Así, en casi todas las mitologías existe un caldero milagroso. Unas veces ofrece juventud y vida, otras veces posee un poder curativo, y en algunas ocasiones […] también puede encontrarse en él fuerza inspiradora y sabiduría. A menudo, especialmente en forma de marmita, lleva a cabo transformaciones; a través de este atributo alcanzó un renombre excepcional como el Vas Hermetis de la alquimia.
EMMA JUNG y MARIE-LOUISE VON FRANZ,
La leyenda del Grial
Vivo.
Por supuesto.
Me sentí como si hubiera puesto un pie en un planeta extraño que diera vueltas en el espacio y el tiempo.
Y desde esa nueva perspectiva, incluso los acontecimientos más descabellados y más ilógicos de aquellos últimos días —fiestas improvisadas, paquetes misteriosos enviados desde otros países, el truco de desaparición de mi madre, que Key me secuestrara— de pronto cobraban sentido.
A lo mejor esa revelación fue la gota que colmó el famoso vaso. De lo contrario, la verdad es que no sé cómo conseguí conciliar el sueño después de eso. Cuando desperté, sin embargo, estaba completamente rendida, tumbada en la oscuridad de la parte trasera del fuselaje sobre un improvisado lecho de mochilas.
Pero no estaba sola.
Junto a mí había algo cálido. Algo que respiraba.
Tardé un momento en darme cuenta de que el motor del avión estaba en silencio. No se veía a Key por ninguna parte. Debía de ser ya bien pasada la medianoche, que era cuando habíamos hecho escala en nuestra segunda parada, cerca de Pierre, en Dakota del Sur. Fue entonces cuando Key nos había anunciado que tenía que echarse una cabezadita, y que a todos nos vendría bien hacer como ella antes de seguir rumbo a las montañas.
En ese momento me encontraba con las piernas casi encima del firme cuerpo de Vartan Azov, que estaba tumbado boca abajo con un brazo echado lánguidamente sobre mí desde atrás y el rostro hundido en mi pelo. Pensé en deshacerme de ese azaroso abrazo, pero me di cuenta de que podía despertarlo y razoné que seguramente él necesitaba dormir tanto como yo.
Además, me sentía muy a gusto.
¿Qué pasaba entre Vartan y yo? Tendría que preguntárselo.
Si esperaba a que Key regresara de repostar el avión o lo que fuera que estuviese haciendo en ese momento, puede que consiguiera un breve espacio para pensar, sin motores vibrantes ni el repetido latigazo de todos esos golpes emocionales que no dejaban de llegar, únicamente con el tranquilo sonido de la respiración rítmica de un jugador de ajedrez dormitando a mi oído.
Y sabía que tenía mucho que pensar: la mayoría, por desgracia, para intentar desentrañar las enmarañadas madejas de lo completamente impensable. A fin de cuentas, apenas hacía unas horas que me había enterado de por qué se había escondido mi madre, por qué nos había sacado a todos de allá donde estuviéramos y nos había mantenido in albis todo este tiempo… es decir, a todos menos a Nokomis Key.
Sin embargo, lo había comprendido todo en algún lugar entre nuestra primera parada del día, en los campos de osarios de los piscataway de Moyaonc, y aquel primer alto para repostar en Duluth —cuatro horas después, no estaba mal—, cuando por fin me enfrenté a Key y logré que admitiera el papel que desempeñaba en realidad.
Ella era la Reina Blanca.
—Nunca dije que Galen no dijera la verdad —había protestado Key cuando le refresqué la memoria en cuanto a su anterior negación, en la escalera del Four Seasons—. Sólo te dije que no le hicieras caso. Al fin y al cabo, todos esos idiotas ya han tenido su oportunidad en este juego. Ahora le toca a otra persona volver las tornas. Eso es lo que tu madre y yo intentamos.
Mi madre y Nokomis Key. Aunque me costaba visualizarlas a las dos unidas así, si era del todo sincera conmigo misma, tenía que admitir que desde el principio, desde que éramos pequeñas, Key siempre había sido la hija que mi madre nunca tuvo.
La Reina Negra y la Reina Blanca conchabadas.
No hacía más que oír un estribillo, una de esas cancioncillas sacadas de Alicia en el país de las maravillas, algo así como «Vayamos a tomar el té sin falta, que nos esperan la Reina Roja y la Blanca».
Pero, por atónita que me sintiera, no tenía palabras para agradecer que mi madre hubiera decidido «poner punto final», como me había dicho Key en la primera etapa de nuestro viaje, y unir fuerzas con los demás, conllevara lo que conllevase.
