FUEGO EN LA CABEZA

Fui al bosque de avellanos, porque había un fuego en mi cabeza.

W. B. YEATS,

La canción del errante Aengus

El Aengus de Yeats […] tenía en su cabeza, el fuego que los chamanes de todo el mundo consideran como su fuente de conocimiento, la que ilumina las visiones de otras realidades. El viaje chamánico parte y concluye en la mente.

TOM COWAN,

Fire in the Head

Koriakskoe Rayirin Yayai

(Casa del Tambor, tierra de los coriacos)

En el interior de la yurta, el chamán tañía suavemente el tambor mientras quienes se sentaban en círculo alrededor del fuego entonaban los bellos y rítmicos cánticos que Alexander había llegado a amar. Aguardaba sentado junto a la puerta de la tienda, embelesado. Le cautivaban los cantos chamánicos porque aliviaban sus pensamientos y conjuraban una especie de armónico que parecía fluir por su cuerpo y ayudaba a sanar sus frágiles y dañados nervios.

Aunque a menudo, cuando los cánticos cesaban, el fuego regresaba. El fuego que había arrasado su cabeza con aquella luz abrasadora, con aquel dolor punzante, aunque no era físico sino que parecía emanar del interior de su psique.

Hasta entonces, tampoco había conseguido recuperar la noción del tiempo. No sabía cuánto hacía que estaba allí, unos días o tal vez un par de semanas, ni cuántas jornadas habían sido necesarias para recorrer aquella distancia, atravesando kilómetros de una taiga aparentemente impenetrable, y llegar a ese lugar. Hacia el final del viaje, sus recientemente recuperadas piernas le habían fallado en medio de la nieve, se había sentido demasiado débil para poder seguir el ritmo, y habían enviado el trineo con los perros para que tiraran de él el resto del trayecto.

Los perros eran increíbles. Recordaba que los llamaban samoyedos. Los había observado con interés mientras atravesaban los campos nevados, al frente del trineo. Cuando caía la noche y les quitaban los arneses, los abrazaba y ellos le lamían las manos y la cara. ¿No había tenido un perro como aquellos de niño?

Sin embargo, ya no era ese niño, el joven Sasha, la única identidad en la que se reconocía en aquellos momentos, la única identidad que conocía. Era un hombre adulto que apenas recordaba nada, su pasado era una tierra ignota, incluso para él. Ella le había dicho cómo se llamaba: Alexander Solarin.

La mujer que lo había llevado hasta allí, la adorada mujer rubia que ahora se sentaba a su lado, aguardando junto a la tienda a que los otros los llamaran cuando estuvieran preparados para proceder a la curación, era su madre, Tatiana.

Antes de que ambos hubieran emprendido aquella aventura, su madre le había contado lo que sabía sobre lo que le había sucedido y no recordaba de sí mismo.

—Al principio estuviste en coma —le dijo—, no te movías y apenas respirabas. La gran chamán, la Etugen, acudió desde el norte para asistir en tu curación en las aguas minerales. Ella es la que los chucotos llaman qacikechca, «similar al hombre», una mujer chamán descendiente de los indígenas, los enenilit, los que poseen alma, de quienes emana un gran poder. Sin embargo, a pesar de las potentes hierbas y las técnicas ancestrales que los ancianos utilizaron para sanar tu cuerpo, la Etugen dijo que sólo recuperarías tu espíritu si conseguías realizar el tránsito, si lograbas iniciar el viaje desde la morada de los muertos, los peninelau, al mundo de los vivos, mediante tu fuerza de voluntad.

»Pasó mucho tiempo, hasta que un día despertaste y entraste en ese estado que llaman sopor, aunque había veces en que seguías debatiéndote entre la lucidez y la inconsciencia y durante un mes o más volvías a caer en ese sueño prolongado. Al final, te estabilizaste hasta estar como ahora, despierto y consciente. Comes tú solo, caminas, lees e incluso hablas varios idiomas, pero todo ello ya lo hacías de niño. Cabe esperar que lo demás regresará, aunque poco a poco, pues has sufrido un gran trauma.

»La Etugen dice que la tuya no es únicamente una herida del cuerpo, sino también del espíritu, y no conviene examinar esa herida psíquica mientras esté sanando, mientras siga visitándote de improviso. A veces padeces insomnio, sufres ataques de angustia o histeria causados por lo que podrían parecer miedos irracionales. Sin embargo, la Etugen cree que se trata de miedos reales, que debemos dejar que la verdadera causa del trauma asome de manera natural, a pesar del tiempo que ello requiera o de lo dificultoso que pueda parecer.

»Luego, cuando tu cuerpo se haya recuperado lo suficiente para realizar la parte física del viaje —añadió—, nos iremos al norte para iniciar esa otra travesía, la de la sanación de tu alma. Debido a que has vivido entre los muertos, tienes el fuego en tu cabeza, has superado las pruebas para convertirte en un hetolatirgin, el que mira en el interior, un chamán profeta.

Pese a todo, si había algo de lo que Solarin estaba por completo seguro era de que deseaba recuperar su vida, desesperadamente. Poco apoco, cuantos más retazos de su memoria recobraba, mayor era la angustia que lo embargaba por cuánto había olvidado de esos años que para él seguían en blanco. Ni siquiera era capaz de recordar cuántos habían sido, era imposible. No obstante, en esos momentos, lo más duro de todo era tener vedado el acceso al contenido de su memoria, no poder recordar a aquellos a quienes había amado u odiado, denostado o valorado.

Aunque había algo que sí recordaba: el ajedrez.

Cuando pensaba en aquel juego, sobre todo en una partida en concreto, el fuego empezaba a avivarse en su cabeza. Sabía que algo relacionado con esa partida era la clave de todo: de la memoria perdida, de los traumas y las pesadillas, de las esperanzas y los miedos.

