La sargento Hayward descendió por una larga escalera metálica, abrió una puerta angosta y oxidada, y salió a un apartadero abandonado. D'Agosta la seguía con las manos en los bolsillos. La luz del día se filtraba tenuemente por una serie de rejillas situadas a gran altura e iluminaba las motas de polvo que flotaban en el aire quieto. Al salir, D'Agosta miró a izquierda y derecha. En ambas direcciones las vías del ferrocarril se perdían en la oscuridad del túnel. Advirtió que Hayward, bajo tierra, tenía una manera de moverse poco común, un andar sigiloso y cauto.
—¿Dónde está el capitán? —preguntó Hayward.
—Ahora vendrá —contestó D'Agosta, apoyando el tacón del zapato en un raíl—. Usted siga adelante.
Observó a Hayward adentrarse en el túnel con movimientos felinos, precedida por el estrecho haz de luz de su linterna. Cualquier duda que pudiese haber albergado sobre la aptitud de aquella mujer menuda para guiarlos se disipó al comprobar la soltura con que se desenvolvía en los subterráneos.
Waxie, en cambio, había aminorado notablemente la marcha desde la visita, hacía un par de horas, al sótano donde unos tres meses antes se había hallado el primer cadáver. Era una sala húmeda, atestada de viejas calderas. Del techo pendían cables podridos. Hayward les había mostrado el colchón encajonado tras una caldera ennegrecida y cubierto de botellas de agua vacías y periódicos rotos. Allí había vivido el muerto. El colchón tenía una mancha de sangre seca de un metro de diámetro, muy mordisqueada por las ratas. Encima, colgaban de una tubería unos calcetines raídos y mohosos.
El cadáver encontrado allí había sido identificado como Hank Jasper, explicó Hayward. No había testigos ni se le conocían parientes o amigos. El expediente tampoco les había servido de nada; no incluía fotografías ni descripción pericial del lugar del crimen. Se reducía al papeleo de rutina, un breve informe forense que dejaba constancia de las «múltiples laceraciones» y el violento aplastamiento del cráneo, y el aviso de un apresurado entierro en la fosa común de Hart Island.
Tampoco había resultado de gran utilidad la visita a los servicios clausurados de la estación de Columbus Circle, donde se había descubierto el segundo cadáver. Sólo habían encontrado basura y restos de sangre en los viejos lavabos y los espejos agrietados que alguien había intentado limpiar sin mucho empeño.
D'Agosta oyó a sus espaldas una maldición entre dientes, y al volverse vio salir por la puerta oxidada la oronda figura del capitán Waxie, que echó un vistazo alrededor con manifiesta repugnancia. En la penumbra su rostro mantecoso y pálido brillaba de una manera poco natural.
—¡Dios santo, Vinnie! —exclamó Waxie, cruzando las vías con sumo cuidado—. ¿Qué carajo hemos venido a hacer aquí? Ya te he dicho antes que esto no es trabajo para un capitán, y menos un domingo por la tarde. —Señaló con el mentón hacia el oscuro túnel—. Ha sido idea de esa monada, ¿verdad? Desde luego tiene un buen par de tetas. ¿Sabías que le ofrecí un puesto como ayudante personal mía? Pero prefirió seguir con la brigada de desalojo, sacando a los vagabundos de sus madrigueras. No hay quien lo entienda.
«A mí no me parece tan raro», pensó D'Agosta, imaginando lo que podía ser la vida de una mujer atractiva como Hayward a las órdenes de Waxie.
—¡Y ahora se me ha estropeado la condenada radio! —protesto Waxie, irritado.
D'Agosta señaló hacia arriba.
—Dice Hayward que en los subterráneos las radios no funcionan. O al menos no de manera fiable.
—Estupendo. ¿Y cómo vamos, pues, a pedir apoyo?
—No vamos a pedir apoyo. Esto es sólo cosa nuestra.
—Estupendo —repitió Waxie.
D'Agosta observó a Waxie. Sobre su labio superior el sudor manaba en grandes gotas, y sus blancuzcas mejillas, normalmente firmes, empezaban a colgar.
—Esto está dentro de tu jurisdicción, no de la mía —dijo D'Agosta—. Piensa en lo bien que quedarás si esto llega a tener resonancia, habiendo tomado las riendas del asunto de inmediato, visitando en persona el lugar de los hechos. Para variar. —Se llevó los dedos al bolsillo de la chaqueta para sacar un cigarro, pero cambió de idea—. Y piensa en la mala imagen que darías si los asesinatos tienen relación, y la prensa dice que te desentendiste.
Waxie lo miró con expresión ceñuda.
—No tengo intención de presentarme a la alcaldía, Vinnie.
