Pero llegados a este punto es absolutamente necesario establecer una distinción entre tres cosas […] la capacidad militar, el país y la voluntad del enemigo. Hay que destruir la capacidad militar […] hay que conquistar el país […] pero aun cuando se consigan estos dos objetivos, no se puede dar por concluida la guerra hasta que también se logre someter la voluntad del enemigo.
CARL VON CLAUSEWITZ,
De la guerra, primera edición de 1832
Nunca se podrá poner fin a la guerra contra los nómadas del desierto, pues su respuesta ante una fuerza de superioridad aplastante consiste en una amplia dispersión y en tácticas de guerrilla. Frente a ellos, un ejército es tan poco efectivo como el golpe de un puño contra un almohadón.
E. W. BOVILL,
The Golden Trade of the Moors
Si iba a seguir viajando por el mundo con Nokomis la Magnífica, más me valía acostumbrarme a ir tirada por el suelo encima de mochilas y cosas así: el reactor de nuestro «vuelo chárter» a Anchorage era un avión de carga sin asientos en la parte posterior.
—Ha sido lo mejor que he podido conseguir dadas las circunstancias —nos dijo Key.
Mi cara allí atrás también era de circunstancias, sobre todo teniendo en cuenta la cantidad de cajas a las que sólo sujetaba una red por cada lado. Esperaba que nuestro lastre no las hiciese moverse demasiado.
El vuelo transcurrió sin incidentes, pero se nos hizo muy, muy largo. Casi cinco mil kilómetros de Jackson a Anchorage con una escala en Seattle para descargar, volver a cargar y repostar, tanto nosotros como el avión, doce horas en total, pero a aquellas alturas sí estaba completamente segura de que era imposible que alguien, ni en sus sueños más intrépidos, fuese capaz de seguirnos en aquel disparate.
Aterrizamos en el aeropuerto internacional de Anchorage justo antes del amanecer. Vartan y yo dormíamos a pierna suelta entre la carga, de modo que ni siquiera oímos el chirrido del tren de aterrizaje al accionarse. Key nos espabiló y nos dio órdenes de coger las mochilas, lo cual se estaba convirtiendo en una costumbre en ella. A continuación dio las gracias a nuestros pilotos y allí mismo, en la pista de aterrizaje, nos subimos a una furgoneta de carga con un cartel donde se leía Lake Hood.
Mientras avanzábamos por el asfalto, Key dijo:
—Podríamos haber salido de un punto mucho más pequeño y mucho más discreto. Escogí este sitio no sólo porque sea el más cómodo para llegar a nuestro lugar de reunión propuesto —explicó, arqueando una ceja ante Vartan—, sino porque Lake Hood es el aeropuerto para hidroaviones más grande y de mayor tráfico del mundo. Está preparado para cualquier tipo de aeronave en que hubiésemos llegado. Durante la guerra, en los años cuarenta, excavaron un canal que comunicaba los dos lagos, Lake Hood y Lake Spinnard. En los setenta ya disponían de una pista de despegue de casi setecientos metros de asfalto y de múltiples canales adicionales de amarre para que la aeronave no se suelte, y pueden ofrecer sus servicios a cualquier cosa que aterrice, ya sea con ruedas, estándar o hidroaviones anfibios, e incluso aviones de esquí en invierno. Y ¿sabéis qué os digo? Que en función del parte metereológico previsto para hoy, los esquíes podrían habernos venido de perlas…
»Ya he enviado instrucciones por radio —añadió— de que tengan a Becky preparada para nosotros, con flotadores y lista para despegar.
—¿Becky? —exclamé—. Creía que prefería a Ophelia.
Key se volvió para explicárselo a Vartan.
—De Havilland fabrica las mejores avionetas del mundo. Les gusta ponerles nombres de animales como «ardilla» o «caribú»; mi avioneta en Grand Teton es una Ophelia Otter, una nutria, y Becky, a la que estás a punto de conocer, es un Beaver, un castor, que es la avioneta por antonomasia, la definitiva. En cualquier aereopuerto en el que aterrices, aunque haya Lear Jets y Citations en la pista, los pilotos siempre se suben a esa sin pensarlo dos veces. —Y a continuación, añadió—: Mayor razón aún para despegar de un sitio como Lake Hood, donde sólo seremos uno más entre tanto trasiego.
