La calle 63 Oeste se extendía hacia el río Hudson, y las dos hileras de magníficos edificios de apartamentos daban lugar gradualmente a cuidadas casas de piedra rojiza. D'Agosta caminaba con determinación, la vista baja, y una intensa sensación de ser el blanco de todas las miradas. La figura andrajosa y maloliente de Pendergast caminaba arrastrando los pies justo delante de él.
—¡Vaya un pasatiempo para mi tarde libre! —masculló D'Agosta.
Aunque le picaba en los lugares más recónditos del cuerpo, decidió no rascarse. Rascarse implicaba tocar la vieja y mugrienta gabardina que llevaba, o la roñosa camisa escocesa de poliéster, o el pantalón raído y lustroso. Se preguntaba de dónde habría sacado Pendergast todo aquello.
Para colmo, la suciedad y la grasa con que había tenido que embadurnarse la cara eran auténticas, y no simple maquillaje. Incluso los zapatos le repugnaban. Pero al mostrarse reacio a vestirse con aquella indumentaria, Pendergast se había limitado a decir: «Vincent, su vida depende de ello».
Ni siquiera le había permitido llevar el arma o la placa, aduciendo: «Ni se imagina lo que harían con usted si le encontrasen una placa encima». En realidad, pensaba D'Agosta con pesar, toda la expedición en sí era una clara violación del reglamento.
Alzó la vista por un instante y vio que se acercaba una mujer con un impecable vestido veraniego y zapatos de tacón paseando a un chihuahua. La mujer se detuvo en seco y desvió la mirada con cara de asco. Cuando Pendergast pasó junto a ella, el perro saltó hacia adelante y empezó a lanzar agudos y estridentes ladridos. Pendergast se apartó, y el perro, tirando de la correa, redobló sus histéricos esfuerzos.
Pese a lo violento que se sentía, o quizá por eso mismo, D'Agosta fue incapaz de reprimir un creciente enojo por la expresión de desprecio de la mujer. «¿Quién le da derecho a juzgarnos?», pensó. Al pasar por su lado, paró y se volvió hacia ella.
—¡Que le vaya bien! —gruñó, echando el mentón hacia adelante.
La mujer retrocedió.
—Es usted un tipejo asqueroso —prorrumpió—. ¡Petit Chou, no te acerques a él!
Pendergast agarró a D'Agosta de un brazo y lo arrastró hasta la esquina de Columbus Avenue.
—¿Está loco? —reprochó en voz baja.
Mientras se alejaban a toda prisa, D'Agosta oyó gritar a la mujer:
—¡Ayuda! ¡Esos hombres me han amenazado!
Pendergast apretó el paso en dirección sur, y D'Agosta tuvo que correr tras él para no rezagarse. Adentrándose en la penumbra de un ancho pasaje situado en medio de la manzana, Pendergast se arrodilló rápidamente sobre las planchas de acero de una salida de emergencia del metro. Valiéndose de una pequeña herramienta con forma de gancho, levantó las planchas e indicó a D'Agosta que descendiese por la escalera metálica. Entró detrás de D'Agosta en el oscuro hueco y volvió a cerrar las planchas. Al pie de la escalera había dos vías de tren escasamente iluminadas. Cruzaron las vías y llegaron a un arco que daba acceso a otra escalera descendente, cuyos peldaños bajaron de dos en dos.
Pendergast se detuvo en el último escalón. D'Agosta, jadeante, paró junto a él en la total oscuridad. Al cabo de unos segundos Pendergast encendió una linterna de bolsillo.
—«¡Que le vaya bien!» —dijo, remedando a D'Agosta, y chasqueó la lengua—. ¿A quién se le ocurre, Vincent?
—Sólo pretendía ser amable —repuso D'Agosta con tono acre.
—Podría haber hecho fracasar esta pequeña expedición aun antes de salir de puerto. Recuérdelo bien: ha venido conmigo sólo para completar mi disfraz. Únicamente presentándome como jefe de otra comunidad conseguiré entrevistarme con Mephisto. Y nunca viajaría sin mi ayuda de campo. —Señaló un estrecho túnel secundario con la linterna—. Por ahí se va hacia el este, hacia su territorio.
D'Agosta asintió con la cabeza.
—Recuerde mis instrucciones. Hablaré yo. Es imprescindible que olvide momentáneamente que es policía. Ocurra lo que ocurra, no intervenga. —Sacó dos blandos gorros de lana de un bolsillo de su mugrienta gabardina. Entregándole uno a D'Agosta, dijo—: Póngase esto.
—¿Por qué?
