Vuelo/Volar. Trascendencia; la liberación del espíritu de las limitaciones materiales; la liberación del espíritu de lo muerto […] acceso a un estado sobrehumano. La capacidad de los sabios para volar o «viajar con el viento» simboliza la liberación espiritual y la omnipresencia.
J. C. COOPER,
Diccionario de símbolos
Por favor, intenta prestar atención —me reprendió Key mientras cruzábamos el asfalto de la minúscula terminal aérea para subir a la avioneta que nos estaba esperando—. Como nos decían los profesores en el colegio: «Esto que vamos a explicar ahora entra en el examen».
Una descarga de datos fundamentales me hubiera sido muy útil en ese momento, pero no pensaba provocarla haciendo más preguntas. Después del embrollo de información e informes contradictorios de esa mañana, por fin había aprendido a callar, escuchar y guardarme mis opiniones.
Mientras nos encaramábamos a la avioneta con las mochilas del coche, me di cuenta de que nunca había visto ese aparato de Key, un Bonanza clásico de un solo motor. Sabía que, cuando de aviones se trataba, siempre prefería las antigüedades. Pero sus gustos en general se decantaban más hacia sencillas avionetas que pudieran mantenerse en vuelo a ochenta kilómetros por hora.
—¿Un nuevo trofeo? —dije en cuanto los tres estuvimos con el cinturón abrochado y empezamos a rodar por la pista.
—Pues no —me dijo—. Washington, es un asco: pistas cortas. Aterrices donde aterrices por esta zona, siempre es como acertar en un vaso de agua. Esta preciosidad es un préstamo: pesa más y tiene menos plataforma que un avión de alas altas, así que podemos aterrizar con mucha menos pista. Pero va por inyección, alcanza mucha velocidad, así que estaremos allí en un periquete.
Tampoco pregunté dónde era «allí». No es que no tuviera curiosidad, pero después de esa pequeña incursión nuestra por las carreteras secundarias, estaba bastante claro que, aunque tanto Key como Vartan estuvieran alistados en el equipo de mi madre, mi amiga seguía sin confiar lo suficiente en él para abrirse y desvelar todo lo que sabía.
Y confieso que, después de la bomba de Vartan sobre la Reina Negra, el tablero y ese tarjetón de Zagorsk, yo misma necesitaba también procesar unos cuantos detalles. Así que, a falta de opciones, decidí dejarme llevar por la corriente.
El Bonanza olía a cuero viejo y a perro mojado. Me pregunté de dónde habría desenterrado esa reliquia. Key aceleró el motor; la avioneta vibró y fue dando sacudidas por la pista como si estuviera pensando si de verdad sería capaz; pero en el último momento posible cogió impulso y de repente se alzó hacia los cielos con una facilidad sorprendente. Una vez alcanzamos nuestra altura y comprobamos que no había tráfico aéreo pesado tras nosotros, Key accionó unos cuantos interruptores y se volvió hacia Vartan y hacia mí.
—Dejemos que Otto se ocupe de pilotar mientras continuamos nuestra pequeña charla, ¿os parece? —Otto era como llamaban al piloto «Otto-mático» en jerga aérea.
También yo me volví hacia Vartan.
—Gozas de toda nuestra atención —le informé con dulzura—. Si no me equivoco, cuando se acabó el último episodio, tu padrastro, Taras Petrosián, estaba abrazado a la Reina Negra.
—Me gustaría explicaros todo lo que las dos queréis saber —aseguró Vartan—, pero debéis comprender que será una historia muy larga que se remonta a hace diez años o más. No hay forma de explicarlo simplificadamente.
—No pasa nada —dijo Key—. Entre paradas para repostar y todo eso, tenemos al menos doce horas por delante para escucharla.
Los dos nos la quedamos mirando.
—¿Eso es llegar en un periquete? —protesté.
—Soy discípula de Einstein —dijo, y se encogió de hombros.
—Bueno, relativamente hablando, entonces —repuse—, ¿adónde vamos, relativamente?