Podían decirse muchas cosas de Key, pero desde luego no se la podía acusar de no pensar en absolutamente todo.
Sin embargo, había algo en lo que yo no había pensado hasta oír su comentario.
—¿Flotadores? —pregunté—. Por lo que dijiste anoche, creí que hoy nos pasaríamos el día aterrizando de isla en isla.
—Sí —contestó Key, con una pizca del aire poco halagüeño de Vartan—. Y así es como la mayoría de la gente se desplaza por estos pagos, dando saltitos de una hora y plantificando las ruedas en ese suelo fangoso de tundra. Así es como lo hago yo normalmente, pero como ya he dicho, para montar todo este tinglado han hecho falta muchas horas de reflexión y planificación. Y al final de nuestro particular camino de baldosas amarillas, me temo que acabaremos dándonos un buen chapuzón en el agua.
Hacía ya rato que el sol había franqueado la línea del horizonte de Lake hood para cuando Key hubo supervisado el combustible y revisado todos los indicadores y los depósitos de reserva. Nos había hecho colocarnos los chalecos salvavidas y nos había pasado a los tres a nuestros bártulos para que pudiera realizar los cálculos definitivos de consumo de combustible.
Cuando por fin nos soltaron los amarres y nos situamos en el canal a esperar vía libre para el despegue, vi cómo el agua espumosa de abajo se arremolinaba en torno a los flotadores de la avioneta. Al final, Key se volvió para dirigirse a nosotros.
—Perdón por mi obsesión con el combustible, pero es lo único en lo que pensamos los pilotos de avionetas privadas como yo, es un asunto de vida o muerte. En los últimos sesenta años se han recuperado los restos de un montón de aviones que se habían quedado secos de combustible en las rocas a las que nos dirigimos. Y aunque hay media docena de aeropuertos o pistas de aterrizaje desperdigados por esta zona, no todos ofrecen la posibilidad de repostar en el agua, algunos están tierra adentro. Becky cuenta con tres tanques de combustible, además de sus tanques de propina (el combustible que hay en el extremo de las alas), pero aun así son sólo quinientos litros. Dentro de cuatro horas ya estaremos consumiendo el combustible de la punta de nuestra segunda y última ala, momento en que la tripa de Becky empezará a rugir de hambre.
—Y entonces, ¿qué? —inquirió Vartan; era evidente que estaba reprimiendo un «ya te lo advertí».
—¿«Entonces, qué», dices…? —repuso Key—. Pues que tengo mals y buenas noticias. Previendo que tal vez no podamos repostar exactamente cuando y donde queramos, me he traído tanto combustible extra como he podido, combustible bajo en plomo de cien octanos, en bidones de veinte litros. He repostado así muchas veces, sobrevolando mar abierto. No es muy difícil, sólo tienes que ponerte de pie en el flotador para hacerlo.
—¿Y cuáles son las malas noticias? —dije yo.
—Pues que primero, claro está —contestó Key—, hay que encontrar un sitio lo bastante tranquilo para amerizar con la avioneta.
Pese a todas las funestas implicaciones, imprecaciones y condiciones adversas de las veinticuatro horas anteriores, en cuanto hubimos despegado y puesto rumbo oeste-sudoeste, me alegré de estar en el aire y haber pasado a la acción por fin. Por primera vez, superado ya el impacto que había supuesto el ver a mi madre y asimilado el estupor de saber que mi padre estaba vivo, logré concentrarme en la idea increíble y desconcertante de que íbamos a ir realmente en su busca.
Tal vez por eso encaraba con un ánimo mucho menos sombrío que Vartan y Key la excursión que teníamos por delante. En realidad, me sentía casi pletórica de alegría, sensación que se veía acrecentada por el hecho de que aquellas avionetas me entusiasmaban. Por alguna razón, pese a lo endebles que parecían por fuera, cuando ya estabas en el aire, en el interior, la sensación que transmitían era de una seguridad mucho mayor que la de los gigantescos y traqueteantes aviones jumbo.
El interior de Becky Beaver, sin ir más lejos, era muy espacioso y estaba lleno de luz. La parte trasera del fuselaje había sido diseñada como uno de esos monovolúmenes en los que caben siete personas. Key nos explicó que los asientos traseros podían abatirse con sólo aflojar dos pasadores, y había un asiento individual al fondo que podía desplegarse desde el suelo en caso necesario. Key había dejado todos los asientos porque no estaba segura del estado en que se encontraría mi padre en el vuelo de regreso, si es que llegaba a haberlo.
