D'Agosta miró el reloj. Eran las diez de la noche, y pese a sus esfuerzos no tenían aún ni una sola pista. Las patrullas de agentes habían recorrido todos los refugios, centros de acogida y comedores de beneficencia, buscando en vano noticias de alguien que hubiese mostrado un excesivo interés en Mbwun. Hayward, cuyos conocimientos sobre la gente sin hogar que vivía en el subsuelo eran cada vez más valiosos, había dirigido personalmente varias batidas especiales con los grupos de desalojo. Por desgracia, el resultado había sido también decepcionante; los topos se desvanecían ante las patrullas, ocultándose en lugares cada vez más recónditos y oscuros. Además, como Hayward había explicado, las batidas apenas arañaban la superficie de la vasta red de túneles que se extendía bajo las calles de la ciudad. Por lo menos, la avalancha de llamadas telefónicas de chiflados que reclamaban la recompensa del Post se había reducido a un simple goteo. Quizá la gente estaba demasiado preocupada por el artículo del Times y el asesinato de Bitterman.
Contempló su escritorio, enterrado aún bajo los informes semicoordinados de los distintos grupos de búsqueda. Luego contempló el tablón de anuncios por enésima vez aquella tarde, clavando la vista en el plano como si con la intensidad de su mirada pudiese arrancarle una respuesta. ¿Cuál era la pauta? Tenía que haberla; ésa era la primera regla en el trabajo de investigación policial.
Le traía sin cuidado la opinión de Horlocker; la intuición le decía que aquellas muertes eran obra de más de un asesino. Y no sólo la intuición. Había demasiados crímenes, y el modus operandi era similar pero no idéntico: unas víctimas aparecían decapitadas, otras con el cráneo aplastado, y otras simplemente mutiladas. Quizá se trataba de una secta de gente profundamente perturbada. Pero, fuera lo que fuese, los amenazadores plazos impuestos por Horlocker no servían más que para distraerlos de su verdadero cometido y hacerles perder el tiempo. Lo que se requería en aquellas circunstancias era un trabajo de investigación paciente, metódico e inteligente.
D'Agosta rió para sí. «Dios mío —pensó—, cada vez me parezco más a Pendergast».
Al otro lado de la puerta del cuarto de material contiguo a su despacho, D'Agosta empezó a oír extraños ruidos. Hayward había entrado allí minutos antes aprovechando un descanso. Permaneció atento a la puerta, y los ruidos continuaron. Finalmente se levantó, se dirigió a la puerta, abrió y entró. Hayward se hallaba en medio del cuarto, agazapada en una postura animal, la mano izquierda rígidamente extendida al frente como una flecha y la derecha ladeada junto a la cabeza. Tenía ambas manos tensas y ligeramente curvadas, con los pulgares hacia afuera. Mientras D'Agosta la observaba, dio un giro de noventa grados, invirtió las posiciones de los brazos en un mudo golpe de puño, y giró otros noventa grados. Semejaba una especie de peligroso ballet.
Intercalaba entre los movimientos profundas exhalaciones, no muy distintas del modo de respirar que tanto había sorprendido a D'Agosta durante el enfrentamiento en los túneles. Tras un nuevo giro, Hayward quedó cara a cara ante D'Agosta y bajó las manos pausadamente.
—¿Necesita algo, teniente? —preguntó.
—Sólo que me explique qué demonios hace —respondió D'Agosta.
Hayward se irguió lentamente, dejó escapar el aire de los pulmones y miró a D'Agosta.
—Es una de las serie heian del kata.
—¿Cómo?
—Los ejercicios formales del kárate shotokan —dijo Hayward. Advirtiendo la expresión de D'Agosta, aclaró—: Me ayudan a relajarme y mantenerme en forma. Además, teniente, es mi rato de descanso.
—Pues adelante. —D'Agosta se volvió hacia la puerta, pero antes de salir se detuvo—. ¿Qué cinturón es?
Hayward lo miró por un momento en silencio y finalmente contestó:
—Blanco.
