Soy cenizas cuando una vez fuera brasa, y el bardo que moraba en mi pecho ha muerto, lo que antes amé ahora apenas me llama… y mi corazón es gris, como mi pelo.
LORD BYRON,
«To the Countess of Blessington»
Sería mejor morir haciendo algo que sin hacer nada.
LORD BYRON,
marzo de 1824
Missolonghi, Grecia, Domingo de Pascua, 18 de abril de 1824
Llovía; llevaba días sin dejar de llover. Parecía que la lluvia no acabaría nunca.
El siroco había llegado de África hacía dos semanas y había golpeado con la fuerza formidable de una bestia desatada, rasgando y desgarrando las casitas de piedra de la costa, dejando las orillas rocosas cubiertas de detestables escombros.
En el interior de la casa de Capsali, donde estaban acuartelados los británicos y demás extranjeros, todo era silencio, tal como habían ordenado los doctores Bruno y Millingen. La milicia había trasladado incluso las salvas de la tradicional celebración griega del Domingo de Pascua a un descampado que quedaba al otro lado de la muralla de la ciudad, adonde habían animado a los vecinos a seguirlos pese a la inclemencia del tiempo.
El único sonido que se oía ahora dentro de la casa desierta era el desenfrenado clamor de la implacable tormenta.
Byron estaba tumbado bajo unas mantas en su cama turca del piso superior. También su gran terranova, Lyon, se había echado tranquilamente junto al diván con la cabeza entre las patas, y Fletcher, el ayuda de cámara, estaba de pie en silencio al otro lado de la habitación, vertiendo agua para aclarar la ineludible botella de brandy.
Byron estudiaba las paredes y el techo de ese salón que él mismo, al llegar —¿de veras hacía tres meses nada más?—, había decorado con arreos de su arsenal privado. La exposición de espadas, pistolas, sables turcos, rifles, trabucos, bayonetas, trompetas y cascos colgados nunca dejaba de impresionar a la brigada personal de escoltas suliotas de Byron, escandalosos y violentos, que estaban acampados en la planta baja… esto es, al menos hasta que por fin les pagara lo que les debía a esos peligrosos vándalos y pudiera despacharlos al frente.
En esos momentos, mientras la despiadada tormenta se batía contra los postigos, Byron, en uno de sus escasos instantes de lucidez, deseó poseer aún fuerzas para levantarse y cruzar la habitación, para abrir de par en par las ventanas a la furia del temporal.
Mejor morir en el salvaje abrazo de una fuerza de la naturaleza, creía él, que ese lento agotarse de la centella de la vida mediante la repetida aplicación de yesos y sanguijuelas. Había hecho lo indecible por resistirse, cuando menos, a las sangrías. Jamás había soportado perder sangre. Más vidas habían perecido a causa de la lanceta que de la lanza, como solía decirle a ese bufón incompetente del doctor Bruno.
Sin embargo, para cuando el médico personal del administrador griego Mavrocordato, Lucca Vaya, había sido capaz de desafiar a la tormenta y llegar a la playa de Missolonghi, apenas el día anterior, Byron ya llevaba más de una semana padeciendo las sacudidas de los escalofríos y la fiebre: desde aquella cabalgada del 9 de abril en la que los elementos le habían dado caza y él había caído enfermo.
Al final, Bruno el Carnicero se había salido con la suya y le había abierto las venas repetidas veces para extraer una libra de sangre tras otra. ¡Por lo más sagrado! ¡Ese hombre era peor que un vampiro!
Ahora, aunque su fuerza vital iba remitiendo por momentos, todavía conservaba el conocimiento suficiente para darse cuenta de que en esos últimos días había pasado más de la mitad del tiempo entre delirios. Y también contaba con la suficiente lucidez para saber que esa enfermedad suya no era una simple gripe ni unos sabañones.
Era, con toda probabilidad, la misma «enfermedad» que había atacado a Percy Shelley.
Lo estaban matando a conciencia.
Byron comprendió que, si no actuaba con rapidez, si no le revelaba lo que sabía a la única persona que necesitaba saberlo y en quien podía confiar, quizá fuera ya demasiado tarde. Todo estaría perdido sin remedio.