—Cubrirse sirve para ocultar el verdadero contorno de la cabeza. Además, si nos vemos obligados a una huida precipitada, sólo con quitarnos los gorros ofreceremos un perfil distinto. Recuerde que no estamos acostumbrados a la oscuridad. Ellos nos llevan ventaja.
Pendergast volvió a meterse la mano en el bolsillo y extrajo un pequeño objeto que se colocó en la boca.
—¿Qué demonios es eso? —preguntó D'Agosta a la vez que se calaba el gorro.
—Un paladar postizo para cambiar la posición de la lengua y modificar así las resonancias armónicas de la garganta. Vamos a codearnos con delincuentes, ¿recuerda? El año pasado estuve mucho tiempo en el complejo penitenciario de Rikers's Island, elaborando un estudio caracterológico de los asesinos para la base naval de Quantico. Es posible que aquí vuelva a encontrarme con algunos de ellos. Si eso sucede, no conviene que me reconozcan por mi aspecto ni por mi voz. —Se señaló a sí mismo—. Por supuesto, el disfraz sólo no basta. Debo adaptar mis posturas, mi andar e incluso mis gestos. Su trabajo es más sencillo: guarde silencio y sígame la corriente. No destaque en modo alguno. ¿Conforme?
D'Agosta asintió con la cabeza.
—Con un poco de suerte, ese tal Mephisto nos llevará en la dirección correcta. Quizá regresemos con las pruebas de los crímenes que describió al Post. Eso nos proporcionaría nuevo material forense que necesitamos con urgencia. —Hizo una pausa. Después, empezando a caminar con la linterna encendida, preguntó—: ¿Se ha descubierto algo en relación con el asesinato de Brambell?
—No —contestó D'Agosta—. Waxie y los jefes consideran que es un hecho fortuito, como tantas otras muertes. Yo, en cambio, me pregunto si no tendrá algo que ver con su trabajo.
Pendergast movió la cabeza en un gesto de asentimiento.
—Una hipótesis interesante.
—Tengo la impresión de que estas muertes, o al menos parte de ellas, no han ocurrido al azar. Brambell, por ejemplo, estaba a punto de averiguar la identidad del segundo esqueleto. Tal vez alguien prefería que ese dato no saliese a la luz.
Pendergast volvió a asentir.
—He de admitir, teniente, que me quedé atónito al enterarme de que el segundo esqueleto pertenecía a Kawakita. Eso nos deja ante un panorama… mucho más desagradable y complejo. Y hace pensar que el doctor Frock, la doctora Green y los otros que trabajan en el caso deberían ser protegidos.
—Esta mañana he ido al despacho de Horlocker con eso en mente —dijo D'Agosta, frunciendo el entrecejo—. Se ha negado a ofrecer protección a Green y Frock. Según él, Kawakita debía de mantener algún tipo de relación con Pamela Wisher, y tuvieron la desgracia de aparecer los dos juntos en el lugar y momento menos oportunos. Otro hecho fortuito, como el asesinato de Brambell. Lo único que le preocupa es que nada de esto se filtre a la prensa, por lo menos hasta que la familia de Kawakita sea localizada y puesta sobre aviso… si es que hay algún pariente a quien localizar. Creo que alguna vez oí decir que Kawakita era huérfano. Waxie estaba también allí, pavoneándose por el despacho como un gallo sobrealimentado. Me ha recomendado que me esmere más en mantenerlo en secreto, para que no ocurra lo mismo que con el asunto de Pamela Wisher.
—¿Y?
—Le he sugerido que se la machaque un rato. Con educación, eso sí. Había pensado que era mejor no alarmar a Frock y Green. Pero después de la reunión he cambiado de idea y he ido a darles unos consejos. Me han prometido que andarán con cuidado, al menos hasta que terminen su parte del trabajo.
—¿Han descubierto qué causó las deformaciones óseas de Kawakita?
—Todavía no —contestó D'Agosta distraídamente.
Pendergast se volvió hacia él y preguntó:
—¿Qué le pasa?
D'Agosta vaciló.
—Supongo que estoy un poco preocupado por cómo vaya a tomarse esto la doctora Green. Al fin y al cabo, fue idea mía meterlos a ella y a Frock en este asunto, y ahora no sé si hice bien. Frock parece el mismo viejo cascarrabias de siempre, pero Margo… —Guardó silencio por un instante—. Ya sabe cómo reaccionó después de los asesinatos del museo: poniéndose en forma, corriendo a diario, llevando una pistola en el bolso.
—Es una reacción postraumática muy corriente —explicó Pendergast, asintiendo con la cabeza—. A menudo la gente que vive situaciones aterradoras busca maneras de recobrar el control, de atenuar su sensación de vulnerabilidad. De hecho, es una respuesta bastante saludable a las tensiones extremas. —Esbozó una triste sonrisa—. Y conozco pocas experiencias más tensas que la que ella y yo vivimos en aquel pasillo oscuro del museo.