Ya habíamos repostado dos veces cuando cruzamos el estrecho de Shelikof y llegamos al extremo de la península donde comienzan las Aleutianas. Seguíamos sobrevolando la zona a una altitud tan baja que distinguía perfectamente las bandadas de aves marinas que se arremolinaban en la costa, a nuestra derecha, y a lo lejos, justo detrás, los campos relumbrantes de luz que parecían redes de diamantes extendidas sobre la superficie del mar abierto.
Vartan levantó al fin la vista del mapa que había estado estudiando de forma obsesiva desde que habíamos despegado. Hasta él parecía embelesado por el impresionante espectáculo que tenía lugar a nuestros pies, y cuando me cogió la mano, también parecía haber perdido una pizca de su pesimismo eslavo respecto a aquel viaje. Pero tal como diría Key, las apariencias a veces engañan.
—Esto es precioso —le dijo Vartan a mi amiga, en un tono que no supe descifrar—. No creo haber visto nunca un lugar salvaje ni remotamente parecido a este. Y acabamos de sobrevolar la isla de Unimak, así que tal vez sólo nos quedan unos dos mil kilómetros para llegar a aguas rusas y a la península.
Key le lanzó una mirada de soslayo y Vartan añadió:
—Según mis cálculos, y a la velocidad a la que vamos, eso significa otras diez horas de vuelo, y que habrá que repostar otras dos o tres veces. Puede que eso nos dé un margen de tiempo suficiente para que tú, como piloto nuestro, te plantees la posibilidad de compartir con nosotros cuál es nuestro destino exactamente.
Aunque no es que importe demasiado, porque ni Alexandra ni yo sabemos pilotar este avión. Si te ocurriera algo, nunca llegaríamos allí de todos modos.
Key inspiró hondo y dejó escapar un largo suspiro. Extendió la mano y accionó a Otto para que la avioneta siguiese volando por sus propios medios. A continuación se volvió hacia nosotros.
—Está bien, chicos, confesaré —dijo—. Nos dirigimos a un lugar en el mundo por el que siento auténtica debilidad. Aquí el gran maestro Azov seguro que habrá oído hablar de él. Se llama, y perdón por mi pronunciación del ruso, Kliuchévskaia Sopka.
—¿Dónde está eso?
—¿El padre de Alexandra está en Kliuchi? —exclamó Vartan, soltándome la mano—. Pero ¿cómo vamos a poder llegar hasta ahí arriba con esto, nosotros solos?
—¿Dónde es «ahí arriba»? —repetí, sintiéndome exactamente igual que un loro aturullado.
—No vamos a subir ahí arriba —continuó Key, como si yo no hubiese dicho nada—. Esperaremos en el agua con la avioneta. Mis colegas y yo ya hemos establecido nuestra particular conexión de onda corta, por motivos profesionales, y su campamento está justo cerca de la base del Kliuchi Sopka. Nos traerán a Solarin hasta donde estemos, siguiendo el río hasta la ensenada, y llenarán el depósito de combustible desde ahí. Espero que ahora entendáis la razón por la que eran absolutamente necesarias todas las precauciones. Era la única manera de llegar hasta nuestro destino, aunque podemos y debemos marcharnos siguiendo una ruta distinta.
—Es increíble —exclamó Vartan. Volviéndose hacia mí, añadió—: Lo siento. Me parece que he subestimado a tu amiga Nokomis una vez más. Por su profesión, debe de conocer este lugar muy bien, si no mejor que nadie.
Sentí la tentación de preguntar «¿Qué lugar exactamente?», pero por fin me iluminó.
—El grupo Kliuchi es muy famoso —me explicó—. Es sin duda la concentración de volcanes más activa de Rusia, puede que de todo el norte de Asia, y el Kliuchévskaia Sopka en sí es el pico más alto, pues alcanza casi los cinco mil metros. Ese volcán entró en erupción en agosto de 1993, justo antes de que nos reuniéramos todos en Zagorsk aquel día de septiembre. Pero si hubiesen llevado a tu padre a esa región en ese momento exacto, habría sido muy peligroso, cuando el volcán todavía estaba escupiendo lava y disparando trozos de roca al cielo.