Su ayuda de cámara, Fletcher, esperaba ahora junto a su lecho con la botella de brandy aguado, que era ya lo único que aliviaba a Byron; Fletcher, que, en perspectiva, era posible que desde el principio hubiera sido el más listo. Se había mostrado largo tiempo reacio a acompañar a su señor a Grecia y había rogado a Byron que reconsiderara si no serviría mejor a la causa de su compromiso con la independencia griega proporcionando la ayuda económica que requerían los patriotas… pero sin una participación personal tan directa. A fin de cuentas, ambos habían visto ya Missolonghi, justo después de su visita a Alí Bajá, hacía trece años.
Pero después, cuando Byron había «caído enfermo» hacía nueve días a causa de ese mal misterioso e incurable, Fletcher que solía permanecer siempre estoico prácticamente se había venido abajo. Los criados del servicio, los militares, los médicos, todos ellos hablaban un idioma diferente.
—¡Esto es como la Torre de Babel! —había exclamado Fletcher, tirándose del pelo con frustración.
Habían hecho falta tres traducciones sólo para pedir, por deseo del paciente, un cuenco de caldo con un huevo revuelto dentro.
Pero, gracias a Dios, al menos Fletcher estaba junto a él… y, por una vez, se encontraban solos. Ahora, le gustara o no, su fiel ayuda de cámara tendría que acceder a cumplir una última tarea.
Byron tocó a Fletcher en el brazo.
—Señor, ¿más brandy? —dijo este, con un semblante tan grave y transido que Byron se habría echado a reír, de no haberle supuesto tantísimo esfuerzo.
Byron movió los labios y Fletcher inclinó el oído hacia su señor.
—Mi hija —susurró Byron.
Pero al instante se arrepintió de haber pronunciado esas palabras.
—¿Deseáis que tome nota de una carta personal vuestra para lady Byron y la pequeña Ada, en Londres? —preguntó Fletcher, temiendo lo peor.
Y es que semejante franqueza sólo podía reflejar el último deseo de un moribundo. Todo el mundo sabía que Byron detestaba a su esposa y que sólo le enviaba communiques privados, a los que ella rara vez respondía.
Sin embargo, el poeta sacudió ligeramente la cabeza entre los almohadones.
Sabía que su ayuda de cámara lo comprendería, que ese hombre que llevaba tantos años a su servicio y con el que tantas tribulaciones había pasado, el único que conocía sus verdaderos parentescos, no revelaría a nadie esa última petición.
—Ve por Haidée —dijo Byron—. Y trae al chico.
Haidée sintió una gran pena al ver a su padre tumbado allí, tan pálido y lánguido, más blanco —tal como Fletcher les había advertido justo antes de que lo vieran— que el recoveco del ala de un polluelo recién nacido.
Cuando Kauri y ella se detuvieron frente a la desvencijada cama turca en la que Fletcher había ahuecado unos cojines, sintió ganas de echarse a llorar. Ya había perdido al hombre al que durante toda la vida había creído su padre: Alí Bajá. Y ahora, ese otro padre al que hacía poco más de un año que conocía se estaba apagando ante sus ojos.
Durante el año transcurrido desde su encuentro, como bien sabía Haidée, Byron lo había arriesgado todo y se había valido de todos los pretextos posibles para mantenerla junto a él sin desvelar el secreto de su parentesco.
Para reforzar sus subterfugios, hacía apenas unos meses Byron, en su trigésimo sexto cumpleaños, le había dicho que había escrito una carta a su esposa, «lady B», como él solía llamarla, explicándole que había conocido a una niña griega encantadora y vivaracha, «Hayatée», apenas algo mayor que su hija Ada, y que había quedado huérfana a causa de la guerra. Había añadido que le gustaría adoptarla y enviarla a Inglaterra, donde lady B podría encargarse de que recibiera una educación adecuada.
Jamás había recibido una palabra en respuesta, por descontado. Sin embargo, los espías que abrían el correo, como él mismo le dijo a Haidée, creerían que esa seudoadopción era otra de las afamadas extravagancias del gran lord.
Ese «parentesco» de Haidée con Byron había quedado corroborado al fin por el rumor, que en Grecia nunca mentía. Y ahora que estaba en su lecho de muerte, en un momento en que era imprescindible que hablaran, ambos sabían que era más importante que nunca que nadie conociera el verdadero motivo por el que la había llevado hasta allí.
