Los apartaderos ferroviarios del West Side ocupaban una amplia hondonada en la zona más occidental de Manhattan, prácticamente invisible para los millones de neoyorquinos que vivían y trabajaban a escasa distancia de allí, y con sus treinta hectáreas de superficie constituían el terreno no urbanizado más extenso de la isla después del Central Park. Uno de los principales núcleos del transporte ferroviario a principios de siglo, se hallaba en la actualidad en el más completo abandono: raíles herrumbrosos que se perdían entre lampazos y ailantos, viejas vías muertas rotas y olvidadas, almacenes con el techo hundido y las paredes llenas de pintadas.
En los últimos veinte años aquella porción de tierra había dado pie a proyectos urbanísticos, querellas, manipulaciones políticas y bancarrotas. Gradualmente los arrendatarios de los almacenes habían renunciado a sus contratos y abandonado la zona, dejando paso a vándalos, pirómanos y gente sin hogar. En una esquina del terreno se concentraba un pequeño grupo de chabolas construidas de madera contrachapada, cartón y hojalata. Junto a ellas había patéticos huertos de guisantes y calabazas en absoluto desorden.
Margo se hallaba en medio de un solar cubierto de escombros chamuscados, flanqueado por dos antiguos edificios de la compañía ferroviaria. El almacén que antes ocupaba el solar había ardido por completo hacía cuatro meses. La estructura había quedado reducida a un ennegrecido armazón de vigas y algunos muros bajos de hormigón. El suelo de cemento permanecía oculto bajo medio metro de cascotes y tablas quemadas. En un rincón se veían los restos de varias mesas alargadas de metal, y sobre ellas aparatos aplastados y cristal fundido. Miró alrededor, a través de las sombras vespertinas que se entretejían sobre los escombros. Había varios objetos voluminosos que en otro tiempo habían sido máquinas con cubiertas metálicas; las cubiertas se habían fundido, dejando a la vista los mecanismos internos, marañas de cables y circuitos integrados. El olor acre del plástico y el alquitrán quemados seguía obstinadamente adherido a todo.
D'Agosta apareció junto a ella y preguntó:
—¿Qué opina?
Margo movió la cabeza en un gesto de duda.
—¿Está seguro de que ésta fue la última dirección conocida de Greg?
—Me lo ha confirmado la compañía de mudanzas. El incendio del almacén y su muerte se produjeron más o menos en las mismas fechas, así que probablemente no tuvo tiempo de mudarse a otro sitio. Pero usó un alias al solicitar el suministro eléctrico y la línea telefónica, así que no estamos seguros.
—¿Un alias? —Margo seguía contemplando los restos del almacén—. Me pregunto si murió antes o después del incendio.
—Yo me pregunto eso y otras muchas cosas —dijo D'Agosta.
—Parece un laboratorio.
D'Agosta asintió con la cabeza.
—Eso hasta yo lo había supuesto. Ese tal Kawakita era científico. Como usted.
—No exactamente. Greg se dedicaba sobre todo a la genética y la biología evolutiva. Mi especialidad es la farmacología antropológica.
—Igual da. —D'Agosta se reacomodó la cintura del pantalón—. Mi duda es qué clase de laboratorio era éste.
—Así, sin más, no sabría decirle. Necesitaría averiguar qué eran esas máquinas del rincón. Y a partir del cristal fundido que hay sobre esas mesas tendría que formarme una idea de los accesorios que utilizaba y cómo estaban dispuestos.
—¿Y bien? —dijo D'Agosta, mirándola.
—Y bien ¿qué?
—¿Quiere ocuparse de ello?
Margo se volvió hacia él.
—¿Por qué yo? En el Departamento de Policía debe de haber especialistas…
—No les interesa —la interrumpió D'Agosta—. En su lista de prioridades, esto está justo por debajo de las multas de aparcamiento.
Margo, sorprendida, arrugó el entrecejo.
—A los jefes les trae sin cuidado Kawakita y a qué pudiese dedicarse antes de su muerte. Consideran que fue una víctima fortuita más. Como el propio Brambell.
—¿Y usted no está de acuerdo? ¿Cree que estaba implicado en los asesinatos?
