6

En los recovecos del Cat's Paw, un bar de ambiente cargado, Smithback se apretujó en el interior de una estrecha cabina telefónica. Sosteniendo su vaso en equilibrio en una mano e intentando distinguir las teclas en la escasa luz, marcó el número de la oficina para averiguar cuántos mensajes le habían dejado esta vez.

Smithback nunca había dudado que era uno de los mayores periodistas de Nueva York. Probablemente el mayor. Hacía un año y medio había ofrecido al mundo la historia de la Bestia del Museo. Y no con la habitual objetividad y lejanía, sino que había estado metido de lleno con D'Agosta y los otros, luchando en la oscuridad de aquella noche de abril. Gracias al libro publicado poco tiempo después, se afianzó en el puesto de cronista de sucesos del Post. Ahora había surgido el asunto de Pamela Wisher, y no precisamente pronto. Las grandes noticias eran menos frecuentes de lo que había imaginado, y además siempre había otros periodistas dispuestos a pisarle la exclusiva, sin ir más lejos Bryce Harriman, su homólogo en el Times y una deshonra para la profesión. Pero si jugaba bien sus cartas, la nueva noticia podía tener el mismo alcance que la historia de Mbwun. O quizá más.

Un gran periodista, pensó mientras oía sonar el teléfono al otro lado de la línea, se adapta a las opciones que se le presentan. Un ejemplo de ello era la noticia de Pamela Wisher. Smithback no había previsto ni remotamente la reacción de la madre. Lo había impresionado. Smithback se había sentido incómodo y profundamente conmovido. Espoleado por esas emociones nuevas para él, había escrito otra crónica para la siguiente edición, bautizando a Pamela Wisher con el sobrenombre de Ángel de Central Park South y pintando su muerte con tintes trágicos. Pero la verdadera genialidad había sido la idea de ofrecer una recompensa de cien mil dólares por cualquier información que ayudase a descubrir al asesino. Se le había ocurrido mientras redactaba el artículo. Presentándose de inmediato en el despacho del nuevo director del Post, Arnold Murray, le había mostrado el texto a medio escribir y expuesto la idea de la recompensa. El director, entusiasmado, la había autorizado en el acto sin consultar siquiera con el editor.

Ginny, la secretaria de redacción, se puso al teléfono notablemente agitada. Se habían producido ya veinte llamadas en relación con la recompensa, todas falsas.

—¿Y ya está? —repuso Smithback, desalentado.

—Bueno, también ha venido a verte un tipo… chocante, ¿sabes? —explicó atropelladamente la secretaria. Era baja y delgada, vivía en Ronkonkoma, y estaba colada por Smithback.

—¿Y?

—Vestía con harapos y olía fatal. ¡Dios mío, apenas podía respirarse a su lado! Y estaba como colocado o algo así, ¿sabes?

«Quizá sea un soplo útil», pensó Smithback con creciente optimismo.

—¿Qué quería?

—Ha dicho que tiene información sobre el asesinato de Pamela Wisher. Ha propuesto que te reúnas con él en el servicio de caballeros de la Penn Station.

A Smithback casi se le cayó el vaso.

—¿El servicio de caballeros? Es broma, ¿no?

—Sí, el servicio de caballeros. Eso es lo que él ha dicho. ¿Crees que se trata de un pervertido? —Ginny hablaba con manifiesto entusiasmo.

—¿En qué servicio de caballeros? —preguntó Smithback, y de inmediato oyó ruido de papel.

—Aquí lo tengo anotado. Extremo norte de la estación, nivel inferior, justo a la izquierda de la escalera mecánica de la vía 12. A las ocho de esta noche.

—¿Cuál era exactamente esa información?

—No ha dicho nada más.

—Gracias.

Smithback colgó y miró la hora en su reloj: las ocho menos cuarto. ¿El servicio de caballeros de la Penn Station? Tendría que estar loco o desesperado, pensó, para seguir una pista como ésa.

Smithback nunca había entrado en los servicios de la Penn Station. Ni siquiera conocía a nadie que hubiese puesto allí los pies. Al abrir la puerta de una amplia y calurosa sala que emanaba un hedor asfixiante de orina y diarrea rancia, pensó que preferiría mearse encima a usar los servicios de la estación.

