél era el lugar que le correspondía, tan parecido a como antes había sido y, sin embargo, tan distinto. Se volvió y se sentó en el trono que le habían construido, notando la curtida superficie del asiento y la elasticidad de los miembros atados, oyendo el ligero chirrido del tendón y el hueso, sus sentidos tan despiertos como nunca antes. La obra quedaría pronto culminada. Como él había llegado ya a su culminación.
Habían trabajado con ahínco para él, su jefe, su amo. Lo amaban y lo temían, como debía ser, y a partir de ese momento lo venerarían. Cerró los ojos y aspiró el aire denso y fragante que se arremolinaba en torno a él como la bruma. En otro tiempo, antes de adquirir el don de la agudeza sensorial, le habría repugnado el hedor del Templo. Ese don se lo debía a la planta; ese don, y otras muchas cosas. Ahora todo era distinto. Aquel olor era para él como un vasto paisaje, siempre cambiante, teñido de todos los colores imaginables, nítido y luminoso en un sitio, lóbrego y misterioso en otro. Aquel olor contenía montes, desfiladeros y desiertos, mares y cielos, ríos y praderas, un panorámico abanico de fragancias indescriptible mediante el lenguaje humano. En comparación, el mundo percibido con la vista resultaba monótono, desagradable, estéril.
Saboreó su triunfo. Donde el otro había fracasado, él había salido airoso. Donde el otro había sucumbido al miedo y la incertidumbre, él había hecho acopio de fuerza y valor. El otro había sido incapaz de descubrir el defecto de la fórmula. Él no sólo había encontrado el defecto, sino que además había dado el siguiente paso y perfeccionado la extraordinaria planta y su secreto contenido. El otro había subestimado la viva necesidad de ritual y ceremonia de sus criaturas. Él no. Sólo él comprendía el sentido último.
Aquélla era la verdadera manifestación del trabajo de toda su vida, y lo atormentaba pensar que no se había dado cuenta antes. Era él, y no el otro, quien poseía la fuerza, la inteligencia y la voluntad para llevarlo a cabo. Sólo él podía depurar el mundo y guiarlo hacia su futuro.
¡El mundo! Mientras mascullaba la palabra, percibía la presión de ese mundo patético sobre él, sobre el santuario de su Templo. Ahora lo veía todo tan claro… Era un mundo superpoblado, plagado de enjambres de humanos que, como insectos, bullían sin objetivo, sin sentido y sin utilidad, agitándose en sus insignificantes y míseras vidas como los frenéticos pistones de una absurda máquina. Siempre estaban sobre él, vertiendo su basura, apareándose, reproduciéndose, muriendo, atados como esclavos a la noria de la existencia humana. Qué fácil, y qué inevitable, sería arrasarlo todo, todo, como quien abre un hormiguero de un puntapié y aplasta las larvas blanquecinas y blandas. Después vendría el Nuevo Mundo, limpio, diverso y lleno de sueños.