La Reina Negra estaba escondida en una cueva de una isla que había frente a las costas de Maina donde Byron le había dicho una vez a Trelawney que le gustaría ser enterrado: la cueva en la que había escrito El corsario. Ellos tres —Haidée, Kauri y Byron— eran los únicos que sabían dónde ir a buscarla. Pero ¿de qué servía ahora?
Sucedía que la guerra de la independencia griega, cuyas hostilidades habían comenzado hacía tres años, iba de mal en peor. El príncipe Alejandro Ypsilantis, antiguo jefe de la Philikí Etaireía, la sociedad consagrada a la liberación de Grecia, había encabezado la lucha, pero había sido negado y traicionado por su antiguo señor, el zar Alejandro I de Rusia, y se estaba pudriendo en una cárcel austrohúngara.
Las facciones griegas discutían entre sí disputándose la supremacía, mientras Byron, que tal vez fuera su última esperanza, yacía moribundo en una miserable habitación de Missolonghi.
Peor aún, Haidée vio en el rostro de su padre una angustia causada no sólo por el veneno que sin duda le habían estado administrando, sino por tener que dejar esa tierra y a su propia hija, con su misión aún sin cumplir.
Kauri se sentó en silencio cerca de la cama y puso una mano sobre la cabeza de Byron, mientras que Haidée se quedó de pie pinto a su padre, sosteniendo su débil mano entre las de ella.
—Padre, comprendo lo gravemente enfermo que estáis —dijo con suavidad—, pero debo saber la verdad. ¿Qué esperanzas nos quedan ahora para la salvación de la Reina Negra… o del ajedrez?
—Como ves —susurró Byron—, todo aquello que temíamos era bastante cierto. Las batallas y las traiciones de Europa jamás encontrarán un fin hasta que todos, todos, seamos libres. Napoleón traicionó a sus aliados, además de al pueblo francés y al final incluso sus propios ideales, cuando marchó sobre Rusia. Y Alejandro de Rusia, al destruir toda esperanza de unión entre las iglesias orientales contra el islam, traicionó los ideales de su abuela, Catalina la Grande. Pero ¿de qué sirve el idealismo cuando los ideales son falsos?
El poeta, con todo, se reclinó entre los almohadones cercando los ojos como si no pudiera proseguir.
Apenas movió la mano, Haidée le alcanzó intuitivamente la de tisana, una infusión de té fuerte que, a petición de Byron, Fletcher había dejado lista para su señor antes de marchar. Haidée vio que el ayuda de cámara había preparado también una pipa de agua, con el tabaco quemando ya, para infundirle al propio Byron la dosis de fuerza que necesitaría para explicar lo que tenía que explicar.
Byron sorbió el té de la taza de la mano de Haidée, y luego Kauri puso la boquilla de la pipa de agua entre los labios del poeta, que al fin encontró fuerzas para continuar.
—Alí Bajá era un hombre con una gran misión —dijo con su débil voz—, una misión que iba más allá de unir Oriente y Occidente; se trataba de la unión de verdades subyacentes. Conocerlos a Vasiliki y a él me cambió la vida en una época en la que no era mucho mayor que vosotros dos. Gracias a eso escribí muchos de mis mejores relatos de amor: la historia de Haidée y la pasión de don Juan; El giaour, «el infiel», sobre el amor del héroe no musulmán por Leila. Pero giaour, en realidad, no significa «infiel». En su significado más antiguo, del persa gawr, era un adorador del fuego, un zoroastra. O un parsi de la India, un devoto de Agni, la llama.
»Eso fue lo que aprendí del bajá y los bektasíes: la llama subyacente que está presente en todas las grandes verdades. De tu madre, Vasiliki, aprendí a amar.
Byron les pidió con gestos otra dosis de té fuerte y tabaco para recabar las fuerzas que le hacían falta. Cuando lo hubieron satisfecho, Byron añadió:
—Puede que no viva para ver otro año, pero por lo menos veré el alba de mañana. Eso es tiempo suficiente para compartir con vosotros el secreto de la Reina Negra que el bajá y Vasiliki, hace tantos años, compartieron conmigo. Debéis saber que la reina que obra en vuestro poder no es la única. Pero sí es la verdadera. Acércate más, niña mía.
Haidée obedeció a lo que le pedía Byron, que le habló al oído y en voz tan baja que incluso Kauri tuvo que esforzarse para entender lo que decía.