Llegaba con cinco minutos de retraso. Probablemente ese fulano se ha marchado ya, supuso Smithback esperanzado. Eso si es que en realidad ha venido. Se disponía a escabullirse cuando oyó una voz cavernosa.

—¿William Smithback?

—¿Qué? —respondió, y echó un nervioso vistazo alrededor, escudriñando los vacíos servicios.

Al cabo de un instante vio descender dos piernas en el cubículo más alejado. La puerta se abrió. Un hombre demacrado y de corta estatura salió y se dirigió hacia él con paso vacilante. Tenía la cara sucia y la ropa oscurecida por la grasa y el polvo. El pelo, enredado y apelmazado, adoptaba alarmantes formas. Una barba de color indescriptible bajaba demediada hasta dos puntos simétricos cercanos a su ombligo, visible a través de un largo desgarrón en la camisa.

—¿William Smithback? —repitió el hombre, escrutándolo con ojos empañados.

—¿Quién iba a ser, si no?

Sin más explicaciones, el hombre se dio media vuelta y se encaminó de nuevo hacia el fondo de los servicios. Se detuvo frente a la puerta abierta del último cubículo, se volvió y esperó.

—¿Tiene información para mí? —preguntó Smithback.

—Venga conmigo —dijo el hombre, y señaló hacia el cubículo.

—Ni hablar —contestó Smithback—. Si tiene algo que decirme, dígamelo aquí. No estoy dispuesto a meterme ahí con usted.

—Pero éste es el camino —insistió el hombre, señalando otra vez hacia el cubículo.

—El camino ¿adónde?

—Abajo.

Smithback se aproximó con precaución al cubículo. El hombre ya había entrado y se hallaba tras el inodoro, retirando una gran plancha de metal pintado que cubría un irregular agujero en la mugrienta pared de baldosas.

—¿Por ahí? —preguntó Smithback.

El hombre movió la cabeza en un gesto de asentimiento.

—¿Adónde se va?

—Abajo —repitió el hombre.

—No cuente conmigo —dijo Smithback, y retrocedió.

El hombre lo miró a los ojos.

—Tengo que llevarlo hasta Mephisto —anunció—. Quiere hablar con usted sobre el asesinato de esa chica. Sabe algo importante.

—¿Por quién me toma?

El hombre mantenía la vista fija en él.

—Confíe en mí —se limitó a decir.

Por alguna razón, pese a la mugre y los ojos de drogado, Smithback creyó a aquel individuo.

—¿Qué sabe?

—Tiene que hablar con Mephisto.

—¿Quién es ese Mephisto?

—Nuestro jefe —respondió el hombre, e hizo un gesto de indiferencia como si no fuese necesaria más presentación.

—¿Nuestro?

El hombre asintió con la cabeza.

—De la comunidad de la Ruta 666.

A pesar de sus dudas, Smithback sintió el cosquilleo de la curiosidad. ¿Una comunidad subterránea organizada? Eso por sí solo aumentaría la tirada del periódico. Y si además el tal Mephisto realmente sabía algo sobre el asesinato de Pamela Wisher…

—¿Dónde está exactamente esa comunidad de la Ruta 666? —preguntó.

—No puedo decírselo. Pero lo llevaré hasta allí.

—¿Y usted cómo se llama?

—Me conocen como Artillero —respondió el hombre con un destello de orgullo en la mirada.

—Oiga, por mí lo seguiría —dijo Smithback—, pero no querrá que me meta en ese agujero así sin más. Podrían tenderme una emboscada, asaltarme o vaya usted a saber.

El hombre movió la cabeza en un vehemente gesto de negación.

—Yo lo protegeré. Todo el mundo sabe que soy el principal mensajero de Mephisto. Conmigo estará a salvo.

Smithback lo miró fijamente: ojos legañosos, nariz húmeda, barba sucia de nigromante. Había ido hasta la redacción del Post, y ésa era una considerable complicación para alguien a todas luces indigente.

De pronto cobró forma en su mente la cara de suficiencia de Bryce Harriman. Lo imaginó frente al director del Times mientras éste le preguntaba por enésima vez cómo era posible que un periodistilla como Smithback se le hubiese adelantado.

Le gustó la imagen.