Ya no me importaba un comino por qué había cortado mi madre aparentemente toda relación con mi tío, ni por qué Key les había cerrado la puerta del hotel a unos cuantos que bien podrían haber sido jugadores del equipo de las blancas. Ya descubriría el motivo más adelante. Ahora mismo sólo sentía alivio.
Porque al fin había comprendido una cosa: por qué Key había sonreído enigmáticamente y por qué había hecho esos comentarios crípticos sobre el cementerio de Piscataway. Incluso por qué habíamos visitado ese osario de Moyaone, para empezar. «Todos los huesos y todos los secretos», había dicho.
Ahora comprendía que, si mi padre estaba vivo, como había dicho Key, y si mi madre se había enterado, estaba claro que todo ese tiempo no había sido a mí a quien protegía mi madre, ni siquiera a ella misma. Había sido mi padre, desde el principio, el que había estado claramente en verdadero peligro.
Y ahora sabía también por qué mi madre había tenido tanto miedo todos esos años, incluso antes de Zagorsk: era ella quien lo había puesto en esa situación. Los secretos del ajedrez de Montglane no estaban enterrados con los huesos de Piscataway, como tampoco las piezas.
Estaban enterrados en la mente de mi padre.
Alexander Solarin era el único de todos los que estaban implicados en el juego que sabía dónde se encontraban esas piezas. Si seguía con vida —y estaba convencida de que Key y mi madre debían de tener razón en eso—, teníamos que encontrarlo antes que nadie.
Recé porque no fuera ya demasiado tarde.
Key no había hablado en broma cuando, ya en la carretera, me había preguntado si tenía «la más remota idea» de lo difícil que había sido organizar mi seudosecuestro. Mientras el cielo se iba tiñendo de lavanda, aceleramos el Bonanza y saltamos por encima de Black Hills y el monte Rushmore rumbo a las Rocosas. Key amplió entonces detalles sobre unos cuantos puntos técnicos. Había escogido un avión cuya licencia no estaba a su nombre y tampoco había entregado el plan de vuelo para que resultara difícil seguirnos… o adivinar siquiera adonde nos dirigíamos.
Siempre y cuando el personal de los aeródromos privados te conociera, explicó, no había mucho problema. Sólo había aterrizado para repostar en lugares en los que estaba segura de que podría ponerse en contacto por adelantado con alguien que conociera, aun de noche, cuando el personal del campo de aviación no estaba; como su amigo el mecánico de la reserva sioux que nos había llenado el depósito la noche anterior, en Pierre, para que pudiésemos despegar sin demora antes del alba.
Ahora volábamos por encima del mundo abrigados con los equipos térmicos que Key había traído en las mochilas.
—¡El alba! —exclamó Key mirando a las montañas—. ¡Qué forma de despertar! ¡Dichosos los ojos!
Volar a cuatro mil quinientos metros en una pequeña avioneta por encima de las Rocosas justo después del alba era sobrecogedor. Las montañas estaban a sólo trescientos metros por debajo. Con el sol saliendo por detrás de nosotros y deslizándose sobre nuestras alas, la avioneta atravesaba jirones de nubes rosa como un ave rapaz suspendida en los cielos. Veíamos con detalle todo lo que quedaba por debajo: la roca escarpada y violeta, veteada de nieve color plata; las abruptas laderas cargadas de pinos y píceas; los cielos de un turquesa brillante.
Aunque había hecho decenas de vuelos sobre la montaña como ese con Key, nunca me cansaba. Vartan estaba prácticamente babeando en la ventanilla, contemplando esa vista espectacular. La tierra de Dios, como la llamaban los lugareños.
Aterrizar en Jackson Hole cuatro horas después ya fue otra cosa. Key atravesó como una flecha esos pasos entre las montañas que casi se nos echaban encima a lado y lado. Siempre inquietaba un poco. Después descendió en picado y con precisión hacia el fondo del valle. En realidad, la precisión era un requisito indispensable para aterrizar un avión en el hoyo sin fondo del «Hole».
Ya era media mañana para cuando tomamos tierra, así que sacamos las mochilas, las cargamos en el Land Rover que Key siempre dejaba en el aeropuerto y, por acuerdo tácito, fuimos a buscar algo que llevarnos a la boca.
Mientras repostábamos huevos con beicon, tostadas con mermelada, patatas fritas, frutas, zumo y toneladas de café espumoso, de pronto me di cuenta de que era la primera vez que comía desde el desayuno del día anterior, cortesía de mi tío Slava.