EL RELATO DEL POETA
En la ciudad de Kazan, en la Rusia central, a finales del siglo XVI vivió una joven niña, de nombre Matrona, que soñó repetidas veces que la Madre de Dios había ido a hablarle de un antiguo icono enterrado que poseía fabulosos poderes. Después de seguir las diversas pistas que le diera la Virgen, al fin encontró el icono en el interior de una casa derruida, envuelto en paño entre las cenizas que había bajo la estufa.
Se la llamó la Virgen Negra de Kazan y se convertiría en el icono más famoso de toda la historia de Rusia.
Poco después de su descubrimiento, en 1579, se construyó en Kazan el convento de la Bogoroditsa para albergar el icono. Bogoroditsa significa «Alumbradora de Dios», de Bogomater, «Madre de Dios», el título de todas esas oscuras figuras vinculadas con la tierra.
La Virgen Negra de Kazan ha protegido a Rusia durante los últimos doscientos cincuenta años. Acompañó a los soldados que liberaron Moscú de los polacos en 1612 e incluso contra Napoleón hace unos años, en 1812.
En el siglo XVIII, Pedro el Grande se la llevó de Moscú, segundo hogar de la Virgen, a su nueva ciudad de San Petersburgo, de la cual se convirtió en patrona y protectora.
En cuanto la Reina Negra de los Cielos fue instalada en San Petersburgo en 1715, Pedro el Grande desplegó su gran plan: expulsar a los turcos de Europa. Se declaró a sí mismo Petras I, Russo-Graecorum Monarcha —rey de Grecia y Rusia—, y juró unir las iglesias ortodoxas griega y rusa. Aunque no logró su gesta, la ambición de Pedro inspiraría un afán similar por esa misma causa en alguien que lo sucedió casi cincuenta años después.
Se trataba de la zarina Ekaterina II, emperatriz de todas las Rusias, a quien conocemos como Catalina la Grande.
En 1762, cuando Catalina derrocó en un golpe de Estado palaciego a su marido, el zar Pedro III, ayudada por su amante, Grigori Orlov, se reunió sin perder tiempo con los hermanos Orlov en la catedral de Nuestra Señora de Kazan, en San Petersburgo, para erigirse oficialmente en emperatriz.
Para conmemorar la ocasión, hizo que le forjaran un medallón con su efigie personificando a otra virgen, Atenea o Minerva, y encargó también una copia del icono de la Virgen Negra de Kazan con un enjoyado oklad, un marco forjado por el maestro orfebre Iakov Frolov, que sería colgado en el Palacio de Invierno, sobre la cama de Catalina.
La Iglesia rusa puso su impresionante respaldo —pues poseía más de una tercera parte de toda la tierra y los siervos rusos— al servicio de las aspiraciones de Catalina: expulsar al islam de los confines orientales del continente y unir las dos iglesias cristianas. Ayudaron con entusiasmo a financiar exploraciones, expansiones y guerras: Grigori Shelikov, el «Colón ruso», fundó la primera colonia rusa en Alaska y una compañía comercial en Kamchatka, además de trazar los mapas de la Rusia oriental, parte del oeste de América y las islas que encontró entre ambas.
El Imperio ruso había empezado a ocupar los vastos territorios que reclamaba para sí.
Catalina proyectaba que todos esos dominios fueran gobernados por su nieto, Alejandro, a quien había puesto ese nombre por el gran conquistador de Oriente.
Con la primera guerra ruso-turca de 1768, Catalina logró atravesar el umbral del Imperio otomano y afianzó una importante concesión: el derecho de Rusia, mediante tratado, a que en caso de surgir causa alguna pudiera proteger a los súbditos cristianos de la Sublime Puerta.
Poco después y en secreto, el nuevo favorito de Catalina.
Grigori Potemkin, la ayudó a trazar un plan de un alcance apabullante. Lo llamaron el Proyecto Griego y se trataba nada menos que de la restauración del Imperio bizantino tal y como había sido antes de la conquista islámica. Este sería gobernado por el otro nieto de Catalina, a quien le había puesto el nombre del fundador primigenio de la Iglesia oriental: Constantino.
Para llevar a término ese plan, Potemkin organizó una unidad militar de doscientos estudiantes griegos, la Compañía de Fieles Extranjeros, que serían adiestrados con la tecnología militar y la experiencia rusas, preparándolos para regresar a su hogar, donde ayudarían a promover la liberación de Grecia del dominio turco. Ese grupo sería la semilla de la que nació la Etaireía ton Philikón, la sociedad que lucha por la independencia griega y que tan decisiva está siendo en todo lo que hacemos hoy aquí.