El hombre conocido como Artillero sostuvo la plancha de hojalata mientras Smithback entraba torpemente. Cuando estuvieron los dos dentro, volvió a colocarla en su sitio con sumo cuidado y cerró el hueco totalmente con unos ladrillos sueltos.

Smithback echó un vistazo alrededor y vio que se hallaban en un túnel largo y estrecho. Las tuberías del agua y el gas pasaban sobre sus cabezas como gruesas venas grises. El techo era bajo, pero no tanto como para impedir mantenerse erguido a un hombre de la estatura de Smithback. La luz vespertina penetraba por las rejillas cenitales, espaciadas a intervalos de cien metros.

El periodista siguió a la figura baja y encorvada que avanzaba ante él en la penumbra. De vez en cuando el estruendo de un tren cercano sacudía el espacio frío y húmedo que los envolvía; Smithback sentía el sonido más en los huesos que en los oídos.

Caminaron en dirección norte por lo que parecía un túnel interminable. Al cabo de diez o quince minutos cierta inquietud asaltó a Smithback.

—Disculpe —dijo—, pero ¿qué necesidad había de semejante paseo?

—Mephisto mantiene en secreto las entradas más próximas a nuestra comunidad.

Smithback asintió con la cabeza a la vez que esquivaba con un amplio rodeo el cuerpo hinchado de un perro muerto. No era extraño que la gente que vivía en aquellos túneles fuese un tanto paranoica, pero la situación empezaba a resultar ridícula. Por la distancia que habían recorrido, podían estar ya bajo el Central Park.

Pronto el túnel empezó a torcer suavemente a la derecha. Smithback distinguió una serie de puertas de acero en la maciza pared de hormigón. Caían gotas de agua de una ancha tubería con recubrimiento aislante. En su superficie se leía:

PELIGRO: CONTIENE FIBRAS DE ALUMINIO. PROCURE NO LEVANTAR POLVO. RIESGO DE CÁNCER Y ENFERMEDADES PULMONARES.

El Artillero se detuvo, extrajo de entre sus harapos una llave y la introdujo en la cerradura de la primera puerta.

—¿Cómo ha conseguido esa llave? —preguntó Smithback.

—En nuestra comunidad somos gente de recursos —respondió el hombre mientras abría la puerta y hacía pasar al periodista.

Al cerrarse la puerta, la negrura de la noche cayó súbitamente sobre Smithback. Cuando se dio cuenta de hasta qué punto dependía segundos antes de la tenue luz que se filtraba por las rejillas del techo, lo invadió un repentino pánico.

—¿No lleva linterna? —balbuceó.

Se produjo un chasquido y de pronto apareció la llama de una cerilla de madera. En la parpadeante claridad, Smithback vio unos peldaños de cemento que descendían hasta donde iluminaba la luz de la cerilla.

El Artillero sacudió la mano y la cerilla se apagó.

—¿Contento? —dijo la voz apagada y monótona.

—No —repuso Smithback al instante—. Encienda otra.

—Cuando sea necesario.

Smithback bajó a tientas por la escalera, con las palmas de las manos contra las paredes frías y resbaladizas. El descenso se le antojó interminable. De repente destelló otra cerilla, y Smithback vio que la escalera daba a un enorme túnel de ferrocarril; los raíles plateados reflejaban la anaranjada luz con mortecino resplandor.

—¿Dónde estamos? —quiso saber Smithback.

—En la vía 100 —contestó el hombre—. En el segundo nivel bajo tierra.

—¿Aún no hemos llegado?

Se extinguió la cerilla y reinó de nuevo la oscuridad.

—Sígame —indicó la voz—. Cuando le diga que pare, pare. Inmediatamente.

Se aventuraron a cruzar las vías. Tropezando con los raíles, Smithback necesitó un nuevo esfuerzo de voluntad para vencer el pánico.

—Alto —ordenó la voz. Smithback se detuvo a la vez que se encendía otra cerilla—. ¿Ve eso? —preguntó el Artillero, señalando una reluciente barra de metal junto a la que había pintada una raya amarilla—. Es un tercer raíl. Está electrificado. No lo pise.

La cerilla se apagó. Smithback oyó a su guía avanzar unos pasos en la cerrada y húmeda oscuridad.

—¡Encienda otra! —gritó.