—Según las fuentes de Cat respecto a lo que ocurrió en realidad —intervino Key—, primero ocultaron a Solarin entre la población coriaca de Kamchatka, pero lo curaron los famosos chamanes chucotos del norte. Los territorios de geiseres de la península de Kamchatka son los segundos del mundo en tamaño después de Yellowstone y, al igual que los nuestros, son famosos por sus importantes propiedades curativas. Según nuestras fuentes, no trasladaron a Solarin más al norte, a las inmediaciones del campamento de vulcanólogos, hasta hace sólo unos meses, cuando creyeron que ya se había recuperado lo suficiente para viajar cuando por fin Cat pudo disponerlo todo para que los tres pudiésemos ir en su busca y sacarlo de ahí.
—Bueno —dije yo—, ¿y esas fuentes vuestras tan bien informadas deben de ser…?
—Pues verás, tu abuela Tatiana, para empezar —contestó Key, como si fuese algo más que evidente—. Y claro, también Galen March.
Aquel nombre otra vez. Galen March. ¿Por qué no dejaban todos de pronunciar ese nombre constantemente, como si fuese el no va más en lugar de nada más y nada menos que el cerebro de una mortífera trama de conspiraciones en la que nadie parecía saber distinguir el bien del mal?
Estaba a punto de cuestionar el papel de «monsieur Charlemagne» con renovada saña cuando de repente oímos un golpe sordo, aterrador e indefinible, contra el costado de la avioneta.
Key saltó de inmediato y relevó a Otto para reanudar su labor como piloto, pero yo tuve la angustiosa sensación de haber suspendido un importante test de inteligencia por haber pasado tanto tiempo cotorreando en lugar de prestar más atención a lo que nos rodeaba.
La turbulencia de color gris acerado que acababa de engullirnos tenía un aspecto sumamente amenazador.
—Voy a bajar —anunció Key.
—¿No deberíamos intentar atravesarla? —preguntó Vartan.
—Es poco probable que podamos hacerlo —respondió Key—. Pero necesito bajar en picado y examinar el entorno acuático para ver si es viable que aterricemos y despeguemos de nuevo en caso necesario. Además, ¿quién nos dice que esta niebla no alcanza los mil o mil quinientos metros? Desde luego, lo último que nos hace falta es quedarnos atrapados ahí en medio si de repente se desata un williwaw. Sería capaz de lanzarnos contra la ladera de un volcán.
—¿Un williwaw? —exclamé.
Key me dedicó una nueva mueca sombría.
—Los vientos catabáticos o williwaws son propios de estas islas. Son rachas de viento muy, muy fuerte, similares a un tornado, como a las que nuestro amigo de aquí aludía antes, capaces de tragarse un 747 y hacerlo desaparecer o de poner a un portaaviones del revés y luego estrellarlo contra las rocas como si fuera un trozo de chicle. Se dice que durante la Segunda Guerra Mundial perdimos más aviones y barcos en las Aleutianas por culpa de los williwaws que de los japoneses.
Genial.
Los golpes arremetían en esos momentos contra el fuselaje de la avioneta como un millar de canicas, y Becky descendía como si cayese rodando por una escalera muy empinada.
—¿Y si no puedes ver el agua? —preguntó Vartan, nervioso.
—El altímetro del radar es eficaz en un rango de seis metros —explicó Key—, pero lo cierto es que los globos oculares son el sistema de posicionamiento favorito para cualquier piloto de avioneta experimentado. Y esa es la principal ventaja de realizar el trayecto a bordo de Becky: podemos volar por debajo de la cortina aunque la visibilidad sea sólo de diez metros. Es lenta, así que es verdad que puede tardar mucho más en llevarnos a donde vamos, pero puede permanecer en el aire a una velocidad de ochenta kilómetros por hora. Con los esquíes, hasta podemos hacer aterrizar a estas preciosidades en un témpano de hielo o en la ladera de un glaciar. Naturalmente, esas no suelen ser superficies móviles.
La niebla espesa y negra como el tizón de repente se abrió bajo nuestros pies y vimos la superficie del agua a menos de treinta metros de distancia, azotando la costa pedregosa y formando espuma.