Con su estrategia dispuesta y algunos peones adelantados situados tras las líneas enemigas, todas las piezas de Catalina estaban dispuestas para un golpe maestro. O así lo creía ella.
La segunda guerra ruso-turca, que comenzó en 1787, sólo dos años antes que la Revolución francesa, tuvo un éxito aún mayor que la primera: como comandante en jefe, Potemkin reforzó el dominio ruso sobre la mayor parte del mar Negro y tomó la gran fortaleza turca de Ismail.
Catalina estaba a punto de desplegar al completo su Proyecto Griego para desmembrar el Imperio turco y conquistar Estambul, cuando Potemkin —que no sólo era el comandante en jefe de Catalina y un brillante estratega político, sino que algunos decían que se habían desposado en secreto— cayó víctima de una fiebre misteriosa al regresar de firmar el tratado. Murió como un perro junto al camino hacia Nikoláiev, en Besarabia, en la costa norte del mar Negro.
La corte de San Petersburgo se vistió de luto al conocer la noticia y Catalina quedó sola con su pena. Sus grandes aspiraciones y todos sus complejos planes parecían haber quedado suspendidos de forma indefinida, confinados a la tumba junto con la mente maestra que no sólo había ayudado a concebirlos, sino que también los había ejecutado.
Sin embargo, justo en ese momento se presentó en el Palacio de Invierno una vieja amiga de Francia, una amiga llamada Helene de Roque, abadesa de Montglane. Con ella llevaba una pieza importante del ajedrez de Montglane —el ajedrez que una vez perteneciera a Carlomagno—, tal vez la pieza más poderosa de todas: la Reina Negra.
Esto le insufló a Catalina la Grande, emperatriz de todas las Rusias, la esperanza de que tal vez todo su esfuerzo y los esperados frutos de su proyecto no se desvanecieran en la nada, después de todo.
Catalina puso el trebejo a buen recaudo mientras mantenía a su amiga la abadesa bajo estrecha vigilancia para intentar descubrir dónde podía encontrar las demás piezas del ajedrez. Pasaría más de un año antes de que el hijo de Catalina, Pablo, que la odiaba, escuchara casualmente una conversación entre la abadesa y su madre en la que descubrió que la emperatriz Catalina había planeado desheredarlo en favor de su nieto, Alejandro. Pero cuando la emperatriz se dio cuenta de que Pablo también sabía de la existencia del valioso trebejo oculto en su cámara privada del Hermitage, decidió emprender acciones inmediatas.
Sin el conocimiento de nadie, la emperatriz, que sospechaba las intenciones de su hijo Pablo, ordenó secretamente que el maestro orfebre Iakov Frolov, el mismo que le había hecho una copia perfecta de la Virgen Negra de Kazan hacía más de veinte años, creara ahora una copia igualmente indetectable de la Reina Negra.
Desesperada, Catalina hizo desaparecer subrepticiamente la auténtica pieza de ajedrez en la clandestinidad griega a través de su Compañía de Fieles Extranjeros y colocó la copia «perfecta» en su cámara del Hermitage, donde permaneció hasta su muerte, tres años después, cuando Pablo encontró y destruyó el testamento de su madre y se convirtió en zar de Rusia.
Al fin sostuvo en sus manos lo que él creía que era el objeto que su madre siempre había codiciado.
Pero una persona sabía la verdad.
Cuando Catalina la Grande murió y el nuevo zar, Pablo, encontró la Reina Negra escondida en su cámara, creyéndola la original, se la mostró a la abadesa de Montglane justo antes del funeral de Estado de su madre. Con ello intentaba obtener, mediante amenazas o por la fuerza, la cooperación de la mujer en la búsqueda de las demás piezas, pero le desveló lo suficiente de su jugada para que la abadesa se convenciera de que, al margen de lo que hiciese o dijese, acabaría encarcelada. En respuesta, la mujer alargó una mano hacia el trebejo. «Eso es mío», le dijo a Pablo.