D'Agosta sacó un pañuelo del bolsillo y se enjugó la frente.
—Francamente, no lo sé. Pero intuyo que Kawakita estaba metido en algo, y me gustaría saber de qué se trataba. Usted lo conocía, ¿verdad?
—Sí —contestó Margo.
—Yo sólo lo vi una vez, en la fiesta de despedida que Frock organizó para Pendergast. ¿Cómo era?
Margo pensó por un momento.
—Muy inteligente. Un científico de primera.
—¿Y qué puede decirme de su personalidad?
—No era la persona más encantadora del museo —respondió Margo con cautela—. Era… en fin, un tanto inflexible, podríamos decir. Siempre tuve la impresión de que habría sido capaz de cualquier cosa por promocionarse profesionalmente. No se relacionaba apenas con el resto del personal y no parecía confiar en nadie que pudiese… —Se interrumpió.
—¿Sí?
—¿Es esto necesario? No me gusta hablar mal de alguien que no está presente para defenderse.
—Pues ésa suele ser la mejor ocasión. ¿Era la clase de hombre que podría involucrarse en actividades delictivas?
—No, en absoluto. Era uno de esos científicos que antepone la ciencia a los valores humanos, y yo no siempre aprobaba su sentido ético, pero no era un delincuente. —Titubeó—. Intentó ponerse en contacto conmigo hace un tiempo, quizá un mes antes de morir.
D'Agosta la miró con curiosidad.
—¿Sabe qué quería? No parece que él y usted fuesen precisamente amigos.
—Amigos íntimos no. Pero éramos colegas. Si él tenía algún problema… —Su rostro se ensombreció—. Quizá podría haberlo ayudado, y ni siquiera le devolví la llamada.
—Probablemente nunca lo sabrá. En todo caso, le agradecería que echase un vistazo por aquí, que intentase averiguar a qué se dedicaba.
Margo vaciló, y D'Agosta la miró con mayor atención.
—¿Quién sabe? —añadió con un tono más distendido—. Quizá le sirva para aplacar a alguno de esos demonios internos.
«Bonita manera de decirlo —pensó Margo, consciente sin embargo de que el teniente no albergaba mala intención—. El teniente D'Agosta, psicólogo popular. Y ahora me saldrá con que examinar este montón de escombros me servirá para “liberar mi ansiedad”.»
Contempló por un momento el almacén derruido.
—De acuerdo, teniente —accedió por fin.
—¿Quiere que haga venir a un fotógrafo? —sugirió D'Agosta.
—Quizá después. Por ahora me bastará con hacer unos dibujos.
—Muy bien —respondió D'Agosta, que parecía inquieto.
—Ya puede marcharse —dijo Margo—. No hace falta que se quede ahí mirando.
—Ni hablar —repuso D'Agosta—. Después de lo de Brambell, no pienso dejarla sola.
—Teniente…
—De todos modos, tengo que recoger unas cenizas para las pruebas de detección de sustancias inflamables. No la molestaré. —Malhumorado, permaneció inmóvil junto a ella.
Margo dejó escapar un suspiro, sacó un cuaderno de dibujo del bolso y observó de nuevo el laboratorio en ruinas. Era un lugar deprimente, como una muda acusación: «Podrías haber hecho algo. Greg intentó ponerse en contacto contigo. Quizá las cosas no habrían acabado así».
Sacudió la cabeza, disipando el sentimiento de culpabilidad. No le serviría de nada. Además, si en algún sitio podía encontrar una explicación a la muerte de Greg, era allí. Y tal vez la única manera de huir de aquella pesadilla era bajar la cabeza y ponerse manos a la obra de inmediato. En todo caso, le permitía alejarse un rato del Laboratorio de Antropología Forense, que empezaba a parecer un osario. El cadáver de Bitterman había llegado del depósito el miércoles por la tarde, trayendo consigo nuevas dudas. Las marcas en los huesos del cuello indicaban que había sido decapitado mediante alguna clase de cuchillo tosco y primitivo. El asesino —o los asesinos— había realizado su siniestro trabajo con precipitación.