—Ya.
Hayward sonrió.
—El shotokan es la escuela japonesa de kárate original. En general, no les entusiasman los cinturones de colores. Hay seis niveles de cinturón blanco, tres de marrón y el negro.
D'Agosta asintió con la cabeza y preguntó con curiosidad:
—¿Y usted en qué nivel está?
—El mes que viene me presentaré al examen para el cinturón marrón sankyu.
D'Agosta oyó abrirse la puerta de su despacho. Al salir del cuarto de material, vio la corpulenta figura del capitán Waxie. Sin mediar palabra, Waxie empezó a pasearse ante el tablón de anuncios con las manos cruzadas tras la espalda, estudiando atentamente el caos de alfileres rojos y blancos.
—Aquí hay una pauta —anunció por fin.
—¿Sí? —preguntó D'Agosta, esforzándose por mantener un tono neutro.
Waxie, sin volverse, asintió sabiamente.
D'Agosta guardó silencio. Sabía que se arrepentiría hasta el día de su muerte de haber involucrado a Waxie en el caso.
—Se origina aquí —dijo Waxie, golpeando ruidosamente con un dedo un punto verde del plano.
D'Agosta vio que señalaba el Rumble, la zona más agreste del Central Park.
—¿En qué te basas?
—Muy sencillo —respondió Waxie—. El jefe ha tenido una charla con el principal actuario de seguros del Departamento de Recursos Humanos, y éste ha observado los lugares de los asesinatos, ha hecho un análisis lineal del área de mayor incidencia y ha dicho que confluyen aquí. ¿Lo ves? Las muertes forman un semicírculo alrededor de este punto. El Castillo de Belvedere es la clave. —Se volvió y miró a D'Agosta—. En el Rumble hay rocas, cuevas, espesas arboledas. Y mucha gente sin hogar. Es el escondite perfecto. Ahí encontraremos al asesino.
Esta vez D'Agosta fue incapaz de disimular su incredulidad.
—A ver si lo entiendo. ¿Un agente de seguros de Personal os ha hecho esa sugerencia? ¿Y ha intentado venderos también un plan de ahorro?
Waxie frunció el entrecejo, y sus carnosas mejillas adquirieron un intenso color carmesí.
—No me gusta nada ese tono —reprochó—. No era apropiado en la reunión de esta tarde, y tampoco lo es ahora.
—Dime, Jack —replicó D'Agosta, intentando no perder la paciencia—, ¿qué demonios sabe de asesinatos un actuario, por más que sea un actuario de la policía? Su opinión no basta. Hay que tener en cuenta la entrada, la salida, todo. Además, el asesinato del Castillo de Belvedere es el que más se aleja del modus operandi.
D'Agosta desistió. No servía de nada hablar con Waxie. Horlocker era un entusiasta de los especialistas, expertos y asesores. Y Waxie era la obsecuencia en persona…
—Voy a necesitar este plano —dijo Waxie, volviéndose de nuevo hacia el tablón.
D'Agosta observó la ancha espalda que tenía enfrente. De pronto una luz se encendió en su cabeza, y comprendió el motivo de aquello.
—Sírvete tú mismo —replicó—. Los expedientes principales del caso están en esos armarios, y la sargento Hayward conoce bien…
—No necesito a Hayward —lo interrumpió Waxie—. Me basta con el tablón de anuncios y los expedientes. Envíamelos mañana a las ocho a mi despacho, el 2.403. Me han trasladado aquí a jefatura. —Lentamente se dio media vuelta y miró a D'Agosta con recelo—. Lo siento, Vinnie. Creo que se reduce todo a una cuestión de buena comunicación. Entre Horlocker y yo. Quiere a alguien con quien sintonizar. Alguien capaz de tener callada a la prensa. No es nada personal, compréndelo. Ya veremos con qué misión, pero sigues en el caso. Y ahora que empezaremos a avanzar, puede que te calmes un poco. Mantendremos vigilado el Rumble y atraparemos a ese fulano.