—No hablo de la alcaldía. Yo sólo sé que cuando empiece a llover mierda, como siempre pasa en estos casos, tendrás las espaldas cubiertas.
Waxie, al parecer ya más tranquilo, dejó escapar un gruñido.
D'Agosta vio acercarse la linterna de Hayward por las vías, y pronto su silueta surgió de la oscuridad.
—Casi hemos llegado —informó—. Hay que bajar un nivel más.
—¿Bajar? —dijo Waxie—. ¡Sargento, creía que éste era el nivel más bajo!
Hayward no contestó.
—¿Y por dónde tenemos que bajar? —preguntó D'Agosta.
Hayward señaló con la cabeza en dirección hacia el lugar de donde había venido.
—A la derecha, a unos cuatrocientos metros, hay otra escalera.
—¿Y si viene un tren? —preguntó Waxie.
—Este tramo está abandonado —dijo Hayward—. No pasan trenes desde hace mucho tiempo.
—¿Cómo lo sabe?
Hayward enfocó la linterna hacia el suelo e iluminó los raíles, cubiertos de una espesa capa de óxido anaranjado. La mirada de D'Agosta ascendió por el haz de luz hasta el rostro de Hayward. No parecía muy contenta con la perspectiva.
—¿Hay algo fuera de lo normal en el siguiente nivel? —preguntó D'Agosta con naturalidad.
Hayward guardó silencio por un momento.
—Por lo general, sólo patrullamos en los niveles superiores. Pero corren ciertas historias, y cuanto más bajo es el nivel, más espantosas son las historias. —Tras una pausa añadió, en una clara insinuación a D'Agosta—: Por eso propuse que viniésemos con un grupo de agentes.
—¿Aquí abajo vive gente? —dijo Waxie, ahorrando a D'Agosta la respuesta.
—Claro. —A juzgar por su expresión, Hayward daba por sentado que Waxie debería haber estado ya al corriente—. Es un sitio caliente en invierno, resguardado de la lluvia y el viento. No han de preocuparse de nadie, salvo de los otros topos.
—¿Y cuándo fue la última vez que se desalojó ese nivel?
—Los niveles inferiores no se desalojan, capitán.
—¿Por qué?
Se produjo otro silencio.
—Para empezar, es imposible dar con los topos de las zonas más profundas. Viviendo en la oscuridad desarrollan una buena visión nocturna. Oímos un ruido, y en cuanto nos volvemos, ya han desaparecido. Sólo se hacen un par de rondas anuales al azar con perros adiestrados para encontrar cadáveres. Y ni siquiera en esos casos se baja tanto. Además, es muy peligroso. No todos los topos vienen aquí buscando cobijo. Algunos vienen a esconderse. Algunos huyen de algo, normalmente la justicia. Y también hay depredadores.
—¿Y lo que contaba el artículo del Post? —dijo D'Agosta—. Hablaba de una especie de comunidad subterránea. Eso no parecía tan hostil.
—Se refería a los túneles situados bajo el Central Park, teniente, no a los apartaderos del West Side —contestó Hayward—. Hay unas zonas más seguras que otras. Y no olvide que ese artículo mencionaba también otra cosa. Algo sobre unos caníbales. —Esbozó una agradable sonrisa.
Waxie abrió la boca para responder, pero volvió a cerrarla y tragó saliva ruidosamente.
Comenzaron a avanzar por las vías en silencio. D'Agosta advirtió que inconscientemente se había llevado la mano a su Smith and Wesson modelo 4946 de doble acción. En el año 93 el cambio a una semiautomática de 9 milímetros había originado cierta controversia en el departamento. Ahora D'Agosta se alegraba de llevarla.
Una puerta de acero que colgaba del marco en un precario ángulo daba acceso a la escalera. Hayward tiró de ella y se hizo a un lado. D'Agosta entró y de inmediato se le saltaron las lágrimas. Un olor parecido al del amoníaco ofendió a su olfato.
—Yo iré delante, teniente —propuso Hayward.
D'Agosta la dejó pasar. A ese respecto no pensaba discutir.
La escalera de cemento descendía hasta un descansillo y luego doblaba. A D'Agosta los ojos llorosos empezaron a escocerle. El olor era muy penetrante, indescriptible.
—¿A qué demonios huele? —preguntó.
—A orina —contestó Hayward con naturalidad—. Básicamente. Y a algunas otras cosas que preferirá no saber.
A sus espaldas, el resuello de Waxie se hizo más acusado.
