EL REGRESO DEL OCHO

El alma está limitada por la Ciudad de Ocho que reside en la mente, el intelecto y el ego, y consiste en el surgimiento de los cinco elementos sutiles de la percepción sensorial.

VASUGUPTA,

Estancias sobre la vibración

¿Qué es ese universo intermedio? Es el […] mundo, completamente objetivo y real, donde todo cuanto existe en el mundo sensorial posee su análogo, aunque no perceptible por los sentidos, es el mundo que [en el islam] se designa con el nombre del octavo clima.

HENRI CORBIN,

Swedenborg and Esoteric Islam

Todas las cosas son ocho.

THOMAS TAYLOR,

Cita de una máxima pitagórica

Ust Kamcbatsk, península de Kamchatka

Una nieve liviana pasaba por el tamiz de la luz solar que iluminaba el río. Hacía un hermoso día.

Alexander Solarin sabía quién era; podía recordar retazos del pasado que había dejado atrás y había descubierto mucho más acerca de lo que aún tenía por delante.

También sabía que aquella podía ser la última vez que veía aquel paisaje, el río del que había venido, fluyendo a raudales desde la altura del valle, los centelleantes montes de obsidiana, coronados por la nieve y exhalando sus rosáceas y peligrosas humaredas hacia el cielo.

Estaba de pie junto a su madre, Tatiana, a bordo de su barco anclado allí, en la bahía, y allí aguardaba su futuro, el futuro que pronto lo llevaría a otro mundo, un mundo y un futuro a los que ella no lo acompañaría. Ya la había perdido una vez, cuando niño, una escena que recordaba muy vívidamente. Esa noche, la lluvia, su padre, su hermano, su abuela… y las tres piezas de ajedrez. Lo recordaba todo como si un inmenso foco alumbrara cada instante y cada detalle.

Y recordaba jugar al ajedrez. Era capaz de sentir el tacto liso y suave de las piezas, de visualizar el tablero. Recordaba partidas que había jugado, muchas, muchísimas. Eso es lo que era, lo que siempre había sido: un jugador de ajedrez.

Sin embargo, había otro juego, un juego distinto —una especie de juego secreto, casi como un mapa—, en el que las piezas y los peones estaban todos ocultos, no sobre el tablero, en el que había que tener una capacidad de visión especial, recurrir a una artimaña de la memoria, para poder mirar bajo la superficie y verlos. En su cerebro había empezado incluso a ser capaz de dilucidar dónde estaban algunos…

Pero había algo que no lograba ver nunca. Ese día, cuando sucedió. Cada vez que pensaba en ello, la explosión regresaba con fuerza. El dolor.

¿Y qué pasaba con su hija? Alexandra, ese era su nombre, Tatiana se lo había dicho. ¿Qué pasaba con su esposa? Pronto las vería a ambas. Entonces seguro que lo sabría.

Pero había algo que sabía con toda certeza: ellas eran parte importante de su dolor.

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Key nunca dejaba de sorprenderme.

La distancia entre Kamchatski y nuestro punto de salida en Chukotski para atravesar el mar de Bering era de casi seis mil quinientos kilómetros, pero por lamentable que fuese el aspecto de nuestra oxidada y maltrecha barca pesquera, Key dijo que nos llevaría allí en menos de seis horas.

Habíamos encontrado la barca (una antigua embarcación para la pesca de arrastre reconvertida en barco de observación marina) anclada y esperándonos en el puerto de Ust Kamchatski, atracada de manera que impedía de todas todas ver a Becky Beaver desde el interior del puerto cuando la avioneta-hidroavión hizo su traqueteante y sincopada aparición desde el lugar donde habíamos amerizado, justo fuera, y nos subimos a la plataforma de carga de la barca, donde se solían dejar las redadas de pescado.