—Sí, pero él lo ha exagerado. Y ahora, con toda esta mierda… En fin, quizá me equivoqué al solicitar su colaboración.
—Tomó usted la decisión correcta. Necesitamos sus conocimientos, y más ahora que Kawakita ha muerto. Investigará sus últimos meses de vida, supongo.
D'Agosta movió la cabeza en un gesto de asentimiento.
—Debería pensar en pedirle a la doctora Green que le eche una mano con eso —sugirió Pendergast, y reanudó su reconocimiento del oscuro túnel—. En fin, ¿está listo, Vincent?
—Eso creo. ¿Y si encontramos elementos hostiles?
Una leve sonrisa se dibujó en los labios de Pendergast.
—Ser tratante en el principal comercio local suele apaciguar a los lugareños.
—¿Drogas? —preguntó D'Agosta con incredulidad.
Pendergast asintió y se abrió la gabardina. A la luz de la linterna, D'Agosta distinguió varios pequeños bolsillos cosidos al sucio forro.
—Por lo visto, casi todos los que viven aquí son o han sido adictos de una u otra cosa. Llevo una farmacia completa —dijo, y señalando los bolsillos uno a uno con el dedo, recitó—: crack, metilfenidato, pentobarbital, Seconal, Blue 88s del ejército. Puede que esto salve nuestras vidas, Vincent. Salvó la mía en mi anterior descenso.
Pendergast metió los dedos en uno de los bolsillos y extrajo una cápsula de color negro.
—Bifetamina —aclaró—, conocida en la hermandad subterránea como «monada negra».
Contempló la cápsula por unos segundos y luego, con un rápido movimiento, se la echó a la boca.
—Pero ¿qué…? —empezó a decir D'Agosta, pero Pendergast alzó la mano para acallarlo.
—No basta con que interprete el personaje —susurró el agente del FBI—. Tengo que ser el personaje. Sin duda el tal Mephisto es un individuo desconfiado y paranoico. Intuir un engaño es posiblemente su mayor habilidad. No lo olvide.
D'Agosta no respondió. Realmente habían penetrado en un mundo ajeno a la sociedad, a la ley, a todo.
Se adentraron en el túnel secundario y siguieron los raíles de una vía abandonada. Cada pocos minutos Pendergast se detenía y consultaba sus notas. Avanzando tras el agente del FBI en la creciente oscuridad, D'Agosta notó con asombro lo pronto que se perdía allí abajo la orientación, el sentido del tiempo.
De pronto Pendergast señaló hacia un resplandor rojizo y trémulo, aparentemente suspendido en la oscuridad, unos cien metros más adelante.
—Hay gente alrededor de esa fogata —susurró—. Probablemente son los «vecinos de arriba», una pequeña comunidad de ocupas instalados en la periferia del territorio de Mephisto. —Observó la luz pensativamente. Al cabo de un momento se volvió hacia D'Agosta y preguntó—: ¿Pasamos al salón?
Sin esperar la respuesta, Pendergast se encaminó hacia el lejano resplandor.
Cuando se acercaban, D'Agosta distinguió una docena de siluetas poco más o menos, tendidas en el suelo o encorvadas sobre cajones de leche. Sobre las brasas se alzaba una borboteante cafetera negra. Pendergast penetró en el círculo de luz y se acuclilló junto a la fogata. Nadie le prestó atención. Metió la mano bajo una de las múltiples capas de ropa que lo envolvían y sacó una botella de vino de Toka. D'Agosta advirtió que todas las miradas se clavaban en la botella.
Pendergast desenroscó el tapón, tomó un largo trago y lanzó un suspiro de satisfacción.
—¿Alguien quiere echarse un lingotazo? —preguntó, dirigiendo la etiqueta de la botella hacia la luz para que todos la viesen.
D'Agosta quedó momentáneamente desconcertado; la voz del agente del FBI había cambiado por completo, adquiriendo un cerrado acento del Brooklyn más barriobajero. La piel blanca, los ojos claros y el pelo rubio de Pendergast resultaban extraños y amenazadores en el parpadeante resplandor.
—Yo —contestó una voz.
Un hombre sentado en un cajón de leche alargó el brazo, cogió la botella y se la llevó a los labios. Se oyó un prolongado gorgoteo. Cuando devolvió la botella a Pendergast, se había evaporado una cuarta parte del contenido. Pendergast pasó a otro la botella, y ésta fue de mano en mano hasta completarse el círculo y volver vacía a su dueño. Sólo uno de ellos lanzó un gruñido de agradecimiento.