Salieron a un espacio húmedo y lóbrego a través de una abertura de contornos irregulares. Hayward recorrió las paredes con la linterna, y D'Agosta tuvo la impresión de que se hallaban en el cavernoso extremo de un antiguo túnel. Pero allí no había raíles, y charcos de aceite y agua salpicaban el desigual suelo de tierra. Se veía basura desperdigada por todas partes: trozos de periódicos, un pantalón roto, un zapato viejo, un pañal recién usado.
D'Agosta oía resoplar a Waxie detrás de él. Se preguntó por qué había dejado de quejarse repentinamente el capitán. Quizá sea el mal olor, pensó.
Hayward se dirigió a un pasadizo que conducía al exterior de la caverna.
—Por aquí —dijo—. El cadáver se encontró ahí dentro, un poco más adelante. Es mejor que no nos separemos, y cuidado no los entuben.
—¿Entuben? —preguntó D'Agosta.
—Alguien podría salir de la oscuridad y golpearlos en la cabeza con un trozo de tubería.
—Yo no veo a nadie —repuso D'Agosta.
—Están aquí —aseguró Hayward.
Waxie respiraba cada vez con mayor dificultad.
Se adentraron lentamente en el pasadizo. Con frecuencia Hayward dirigía la luz hacia las paredes. Cada siete u ocho metros había un amplio espacio rectangular abierto en la roca; zonas de trabajo y almacenamiento utilizadas por las cuadrillas de obreros que construían el metro cien años atrás, explicó Hayward. Mugrientos colchones cubrían el suelo de muchos cubículos. A menudo el haz de la linterna sorprendía a enormes ratas parduscas, que se agitaban entre la basura y se alejaban con insolente lentitud. Pero no había señales de gente.
Hayward se detuvo, se quitó la gorra y volvió a colocarse un mechón de pelo mojado tras la oreja.
—Según el informe, era un cubículo situado justo enfrente de una pasarela de hierro caída —dijo.
D'Agosta intentó respirar a través de la mano, y cuando eso ya no le sirvió, se aflojó el nudo de la corbata y se subió el cuello de la camisa, usándolo a modo de mascarilla para taparse la boca.
—Ahí es —anunció Hayward, alumbrando una herrumbrosa maraña de montantes y vigas. Enfocó la linterna hacia el lado opuesto del pasadizo y localizó el cubículo. A primera vista era como los otros: un metro y medio de longitud, un metro de profundidad, abierto en la roca a una altura de medio metro del suelo.
D'Agosta se acercó y echó un vistazo. Contenía un colchón ladeado, con grandes manchas de sangre seca. La sangre —junto con fragmentos de algo cuya naturaleza D'Agosta prefería desconocer— había salpicado también las paredes. Vio asimismo el omnipresente cajón de embalaje, volcado y medio aplastado. El suelo del cubículo estaba cubierto de periódicos. El hedor era intolerable.
—Éste apareció también decapitado —susurró Hayward—. Lo identificaron mediante las huellas digitales. Shasheen Walker, treinta y dos años. Con una hoja de antecedentes penales tan larga como mi brazo, drogadicto.
En otras circunstancias a D'Agosta le habría parecido ridículo que un policía hablase en susurros. En aquel momento, en cambio, lo agradecía. Se produjo un largo silencio mientras D'Agosta inspeccionaba el cubículo con su propia linterna.
—¿Encontraron la cabeza? —preguntó por fin.
—No —respondió Hayward.
El inmundo cubil no presentaba indicios de registro policial. Pensando que habría preferido estar en cualquier otra parte, hacer cualquier otra cosa, D'Agosta alargó un brazo hacia el interior del cubículo, agarró la esquina de una manta roñosa y tiró de ella.
Algo marrón resbaló de entre los pliegues y rodó hacia el borde exterior del cubículo. Lo que quedaba de la boca permanecía abierto en un grito helado.
—Diría que no buscaron muy a fondo —comentó D'Agosta. Oyó escapar un leve gemido de la garganta de Waxie. Se volvió hacia él y preguntó—: ¿Te pasa algo, Jack?
Waxie no respondió. Su rostro parecía una pálida luna suspendida en la fétida oscuridad.
D'Agosta iluminó de nuevo la cabeza.
—Tendremos que hacer venir a un equipo de técnicos para realizar un registro completo —dijo, e hizo ademán de sacar la radio, pero se detuvo al recordar que allí no funcionaría.
Hayward se acercó.
—¿Teniente?
—¿Sí?
—Los topos han dejado esto tal como estaba porque aquí murió una persona. Son supersticiosos con estas cosas, o por lo menos algunos. Pero en cuanto nos vayamos limpiarán el cubículo de arriba abajo, se desharán de la cabeza, y nunca la encontraremos. No quieren ver policía aquí abajo por nada del mundo.
—¿Y cómo demonios van a enterarse de que hemos estado aquí?