Apareció la llama de una cerilla. Smithback dio una zancada sobre el tercer raíl.

—¿Hay más de ésos? —preguntó, señalando el raíl.

—Sí —respondió el Artillero—. Yo se los indicaré.

—¡Dios! —exclamó Smithback cuando se extinguió la lumbre—. ¿Qué ocurre si se pisan?

—La corriente hace estallar el cuerpo; revienta los brazos, las piernas, la cabeza —explicó la voz incorpórea. Tras un breve silencio, añadió—: No conviene pisarlos.

Llameó otra cerilla, iluminando nuevamente un raíl contiguo a una raya amarilla. Smithback pasó por encima con sumo cuidado y luego miró hacia donde el Artillero señalaba, un agujero de aproximadamente medio metro de altura y un metro de anchura abierto en la parte inferior de un viejo arco que había sido tapiado con hormigón ligero.

—Bajaremos por ahí —anunció el Artillero.

Del agujero salió una vaharada fétida y caliente, y Smithback no pudo contener las náuseas. Mezclado con aquel hedor, creyó percibir fugazmente un olor a leña quemada.

—¿Por ahí? —repitió Smithback con incredulidad, volviendo la cabeza en otra dirección—. ¿Hay que seguir bajando? ¿Espera que me tire al suelo y entre ahí a rastras?

Pero su acompañante se encogía ya para penetrar por el agujero.

—Por ahí no paso —dijo Smithback alzando la voz y agachándose junto al agujero—. Me niego a meterme ahí. Si el tal Mephisto quiere hablar conmigo, tendrá que venir aquí.

Tras unos instantes de silencio la voz del Artillero resonó en la oscuridad al otro lado del muro de hormigón:

—Mephisto nunca sube más allá del tercer nivel.

—Pues esta vez tendrá que hacer una excepción —dijo Smithback, procurando aparentar mayor firmeza de la que sentía. Se dio cuenta de que, depositando su confianza en aquel individuo extraño e inestable, se había puesto en una situación muy delicada. Lo rodeaba una oscuridad impenetrable y se veía incapaz de encontrar el camino de regreso.

Siguió un largo silencio.

—¿Aún está ahí? —preguntó Smithback.

—Espere ahí —exigió de pronto la voz.

—¿Se marcha? Déjeme unas cerillas —rogó Smithback.

Algo le tocó la rodilla, y lanzó una exclamación de sorpresa. Era la mano mugrienta del Artillero, que le tendía algo desde el otro lado del muro.

—¿Sólo tres? —preguntó Smithback tras contar a ciegas las cerillas.

—Las otras las necesito —contestó la voz, ya alejándose. Añadió algo más, pero Smithback no consiguió entenderlo.

Lo envolvió el silencio. Aún agachado, se apoyó contra la pared, sin atreverse a sentarse, manteniendo firmemente sujetas las cerillas. Se maldijo por haber cometido la estupidez de seguir a aquel hombre hasta allí. «Esto no lo merece ninguna exclusiva», pensó. ¿Sería capaz de regresar con sólo tres cerillas? Cerró los ojos y se concentró, tratando de recordar cómo había llegado hasta allí. Finalmente se rindió. Con tres cerillas apenas conseguiría pasar de los raíles electrificados.

Cuando sus rodillas empezaron a protestar por la postura, se irguió. Aguzó la vista y el oído. La oscuridad era tan absoluta que comenzó a imaginar cosas: formas, movimientos. Permaneció inmóvil, intentando respirar acompasadamente, mientras transcurría una eternidad. Aquello era una locura. Si al menos…

—¡Plumífero! —dijo una voz espectral procedente del agujero.

—¿Qué? —gritó Smithback, volviéndose de inmediato.

—Hablo con William Smithback, plumífero de profesión, ¿no es así? —Era una voz grave y cascada, un siniestro sonsonete que ascendía de las profundidades.

—Sí, sí, soy Smithback. Bill Smithback —contestó con una angustiosa sensación por tener que hablar con aquella voz incorpórea surgida de la oscuridad—. ¿Quién es usted?

—Mephisto —respondió la voz, arrastrando la ese del nombre con un virulento siseo.

—¿Por qué ha tardado tanto? —dijo Smithback nervioso, agachándose de nuevo junto al agujero abierto en el hormigón.