D'Agosta procuró situarse de manera que el humo de la fogata lo resguardase del hedor de cuerpos humanos sucios, vino malo y orina rancia.
—Busco a Mephisto —anunció Pendergast al cabo de un momento.
Se produjo cierta agitación en torno al fuego. De pronto aquellos hombres parecían más cautos.
—¿Quién lo busca? —preguntó con tono hostil el primero que había aceptado la botella.
—Yo lo busco —repuso Pendergast con igual agresividad.
El hombre observó a Pendergast en silencio, evaluándolo.
—Vete a la mierda —dijo por fin, relajándose de nuevo en su asiento.
Pendergast se movió con tal rapidez que D'Agosta, asustado, se apartó de un salto. Cuando volvió a mirar, el hombre yacía boca abajo, con la cara contra los escombros y el pie de Pendergast en el cuello.
—¡Joder! —aulló el hombre.
Pendergast, de pie junto a él, apretó con mayor fuerza.
—Nadie habla así a Whitey —espetó con voz sibilante.
—¡Era en broma, tío!
Pendergast redujo ligeramente la presión.
—Mephisto anda por la Ruta 666 —dijo el hombre desde el suelo.
—¿Dónde está eso?
—¡Suéltame ya, tío! ¡Me haces daño! Ve por la vía 100 hasta el viejo generador. Allí baja por la escalera hasta la pasarela.
Pendergast retiró el pie, y el hombre se incorporó frotándose el cuello.
—A Mephisto no le gustan los intrusos.
—Él y yo tenemos un asunto que tratar —dijo Pendergast.
—¿Sí? ¿Qué asunto?
—Tiene que ver con los rugosos.
Pese a la oscuridad, D'Agosta percibió repentina tensión en el grupo.
—¿Qué pasa con los rugosos? —preguntó otra voz con aspereza.
—Sólo hablaré con Mephisto.
Pendergast hizo una señal a D'Agosta con la cabeza, y ambos siguieron adelante por el lóbrego túnel. Cuando la fogata no era más que un pequeño punto a lo lejos, volvió a encender la linterna.
—Aquí abajo no pueden tolerarse faltas de respeto —explicó en voz baja—. Ni siquiera en un grupo menor como ése. Si notan debilidad, estás perdido.
—Ha sido una maniobra admirable —comentó D'Agosta.
—No es difícil dejar fuera de combate a un borracho. En mi anterior descenso averigüé que en estos niveles superiores el alcohol es la droga predominante. En ese grupo la única excepción era el tipo delgado que estaba más lejos del fuego. Me jugaría algo a que ése se pinchaba. ¿Se ha fijado en que se rascaba distraídamente sin cesar? Eso es un efecto secundario del fentanil, sin lugar a dudas.
El túnel se bifurcó, y Pendergast, tras consultar un plano de ferrocarriles que llevaba en un bolsillo, tomó por el ramal de la izquierda, el más estrecho.
—Esto va a dar a la vía 100 —dijo.
D'Agosta lo siguió. Tras lo que se le antojó una distancia interminable, Pendergast volvió a detenerse y señaló una máquina enorme y oxidada con grandes poleas, cada una de cuatro metros de diámetro por lo menos. Las podridas correas de transmisión se hallaban amontonadas en el suelo. Al otro lado había una escalera metálica que descendía hasta una pasarela suspendida sobre un antiguo túnel. D'Agosta agachó la cabeza para pasar bajo una tubería con estalactitas en cuya superficie se leía el rótulo H.P. ST. y siguió a Pendergast escalera abajo y por la desvencijada pasarela de rejilla. En el extremo opuesto, una trampilla con bisagras daba acceso a una escalerilla metálica que bajaba hasta un ancho túnel inacabado. Había piedras y montantes oxidados apilados de cualquier manera contra las paredes. Si bien se veían restos de fogatas, el lugar parecía desierto.
—Por lo visto, tendremos que descolgarnos por esa roca —dijo Pendergast, iluminando con la linterna un amplio espacio al final del túnel. Las aristas de la roca relucían debido al paso de incontables manos y pies. De abajo subía un olor acre.
D'Agosta descendió primero, aferrándose desesperadamente al afilado y húmedo basalto. Tardó cinco aterradores minutos en llegar abajo. Se sentía enterrado en el lecho rocoso de la isla.
—Me gustaría ver a alguien bajar por ahí drogado —comentó cuando Pendergast saltó al suelo junto a él. Los músculos de los brazos le temblaban a causa del esfuerzo.
—En este nivel nadie sale a la superficie —contestó Pendergast—. Salvo los mensajeros.