—A Jackson Hole, Wyoming —me dijo—, a buscar a tu madre.
Jackson, a vuelo de pájaro, quedaba a algo más de tres mil quinientos kilómetros. Y puesto que los aviones no son pájaros, tal como señaló Key, no pueden parar y repostar en el maizal que quede más a mano. No podía creerlo.
Mis últimas noticias eran que mi madre estaba, al menos metafóricamente, de camino de las islas Vírgenes a Washington. ¿Qué narices hacía de repente en Jackson Hole? ¿Seguiría estando bien? ¿Y quién era el chalado que había decidido que teníamos que pasarnos más de medio día volando hasta allí en esa carraca obsoleta?
Desesperada, estaba preguntándome por qué no se me había ocurrido llevar paracaídas o si podría descolgarme en alguna remota estación de repostaje y volver a casa en autostop, cuando Key interrumpió mis funestas elucubraciones.
—Divide y vencerás, de eso se trataba —dijo, a modo de mínima explicación—. Puede que tu madre no sea una gran jugadora de ajedrez, cariño, pero está claro que Cat Velis sabe interpretar las señales de lo que se le viene encima. ¿Tienes la menor idea de lo mucho que lleva este juego en marcha, de toda la conmoción que le causó antes de poder poner punto final?
—¿Punto final? —repetí, intentando seguirla a pesar de ese aparente cambio de dirección.
Fue Vartan el que intervino.
—Lo que Nokomis dice es correcto —me explicó—. Es posible que tu madre haya comprendido algo importante, algo absolutamente fundamental que no se le había ocurrido a nadie en los últimos mil doscientos años.
Ahora sí que escuchaba.
—Es… No sé cómo expresarlo exactamente —siguió diciendo Vartan—. En todos estos siglos, por lo que parece, puede que tu madre haya sido la primera persona de este juego que haya comprendido la verdadera intención del Creador, la que subyace en realidad…
—¿Cómo que del Creador? —Prácticamente lo dije chillando. ¿Adónde narices quería ir a parar?
—Vartan se refiere al creador del ajedrez de Montglane —dijo Key con un desdén enorme—. Se llamaba al-Jabir al-Hayan… ¿recuerdas?
«Claro. Ya lo pillo».
—¿Y exactamente cuál era la verdadera intención subyacente del señor Hayan? —logré prorrumpir—. Me refiero, desde luego, a según esa teoría de mi madre que tanto os gusta a los dos.
Se quedaron mirándome todo un largo e inacabable minuto durante el cual sentí las ráfagas de aire bajo nuestras alas y oí la vibración de nuestro único motor, que zumbaba con una cadencia hipnótica.
Los dos parecían estar llegando a una decisión tácita.
Fue Vartan quien rompió el hielo.
—Tu madre comprendió que a lo mejor, todo este tiempo, el juego sólo ha sido una ilusión. Que a lo mejor no existe ningún juego…
—Espera —interrumpí—. ¿Me estás diciendo que todo este tiempo han estado muriendo personas… que se las ha reclutado o incluso se han embarcado voluntariamente en un juego en el que sabían que podían llegar a matarlas… por una ilusión?
—Hay gente que muere por ilusiones todos los días —dijo Key, nuestra filósofa infatigable.
—Pero ¿cómo ha podido pensar tanta gente todo este tiempo que estaban implicados en un juego peligroso —pregunté— si no existe?
—Oh, sí que existe —me aseguró Vartan—. Todos participamos en él. Todo el mundo, siempre, ha participado en él. Y han arriesgado muchísimo, como nos dijo Lily Rad. Pero no es eso lo que ha descubierto tu madre.
Seguía esperando.
—Lo que tu madre ha descubierto —dijo Key— es que este «juego» podría ser una artimaña que nos ha llevado en una dirección completamente equivocada. En tanto que jugadores, seguimos dentro de la caja, somos víctimas de nuestra propia miopía; somos enemigos blancos y negros batallando en un tablero de nuestra propia invención. No podemos ver el todo.
Una «artimaña» que mató a mi padre, pensé.