—El camino hasta aquí arriba es largo.

Smithback guardó silencio por un momento, pensando que aquel hombre —en ese instante oculto a corta distancia de él, bajo sus pies— debía de haber ascendido varios niveles para llegar hasta allí.

—¿Va a salir de ahí? —preguntó.

—¡No! Debería honrarle que haya venido, plumífero. En cinco años nunca había estado tan cerca de la superficie.

—Y eso ¿por qué? —dijo Smithback, buscando a tientas los botones de su microcasete.

—Porque éstos son mis dominios. Soy amo y señor de todo aquello que puede verse hasta donde la vista alcanza.

—Pero yo no veo nada.

Al otro lado del agujero resonó una cáustica carcajada.

—Se equivoca. Ve la oscuridad. Y mis dominios son esa oscuridad. Por encima de usted pasan trenes atronadores, y la gente que vive en la superficie corre de un lado a otro con sus absurdos cometidos. Pero el territorio que se extiende bajo el Central Park… la Ruta 666, la Senda de Ho Chi Minh, el Blocao… me pertenece.

Smithback reflexionó por un instante. El sentido irónico de un topónimo como Ruta 666 resultaba obvio; para los otros dos, en cambio, no encontraba explicación.

—La Senda de Ho Chi Minh —repitió—. ¿Qué es eso?

—Una comunidad, como las otras —repuso la voz sibilante—. Unida ahora a la mía para mayor protección. En otro tiempo conocíamos bien la senda. Muchos de nosotros combatimos en aquella guerra cínica contra una nación atrasada e inocente. Y por eso precisamente nos condenaron al ostracismo. Ahora vivimos aquí abajo en un exilio voluntario, respirando, apareándonos, muriendo. Nuestro mayor deseo es que nos dejen en paz.

Smithback volvió a palpar el casete, confiando en que grabase hasta la última palabra. Había oído decir que algún que otro mendigo buscaba refugio en los túneles del metro; pero toda una colonia…

—Así pues, ¿todos los miembros de esas comunidades son personas sin hogar? —preguntó.

Siguieron unos segundos de silencio.

—No nos gusta que nos describan así, plumífero. tenemos hogar, y si no fuese usted tan timorato, se lo enseñaría. No nos falta de nada. Las tuberías nos proporcionan agua potable para cocinar y lavarnos; los cables nos suministran electricidad. Y nuestros mensajeros traen las contadas cosas que necesitamos de la superficie. En el Blocao tenemos incluso una enfermera y una maestra. Otras zonas subterráneas, como los apartaderos ferroviarios del West End, son incivilizadas y peligrosas. Pero aquí vivimos dignamente.

—¿Una maestra? ¿Quiere decir que hay niños aquí abajo?

—Es usted un ingenuo. Muchos vienen aquí porque tienen hijos, y la perversa máquina del Estado intenta arrebatárselos para darlos en adopción. Prefieren mi mundo de la oscuridad y el calor a su mundo de la desesperación, plumífero.

—¿Por qué me llama así?

Del agujero surgió otra cáustica risotada.

—Ése es su trabajo, ¿no? ¿William Smithback, plumífero?

—Sí, pero…

—Para ser periodista, no es usted muy leído. Antes de nuestra próxima conversación estúdiese Las Dunciadas de Pope.

Smithback empezaba a intuir que aquel hombre no era lo que inicialmente había imaginado.

—¿Quién es usted realmente? —preguntó—. ¿Cuál es su verdadero nombre?

Se produjo otro silencio.

—Eso lo dejé arriba junto con todo lo demás —espetó la voz incorpórea—. Ahora soy Mephisto. No vuelva a hacer esa pregunta, ni a mí ni a nadie.

Smithback tragó saliva.

—Lo siento.

Al parecer Mephisto se había enfurecido. Su tono se hizo más cortante.

—Lo he hecho venir por una razón —dijo.

—¿El asesinato de Pamela Wisher? —preguntó Smithback, expectante.

—Según cuenta en sus artículos, tanto su cadáver como el otro aparecieron decapitados. Yo he venido a decirle que la decapitación es sólo una pequeña parte de lo que les ocurrió. —Su voz se quebró en una risa ronca y amarga.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Smithback—. ¿Sabe quién la mató?