—No lo dudo —respondió D'Agosta. Recordó que aquél era un caso sin solución posible, del que al principio de buena gana se habría desentendido. No le sirvió de consuelo.
Waxie le tendió la mano.
—¿No me guardas rencor, Vinnie?
D'Agosta estrechó la mano tibia y rechoncha.
—En absoluto, Jack —se oyó contestar.
Waxie volvió a echar un vistazo al despacho por si había alguna otra cosa digna de apropiarse. Por fin dijo:
—Bueno, tengo que irme. Quería darte la noticia en persona.
—Gracias.
Se quedaron inmóviles por un momento en el incómodo silencio que siguió. Luego Waxie, en un forzado gesto, le dio una palmada en el hombro y salió del despacho.
D'Agosta oyó un susurro de tela, y Hayward apareció junto a él. Permanecieron callados mientras se alejaban las pisadas por el pasillo de linóleo y desaparecían finalmente en el leve rumor de voces y máquinas de escribir. Entonces Hayward se volvió hacia D'Agosta.
—Teniente, ¿cómo ha consentido que se salga con la suya? —preguntó airada—. Cuando estábamos acorralados en los túneles, ese cagueta salió corriendo.
D'Agosta se sentó y buscó a tientas un cigarro en el primer cajón del escritorio.
—El respeto a los superiores no es su fuerte, ¿eh, sargento? —dijo—. De todos modos, ¿por qué está tan segura de que quedarse con el caso es un premio?
Encontró un cigarro, perforó la corona con la punta de un lápiz, y lo encendió.
Dos horas más tarde, cuando D'Agosta daba las últimas instrucciones para que subiesen los expedientes del caso al nuevo despacho de Waxie, Pendergast entró tranquilamente en el despacho. Era el Pendergast que D'Agosta recordaba: un impecable traje negro en extremo ajustado a su exiguo talle, cabello rubio plateado peinado hacia atrás, mocasines ingleses cosidos a mano de color marrón rojizo. Como de costumbre, parecía más un elegante empresario que un agente del FBI.
—¿Puedo? —preguntó Pendergast, señalando con el mentón la silla para las visitas.
D'Agosta colgó el auricular del teléfono y asintió con la cabeza. Pendergast se deslizó en la silla con la felina agilidad que lo caracterizaba. Echó un vistazo alrededor, reparando en las cajas llenas de expedientes y el espacio vacío en la pared donde antes colgaba el plano. Se volvió hacia D'Agosta y enarcó las cejas con burlona perplejidad.
—Ahora el quebradero de cabeza ha pasado a Waxie —respondió D'Agosta a la pregunta no formulada—. Ha habido cambio de funciones.
—Ya veo —dijo Pendergast—. Sin embargo, teniente, no parece muy desanimado por este giro en los acontecimientos.
—¿Desanimado? —repitió D'Agosta—. Fíjese en el despacho. El tablón de anuncios ha desaparecido; los expedientes están en cajas; Hayward se ha ido a dormir; el café está caliente, y tengo un cigarro encendido. Me encuentro de maravilla.
—Lo dudo mucho. Así y todo, esta noche probablemente dormirá mejor que el señor Waxie. Intranquila yace la cabeza que ciñe la corona,[3] y esas cosas. —Miró sonriente a D'Agosta—. Y ahora ¿qué?
—Bueno, sigo asignado al caso —contestó D'Agosta—. En condición de qué, lo desconozco; Waxie no se ha molestado en decírmelo.
—Posiblemente él mismo no lo sabe. Pero ya procuraremos que no se quede ocioso.
Pendergast calló, y D'Agosta se recostó en la butaca, saboreando el cigarro y dejando complacido que el silencio se extendiese por el despacho.
—Estuve una vez en Florencia —comentó Pendergast por fin.
—¿Sí? Yo fui a Italia hace poco. Llevé a mi hijo a ver a su bisabuela.
Pendergast asintió con la cabeza.