Él se negó a entregársela, pero la abadesa pudo ver algo extraño aun desde esa distancia. Sí que parecía ser en todo la misma pesada escultura de oro recubierta de gemas sin tallar, redondeadas y cuidadosamente pulidas como huevos de codorniz. De hecho, en todos los aspectos era idéntica a la otra: representaba a una figura vestida con larga túnica y sentada en un pequeño pabellón con los cortinajes descorridos.
Sin embargo, le faltaba una cosa.
La Iglesia alardeaba de poseer muchas piedras de esa clase, procedentes de los tiempos de Carlomagno y de antes aún, que no estaban talladas en facetas, sino pulidas a mano hasta que adoptaban esas formas, o trabajadas con fina arena de silicio igual que los guijarros son refinados por el mar, dejando una superficie de cristal que servía para aumentar la iridiscencia natural o el asterismo, la estrella interior de la gema. A lo largo de toda la Biblia se describían tanto estas piedras como sus significados ocultos.
Gracias a esa gema, la abadesa pudo corroborar a simple vista que esa pieza no era la misma Reina Negra que ella en persona había llevado de Francia a Rusia hacía más de cinco años.
Y es que, temiendo que algo semejante pudiera suceder, la abadesa había dejado su propia marca secreta en la original, una marca que no podría llegar a detectar nadie más que ella. Con el diamante tallado de su anillo abacial había realizado un pequeño rasguño en forma de número ocho en el cabujón de rubí fuego que había justo en la base del pabellón.
¡La marca ya no estaba!
Sólo había una explicación posible: la zarina Catalina había creado una copia perfecta de la Reina Negra para la cámara y de algún modo se había deshecho de la verdadera. Al menos estaba a salvo de las manos de Pablo.
La abadesa sólo tenía una oportunidad. Tenía que aprovechar el funeral de la emperatriz para enviar una carta en clave a alguien del mundo exterior: lo haría a través de Platón Zubov, el último amor de la emperatriz, que, como Pablo acababa de notificar a la abadesa, pronto sería enviado al exilio.
Era su última esperanza para salvar a la Reina Negra.
Cuando Byron hubo terminado su relato, se reclinó sobre los almohadones con la tez aún más blanca que antes a causa de la falta de sangre y cerró los ojos. Estaba claro que la poca energía que pudiera haber reunido en un principio se le había agotado por completo, pero Haidée sabía que el tiempo era esencial.
Alargó una mano hacia Kauri, que le dio la boquilla de la pipa junto con una pequeña balanza con una nueva medida de tabaco de hebra. Haidée levantó la tapa y echó la picadura sobre las brasas. Cuando el humo ascendió por la pipa, la joven empujó algunas volutas en dirección a su padre.
Byron tosió ligeramente y abrió los ojos. Miró a su hija con un amor y una pena enormes.
—Padre —dijo ella—, debo preguntaros cómo llegó esa información a Alí Bajá, a mi madre y a Baba Shemimi, para que ellos pudieran contaros su relato.
—Llegó a saberlo también otra persona —dijo Byron. Su voz seguía siendo un murmullo—. Que fue quien nos invitó a todos a reunimos en Roma.
»El invierno después de que falleciera Catalina la Grande, la guerra seguía azotando Europa. Se firmó entonces el Tratado de Campo Formio, que otorgaba a Francia las islas Jónicas y varias ciudades a lo largo de la costa albanesa. El zar Pablo y los británicos firmaron con el sultán otomano un tratado con el que el emperador traicionaba todo lo que su madre, Catalina, le prometiera a Grecia una vez.
»Alí Bajá unió fuerzas con Francia para enfrentarse a ese nefando triunvirato. Pero el propio Alí estaba decidido a enfrentar a ambas partes en provecho propio, pues para entonces ya sabía, a través de Letizia y de su amigo Shahin, que él poseía la verdadera Reina Negra.
—¿Y qué será ahora de la Reina Negra? —preguntó Haidée apartando la pipa de agua, aunque la preocupación hizo que no dejara la pequeña balanza de cobre—. Si Kauri y yo tenemos que protegerla, ¿al servicio de quién tenemos que ponerla, entre todas estas traiciones?
—Al servicio de la Dama de la Justicia —dijo Byron, con una leve sonrisa cómplice dirigida a Kauri.
—¿La Dama de la Justicia? —preguntó Haidée.
—Tú eres quien la tiene más cerca —le dijo su padre—. Es la que ahora mismo sostiene en sus manos la Balanza.