En voz alta, sin embargo, pregunté:
—¿Y en qué consiste exactamente ese «todo»?
Key sonrió.
—En las instrucciones originales —dijo.
Mi vida parecía rebosar de nuevos descubrimientos.
El primero de ellos —y, en términos de prioridad, tal vez el que había que abordar con más urgencia— era que estábamos recorriendo la primera etapa de un vuelo de más de tres mil quinientos kilómetros en una avioneta sin lavabo.
El tema surgió de una forma bastante informal cuando Key sacó la mezcla de frutos secos y las bebidas isotónicas que deberían de darnos sustento durante el viaje. Nos advirtió, no obstante, que no comiéramos ni bebiéramos demasiado hasta acercarnos a nuestra primera escala, cerca de Dubuque, que a saber dónde quedaba.
Me ahorraré los detalles: sólo mencionaré que la logística parecía requerir o bien la rigurosa continencia que ejercitaban los pilotos de esos pequeños aeroplanos, o bien el uso altamente cauteloso de un bote de encurtidos vacío. Puesto que en esa cafetera no había ni siquiera un escobero en el que poder encontrar algo de intimidad, por fuerza opté por lo primero y rechacé los refrescos.
Mi segundo descubrimiento, por suerte, iba a resultar algo más gratificante. Fue la revelación de Vartan acerca del verdadero papel que el difunto Taras Petrosián había desempeñado en ese juego peligrosísimo, si bien ilusorio.
—Taras Petrosián, el hombre que se convirtió en mi padrastro, descendía de antepasados armenios que llevaban generaciones establecidos en Krym y en la región del mar Negro, como todos los armenios, desde tiempos ancestrales —nos dijo Vartan. Con una sonrisa irónica, añadió—: Cuando la URSS se hizo pedazos hace diez años, mi padrastro se vio en una posición insólita e interesante… al menos desde el punto de vista de un jugador de ajedrez.
»Para comprender lo que quiero decir, debéis conocer un poco la tierra de la que os hablo: Krym no es sólo la tierra natal del padre de Alexandra, sino que esa península, casi una isla, y el mundo que la rodea también son lugar de numerosas leyendas. Creo que no es casualidad que gran parte de la historia que estoy a punto de explicaros se sitúe en ese rincón del mar Negro.
EL SEGUNDO RELATO DE UN GRAN MAESTRO
A lo largo de los siglos, Krym ha cambiado de soberanos numerosas veces. En la Edad Media fueron la Horda de Oro de Gengis Jan y los turcos otomanos, que la gobernaron también. Hacia el siglo XV, Krym se había convertido en el mayor centro del comercio de esclavos del mar Negro. No pasó a manos rusas hasta que Potemkin la conquistó en nombre de Catalina la Grande en las guerras ruso-turcas. Después, a mediados del siglo XIX, durante la guerra de Crimea, Rusia, que seguía intentando desmantelar el Imperio turco, luchó por ella contra británicos y franceses, todos ellos jugadores del «Gran Juego», como lo llamaban. En el siglo siguiente, Krym fue ocupada y despoblada por una potencia tras otra a lo largo de las dos guerras mundiales. No fue hasta 1954 cuando Jruschov, el entonces primer ministro soviético, puso a Krym bajo el control de Ucrania, lo cual aún acarrea problemas hoy en día.
Los ucranianos jamás olvidarán que Stalin provocó la hambruna de los años treinta para matarlos de hambre a millones y que luego mató a cientos de miles de tártaros de Crimea, descendientes de Gengis, enviándolos al exilio de Uzbekistán. A los ucranianos no les gusta Rusia, y a la mayoría rusa de Krym no les gusta formar parte de Ucrania.
Sin embargo, los armenios no les gustaban demasiado a nadie. Aunque pertenecieron a los primeros cristianos de los tiempos de Eusebio —sus antiguas iglesias aún se conservan a lo largo de la costa del mar Negro, casi todas clausuradas—, para todos eran forasteros. En épocas más modernas, a menudo se pusieron del lado de Rusia o Grecia en contra de los turcos islámicos, lo cual provocó muchas matanzas en el último siglo. Sin embargo, durante esas purgas su rama del cristianismo a menudo quedó desprotegida, incluso por parte de las iglesias rusa, griega y romana, lo cual llevó a la huida de los armenios de la región.