—¿Visitó el palacio Pitti?
—El palacio ¿qué?
—En realidad, es un museo. Y muy exquisito. En una pared hay un mapa antiguo, un fresco pintado un año antes de que Colón descubriese América.
—No me diga.
—En el lugar donde poco después se encontraría el continente americano no había nada salvo las palabras: «Cui ci sono dei mostri».
D'Agosta contrajo el rostro.
—Aquí hay… mostri. ¿Qué es eso?
—Significa: «Aquí hay monstruos».
—Monstruos, claro. ¡Dios mío, estoy olvidando el italiano! Lo hablaba con mis abuelos.
Pendergast movió la cabeza en un gesto de asentimiento.
—Teniente, me gustaría que respondiese a una pregunta.
—Usted dirá.
—Adivine cuál es la mayor región habitada del planeta de la que aún no existen mapas.
D'Agosta se encogió de hombros.
—No lo sé. ¿Milwaukee?
Pendergast esbozó una triste sonrisa.
—No, y tampoco es Mongolia, ni las Antípodas. Es el subsuelo de Nueva York.
—Me toma el pelo, ¿no?
—No, no le tomo el pelo. —Pendergast cambió de posición en la silla—. Vincent, el subsuelo de Nueva York me recuerda aquel mapa del palacio Pitti. Es realmente un territorio inexplorado. Y por lo visto posee una extensión inimaginable. Bajo la Grand Central Terminal, por ejemplo, hay casi una docena de pisos, sin contar las cloacas ni los desagües para lluvias. Bajo la Penn Station, los niveles subterráneos alcanzan una profundidad aún mayor.
—Así que usted ha bajado —dijo D'Agosta.
—Sí. Después de mi primera conversación con usted y la sargento Hayward. En realidad, fue una simple exploración. Quería formarme una impresión del entorno, probar mi capacidad para moverme bajo tierra y reunir información. Conseguí hablar con varios habitantes del subsuelo. Me contaron muchas cosas, e insinuaron más aún.
—¿Averiguó algo sobre los asesinatos? —preguntó D'Agosta, echándose hacia adelante.
Pendergast asintió con la cabeza.
—Indirectamente. Pero quienes disponen de mayor información viven mucho más abajo de donde yo me atreví a llegar en mi primer descenso. Lleva tiempo ganarse la confianza de esa gente, y más ahora. Comprenda que están aterrorizados. —Pendergast dirigió sus ojos azules hacia D'Agosta—. Por algunos cuchicheos que logré oír, deduje que un misterioso grupo de gente ha colonizado los subterráneos. Y en la mayoría de los rumores ni siquiera se empleaba la palabra «gente». Según se dice, son seres salvajes, infrahumanos, caníbales. Y son esos seres los causantes de las muertes.
Quedaron en silencio. D'Agosta se levantó, se acercó a la ventana y contempló el paisaje nocturno de Manhattan. Por fin preguntó:
—¿Usted da crédito a eso?
—No lo sé —respondió Pendergast—. Tengo que hablar con Mephisto, el jefe de la comunidad establecida bajo Columbus Circle. Buena parte de sus declaraciones al Post en aquel artículo reciente tiene alarmantes visos de realidad. Por desgracia, no es fácil llegar a él. Desconfía de los intrusos y odia con pasión a las autoridades. Pero creo que es él quien puede guiarme hasta donde quiero llegar.
D'Agosta apretó los labios. Al cabo de unos segundos, preguntó:
—¿Necesita compañía?
Una sonrisa fugaz asomó al rostro de Pendergast.
—Es un lugar anárquico y en extremo peligroso. No obstante, tendré en cuenta el ofrecimiento. ¿Le parece bien?
D'Agosta asintió con la cabeza.
—De acuerdo. Y ahora le recomiendo que se vaya a casa y duerma un rato. —Pendergast se puso en pie—. Nuestro amigo Waxie, aunque no lo sepa, va a necesitar toda la ayuda posible.