—Mierda… —exclamó Key—. Bueno, puede que esta sea nuestra última oportunidad y también la mejor, así que voy a aterrizar. No quiero correr el riesgo de que acabemos hundidos en el agua. Ni siquiera con los chalecos salvavidas y el bote duraríamos demasiado: la temperatura del agua en estas latitudes es de un grado bajo cero. Ojalá pudiese ver algo ahí donde poder hacerla aterrizar…
Vartan volvía a estar inmerso en su mapa.
—¿Esta es una de las «Islas de Cuatro Montañas»? —le preguntó a Key—. Aquí dice que una de ellas mide mil ochocientos metros.
Key consultó la lectura del GPS y asintió, al tiempo que se le iluminaba la mirada.
—Chuginadak —contestó—. Y detrás de ella está el volcán Carlisle, el lugar de nacimiento del pueblo aleutiano, el lugar donde siguen todavía las cuevas de las momias.
—Entonces —dijo Vartan—, el espacio que se abre entre ambas ¿está resguardado por las montañas?
Vartan se estaba tomando todo aquello con mucha más paciencia y buen humor de lo que yo habría imaginado. A pesar de que íbamos bien equipados con chaquetas térmicas que repelían el agua, casi nos calamos hasta los huesos con las olas que nos llegaban a la altura del muslo tratando de amarrar a Becky en un lugar seguro entre las rocas. Nos secamos como pudimos con las toallas una vez de nuevo en el interior de la avioneta y nos pusimos la ropa seca que logramos sacar de las mochilas.
La tormenta —una «suave», según Key— sólo duró seis horas. Todo ese tiempo permanecimos encerrados en una cabina acompañados por el aullido del viento y olas de hasta cinco metros de altura, rodeados de una implacable lluvia de piedras, guijarros, arena y vegetación de la tundra que, entre bramidos pugnaba por abrirse paso hacia el interior del aparato. Sin embargo, aquello nos dio ocasión para reconsiderar nuestro plan: si volvíamos a una isla que acabábamos de pasar, podíamos llenar nuestros depósitos de combustible otra vez en la pista de aterrizaje de Nikolski, junto al agua. Además, al verse bajo el volcán de aquella manera, Key tuvo ocasión de admitir que si en otra ocasión nos encontrásemos en un apuro semejante, tal vez aceptase revelar nuestra tapadera y nuestra posición, al menos el tiempo suficiente para llamar a un vulcanólogo o a un experto en fauna y flora por su radio para solicitar su ayuda.
—¿Cómo no se me ocurrió pensar en este lugar? —se preguntó Key a sí misma en voz alta, justo después de despegar de Nikolski a primera hora de la mañana del sábado.
Era la única aldea de aquella zona, tal como Vartan y yo acabábamos de descubrir, en haber sobrevivido intacta tras la promulgación de la Ley de Arbitraje de las Reclamaciones de los Indígenas de Alaska para la restitución de tierras. Y Key, con rasgos más que evidentes de ser descendiente de alguna tribu, había aparecido allí justo antes del alba, bajando de los cielos en un polvo de estrellas como un ave autóctona y exótica, desaparecida hacía tiempo, que sorprende a propios y extraños habiendo sobrevivido a la extinción.
Los lugareños no sólo nos agasajaron con un opíparo desayuno y nos colmaron de regalos (anguilas rebozadas y tótems pintados a mano y labrados con nuestros animales totémicos particulares), sino que dieron a Key un mapa dibujado a mano en el que aparecían todas las ensenadas escondidas y dotadas con lugares recónditos junto al agua para poder repostar (abiertos únicamente a los tramperos, cazadores y pescadores nativos), desde allí hasta Attu, al final de la cadena de islas.
Esta vez sí le tocó el turno a Key de estar pletórica de alegría, y Vartan llegó incluso a abrazarla justo antes de despegar.
Después de cinco horas y de nuestra segunda y última parada para repostar, llegó el tramo más peliagudo de nuestro viaje: Attu, justo al lado de la línea internacional de cambio de fecha, antes de adentrarnos en aguas rusas, una isla que estaría plagada de guardacostas y patrulleros de la Armada, submarinos, monitores por satélite flotantes y radares, todos ellos escaneando el mar constantemente o apuntando hacia el cielo.