Pero esa huida —esa diáspora, una palabra griega que significa «diseminar las semillas»— había comenzado en realidad en tiempos inmemoriales y desempeña un papel fundamental en nuestro relato.
Era ese aspecto de la historia antigua el que no tardaría en resultar de gran valor para Taras Petrosián, además de para otros, como ahora explicaré.
Los minios, una de las culturas más antiguas de la región, fueron ancestrales comerciantes que ocuparon las extensas mesetas armenias durante miles de años. Ese terreno montañoso cae en el norte hacia el mar Negro, y al sur desciende hacia las tierras bajas mesopotámicas, donde los minios se habían movido sin impedimento durante milenios, hasta el Tigris y el Eufrates, el corazón de Babilonia, Sumeria y Bagdad.
Tres imperios «modernos» acabaron por conquistar esas enormes mesetas y repartírselas: eran las autocracias del zar de Rusia, el sultán de Turquía y el sha de Irán. Los tres confluían en el centro, donde se eleva el volcán de obsidiana de cinco mil metros del monte Ararat —Koh-i-Nuh, la «montaña de Noé»—, el lugar en que tomó tierra el Arca, un lugar sagrado en el corazón mismo del mundo antiguo, la encrucijada entre este y oeste, entre norte y sur.
Taras Petrosián conocía muy bien esa historia y presentía que bien podía volver a invocarse ese poderoso legado antiguo en la época moderna para conseguir unos poderes aún más fabulosos.
Taras era joven —un hombre de treinta y tantos años, apuesto, inteligente y ambicioso— cuando, en la década de 1980, Mijaíl Gorbachov llegó al poder en la Unión Soviética y trajo consigo sus arrolladoras políticas de la glásnost y la perestroika como dos imperiosas ráfagas de aire fresco. Pronto se convertirían en un temporal lo bastante fuerte como para llevarse por delante, como hojas secas en el viento, la infraestructura putrefacta y quebradiza de un Politburó ya anciano junto con sus planes desfasados y sus ideas decrépitas.
La URSS enseguida se hizo añicos… pero sin una estructura que la reemplazara.
En ese vacío se abrió camino todo el que tenía planes propios y que, a menudo, estaba bien situado profesionalmente para llevarlos a cabo o contaba ya con fondos ilícitos para ello. Gángsteres y personajes del mercado negro ofrecían «protección» previo pago; funcionarios gubernamentales empobrecidos y científicos arruinados vendían secretos comerciales y material armamentístico; la mafia chechena dio el golpe maestro definitivo en 1992, defraudando más de 325 millones de dólares al Banco de Rusia.
Había también otra clase de oportunistas: empresarios de la nueva oligarquía como Taras Petrosián.
Petrosián se casó con mi madre cuando yo tenía nueve años. Hacía tiempo que yo me había ganado un lugar en los titulares del mundo de los torneos de ajedrez: «La viuda de un valiente veterano ruso cría a un pequeño prodigio del ajedrez» y cosas así.
Petrosián, mediante fondos obtenidos gracias a su socio silencioso, Basil Livingston, había establecido por toda Rusia su cadena de restaurantes de moda y clubes exclusivos. Mi padrastro comprendía muy bien el desesperado apetito de los rusos por algo más que comida, por un atisbo del verdadero lujo después de tantas lóbregas décadas de dominio soviético, y sabía cómo comerciar con esos apetitos. Nunca contradijo, por ejemplo, a quienes decidían imaginar que él mismo descendía de esa larga línea de abastecedores de alimentos para los zares, y siempre se aseguró de que en todos sus clubes nunca faltara una cubitera con su famoso caviar en ninguna mesa.