—¿Los mensajeros?
—Según tengo entendido, son los únicos miembros de la comunidad que tienen contacto con el exterior. Recogen y cobran los cheques del programa de ayuda para familias con hijos, buscan comida, recolectan y venden envases reciclables, consiguen medicamentos y leche, compran droga.
Pendergast iluminó las toscas paredes de roca con la linterna. Al fondo vieron una plancha de hojalata acanalada de un metro y medio de altura que cubría parcialmente la entrada de un túnel abandonado. Al lado, pintado toscamente en la pared, un rótulo anunciaba:
SÓLO FAMILIAS. PROHIBIDO EL PASO A TODOS LOS DEMÁS.
Pendergast tiró de la plancha de hojalata, que giró sobre sus bisagras con un estridente chirrido.
—El timbre de la puerta —explicó.
Cuando entraron en el túnel, apareció ante ellos una andrajosa figura empuñando una gran tea. Era alto y tenía un aspecto espantosamente demacrado.
—¿Quiénes sois? —inquirió, impidiendo el paso a Pendergast.
—¿Eres el Artillero? —preguntó Pendergast.
—Fuera de aquí —ordenó el hombre, y los empujó hacia la puerta de hojalata hasta sacarlos de nuevo al pozo de roca—. Me llamo Flint. ¿Qué queréis?
—He venido a ver a Mephisto —contestó Pendergast.
—¿Para qué?
—Soy el jefe de la Tumba de Grant, una pequeña comunidad que vive bajo la Universidad de Columbia. Quiero hablar con él de los asesinatos.
Siguió un prolongado silencio.
—¿Y ése? —dijo Flint finalmente, señalando hacia D'Agosta.
—Mi mensajero.
—¿Lleváis armas o drogas? —preguntó Flint mirando a Pendergast.
—Armas no —respondió Pendergast. A la tenue luz de la tea, pareció de pronto incómodo—. Pero llevo mi propio suministro…
—Aquí no se admiten drogas —dijo Flint—. Somos una comunidad limpia.
Y una mierda, pensó D'Agosta, advirtiendo el brillo de sus ojos.
—Lo siento —repuso Pendergast—. Nunca me separo de mi alijo. Si es un problema…
—¿Qué llevas? —preguntó Flint.
—No es asunto tuyo.
—¿Coca? —aventuró Flint, y D'Agosta percibió un ligero tono de esperanza en su voz.
—Acertaste —respondió Pendergast tras un breve silencio.
—Tendré que confiscártela.
—Considérala un regalo.
Pendergast extrajo un pequeño paquete de papel de aluminio y se lo entregó a Flint, que se apresuró a guardárselo.
—Seguidme —dijo Flint.
D'Agosta cerró la puerta de hojalata al entrar, y Flint los guió hasta una escalera metálica. La escalera terminaba en una estrecha abertura por donde se accedía a una repisa de cemento suspendida a gran altura sobre un enorme espacio cilíndrico. Flint torció a la derecha y empezó a descender por una rampa de cemento en espiral adosada a la pared. Mientras bajaban, D'Agosta advirtió sucesivos cubículos excavados en la roca, todos ellos ocupados por individuos o familias. El resplandor trémulo de velas o lámparas de queroseno iluminaba sus rostros sucios y sus mugrientos colchones. Al otro lado del vasto espacio, vio una tubería rota que sobresalía de la pared. El agua que manaba de ella caía en un charco lodoso. Alrededor había varias figuras agachadas, aparentemente lavando ropa. El agua sucia formaba un arroyo y desaparecía por la irregular boca de un túnel.
Al llegar abajo, cruzaron el arroyo por un viejo tablón. En el suelo, dispersos por toda la caverna, había grupos de gente durmiendo o jugando a las cartas. En un rincón apartado yacía un hombre con los ojos abiertos y lechosos; D'Agosta advirtió que esperaba su entierro y desvió la mirada.
Flint los llevó por un pasadizo largo y bajo que parecía ramificarse en numerosos túneles. Al final de algunos de ellos, en la exigua luz, D'Agosta vio gente que trabajaba: almacenando latas de alimentos, remendando ropa, destilando alcohol. Finalmente Flint los hizo pasar a una cámara iluminada con luz eléctrica. D'Agosta alzó la vista y vio una única bombilla que pendía de un cable raído procedente de una vieja caja de empalmes situada en un rincón.
D'Agosta echó un vistazo alrededor, reparando en el agrietado revestimiento de ladrillos. De pronto se quedó inmóvil, con una mueca de incredulidad en los labios. En el centro de la cámara había un viejo y destartalado furgón de tren, inclinado en un ángulo absurdo y con las ruedas traseras a más de medio metro del suelo. No podía siquiera imaginar cómo había llegado aquello hasta allí. En un costado, sobre el herrumbroso metal rojizo, se distinguían vagamente las letras: NUEVA YO CENTR.