Tenía que conseguir dejar de alimentarme al ritmo de una comilona de esas al día.
—¿Dónde nos espera nuestra amiga? —le pregunté a Key cuando pagamos la cuenta y salimos del restaurante—. ¿En el piso?
—Ya lo verás —respondió.
Key tenía un apartamento en el Racquet Club para que, cuando había que hacer una escala para dormir durante un vuelo, los pilotos de sus avionetas con destino al norte del país tuvieran siempre un baño y una cama. Yo misma había estado unas cuantas veces allí. Lo había diseñado un cliente que era constructor naval para conseguir un aprovechamiento máximo del espacio, y era cómodo y regio a la vez. Tenía incluso varias pistas de deportes y una sala de gimnasio para los más obsesionados por la forma física.
Mi madre no estaba allí. Key nos dijo que dejáramos las bolsas y, después de calcular la altura de Vartan, sacó del armario tres buzos térmicos de un tejido ligero y nos dijo que nos los pusiéramos, así como las botas de nieve impermeables de cremallera. Regresamos al coche y Key enfiló la carretera sin dar más explicaciones.
Pero una media hora después, cuando atravesamos la entrada a Tetón Village y el lago Moran, supe que estábamos dejando atrás lo que podríamos llamar civilización, así que no pude evitar ponerme nerviosa.
—Pensaba que habías dicho que íbamos a buscar a mi madre para ayudarla a encontrar a mi padre —dije—. Pero esta carretera sólo lleva al Parque Nacional de Yellowstone.
—Justo —me aseguró Key con su habitual miradita sarcástica—. Pero para recoger a tu madre, antes tenemos que encontrarla. Está escondida, como bien recordarás.
En cuanto conseguí un momento para sopesar las cosas con claridad, confieso que tuve que quitarme el sombrero ante Key. Su planificación de la misión había sido impecable de principio a fin. Yo misma no habría sido capaz de idear un lugar mejor que el invernal Parque Nacional de Yellowstone para ocultar a mi madre garantizando el mínimo de visibilidad. Y es que allí todavía era invierno, por mucho que el calendario oficial pudiera hacer pensar lo contrario.
En Washington puede que a principios de abril llegara el Festival del Cerezo en Flor y la temporada turística; pero allí, en el norte de Wyoming, los postes rojos y amarillos de señalización para la nieve de tres metros y medio llevaban colocados en los márgenes de la carretera desde mediados de septiembre. Por aquellos pagos continuaría siendo invierno durante un par de meses más. Hasta junio ni siquiera se permitiría acampar.
Desde el 1 de noviembre hasta mediados de mayo, el parque estaba cerrado a toda clase de tráfico salvo a motos de nieve y snowcoach, y aun estos tenían que reservarse. El invierno siguiente, incluso las motos de nieve quedarían vetadas en este, nuestro histórico y primer parque nacional a causa de un nuevo decreto federal. Ese día, la carretera principal —Grand Loop, una pista de doscientos veinticinco kilómetros retorcida en forma de ocho— estaría cerrada en gran parte de su extremo septentrional.
Sin embargo, nada era completamente inaccesible para los guardas del parque y el personal científico como Key, algunos de los cuales llevaban a cabo sus investigaciones más importantes en esa época del año. Eso era lo que tenía de genial toda su operación clandestina, aunque confieso que yo todavía no había visto el todo, como diría ella.
Cuando llegamos a la entrada del parque, Key sacó tres tíquets con su pase y nos montamos todos en el snowcoach, una especie de furgoneta con orugas en lugar de ruedas y algo que se parecía muchísimo a unos esquíes acuáticos instalados en la parte delantera para impedir que nos hundiéramos en la nieve.
Dentro había ya una serie de personas que parecían ir en un mismo grupo: todos ellos soltaban ohs y ahs mientras nuestro locuaz e informativo guía iba señalando algunos de los diez mil atractivos geotérmicos del parque, «aquí a la izquierda, algo por delante de nosotros», y nos acribillaba a todos con la poco conocida historia del Oeste de los primeros días del parque.
Vartan parecía verdaderamente fascinado. Pero cuando el guía empezó a obsequiarnos con las estadísticas del ratio de erupción del geiser de Old Faithful —cómo una erupción de dos minutos a treinta y seis metros suponía un intervalo más corto, de quizá unos cincuenta y cinco minutos, hasta la siguiente erupción, mientras que una erupción de cinco minutos con unos treinta y siete metros de media implicaba un intervalo de unos setenta y ocho minutos hasta la siguiente—, vi que los ojos de la gente empezaban a vidriarse y que la boca de Key adoptaba esa dureza y esa rigidez tan suyas.