Los ambientes de esos establecimientos estaban ideados con ingenio para evocar paisajes originarios de los armenios o a los que habían emigrado con el devenir de los siglos. En San Petersburgo, por ejemplo, abrió un selecto club de champanes y vinos que servía cocina del Valle Central de California. En Moscú, el restaurante El Vellocino de Oro preparaba platos griegos y estaba lleno de pieles de cabra y retsina para evocar los ágapes que Jasón y los Argonautas debieron de disfrutar mientras cruzaban el mar Negro de la Cólquida a Tomis.
Pero el más buscado de todos estos lugares era un exclusivo club privado moscovita llamado Baghdaddy’s, cuya costosa cuota de socio sólo podía hacerse efectiva tras haber sido invitado a formar parte del club. El cual debió de reportarle a Taras Petrosián los beneficios que enseguida se gastó para asegurarme a mí, su joven hijastro, los mejores tutores y entrenadores de ajedrez que se pudieran pagar con dinero.
Esto le permitió, asimismo, financiar muchos torneos de su propio bolsillo. Lo hacía por razones que quedarán claras a medida que vaya explicando.
El Baghdaddy’s era más que un club de lujo. Servía cocina de Oriente Próximo en medio de una ambientación orientalista con bandejas de cobre, sillas de camello y samovares… y con un insólito tablero de ajedrez colocado junto a cada diván. En la entrada, un gran retrato del gran califa Harun al-Rashid daba la bienvenida a los clientes con esta máxima grabada debajo: «Bagdad, hace mil años, la cuna del ajedrez de competición».
Pues entre los seguidores de la historia del ajedrez es sabido que fue ese ilustre califa abasí, al-Rashid —un hombre que, según se dice, era capaz de jugar dos partidas de ajedrez a la vez y con los ojos vendados—, quien convirtió el juego de los escaques en el ejemplo por excelencia de la formación bélica, arrebatándoselo así al reino del juego y la adivinación y elevando su estatura dentro de las constricciones morales del Corán contra ese tipo de cosas.
Lo más interesante que tenía ese club de mi padrastro en concreto era la colección privada de raras piezas de ajedrez que había reunido de todo el mundo y que se exhibían en las hornacinas iluminadas de las paredes. Taras Petrosián hizo saber que estaba interesado en comprar piezas que añadir a su colección y que, fuera cual fuese el precio, siempre se mostraría dispuesto a superar la puja de sus competidores en el mercado de las antigüedades.
Desde luego, había un juego de ajedrez concretamente en cuyas piezas estaba más que interesado. Y con la caída de la Unión Soviética y, más adelante, los atentados terroristas del 11-S y la inminente incursión de las tropas estadounidenses en Bagdad —acontecimientos, todos ellos, que se produjeron en tan sólo diez años—, cualquiera que necesitara una rápida inyección de fondos y que estuviera en situación de conseguir algo en el trueque habría estado más que dispuesto a desprenderse de una pieza del ajedrez de Montglane.
Cuando empezó la campaña del gobierno contra los especuladores privados, mi padrastro enseguida se deshizo de sus negocios y huyó de Rusia a Londres. Pero, por lo que parece, en cuanto al ajedrez, tanto él como seguramente también su socio silencioso siguieron manteniendo viva su misión. Puede que incluso estuvieran a punto de acercarse mucho a su objetivo.
Lo que yo creo es que, hace poco más de dos semanas, cuando asesinaron a Taras Pctrosián en Londres, algo que buscaban fue sacado de Bagdad.
Cuando Vartan terminó su relato, Key sacudió la cabeza y sonrió.
—Me temo que lo había infravalorado pero mucho, caballero —dijo, dándole unas cálidas palmaditas en el brazo—. ¡Menuda infancia! Criado por un individuo que parece tan obsesionado consigo mismo y tan poco escrupuloso que a lo mejor incluso se casó con tu madre sólo para echarte mano a ti. Tú le proporcionaste el pasaporte para su perversa misión, ¡para convertirse en gurú ajedrecístico de las estrellas!