Tras indicarles con un gesto que esperasen allí, Flint entró en el furgón. Asomó al cabo de unos minutos y los llamó con una seña.
Al entrar, D'Agosta vio que se hallaban en una pequeña antecámara, delimitada al fondo por una tupida cortina. Flint había desaparecido. El furgón estaba a oscuras y hacía un calor sofocante.
—¿Sí? —dijo una voz extraña y sibilante al otro lado de la cortina.
Pendergast se aclaró la garganta y contestó:
—Me llaman Whitey, y soy jefe de la comunidad Tumba de Grant. Hemos oído tu llamamiento a la unidad de todos los que vivimos bajo tierra para combatir los asesinatos.
Se produjo un silencio. D'Agosta se preguntó qué habría detrás de la cortina. Quizá nada, pensó. Quizá es como en El mago de Oz. Quizá Smithback se inventó la mitad del artículo. Con los periodistas nunca se sabe…
—Adelante —invitó la voz.
Alguien descorrió la cortina. D'Agosta, de mala gana, entró detrás de Pendergast a la cámara.
La iluminación se reducía al reflejo de la bombilla colgada en el exterior y al resplandor de unas brasas que ardían al fondo bajo un respiradero. Frente a ellos había un hombre sentado en una enorme silla semejante a un trono, colocada exactamente en el centro de la cámara. Era alto, de miembros robustos y abundante cabello gris. Vestía un viejo traje de pana con pantalón de pata de elefante y un raído sombrero borsalino. Rodeaba su cuello un macizo collar navajo de plata con turquesas engastadas.
Mephisto les lanzó una penetrante mirada.
—Alcalde Whitey. No es muy original. Difícilmente inspirará respeto un nombre así. Pero muy apropiado para alguien medio albino como tú. —La voz sibilante había adoptado un tono formal.
D'Agosta notó que Mephisto dirigía hacia él su mirada. Sea lo que sea este tipo, pensó, no está loco. Al menos, no del todo. Se sentía incómodo. En los ojos de Mephisto apareció un destello de recelo.
—¿Y éste quién es? —preguntó.
—Cigarro. Mi principal mensajero.
Mephisto observó por un largo momento a D'Agosta. Por fin se volvió hacia Pendergast y dijo con manifiesta desconfianza:
—Es la primera vez que oigo hablar de esa comunidad.
—Hay una gran red de túneles de servicio bajo la Universidad de Columbia y los edificios anexos —repuso Pendergast—. Somos pocos y nos ocupamos de nuestros asuntos. Los estudiantes son gente generosa.
Mephisto asintió con la cabeza. La expresión de recelo se desvaneció lentamente, dando paso a algo que era una mueca maliciosa o una sonrisa.
—Muy bien. Siempre es un placer conocer a un aliado en esta época oscura. Tomemos algo para darle un rango oficial a la reunión. Ya hablaremos después. —Batió palmas—. ¡Sillas para nuestros invitados! ¡Y avivad ese fuego! Artillero, tráenos un poco de carne.
Un hombre delgado de corta estatura cuya presencia D'Agosta no había advertido surgió de las sombras y salió del furgón. Otro que estaba sentado en el suelo con las piernas cruzadas se levantó con dificultad y, moviéndose con extrema lentitud, apiló varios trozos de madera sobre las brasas y atizó el fuego.
Por si no hacía ya bastante calor aquí dentro, pensó D'Agosta, notando que le corría el sudor bajo la mugrienta camisa.
Entró un hombre enorme y muy musculoso con dos cajones de embalaje que colocó frente a la silla de Mephisto.
—Por favor, caballeros —dijo Mephisto, señalando los cajones con fingida solemnidad.
D'Agosta se sentó con cuidado a la vez que volvía el hombre llamado Artillero con algo húmedo y chorreante envuelto en papel de periódico. Lo depositó junto al fuego, y D'Agosta, al ver el contenido, notó que se le agarrotaba el estómago: era una rata de tamaño considerable con la cabeza aplastada y las patas sacudiéndose aún rítmicamente.
—¡Excelente! —exclamó Mephisto—. Recién cazada, como veis. —Dirigió su intensa mirada a Pendergast—. Coméis conejo de túnel, ¿verdad?
—Por supuesto —contestó Pendergast.
D'Agosta advirtió que el individuo musculoso se hallaba justo detrás de ellos. Empezaba a intuir que iban a someterlos a una prueba que les convenía superar.
