Margo se acercó a la puerta, notando con aversión que estaba tan sucia como siempre. Incluso para un museo conocido por su alta tolerancia al polvo, la puerta del Laboratorio de Antropología Física —o Sala de los Esqueletos, como la llamaban todos los miembros del personal sin excepción— estaba mugrienta hasta un límite inconcebible. El contacto de innumerables manos había dejado una pátina de grasa, como un lustroso barniz, en el pomo y la zona circundante. Pensó en sacar un pañuelo del bolso, pero abandonó la idea, agarró el pomo con firmeza y abrió.
Dentro, como de costumbre, la iluminación era escasa, y Margo tuvo que aguzar la vista para distinguir las hileras de cajones metálicos que se elevaban hasta el techo como estantes de una enorme biblioteca. Cada cajón contenía un esqueleto humano o como mínimo un fragmento. Pertenecían en su mayoría a indígenas de África y América, pero en ese momento a Margo le interesaba la subsección de esqueletos reunidos con fines médicos más que antropológicos. Como primer paso, el doctor Frock había propuesto examinar los restos de personas con graves alteraciones óseas, partiendo de la hipótesis de que quizá la observación de las víctimas de enfermedades tales como la acromegalia o el síndrome de Proteo podía aclarar algo sobre el extraño esqueleto que los esperaba bajo la sábana de plástico azul en el Laboratorio de Antropología Forense.
Mientras avanzaba entre los gigantescos estantes, Margo dejó escapar un suspiro. Sabía que el inminente encuentro no sería agradable. Sy Hagedorn, administrador del Laboratorio de Antropología Física, era un hombre casi tan viejo y descarnado como los esqueletos que cuidaba. Él, Curly —el vigilante de la entrada del personal—, Emmaline Spragg —de Biología Invertebrada— y algún otro constituían el último vestigio de la vieja guardia del museo. Pese a la base de datos del museo, pese al moderno laboratorio provisto de la más avanzada tecnología que se hallaba al fondo de la Sala de los Esqueletos, Hagedorn se resistía obstinadamente a incorporar métodos de clasificación del siglo XX. Cuando Greg Kawakita, antiguo compañero de Margo en el museo, utilizaba el laboratorio como lugar de trabajo, tenía que soportar el cáustico desprecio de Hagedorn cada vez que abría su ordenador portátil. Kawakita, a sus espaldas, lo llamaba «Stumpy». Sólo Margo y algunos otros estudiantes de posgrado bajo la tutela de Frock sabían que el mote no aludía al diminuto tamaño de Hagedorn, sino a su afinidad con el Stumpiniceps troglodytes, un organismo especialmente anodino que pobló el fondo de los mares en el período carbonífero.
Al acordarse de Kawakita, Margo arrugó la frente con un súbito sentimiento de culpabilidad. Hacía unos seis meses Kawakita le había dejado un mensaje en el contestador automático, disculpándose por no haber dado señales de vida en tanto tiempo y anunciando que volvería a llamar al día siguiente a la misma hora porque necesitaba hablar con ella. Cuando el teléfono sonó nuevamente veinticuatro horas más tarde, Margo hizo ademán de descolgar pero se quedó inmóvil con la mano suspendida a unos centímetros del auricular. Al activarse el contestador no dejaron mensaje, y Margo retiró lentamente la mano, preguntándose qué extraño instinto le había impedido atender la llamada de Kawakita. Pero en realidad ya conocía la respuesta. Kawakita había formado parte de todo aquello junto con Pendergast, Smithback, el teniente D'Agosta e incluso el doctor Frock. Su programa de extrapolación les había permitido conocer mejor a Mbwun, la criatura que había sembrado el pánico en el museo y rondaba aún por las pesadillas de Margo. Por egoísta que pareciese, el último de sus deseos era hablar con alguien que le recordase innecesariamente aquellos espantosos días. Una actitud absurda, y más pensando que en ese momento se hallaba metida hasta el cuello en una investigación que…
Un súbito e impertinente carraspeo devolvió a Margo al presente. Al volverse, vio a su lado a un hombre de corta estatura y rostro apergaminado y surcado por innumerables arrugas. Vestía un raído traje de tweed.