Estaba segura de que Vartan enseguida pondría objeciones a un tiro al azar tan descabellado y, además, disparado por una mujer que, a fin de cuentas, apenas lo conocía y nunca había visto siquiera a Petrosián. En lugar de eso, se limitó a corresponderle su sonrisa y decir:
—Parece que también yo la había infravalorado a usted, señora.
Pero yo tenía una pregunta más importante, una que llevaba reconcomiéndome desde que Vartan había empezado su historia, una pregunta que me había hecho sentir de nuevo el palpitar del pulso tras los ojos, un palpitar que no hacía más que exacerbarse con la constante vibración del zumbido del motor del Bonanza… Aunque no estaba segura de cómo conseguiría plantearla. Esperé a que Key volviera a arrebatarle los controles a Otto y comprobara nuestra posición. Entonces respiré hondo.
—¿He de suponer —le dije a Vartan con voz temblorosa— que, si la misión de Petrosián y de Basil Livingston era la de reunir más piezas del ajedrez de Montglane, entre ellas estaría incluida la que mi padre y tú visteis juntos en Zagorsk?
Vartan asintió y me miró con atención unos instantes. Después hizo algo totalmente inesperado. Me cogió la mano y se inclinó hacia delante para besarme en la frente como si aún fuera una niña pequeña. Sentí el calor de su piel pasando a la mía en esos dos puntos de contacto, como si estuviéramos conectados eléctricamente. Después, casi con renuencia, por fin me soltó.
Me había cogido tan desprevenida que sentí que la garganta se me ponía rígida y me afloraban lágrimas a los ojos.
—Tengo que explicártelo todo —dijo con voz calma—. Al fin y al cabo, para eso estamos aquí. Pero ¿crees que podrás soportarlo justo ahora?
No estaba segura de poder, pero de todas formas asentí.
—Aquel torneo en Moscú, la partida entre tú y yo… Yo tampoco era más que un niño, así que en aquel momento no lo comprendí. Pero, por lo que he logrado descubrir, sólo se me ocurre un motivo fundamental para organizar el acontecimiento: para atraeros a tu padre y a ti a Rusia. Con tu madre protegiendo a tu padre, jamás habrían conseguido hacerlo volver por propia voluntad. ¿No lo ves?
Claro que lo veía. Sentí ganas de gritar y de tirarme del pelo, pero sabía que Vartan había dado en el clavo con lo que acababa de decir. Y sabía exactamente qué significaba eso.
En cierta forma, yo había matado a mi padre.
De no ser por mi infantil obsesión de convertirme en la gran maestra más joven del mundo, de no ser por la atractiva oportunidad de oro que pendía ante nosotros para conseguir esa meta, mi padre no habría regresado a su patria a ningún precio.
Era eso de lo que tanto miedo tenía mi madre.
Era eso por lo que me obligó a dejar el ajedrez cuando lo mataron.
—Ahora que sabemos tanto del juego —me dijo Vartan—, todo tiene que encajar a la perfección. Cualquiera que fuera un jugador sabría sin duda quién era tu padre: no sólo el genial gran maestro Alexander Solarin, sino todo un jugador principal del juego… y el marido de la Reina Negra. Mi padrastro lo atrajo hasta allí para mostrarle que tenían ese importante trebejo, tal vez con la esperanza de llegar de algún modo a una especie de trato…
Varían se detuvo y me miró como si quisiera abrazarme y consolarme, pero su expresión mostraba tanta angustia que parecía que él mismo requiriera consuelo.
—Xie, ¿no ves lo que significa esto? —dijo—. Tu padre fue sacrificado… ¡pero yo fui el cebo que usaron para haceros caer en la trampa!
—No, no lo fuiste —le dije, poniendo una mano en su brazo, igual que Key había hecho un momento antes—. Yo quería derrotarte, quería ganar, quería ser la gran maestra más joven del mundo… igual que tú. No éramos más que niños, Vartan. ¿Cómo íbamos a haber adivinado entonces que era algo más que un simple juego? ¿Cómo podíamos saberlo ahora siquiera, antes de que Lily nos lo explicara?