Alargando los brazos, Mephisto cogió la rata muerta con una mano y un espetón con la otra. Sujetando la rata por debajo de las patas delanteras, la empaló diestramente por el ano y la colocó sobre el fuego. D'Agosta observó con horrorizada fascinación cómo se prendía y crepitaba de inmediato el pelo, y la rata se agitaba en un último espasmo. Al cabo de un momento todo el animal llameaba, despidiendo una acre columna de humo hacia el techo del furgón. Las llamas perdieron intensidad, quedando el rabo de la rata reducido a un tirabuzón chamuscado.
Mephisto contempló por un momento la rata. A continuación la retiró del fuego, extrajo un cuchillo de la chaqueta y raspó la piel para acabar de limpiarla de pelo. Tras perforar el vientre para liberar los gases de la cocción, volvió a ponerla sobre la fogata, esta vez a mayor altura.
—Requiere cierta habilidad preparar le grand souris en brochette —comentó.
D'Agosta aguardó, consciente de que todas las miradas confluían en Pendergast y él. No quería pensar siquiera qué ocurriría si dejaba entrever el menor indicio de repugnancia.
Pasaron los minutos sin más sonido que el crepitar de la rata. Mephisto hizo girar el espetón y después miró a Pendergast.
—¿Tú, Whitey, cómo la prefieres? —preguntó—. A mí me gusta poco hecha.
—A mí también —respondió Pendergast con la misma tranquilidad que si le ofreciesen un acompañamiento de tostadas en el Tavern on the Green.
«Es sólo un animal —pensó D'Agosta desesperado—. Comérmelo no va a matarme, que es más de lo que puede decirse de estos tipos».
Mephisto dejó escapar un suspiro con mal disimulada impaciencia.
—¿Estará ya a punto? —preguntó.
—Vamos allá —contestó Pendergast, frotándose las manos.
D'Agosta permaneció en silencio.
—Aquí falta un poco de alcohol —dijo Mephisto a voz en grito.
Casi de inmediato apareció una botella medio vacía de Night Train. Mephisto la miró con expresión de enojo.
—¡Tenemos invitados! —prorrumpió, apartando la botella de un manotazo—. Trae algo más apropiado para la ocasión.
No tardaron en llegar una botella verde de Cold Duck y tres vasos de plástico. Mephisto retiró el espetón del fuego, desensartó la rata y la dejó sobre el papel de periódico.
—Haz los honores —propuso, pasándosela a Pendergast.
D'Agosta intentó reprimir una repentina sensación de pánico. ¿Qué debía hacer Pendergast a continuación? Observó con una mezcla de terror y alivio mientras Pendergast, sin vacilar, levantaba la rata y aplicaba los labios al corte del costado. Se oyó una profunda succión cuando absorbió las vísceras del roedor. D'Agosta contuvo una arcada.
Relamiéndose, Pendergast depositó el periódico y su carga frente al anfitrión.
—Excelente —se limitó a decir el agente del FBI.
Mephisto movió la cabeza en un gesto de aprobación.
—Una técnica interesante —comentó.
—Nada del otro mundo —repuso Pendergast, encogiéndose de hombros—. En los túneles de servicio de los alrededores de Columbia echan mucho raticida. Probando el hígado, uno siempre sabe si hay riesgo de envenenarse o no.
Una sonrisa amplia y sincera se extendió por el rostro de Mephisto.
—Lo recordaré —dijo.
Acto seguido, cogió el cuchillo, cortó varias tiras de carne de un anca y se las entregó a D'Agosta.
Había llegado la hora de la verdad. Con el rabillo del ojo D'Agosta vio que la voluminosa figura plantada a sus espaldas se tensaba. Cerrando los ojos, atacó la carne con fingido entusiasmo. Se la metió toda en la boca, masticó con vehemencia y se la tragó casi sin saborearla. Disimuló su suplicio con una sonrisa, esforzándose por sofocar las náuseas que le sacudían el estómago.
—¡Bravo! —exclamó Mephisto, observándolo—. ¡Un auténtico gourmet!
El nivel de tensión decreció sensiblemente. Cuando D'Agosta se reacomodó en el cajón de embalaje, llevándose una mano protectora al vientre, el silencio dio paso a susurros y comedidas risas.
—Disculpad mis recelos —dijo Mephisto—. Antes aquí abajo podíamos permitirnos ser más abiertos y confiados. Si sois quienes decís, ya debéis saberlo. Pero corren tiempos difíciles.
Mephisto llenó los vasos y levantó el suyo en un brindis. Cortó varios trozos más de carne y se los pasó a Pendergast. Luego dio buena cuenta del resto de la rata él mismo.