—Vengo percibiendo —me informó Key— que empiezas a creer lo que te dije al principio: lo puñeteramente difícil que ha sido para mí organizar esta dichosa excursión. Aunque la glásnost se haya ido al garete por estos pagos y a pesar de que entre bueyes no hay cornadas, como suele decirse, te aseguro que, en esta ocasión, la colaboración entre los especialistas en fauna y flora, los vulcanólogos y los pueblos nativos ha alcanzado unas cotas inauditas, por no hablar de los niveles aberrantes de complejidad y riesgo. Si alguna vez vuelvo a ofrecerme voluntaria para reunir a una familia como la tuya, haz el favor de pegarme un tiro en el pie, para tener algo de tiempo para reconsiderarlo durante mi convalecencia.

Confieso que yo misma, estando ya a las puertas de ver por fin a mi padre, también tenía mis propias reservas. El corazón me palpitaba con tanta fuerza que me parecía oír el estruendo del motor de Becky en mi interior. No sabía nada sobre su estado de salud, ni de lo enfermo que había estado todo ese tiempo, ni de lo poco o mucho que podía haberse recuperado. ¿Se acordaría de mí siquiera? Vartan y Key, leyéndome el pensamiento, me habían puesto cada uno la mano en el hombro mientras subíamos juntos a la cubierta.

Allí, en el extremo del fondo, había de pie una mujer alta y rubia, con algunos mechones plateados, a quien en ese momento podía reconocer como la abuela que nunca había tenido. Y junto a ella se hallaba el hombre a quien, durante los diez años anteriores, había creído que nunca volvería a ver.

Mi padre nos observaba a los tres a medida que nos aproximábamos por la cubierta. Incluso desde aquella distancia, puede que unos nueve metros, ya advertí que había perdido mucho peso, y vi los ángulos limpios y fuertes de su cara y su mandíbula en contraste con el cuello oscuro y abierto de su chaqueta marinera. Cuando nos acercamos, no pude evitar fijarme en que su pelo desgreñado y claro, pese a caerle sobre la frente, apenas ocultaba la cicatriz.

Cuando los tres llegamos hasta él, sus ojos de color verde plateado, del color del cristal de una botella, me miraron únicamente a mí.

Me eché a llorar.

Mi padre abrió los brazos y yo me adentré en ellos sin decir una sola palabra.

—Xie —dijo él, como si acabase de recordar algo crucial que creía haber olvidado para siempre—. Xie, Xie, Xie…

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En el lugar en que Chukotski Poluostrov, la península de Chukotka, sobresale entre los mares de Chukchi y de Bering, si se mira en dirección oeste hacia el otro lado del estrecho de Bering, Alaska parece estar tan cerca que es como si bastase con dar un simple paso para pisar el continente americano.

Nuestro barco se dirigía a una misión de reconocimiento con biólogos marinos chucotos preocupados por el alarmante descenso de la población de cormoranes en las costas norte y oriental. Los cinco nos habíamos sumado a la expedición. Tatiana volvería con los kamchatkos y se reuniría con los chamanes chucotos una vez que nos hubiesen dejado a nosotros y a la avioneta en un lugar adecuado desde el que poder despegar sin llamar demasiado la atención. En cuanto estuviésemos en aguas estadounidenses, dijo Key, repostaríamos combustible en Kotzebue, en Alaska, para volar con mi padre de vuelta a Anchorage.

El sol se ponía muy rápidamente en aquella época del año. Nos sentamos en la cubierta del barco alrededor de un pequeño brasero que los colegas de Key habían preparado para nosotros. Bebimos kvas, asamos patatas y cocinamos unos trozos de carne de reno, el alimento básico por esos pagos, ensartados en unas brochetas de madera que colocamos entre las brasas. Mi padre me abrazaba fuertemente por el hombro y me iba mirando de vez en cuando para asegurarse de que seguía allí, a su lado, casi como si temiese que fuera a escaparme volando hacia el cielo nocturno como un pájaro.