—Bueno, ahora sabemos exactamente qué es —dijo—. Pero está claro que yo debería haberlo supuesto antes aún. Hace sólo un mes, Taras Petrosián me llamó para que fuera a Londres aunque hacía años que no lo veía, desde que emigró. Quería que jugara en un gran torneo que estaba organizando. Como incentivo para que asistiera, no pudo evitar recordarme que, de no ser por su generosidad consiguiéndome entrenadores y demás durante sus años como padre putativo, puede que nunca me hubieran concedido el título de gran maestro. Se lo debía, como me explicó en términos nada vagos.
»Pero poco antes del torneo, cuando llegué al hotel de Mayen el que se hospedaba mi padrastro, me enteré de que tenía en mente algo bastante diferente, algo más importante, como pago mío a cambio de todo aquello. Me pidió que le hiciera un servicio y me enseñó una carta que había recibido de tu madre…
Vartan se detuvo, pues mi expresión sin duda lo decía todo. Sacudí la cabeza y le hice un gesto pidiéndole que prosiguiera.
—Como os decía, Petrosián me enseñó una carta de Cat Velis. Por lo que ponía en la carta a grandes rasgos, parece que él poseía varios objetos que habían pertenecido a tu difunto padre Y quería que llegaran a manos de tu madre lo antes posible. Pero ella no quería que mi padrastro se los enviara directamente a ella ni que se los entregara a Lily Rad durante el torneo. A tu madre, cualquiera de estas opciones le parecía… La palabra que usó, creo, fue «imprudente». Propuso que Petrosián, por el contrario, consiguiera que fuera yo quien enviara esos objetos anónimamente a Ladislaus Nim.
El dibujo del tablero.
La tarjeta.
La fotografía.
Todo empezaba a encajar. Pero, aunque Petrosián pudiera robarme la tarjeta del bolsillo del abrigo en Zagorsk, ¿cómo narices había llegado a sus manos el dibujo del tablero, que Nim creía en poder de Tatiana, y más aún esa «única foto existente» de la familia de mi padre?
Sin embargo, Varían no había terminado ni mucho menos.
—La carta de tu madre también me invitaba a encontrarme con Lily y Petrosián tras el torneo e ir con ellos a Colorado, a lo cual accedí. Allí podríamos discutirlo todo, decía.
Se detuvo un momento y luego añadió:
—Pero, como sabes, mi padrastro fue asesinado antes de que la estancia en Londres llegara a su fin. Lily y yo nos reunimos en privado allí mismo. No estábamos seguros de cuánto desvelarnos mutuamente de lo que tu madre había compartido con cada uno, ya que Lily no había podido hablar con ella. Pero los dos desconfiábamos de Petrosián y Livingston, y los dos coincidíamos en que la participación de Petrosián, junto con las crípticas invitaciones de tu madre a la fiesta para todos nosotros, hacían pensar que la muerte de tu padre en Zagorsk podía no haber sido un accidente. Siendo yo la única otra persona que había estado presente en Zagorsk cuando murió tu padre, personalmente creía que los objetos que había enviado podían estar relacionados de alguna forma con ello.
»En cuanto Lily y yo supimos de la sospechosa muerte prematura de mi padrastro, ambos decidimos abandonar de inmediato el torneo. Y para llamar menos la atención con nuestros movimientos, acordamos volar a Nueva York e ir a Colorado con el coche particular de Lily.
Vartan calló y me miró seriamente con sus ojos oscuros.
—Por supuesto, ya conoces el resto de la historia a partir de ahí —dijo.
No del todo.
Aunque tal vez Vartan no supiera cómo había conseguido Petrosián el tablero y los demás contenidos del paquete que mi madre le había pedido que enviara a Nim, seguía habiendo otro objeto importante del que no se sabía nada.
—La Reina Negra —dije—. Cuando estábamos en Maryland, nos dijiste a Key y a mí que habías sido tú mismo el que había enviado el dibujo del tablero a Nim. Ahora has explicado cómo y por qué. Después dijiste que creías que mataron a Taras Petrosián porque le había enviado la Reina Negra a mi madre.