—Los mismos que han estado cebándose en mi gente —repuso Mephisto entre dientes—. Los rugosos.

—¿Los rugosos? —repitió Smithback—. No entiendo…

—¡Entonces calle y atienda, plumífero! Ya le he dicho que mi comunidad es un refugio seguro. Y lo había sido siempre hasta hace un año. Ahora nos encontramos bajo una grave amenaza. Quienes se arriesgan a salir de las zonas seguras desaparecen o son asesinados. Asesinados de maneras horrendas. Nuestra gente tiene cada vez más miedo. Mis mensajeros han intentado una y otra vez denunciar la situación a la policía. ¡La policía! —Se oyó un iracundo escupitajo, y a continuación la voz subió de volumen—. Los perros guardianes de una sociedad en bancarrota moral. Para ellos somos sólo escoria que no merece más que palizas y malos tratos. ¡Nuestras vidas no valen nada! ¿Cuántos de los nuestros han muerto o desaparecido? El Gordo, Héctor, Annie la Morena, el Sargento Mayor y otros. Sin embargo le arrancan la cabeza a una señoritinga con medias de seda, ¡y monta en cólera la ciudad entera!

Smithback se humedeció los labios con la lengua. Sentía creciente curiosidad por saber qué información poseía Mephisto.

—¿A qué se refiere exactamente cuando dice que se encuentra bajo amenaza? —preguntó.

Tras unos instantes de silencio Mephisto susurró:

—Bajo una amenaza exterior.

—¿Exterior? —repitió Smithback—. ¿Qué quiere decir? ¿Los amenaza alguien desde aquí afuera?

—No. Exterior a la Ruta 666. Exterior al Blocao —respondió Mephisto—. Aquí abajo hay otro lugar. Un lugar que siempre hemos rehuido. Hace un año empezaron a correr rumores de que ese lugar había sido ocupado. Poco después se produjeron los primeros asesinatos. Desaparecieron algunos de los nuestros. Al principio organizamos partidas de rescate. La mayoría de las víctimas no dejó ni rastro. Pero los pocos cadáveres que encontramos habían sido decapitados, y su carne devorada.

—Un momento —lo interrumpió Smithback—. ¿La carne devorada? ¿Pretende hacerme creer que aquí abajo hay caníbales, gente que asesina y se lleva las cabezas de sus víctimas?

Quizá Mephisto estaba chiflado realmente. Smithback volvió a preguntarse cómo regresaría a la superficie.

—No me gusta el tono de escepticismo que noto en su voz, plumífero —replicó Mephisto—. Ésa es exactamente la situación. ¿Artillero?

—¿Sí? —dijo una voz junto al oído de Smithback.

El periodista saltó a un lado, ahogando un grito de miedo y sorpresa.

—¿Cómo ha llegado hasta aquí? —preguntó Smithback con voz entrecortada.

—Un gran número de caminos atraviesa mi reino —contestó Mephisto—. Y viviendo aquí, en esta acogedora oscuridad, mejora nuestra visión nocturna.

Smithback tragó saliva.

—Oiga —dijo—, no es que dude de sus palabras. Es sólo que…

—¡Cállese! —advirtió Mephisto—. Ya hemos hablado demasiado. Artillero, acompáñalo a la superficie.

—Pero ¿y la recompensa? —preguntó Smithback, desconcertado—. ¿No me ha hecho venir por eso?

—¿Acaso está sordo? —repuso Mephisto con tono airado—. Su dinero no me sirve de nada. Es la seguridad de mi gente lo que me interesa. Vuelva a su mundo y escriba su artículo. Cuente a quienes viven en la superficie lo que acabo de decirle. Cuénteles que quienesquiera que hayan matado a Pamela Wisher matan también a los míos. Y los asesinatos deben acabar. —La voz incorpórea parecía más lejana, como si resonase en los lóbregos pasadizos que se extendían bajo los pies de Smithback. Con temible vehemencia añadió—: De lo contrario buscaremos otras maneras de hacernos oír.

—Pero necesito… —empezó a decir Smithback.

Una mano lo agarró del codo.

—Mephisto se ha ido —anunció el Artillero junto a él—. Lo llevaré arriba.