Mi guapísima abuela, Tatiana, parecía exótica y eternamente joven, con los pómulos marcados, su traje de piel de reno bordada y con flecos, y ese pelo rubio y plateado que resplandecía a la luz del fuego, ante nosotros. Sin embargo, sólo podía hablar nuestro idioma entrecortadamente y con un fuerte acento eslavo, de modo que Vartan se ofreció a hacer de traductor. Mi abuela tomó la palabra para contarnos lo que llevábamos tanto tiempo queriendo escuchar.

—Me capturaron en Crimea una noche en el otoño de 1953 y me llevaron en barco al gulag. Es algo inconcebible: muchos murieron en esos barcos, privados de agua y comida y hasta de cualquier fuente de calor, y de haber sido en invierno la fecha de mi captura, habría podido morir congelada, como les pasó a miles de personas. El sistema de campos de trabajos forzados en total ha matado a decenas de millones de seres humanos.

»No sé cuánto tiempo permanecí en el campo del gulag, comiendo bazofia, bebiendo agua mugrienta y cavando el permafrost para la construcción de carreteras hasta que me sangraban las manos, en carne viva. Menos de un año. Pero tuve suerte, porque mi huida fue comprada. Y más suerte todavía, porque aunque las tribus kamchatkas y coriacas, junto con sus niños, habían sido diezmadas en el pasado al haberse descubierto que daban refugio a “prisioneros políticos” como yo misma, un grupo del norte me acogió entre los suyos. A ellos también los habían perseguido hasta casi extinguirlos. La mayoría de los que sobrevivieron eran mujeres: las chamanes chucotas. También fueron ellas quienes salvaron la vida de Sasha. Y el hombre que lo dispuso todo para salvarnos a ambos se hace llamar “Galen March”.

Una vez que hubo acabado de traducir las palabras de mi abuela, Vartan le preguntó:

—¿Que se hace llamar?

—Si escribes el nombre en gaélico, Gaelen, es un anagrama de Charlemagne, Carlomagno —expliqué. A continuación, dirigiéndome a Tatiana, añadí—: Pero no lo entiendo. ¿Cómo pudo rescatarte a ti también, hace cincuenta años, cuando el hombre que yo conozco sólo puede tener poco más de treinta?

Vartan tradujo mis palabras.

Entonces Tatiana se volvió hacia mí y me contestó en su inglés rudimentario:

—No, es mayor. Su nombre no es Charlemagne, ni tampoco Galen March. Te doy algo de él que explica… cómo se dice… que lo explica todo.

Rebuscó entre su ropa de piel de reno y sacó un pequeño paquete. Se lo dio a Vartan y le hizo señas para que este me lo entregara a mí.

—Él escribe esto para ti, quién eres la próxima Reina Negra, y…

Sentí cómo el brazo de mi padre se tensaba alrededor de mis hombros, casi trémulo, cuando la interrumpió.

Tatiana negó con la cabeza y habló rápidamente a Vartan en otro idioma que no reconocí, ucraniano quizá. Al cabo de un momento él asintió, pero cuando volvió a mirarme, en su rostro apareció una expresión que no supe desentrañar.

—Lo que Tatiana insiste en que te diga, Xie —dijo Vartan—, es que es importante que todos leamos el contenido de este paquete de Galen ahora mismo, y que sobre todo, es de vital importancia para ti y para mí. Dice que Galen March es el Rey Blanco, pero no lo será por mucho tiempo; por lo visto, espera poder sustituirse a sí mismo por mí, precisamente. Sin embargo, el quid de la cuestión, dice Tatiana, es por qué abandona. No puede cumplir la misión en absoluto, dice, sólo nosotros podemos.

Vartan nos miró a los tres con gesto de absoluta perplejidad. A continuación dirigió la mirada a mi padre.

—Puede que esto no tenga mucho sentido para usted, señor, al menos hasta que haya recobrado un poco más de su memoria —le dijo Vartan—, pero su madre, Tatiana, afirma que el hombre del que estamos hablando, Galen March, es en realidad antepasado suyo. Es el hijo de Minnie Renselaas, la monja llamada Mireille… y se llama Charlot de Rémy.