—Me ha parecido oír que alguien merodeaba entre mis esqueletos —comentó Hagedorn con expresión ceñuda y los minúsculos brazos cruzados ante el pecho—. Usted dirá.
A su pesar, Margo notó que en su interior un creciente enojo sustituía a sus recuerdos. «Sus» esqueletos. Sí, desde luego parecían suyos. Conteniendo la indignación, sacó del bolso una hoja de papel.
—El doctor Frock quiere que suban estos especímenes al Laboratorio de Antropología Forense —dijo al entregarle la hoja a Hagedorn.
Echó un vistazo al papel, y su ceño se hizo aún más marcado.
—¿Tres esqueletos? —preguntó—. Eso es contrario a las normas.
«¡Anda y que te zurzan, Stumpy!», pensó Margo, y replicó:
—Es de suma importancia que dispongamos de los esqueletos inmediatamente. Si se requiere una autorización especial, sin duda la doctora Merriam se la dará.
La alusión a la directora surtió el efecto deseado.
—¡Ah, muy bien! Pero sigue siendo contrario a las normas. Acompáñeme.
La guió hasta un antiguo escritorio de madera, desportillado y lleno de marcas a fuerza de años de dejadez. Tras el escritorio —en hileras de pequeños cajones— estaban los archivos de Hagedorn. Consultó el primer número de la lista de Frock y recorrió los cajones de arriba abajo con un dedo fino y amarillento. Finalmente se detuvo, tiró del cajón, pasó rápidamente las fichas y extrajo una.
—1930-262 —leyó, y gruñó contrariado—. ¡Qué suerte la mía! Nada menos que en la fila más alta. Ya no soy lo que era, ¿sabe? La altura me da vértigo. —De pronto se interrumpió. Señalando un punto rojo en el ángulo superior derecho de la ficha, y observó:
—Este esqueleto es uno de los especímenes médicos.
—Los tres lo son —repuso Margo. Si bien era obvio que Hagedorn esperaba una explicación, Margo guardó un inexorable silencio.
Por fin el administrador se aclaró la garganta, enarcando las cejas ante la irregularidad de la solicitud.
—Si insiste —dijo, dejando la ficha en el escritorio y empujándola hacia ella—. Firme ahí. Añada su extensión y departamento, y no olvide anotar el nombre de Frock en la casilla del «Supervisor».
Margo miró la cartulina mugrienta, con los bordes reblandecidos a causa del uso y el tiempo. «¡Qué raro!», pensó irónicamente. Es una ficha de biblioteca. En el encabezamiento, pulcramente escrito con mayúsculas, constaba el nombre del esqueleto: Homer Maclean. Ése era en efecto uno de los que había pedido Frock. Víctima de una neurofibromatosis, si Margo no recordaba mal.
Se inclinó para garabatear su nombre en la primera línea libre y de pronto se detuvo. Tres o cuatro líneas más arriba en la lista de solicitantes anteriores vio una desigual caligrafía que reconoció de inmediato: G. S. Kawakita, Antropología. Había pedido aquel mismo esqueleto para sus investigaciones cinco años atrás. No le sorprendió. A Greg siempre lo había fascinado lo insólito, lo anormal, la excepción a la regla. Quizá de ahí su atracción por el doctor Frock y su teoría de la evolución fractal.
Recordó que Greg era conocido entre otras cosas por practicar con su caña de pescar en aquella misma sala de almacenamiento, lanzando el cebo en los estrechos pasillos casi en todos los descansos. Cuando Hagedorn no estaba presente, por supuesto. Margo reprimió una sonrisa.
«Sólo me faltaba esto —pensó—. Esta misma noche buscaré el teléfono de Greg en la guía. Más vale tarde que nunca».
Oyó un sonoro y vibrante resoplido. Levantó la vista y advirtió una mirada impaciente en los ojillos de Hagedorn.
—Basta con su nombre —dijo él con tono mordaz—. No necesito un poema lírico, así que no piense tanto, y acabemos de una vez.