Dibujó a grandes rasgos el laboratorio, teniendo en cuenta las dimensiones de las paredes, la colocación de las mesas y la disposición de los montones de equipo destrozado. Todo laboratorio poseía una dinámica, que dependía de la clase de tareas que se llevasen a cabo. Si bien el equipo permitía averiguar de manera general la clase de investigación que se realizaba, la dinámica revelaba la aplicación específica.
Una vez completado el esbozo global, Margo pasó a las mesas. Al ser de metal, habían resistido relativamente bien el calor del fuego. Dibujó un rectángulo por cada mesa y luego se concentró en los restos de cristal fundido: vasos de precipitados, pipetas, probetas graduadas y otros accesorios que por el momento era imposible identificar. Se intuía una compleja disposición multinivel. Sin duda se había efectuado allí algún tipo de investigación bioquímica avanzada. Pero ¿qué tipo exactamente?
Se detuvo por un instante y aspiró la mezcla de olores del aislante eléctrico quemado y la brisa salina del Hudson. Luego dirigió su atención a la maquinaria. Era un material caro, a juzgar por las cubiertas de acero inoxidable mate y los restos de los paneles de control y los displays fluorescentes de vacío.
Margo se ocupó primero de la máquina más grande. La cubierta de metal se había desmontado a causa del calor y las piezas interiores se habían desunido. La golpeó ligeramente con un pie, y se desplomó con gran estrépito. Margo retrocedió de un salto y de pronto tomó conciencia de lo solitario que era aquel lugar. Más allá de los apartaderos y del río, el sol se hallaba suspendido justo encima de las Palisades de Nueva Jersey. Veía planear las gaviotas sobre los postes podridos de viejos embarcaderos que se adentraban en el Hudson desde la orilla y oía sus gritos. Lejos de los apartaderos terminaba una alegre tarde de verano. Allí sin embargo, en aquel lugar ruinoso y abandonado, no había espacio para la alegría. Miró a D'Agosta, que había recogido sus muestras y contemplaba el Hudson de brazos cruzados bajo el sol poniente. De pronto Margo se alegró de que el teniente hubiese insistido en quedarse.
Se inclinó sobre la máquina, riéndose de su nerviosismo. Revolviendo entre los fragmentos de metal chamuscado y descolorido, encontró por fin la placa frontal. Tras limpiar el hollín, distinguió el rótulo: WESTERLY GENETICS EQUIPMENT, junto con el logo de la WGE. Abajo, en la pestaña de acoplamiento, llevaba estampados un número de serie y las palabras: ANALIZADOR-SECUENCIADOR INTEGRADO DE ADN WGE. Anotó la información en el cuaderno.
En un rincón había restos fundidos de maquinaria que parecía distinta al resto. Margo la examinó, observando y retirando las piezas una a una para deducir qué era. Por lo visto, se trataba de un complejo equipo para la síntesis química de compuestos orgánicos, provisto incluso de aparatos de fraccionamiento y destilación, gradientes de difusión y nodos eléctricos de bajo voltaje. Al fondo, donde el calor había causado menos daños, encontró fragmentos de varios frascos de Erlenmayer. A juzgar por los rótulos grabados con esmeril en el cristal, en su mayor parte habían contenido sustancias químicas corrientes en un laboratorio. Sin embargo no reconoció de inmediato uno de los rótulos fragmentarios: 7-DIHIDROCOL… ACTIVADO.
Dio la vuelta al fragmento de frasco. El nombre del compuesto le resultaba familiar, pero no conseguía recordarlo. Finalmente, metió el fragmento en el bolso. Consultaría el nombre en la enciclopedia de química orgánica del laboratorio.
Junto a la máquina encontró los restos de una fina libreta, quemada completamente salvo por unas cuantas páginas que habían quedado carbonizadas. Cuando la cogió, empezó a desmenuzarse entre sus dedos. Reunió con sumo cuidado los trozos chamuscados, los introdujo en una bolsa con cierre hermético, y la guardó también en el bolso.