»Pero a mí antes también me habías dicho que la última vez que viste esa pieza fue hace diez años, dentro de la vitrina del tesoro de Zagorsk. Así que, ¿cómo llegó a manos de Petrosián? ¿Y cómo, y por qué, iba a enviarle él mismo a mi madre algo de tanto valor y tan peligroso, cuando sabía que ella incluso temía que se comunicaran directamente?
—No lo sé con seguridad —dijo Vartan—, pero a la vista de los acontecimientos de los últimos días, he empezado a formarme una fuerte sospecha. Se me ocurrió, por extraño que pueda parecer, que Taras Petrosián a lo mejor ya tenía en su poder ese trebejo hace diez años, cuando estuvimos todos en Zagorsk.
»A fin de cuentas, fue él quien lo arregló todo para trasladar nuestra última partida a ese lugar tan apartado, fue él quien me dijo que la pieza de ajedrez acababa de ser descubierta en el sótano del Hermitage y lo famosa que era, y fue él quien dijo que la habían llevado a Zagorsk sólo para exhibirla durante nuestro torneo de ajedrez. Así que, ¿por qué no pudo ser también Taras Petrosián, el hombre que os había atraído hasta Rusia, quien pusiera la pieza en esa vitrina, tal vez con la esperanza de que cuando Alexander Solarin la viera…?
Pero se detuvo, ya que claramente —al menos para mí— no había ninguna respuesta evidente respecto de cuál podía haber sido el objetivo de Petrosián. ¿Qué podía haber esperado que saliera de todas esas ingeniosas maquinaciones que, como quedó demostrado, no resultaron en nada para nadie… más que en una muerte?
Vartan se frotó su ensortijada cabeza para recuperar el riego sanguíneo, pues ni siquiera él le encontraba sentido.
—Hemos estado suponiendo —dijo, andándose con mucho cuidado— que todos ellos jugaban en equipos diferentes. Pero ¿y si no era así? ¿Y si mi padrastro hubiese estado intentando ponerse en contacto con tus padres desde el principio? ¿Y si siempre hubiera estado en su equipo, pero por alguna razón no lo supieran?
Y entonces lo comprendí.
En ese preciso instante… también Vartan lo comprendió.
—No sé cómo consiguió hacerse Petrosián con ese dibujo del tablero —dije— ni cómo pudo quitarme la tarjeta del bolsillo, que además es poco probable que significara nada para alguien que no fuéramos mi padre o yo. Pero sí sé una cosa. Sólo hay una persona en el mundo que pudo darle esa foto que metiste en el paquete que le enviaste a mi tío. Creo que es la misma persona que nos advirtió con esa tarjeta en Zagorsk.
Respiré hondo e intenté concentrarme en ver adonde llevaba exactamente todo aquello. Incluso Key, a esas alturas, escuchaba con atención sentada a los controles.
—Creo —añadí— que la persona que le dio a Taras Petrosián ese trebejo en primer lugar hace diez años, quizá también quien lo ayudó a atraernos hasta Moscú, fue la misma persona que le dio la fotografía para que pudiera incluirla en el paquete dirigido a mi madre que tú acabaste enviándole a Nim, con la intención de que mi madre creyera la historia de Petrosián.
»¡Esa persona es mi abuela! ¡La madre de mi padre! Key y tú me habéis dado la idea al decir, ambos, que mi madre cree que no existe el juego, que a lo mejor todos estamos de alguna manera en un mismo equipo. Y si de verdad mi abuela estuviera detrás de todo esto, querría decir…
Pero cuando Vartan y yo nos miramos con asombro, de pronto no encontré valor para decir lo que había estado a punto de decir. Incluso después de todo lo que nos habíamos visto obligados a afrontar, era demasiado para imaginarlo.
—Lo que quiere decir —nos informó Key por encima del hombro— es la razón por la que tu madre se ha estado escondiendo. Es la razón por la que organizó la fiesta, la razón por la que me envió a buscarte.
»Tu padre está vivo.