Sin embargo, tal como señaló Key, al igual que el niño Zeus suspendido de la cuerda de un árbol, nadie repara nunca en algo suspendido entre la tierra, el mar y el cielo, de modo que la piloto apagó nuestro sistema de GPS y el radar para acrecentar así nuestra invisibilidad y luego bajó de altitud hasta los dieciocho metros por encima del nivel del mar. Y nos deslizamos a través de esa membrana ilusoria que sólo parece separar el este del oeste, el agua del cielo.
Eran las dos de la tarde del sábado 12 de abril cuando dejamos América atrás y cruzamos la línea internacional de cambio de fecha. Un instante después, inmediatamente, era el mediodía del domingo 13 de abril, y las aguas y el cielo entre los que surcábamos eran ahora rusos.
Varían me miró con absoluto asombro.
—¿Os dais cuenta de lo que hemos hecho? —dijo—. Si derriban este avión y nos capturan, a mí me fusilarán por traición y a vosotras os acusarán de ser espías norteamericanas.
—¡Vaya! ¿A qué viene tanto pesimismo ahora, si puede saberse? —exclamó Key—. Somos los mismos aquí que allí.
Era evidente que seguía aturdida por la euforia ante la conspiración tribal de esa mañana, la misma que le abría todos los caminos secretos de la navegación por tierra y agua, porque a continuación, añadió:
—¿Qué tótems os han dado a vosotros? A mí me han dado el cuervo y el castor, que supongo que es lo más parecido al modo en que Becky y yo hemos llegado y nos hemos ido esta mañana: el ave mágica de la luna y el animal que conoce las mejores vías de escape desde el agua. ¿Y a nuestro traidor clandestino?
Vartan se sacó del bolsillo el animal totémico que le habían regalado.
—Los míos son el oso y el lobo —dijo.
—La insignia de un maestro de ajedrez nato —comentó Key con aprobación—. El oso hiberna en su cueva y se pasa la mitad de su vida en silencio, meditando, haciendo introspección. El lobo viene de la estrella del Can Mayor, Sirio, venerada por muchas culturas. Aunque sea un lobo solitario, es el maestro del esfuerzo coordinado y concentrado, de cómo centrarse en lo que la manada traía de conseguir.
Miré las tallas de mis tótems, una ballena y un águila pintada de cuatro colores: rojo vivo, amarillo, azul oscuro y negro.
—El águila es el pájaro de trueno, ¿verdad? —le pregunté a Key—. Pero ¿y la ballena?
—El pájaro de trueno también es el pájaro de fuego o el rayo —dijo Key—. Significa equilibrio porque surca el cielo hasta llegar a lo más alto y toca el Gran Espíritu, pero también trae a la tierra el fuego y la energía de los cielos, para ponerlos al servicio del hombre.
—Lo de asignar animales totémicos se les da muy bien, ¿verdad? —señaló Vartan—. Mi lobo y el pájaro de fuego de Alejandra… son los dos animales que acuden al rescate del príncipe Iván en nuestro famoso cuento popular ruso y lo devuelven a la vida. —Me sonrió y añadió, dirigiéndose a Key—: ¿Y la ballena de Alexandra?
—¡Ah! Ese es el tótem más misterioso de todos… —le contestó Key, sin dejar de mirar hacia delante mientras sobrevolábamos las inmensas aguas del Pacífico—. La ballena es un mamífero muy antiguo, con una memoria genética codificada. Nadie sabe cuánto tiempo lleva viajando ahí abajo sola, en las profundidades, bajo la superficie que estamos rozando ahora mismo, agazapada en el fondo del océano como una biblioteca gigantesca de sabiduría genética atávica. Como el sonido del tambor del chamán, como un latido que encierra los conocimientos más antiguos de la sabiduría ancestral…
Nos dedicó a Vartan y a mí una sonrisa cargada de complicidad, como si supiera lo que ambos estábamos pensando.
—¿Como las instrucciones originales? —sugirió Vartan, devolviéndole la sonrisa.
—Sean cuales fueren esas instrucciones —dijo Key—, parece que estamos a punto de averiguar en qué consisten exactamente.
Hizo señas hacia el mar que se extendía ante nosotros. Sobre el horizonte descansaba una larga línea de costa verde con una cordillera de elevadas montañas blancas justo detrás. Key añadió:
—Creo que el aforismo más apropiado en este momento es:
«Tierra a la vista».