Al cabo de un cuarto de hora ya había identificado suficientes aparatos para estar segura de una cosa: aquello había sido un laboratorio de genética de alto nivel. Margo trabajaba a diario con aparatos semejantes y estimaba el coste de aquel laboratorio destruido en más de medio millón de dólares.
Retrocedió un paso, pensando: ¿De dónde sacaría Kawakita el dinero para financiar un laboratorio de estas características? ¿Y qué demonios se proponía?
Mientras recorría el laboratorio tomando notas en el cuaderno, algo le llamó la atención. En el suelo, entre los cascotes y el cristal fundido, distinguió algo semejante a cinco grandes charcos de barro —endurecido por efecto del fuego— rodeados de grava.
Movida por la curiosidad, se inclinó para examinarlos de cerca. En el charco más próximo había incrustado un objeto metálico del tamaño de un puño. Sacó una pequeña navaja del bolso y, haciendo palanca, consiguió liberar el objeto del barro. Con el filo de la navaja, raspó la costra que lo recubría, adherida a la superficie como cemento. Debajo leyó las letras: MATERIAL… ARIOS… Dando vueltas al objeto, llegó a la conclusión de que era una bomba de acuario.
Se irguió y contempló los cinco charcos similares de barro, alineados bajo lo que quedaba de una pared. La grava, los cristales rotos… Debían de ser los restos de cinco acuarios. Acuarios enormes, a juzgar por el tamaño de los charcos. Pero ¿acuarios llenos de barro? No tenía sentido.
Arrodillándose, hundió la navaja en la masa seca más cercana y presionó oblicuamente. Se desprendió una porción de barro, disgregándose en varios trozos. Cogió el fragmento mayor y lo examinó, sorprendiéndose al ver las raíces y parte del tallo de una planta, a salvo del fuego gracias a la capa protectora de barro. Lamentándose del escaso tamaño de la navaja, limpió la planta de barro y la alzó para contemplarla en la tenue luz.
De pronto dejó caer la planta y retiró bruscamente la mano como si quemase. Al cabo de un momento volvió a cogerla y la observó detenidamente, notando cómo se le aceleraba el corazón. No es posible, pensó.
Conocía aquella planta; la conocía bien. El tallo duro y fibroso y las nudosas raíces despertaron en ella dolorosos recuerdos. Se vio a sí misma sentada en el Laboratorio de Genética del museo, la vista fija en el visor de un microscopio, horas antes de la desastrosa inauguración de la exposición «Supersticiones». Era la rara planta amazónica que Mbwun ansiaba con desesperación; la planta cuyas hojas, hacía casi una década, Whittlesey había utilizado inadvertidamente como material de embalaje en la fatídica caja de reliquias que había enviado al museo desde el Alto Xingú. Se suponía que la planta se había extinguido; su hábitat natural había sido arrasado y los vestigios existentes en el museo habían sido destruidos por las autoridades cuando por fin se consiguió matar a Mbwun, la Bestia del Museo.
Margo se levantó y se limpió de hollín las rodillas. Greg Kawakita había logrado hacerse con la planta y la cultivaba en aquellos acuarios enormes.
«Pero ¿para qué?», se preguntó.
De repente la asaltó una horrible sospecha, pero la rechazó de inmediato. No era posible que Greg estuviese alimentando a un segundo Mbwun.
¿O si lo era?
—Teniente, ¿sabe qué es esto? —preguntó Margo.
D'Agosta se acercó.
—No tengo la más remota idea.
—Una Liliceae mbwunensis. La planta de Mbwun.
—¿Me toma el pelo? —dijo D'Agosta.
Margo negó lentamente con la cabeza.
—Ojalá fuese así.
Permanecieron inmóviles mientras el sol se ponía tras las Palisades, envolviendo los lejanos edificios en un nimbo de luz dorada. Observando de nuevo la planta mientras hacía hueco en su bolso para colocarla, Margo notó algo que antes le había pasado inadvertido.
En la base de la raíz, a lo largo de la xilema, había una pequeña hendidura en forma de doble uve, resultante de una operación de injertado. Una hendidura como aquélla, sabía Margo, sólo podía significar dos cosas. Un experimento corriente de hibridación.
O un complejo experimento de ingeniería genética.