Bajamos del vehículo cuando llegamos a Old Faithful Inn, el bar restaurante en el que Key se hizo con dos motos de nieve que estaban destinadas al uso exclusivo de los guardas del parque y también con tres pares de raquetas que podríamos fijar a nuestro calzado en caso de necesidad, por si teníamos una avería.
Key se subió a una de las motos conmigo detrás y Vartan se montó en la otra y nos siguió. Mientras partíamos hacia el norte, oímos al guía y a los turistas contando en voz alta: «Diez, nueve, ocho, siete, seis…».
Cuando llegamos a lo alto de la colina, Key aparcó un momento a un lado de la pista y señaló hacia atrás. Vartan se detuvo junto a nosotras y volvió la mirada justo cuando el Old Faithful descorchaba y disparaba agua hirviendo a más de treinta metros hacia el severo cielo invernal.
—¿Explotan, aun así, con este frío? —le preguntó a Key con asombro.
—Se calientan a muchos kilómetros por debajo de la superficie terrestre y alcanzan temperaturas de más de seiscientos grados —dijo Key—. Cuando vuelven a subir hasta aquí arriba, no les importa qué tiempo hace. Es un alivio salir al aire libre.
—¿Qué los calienta? —preguntó Vartan.
—Ese es el quid de la cuestión —repuso ella—. Estamos sobre la mayor caldera volcánica que se conoce en el mundo. Podría entrar en erupción y destruir toda América del Norte cualquier milenio de estos. No estamos seguros de cuándo podría entrar en activo. Y no es lo único que nos tiene que preocupar.
»Antes pensábamos que la caldera de Yellowstone era única, pero ahora creemos que posiblemente esté conectada con el monte Saint Helens y la región del Pacífico a través de todo Idaho: con ese gran círculo de fallas que bordea toda la costa del Pacífico, el Cinturón de Fuego.
Vartan se quedó mirándola un momento. Tal vez fueran imaginaciones mías, pero fue casi como si entre ellos se hubiera producido una comunicación silenciosa, algo que debatían si compartir conmigo o no.
Pero un instante después esa mirada había desaparecido.
Debíamos de llevar más de treinta minutos en las motos de nieve cuando Key se detuvo otra vez y anunció:
—Ahora saldremos de la pista. Es un tramo corto, pero necesitamos las dos motos para poder llevar a nuestra amiga y sus bártulos detrás. —Calló un instante y añadió—: Si veis algún oso pardo con curiosidad, apagad este escandaloso motor, tumbaos en la nieve y haced como si estuvierais muertos.
«Sí, claro».
Key atajó por un bosque precioso y luego a lo largo de un humeante campo de geiseres que lanzaba plata vaporosa hacia los cielos. Surcamos los barrizales hirvientes que solíamos visitar cuando éramos pequeñas y que borbotaban como la marmita de una bruja; sus burbujas explotaban y siseaban con un sonido imposible de imitar.
En la cañada que quedaba justo por debajo vimos una de las pequeñas chozas de refugio que había repartidas por los bosques. En ellas solían servir café o chocolate caliente para esquiadores y excursionistas, pero esa quedaba bastante apartada de la pista hollada.
Key sacó su radio de guarda de parque y dijo:
—Llegamos, cambio.
Y que me mataran si no fue la voz de mi madre la que respondió por el walkie-talkie:
—¿Cómo es que habéis tardado tanto?
Hacía cinco años que no veía a mi madre.
Aun así, estaba exactamente igual que siempre: parecía recién salida de una piscina llena de algún elixir mágico.
Siendo yo alguien que había pasado la juventud sin sumergirme en nada más desafiante que una partida de ajedrez, sospecho que siempre había sido esa energía primordial de mi madre, ese salvaje poder animal que exudaba, lo que había hecho que rodos los hombres de nuestra vida perdieran la cabeza por ella, lo que siempre me había hecho sentir a mí también una especie de temor reverencial cuando estaba en su presencia.
Pero es que esta vez quedé completamente fuera de combate, porque en cuanto entramos en la cabaña, mi madre —sin hacerles ningún caso a Vartan y a Key— se abalanzó hacia mí con los brazos abiertos en una desacostumbrada muestra de emoción que me envolvió en el familiar olor de su pelo, esa mezcla de madera de sándalo y salvia. Cuando se apartó, vi que incluso tenía lágrimas en los ojos. Después de todo lo que había sabido sobre mi madre durante esos últimos días y que nunca antes había sospechado —lo lejos que había llegado no sólo para mantener a salvo ese terrible juego de ajedrez, sino también para protegernos a mi padre y a mí—, nuestro repentino reencuentro volvió a infundirme una vez más esa sensación de impacto y estupor.