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—Tu madre debe de haberlo sabido desde el principio —señaló Key—. Es la única explicación que tiene el hecho de que depositara tanta confianza en Galen desde el preciso momento en que lo conoció, de que accediera a volver a vivir en Cuatro Esquinas, manteniéndolo a él en la reserva por si algún día necesitaba recurrir a su ayuda como refuerzo. Supongo que ese día llegó cuando tu madre descubrió que tu padre era capaz de recordar cosas. Os podía haber puesto a todos en peligro si «alguien que conocemos» llegaba a averiguar dónde estaba tu padre y lograba echarle el guante antes que nosotros. Fue entonces cuando decidió que tenía que colocar a Galen físicamente en su lugar como barrera en Colorado, y eso explica por qué nos subió también a Vartan y a mí a este barco.

»También tiene sentido que Cat quisiera manteneros a ti, a tu tío y a Lily Rad al margen de todo cuanto sabía y de sus planes, hasta el último momento posible. Ellos fueron jugadores la última vez y la de ahora era una partida completamente nueva. Además, los tres sois jugadores de ajedrez capaces de aceptar grandes riesgos, igual que tu padre, y es probable que tuviese miedo de que uno de vosotros saliese disparado como una bala de cañón, tomando la iniciativa y actuando por su propia cuenta. Así que lo organizó todo ella sola. ¡Menuda pieza está hecha tu madre! ¡Qué mujer tan dura!

«A mí me lo vas a decir…», pensé.

Acordamos que lo más sencillo sería que Vartan y yo leyésemos primero el paquete con los papeles de Galen para así poder informar luego a los demás, de modo que nos sentamos a solas a la luz del brasero, abrimos el paquete y leímos el relato de Charlot de Rémy.

EL RELATO DEL REY BLANCO

Todavía no había cumplido los siete años cuando regresé de Egipto a Londres en compañía de mi mentor, Shahin, quien me había criado mejor que un verdadero padre —de hecho, había ejercido de padre y madre— desde mi más tierna infancia. Había sido profetizado que sería yo quien resolviese el enigma, y mi madre, Mireille, estaba convencida de que así sería. El juego se había adueñado de su propia vida cuando, antes incluso de que yo naciera, le arrebató la de su amiga más íntima, su amada prima Valentine.

Shahin y yo llegamos a Londres procedentes de Egipto y descubrimos que durante nuestra ausencia mi madre había pasado varios meses en París con mi padre, quien le había entregado siete piezas del ajedrez que habían conseguido arrancar del poder del equipo blanco, y le había prometido darle aún más si lograba hacerse con ellas.

Como fruto de este nuevo y excepcional encuentro entre mis progenitores, descubrimos también que mi madre, justo antes de nuestra llegada de Egipto, había dado a luz a mi hermana pequeña, Charlotte. Durante cuatro años, mientras Charlotte crecía y se convertía en una niña sana y robusta, mi madre, Shahin y yo estudiamos los antiguos manuscritos de Isaac Newton en las salas de Cambridge que daban a los huertos de su propiedad. Fue allí donde realicé un descubrimiento: el secreto por el que todos llevaban siglos luchando era algo más que la transmutación de metales base, era el secreto de la mismísima inmortalidad, al-iksir lo llamaban los árabes: el elixir de la vida. Pero no lo sabía todo aún.

Yo tenía diez años y Charlotte había cumplido ya los cuatro cuando conocimos en persona a nuestro padre, Charles-Maurice de Talleyrand, en el balneario de Bourbon l’Archambault. Mi madre, decidida a poner punto final al juego que dominaba su vida por completo, nos había llevado consigo para asegurarse de que nuestro padre cumplía su promesa de conseguir más piezas.

Después de esa noche en el balneario de Bourbon, cuando tenía diez años, no volví a ver a mi padre hasta al cabo de veinte años. Aunque había conseguido convencer a mi madre de que lo dejase criar a Charlotte como si fuera su propia hija adoptada —a lo que mi madre accedió—, Mireille no podía separarse de mí. Yo era el profeta que había sido anunciado, dijo. Nací ante los ojos de la diosa en el desierto, y sería yo quien resolviese el enigma del ajedrez de Montglane.