—Ya se lo he dicho, teniente: están aquí, alrededor, escuchando.
D'Agosta alumbró en torno con la linterna. El pasadizo estaba en silencio y no se veía un alma.
—¿Y qué propone?
—Si quiere la cabeza, va a tener que llevársela ahora —aconsejó Hayward.
—¡Mierda! —dijo D'Agosta entre dientes—. De acuerdo, sargento, improvisaremos. Acerque esa toalla que hay ahí.
Rodeando a Waxie, que se hallaba paralizado, la sargento Hayward cogió la toalla empapada de agua y la extendió sobre el húmedo hormigón junto a la cabeza. Luego, cubriéndose la mano con la manga del uniforme, empujó la cabeza hacia la toalla con la muñeca.
D'Agosta, con una mezcla de repugnancia y admiración, observó a Hayward juntar las cuatro esquinas de la toalla, formando una pelota. Parpadeó, tratando en vano de alejar el nauseabundo hedor.
—Vámonos. Sargento, la dejo en sus manos.
—No hay problema —dijo Hayward, y levantó la toalla, manteniéndola alejada del cuerpo.
Cuando D'Agosta se puso en marcha, iluminando el pasadizo en dirección a la escalera, se oyó de pronto un silbido. Al instante una botella voló desde la oscuridad y pasó rozándole la cabeza a Waxie. Fue a estrellarse contra la pared. De detrás llegaron susurros.
—¿Quién anda ahí? —gritó D'Agosta—. ¡Alto! ¡Policía!
Otra botella, lanzada con saña, salió de la oscuridad. D'Agosta se dio cuenta, con un extraño escalofrío en la base de la columna vertebral, de que percibía pero no veía las formas que se aproximaban a ellos.
—Somos sólo tres, teniente —dijo Hayward con súbito nerviosismo en su voz grave—. ¿Me permite sugerir que nos larguemos de aquí inmediatamente?
Atrás sonó una ronca consigna, seguida de un grito y presurosas pisadas. D'Agosta oyó junto a él un chillido de terror. Al volverse, vio a Waxie, aún paralizado.
—¡Jack, contrólate, por lo que más quieras! —conminó D'Agosta.
Waxie empezó a gimotear. Del otro lado llegó una especie de apagado silbido. D'Agosta se giró y vio la figura menuda de Hayward, tensa y erguida. Tenía las manos a los costados, con los nudillos dirigidos hacia dentro y la toalla con su carga colgando todavía de los dedos. Tomó aire de nuevo con una inspiración profunda y sibilante, como preparándose. A continuación echó un rápido vistazo alrededor y se encaminó hacia la escalera, alargando de nuevo el brazo para mantener la cabeza a distancia.
—¡Por Dios, no me dejéis aquí! —suplicó Waxie.
D'Agosta tiró con furia de su hombro. Waxie, con un ahogado quejido, se puso en movimiento, primero despacio, luego desaladamente, superando a Hayward y dejándola atrás.
—¡Deprisa! —ordenó D'Agosta a Hayward, empujándola con la mano.
Algo pasó silbando junto a su oreja. Se detuvo, se dio media vuelta, desenfundó la pistola y disparó al techo. En la momentánea claridad del fogonazo, vio acercarse a una docena de personas por lo menos, separándose, dispuestas a rodearlo; corrían agachadas, a una extraordinaria velocidad para hallarse a oscuras. Se volvió y huyó hacia la escalera.
En el nivel superior, al otro lado de la puerta medio descolgada, se paró por fin a escuchar, respirando hondo. Hayward esperó junto a él, empuñando su arma. No se oía más sonido que los pasos de Waxie, alejándose por el apartadero hacia la tenue luz.
Al cabo de un momento D'Agosta retrocedió.
—Sargento, si en el futuro sugiere que pidamos refuerzos, o cualquier otra cosa, recuérdeme que le haga caso.
Hayward guardó la pistola.
—Temía que fuese usted a perder los papeles ahí abajo —admitió Hayward—. Pero para ser un novato, señor, no se ha comportado mal.
D'Agosta la miró, advirtiendo que era la primera vez que le daba tratamiento de oficial superior. Estuvo a punto de preguntarle a qué se debía aquella extraña forma de respirar en el pasadizo, pero se abstuvo y dijo:
—¿Todavía la tiene?
Hayward levantó la toalla.
—Pues vámonos de aquí ahora mismo. Ya visitaremos los otros sitios en mejor ocasión.
Camino de la superficie, la imagen que volvía una y otra vez a la mente de D'Agosta no era la horda de vagabundos intentando rodearlo ni el pasadizo húmedo e interminable; era el pañal recién usado.