—Gracias a Dios que estás bien —dijo mi madre, y volvió a abrazarme con más fuerza aún, como si apenas diera crédito.
—No seguirá estándolo por mucho tiempo —dijo Key— si no acabamos con este numerito de telenovela para ponernos en marcha, y rapidito. Recordad que tenemos una misión suprema.
Mi madre sacudió la cabeza como si recuperara el sentido y me soltó. Después se volvió hacia Vartan y Key y los abrazó a ambos con suavidad.
—Gracias a los dos —dijo—. Qué tranquila me quedo.
La ayudamos a sacar unas bolsas de lona de la cabaña, y después mi madre se subió a una de las motos de nieve detrás de Key. Me dirigió una sonrisa torcida y me señaló con un gesto de la cabeza a Vartan, que estaba poniendo en marcha su propia moto.
—Me alegro de que os hayáis entendido —dijo mi madre.
Monté detrás de Vartan y salimos disparados hacia los bosques con Key de guía.
Cuando estuvimos seguros de que teníamos vía libre y no nos seguía nadie, regresamos al camino principal. Al cabo de media hora llegamos a la entrada occidental, que quedaba ya en Idaho, donde había una barrera para impedir el paso de vehículos al Bosque Nacional de Targhee. Key detuvo la moto de nieve, desmontó y recogió las bolsas de mi madre.
—¿Qué pasa? —les pregunté a las dos mientras Vartan apagaba el motor.
—Que tenemos una cita con el Destino —me informó Key—, y conduce un Aston Martin.
Nada podía resultar más incongruente que Lily y Zsa-Zsa cómodamente instaladas con sus mantitas de pieles en el regazo, esperando con discreción en aquel Vanquish de medio millón de dólares en el aparcamiento de Targhee. Por suerte, no había por allí ningún curioso que pudiera verlas. Pero ¿cómo habían conseguido pasar, con el bosque cerrado a causa del invierno? Key debía de tener hasta el último guardia de parque del planeta entre sus compinches, pensé.
Las chicas habían bajado del coche para recibirnos mientras Key empezaba a cargar las bolsas de mi madre en el maletero. Zsa-Zsa se escapó de los brazos de Lily y me plantó un enorme beso mojado. Me lo limpié con la manga. Lily se acercó a abrazar a mi madre.
—Estaba muy preocupada —dijo—. Llevaba días esperando en ese motel espantoso sin ninguna noticia. Pero todo parece haber salido bien hasta ahora… Al menos estamos todos aquí. —Se volvió hacia Key—. Bueno, y ¿cuándo nos ponemos en marcha?
—Y ¿hacia dónde nos «ponemos en marcha»? —pregunté yo. Por lo visto yo era la única a la que se le ocultaba información.
—No estoy segura de que de verdad quieras saberlo —me informó Key—, pero de todas formas te lo diré. Como ya te he explicado, no ha sido fácil organizar todo esto, pero lo tenemos todo planificado. Trazamos todo lo que pudimos del plan en cuanto nos quedamos solos en Denver, y después Vartan y cogimos un avión al este para ir a buscarte. Así que ahora mismo los tres volveremos a Jackson Hole, como si no hubiéramos hecho más que disfrutar de un paseo en moto de nieve, y nos daremos una buena cena. Nos apalancaremos en mi casa y cogeremos el primer vuelo de la mañana. Tu madre y Lily irán en coche y se reunirán con nosotros en destino. Me temo que el punto de encuentro más cercano en el que logramos ponernos de acuerdo fue Anchorage…
—¿Anchorage? —exclamé—. Pensaba que íbamos a buscar a mi padre. ¿Acaso intentas decirme que está en Alaska?
Key me dedicó aquella mirada suya.
—Ya te he dicho que seguramente preferirías no saberlo —dijo—. Pero no, no es allí a donde vamos. Allí es donde Cat y Lily recogerán a tu padre a nuestro regreso. De hecho, por razones de seguridad, tu madre y yo somos las únicas que sabemos exactamente dónde está tu padre… y, en mi caso, sólo porque era yo quien tenía que pensar en cómo lograr traerlo desde allí.
Esperé a que soltara la siguiente bomba, pero fue mi madre quien lo hizo.
—En cuanto a dónde es «allí» —dijo—, creo que la región se conoce como el Cinturón de Fuego.