—Permitidme que os presente a mis lugartenientes —prosiguió Mephisto. Señaló al gigante que se hallaba detrás de ellos—. Ése es Little Harry. Se enganchó al caballo muy joven. Incurrió en pequeños robos para pagarse el hábito. Una cosa llevó a la otra, y acabó preso en Attica. Allí aprendió mucho. Al salir, no encontró trabajo. Afortunadamente bajó a los subterráneos y se unió a nuestra comunidad antes de volver a las malas costumbres. —Mephisto señaló a continuación al hombre de movimientos lentos sentado junto al fuego—. Ése es Boy Alice. Daba clases de literatura en un colegio privado de Connecticut. La vida se le complicó. Perdió el empleo, se divorció, se quedó sin dinero y le dio por empinar el codo. Empezó a frecuentar los refugios y comedores de la beneficencia, y allí oyó hablar de nosotros. En cuanto al Artillero, estuvo en Vietnam, y al volver se encontró con que el país que había defendido no quería saber nada de él. —Se limpió la boca con el papel de periódico. Luego añadió—: Os he dicho más de lo que hacía falta. Hemos dejado atrás el pasado, como vosotros seguramente. Así que habéis venido a hablar de los asesinatos.
Pendergast asintió con la cabeza.
—Tres de los nuestros han desaparecido en esta última semana —explicó—, y los demás empiezan a preocuparse. Nos enteramos de tu llamamiento a la unidad contra los rugosos, los asesinos sin cabeza.
—Ha corrido la voz. Hace dos días tuve noticias del Filósofo. ¿Lo conoces?
Pendergast vaciló apenas un segundo.
—No —contestó.
—Me extraña —dijo Mephisto, entornando los párpados—. Es mi homólogo en las comunidades que viven bajo la Grand Central.
—Quizá algún día nos conozcamos —respondió Pendergast—. Ahora lo que me interesa es llevar noticias tranquilizadoras a mi gente. ¿Qué puedes decirme de los asesinatos y los asesinos?
—Empezaron hace casi un año —contestó Mephisto con un suave siseo—. El primero fue Joe Atcitty. Encontramos su cadáver cerca del Blocao; faltaba la cabeza. Después desapareció Annie la Morena. Luego el Sargento Mayor. Y así uno tras otro. Encontramos a algunos; a la mayoría no. Más tarde supimos gracias a los mandras que se había detectado movimiento en las profundidades.
—¿Los mandras? —repitió Pendergast, frunciendo el entrecejo.
Mephisto volvió a lanzarle una mirada recelosa.
—¿No has oído hablar de los mandras? —Soltó una carcajada de burla—. Deberías salir a estirar las piernas un poco más, alcalde Whitey, darte algún que otro paseo por estos barrios. Los mandras viven debajo de nosotros. Nunca suben; no utilizan ninguna clase de luces. Como las salamandras. Versteht? Nos dijeron que había indicios de actividad debajo de ellos. —Redujo el volumen de voz a un susurro—. Nos dijeron que la Buhardilla del Diablo había sido colonizada.
D'Agosta dirigió una mirada inquisitiva a Pendergast. Pero el agente del FBI se limitó a asentir y, como para sí, dijo:
—El nivel más bajo de la ciudad.
—El más bajo —remarcó Mephisto.
—¿Has estado allí? —preguntó Pendergast como de pasada.
Mephisto lo miró como dando a entender que ni siquiera él estaba tan loco.
—Pero ¿crees que esa gente es la responsable de los asesinatos?
—No lo creo. Lo sé. Están debajo de nosotros en este mismo momento. —Mephisto esbozó una fatalista sonrisa—. Pero dudo que la palabra «gente» sea muy exacta.
—¿Qué quieres decir? —dijo Pendergast, ya sin disimular su interés.
—Rumores —susurró Mephisto—. Dicen que los llaman «rugosos» por una razón.
—¿Qué razón?
Mephisto no contestó.
Pendergast se echó hacia atrás.
—¿Y qué podemos hacer?
—¿Qué podemos hacer? —La sonrisa desapareció del rostro de Mephisto—. Podemos despertar a esta ciudad, eso es lo que podemos hacer. Demostrarles que no sólo los topos, la gente invisible, morirán.
—Y si lo conseguimos, ¿qué puede hacer la ciudad respecto a los rugosos?
Mephisto pensó por un momento.
—Lo que haría con cualquier plaga. Erradicarlos.
—Eso es más fácil decirlo que hacerlo.
Mephisto posó en el agente del FBI su mirada dura y brillante.
—¿Tienes una idea mejor, Whitey?
Pendergast guardó silencio por un instante.
—Todavía no —respondió por fin.