Y con respecto a eso, tenía razón.

Estuvimos trabajando en el secreto del ajedrez durante casi veinte años, primero en Londres y luego en Grenoble, pero durante años realizamos muy pocos progresos más allá de ese descubrimiento inicial de aquello en lo que creíamos que consistía el secreto en realidad.

En Grenoble estaba la Académie Delphinale, en cuya fundación Jean-Baptiste Joseph Fourier, autor de la Teoría analítica del calor, había desempeñado un papel fundamental. Fue con Fourier con quien Shahin y yo habíamos pasado tanto tiempo durante nuestra incursión en Egipto en la campaña de Napoleón cuando yo era sólo un niño, una expedición que había traído consigo a Europa una piedra de Rosetta que iba a requerir tanto tiempo para descifrarla como el que había consumido nuestro proyecto con el ajedrez de Montglane… y que no tardaría en estar relacionada con él de forma importantísima.

Hacia el año 1822, el propio Fourier ya era famoso por los grandes tratados que había escrito sobre los numerosos descubrimientos científicos que aún seguían manando de Egipto. Él personalmente había financiado en la academia de Grenoble los estudios de un joven que poseía un gran dominio de las lenguas antiguas y a quien llegamos a conocer muy bien: se llamaba Jean-Francois Champollion.

El 14 de septiembre de 1822, Jean-Francois echó a correr por la calle en dirección al despacho de su hermano gritando: «Je tiens l’affaire!». Después de casi veinte años de esfuerzo personal y de trabajar en el problema, casi desde la niñez, fue el primero en descifrar el enigma de la piedra de Rosetta. La clave del secreto era una sola palabra: Tot.

Mi madre no cabía en sí de entusiasmo, y es que Tot, como es bien sabido, fue el gran dios egipcio al que los romanos equipararon con Mercurio y los griegos con Hermes, padre de la alquimia. Las propias tierras de Egipto, en la antigüedad, se llamaban al-Kem. Todos nosotros, incluido el propio Fourier, estábamos seguros de que Jean-Francois había encontrado la clave de algo más que de las transcripciones egipcias: había hallado la clave de los antiguos misterios, uno de los cuales, el ajedrez de Montglane, obraba en poder de mi madre.

Yo mismo sentía que estábamos a punto de realizar un descubrimiento fundamental, un descubrimiento en el que yo desempeñaba el papel para el que mi madre creía que había nacido. Pero por mucho que lo intentase, no lograba abarcarlo del todo.

Así, instigado por mi madre, dejé a Fourier y a Champollion concentrados en los progresos de su importante avance científico, y a mi madre y a Shahin enfrascados en el estudio del propio ajedrez y me fui solo al desierto en busca de las antiguas escrituras de aquellas rocas aún más antiguas en las que yo había nacido.

Mi madre tenía el absoluto convencimiento de que el único modo de poner fin al juego de una vez por todas era que un equipo, o una persona incluso, reuniese el número de piezas suficiente para resolver el enigma, crease la fórmula y se la bebiese.

Y con respecto a ese convencimiento, estaba en un grave error.

Aquel error acabaría por destruir su vida.

Y también la mía.

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Cuando Vartan y yo llegamos a ese punto del manuscrito, colocó la mano encima de la mía sobre la página.

—Continuaremos con la historia dentro de un momento —me dijo en voz baja—, pero creo que tú y yo seguramente ya conocemos la respuesta a qué es lo que este hombre cree que ha destruido su vida, como también la de su madre. Y a por qué le parecía tan sumamente importante que hiciera lo que ha hecho y que escribiese esto precisamente para nosotros.

Buceé en los ojos oscuros de Vartan ante la luz rojiza de los rescoldos y supe en ese instante que tenía razón.

—Porque sigue vivo —dije.

Vartan asintió despacio y añadió:

—Y la mujer a la que ama no.