Sin embargo, también sabía que lo mejor era esperar, tal como su madre y la mujer chamán le habían advertido, pues la presión para recuperar esos preciados recuerdos antes de tiempo tal vez resultaría contraproducente y podía acabar perdiéndolo todo.

Durante el largo viaje hacia el norte, siempre que hacían un alto en el camino donde podían charlar, le contaba a su madre lo que había conseguido recordar, aunque por lo general no era más que una estela de humo, algo que se alzaba desde su pasado como una neblina.

Por ejemplo, la noche en que, siendo aún un niño, Tatiana le había llevado un vaso de leche caliente y lo había metido en la cama. Veía su habitación y la higuera de fuera. Estaba cerca de los acantilados y el mar. Llovía. Habían tenido que huir. Hasta ahí llegaba lo que había logrado recordar él solo, un primer recuerdo que había recibido con una gran sensación de triunfo y alivio.

Por el camino, como un pintor que rellena de color un dibujo que hasta el momento sólo estaba esbozado en un lienzo, Tatiana acabaría compartiendo todos los detalles de esa parte de sus vidas que conseguía recuperar para él.

—La noche que recuerdas es importante —dijo—. Fue afínales de diciembre de 1953, la noche que cambió nuestras vidas. Arreciaba la lluvia cuando la abuela Minnie llamó a la puerta de nuestra casa, que se alzaba en un tramo agreste y apenas habitado de la costa del mar Negro. Aunque formaba parte de la Unión Soviética, aquel páramo era un oasis protegido, alejado de los horrores y las purgas de otros lugares, o al menos eso creíamos.

Minnie trajo consigo algo que nuestra familia, a lo largo de muchas generaciones, había prometido proteger.

—No la recuerdo —aseguró Solarin, aunque con la voz impregnada por la emoción, pues acababa de atisbar un nuevo destello—. Sin embargo, acabo de recordar algo más sobre esa noche: unos hombres irrumpieron en nuestra casa y yo salí corriendo a esconderme en los acantilados. Logré escapar, pero esos hombres te detuvieron… —Miró a su madre, desconcertado—. ¡No volvía verte nunca más hasta ese día en el monasterio!

Tatiana asintió con la cabeza.

—Minnie escogió precisamente ese momento para llegar con un tesoro que había estado buscando desesperadamente durante ocho meses por toda Rusia, el mismo tiempo que hacía que había muerto Iósif Stalin, quien había gobernado nuestro país durante veinticinco años con mano de hierro. En los meses que siguieron a su muerte, el mundo entero cambió para mejor o peor: dirigentes muy jóvenes ocuparon el poder en Irak, Jordania e Inglaterra; Rusia había desarrollado la bomba de hidrógeno y, poco antes de que Minnie llegara esa noche a nuestra casa, el viejo dirigente de la policía secreta soviética, Lavrenti Beria, el hombre más temido y odiado de Rusia, había sido ejecutado ante un pelotón de fusilamiento. De hecho, la muerte de Stalin y el vacío de poder que había dejado tras de sí había sido lo que había empujado a Minnie a iniciar esa búsqueda frenética que, durante ocho meses, la había llevado a desenterrar el tesoro escondido, o lo que había podido de él: tres valiosas piezas de ajedrez de plata y oro, engastadas de joyas, que nos suplicó que escondiéramos. Minnie creía que no nos pasaría nada, teniendo tan a mano el barco de tu padre.

Ante la mención de las piezas de ajedrez, el fuego había vuelto a prender en la cabeza de Solarin, quien luchó por sofocarlo. Necesitaba saber más.

—¿Quiénes eran esos hombres que te detuvieron? —preguntó, con voz entrecortada—. ¿Cómo conseguiste desaparecer del mapa durante tanto tiempo?

Tatiana no contestó de inmediato.

—Siempre ha sido fácil desaparecer en Rusia —contestó, tranquila—. Millones de personas lo hicieron, aunque pocas por voluntad propia.

—Pero si el antiguo régimen había quedado desmantelado —insistió Solarin—, ¿quiénes eran esos hombres que iban detrás del tesoro? ¿Quién te arrestó? ¿Adónde te llevaron?

Adonde llevaban a todos —respondió Tatiana—, al Glavnoe Upravlenie Lagerei, la Dirección General de Campos Penitenciarios, o gulag, como prefieras llamarlo, los campos de trabajos forzados que han existido desde los tiempos de los zares. Por «Dirección» siempre se entiende la policía secreta, ya fuera la Ojrana del zar Nicolás, o la Cheka, la NKVD o el KGB del soviet.

—¿Te llevaron a un campo de prisioneros? —dijo Solarin, incrédulo—. Pero, por todos los cielos, ¿cómo has conseguido sobrevivir hasta ahora? ¡Yo apenas era un niño cuando te detuvieron!

—No lo habría conseguido —aseguró Tatiana—, pero al cabo de poco más de un año, Minnie acabó por descubrir adonde me habían llevado, a un campo de Siberia, un lugar desolador, y compró mi huida.

—¿Te refieres a que consiguió que te dejaran libre? —dijo Solarin—. ¿Cómo?

—No, consiguió que me dejaran huir —lo corrigió su madre—. Si el Politburó hubiera llegado a enterarse de que me habían dejado libre, nuestras vidas habrían corrido peligro todos estos años. Minnie compró mi libertad de otra manera y por una razón muy distinta. Desde entonces me oculto aquí, entre los coriacos y los chucotos, y gracias a ello no sólo pude recuperar tu cuerpo maltrecho, sino salvarte, pues poseo muchos poderes adquiridos a través de estos grandes maestros del fuego a lo largo de los años.

—Pero ¿cómo conseguiste recuperar mi cuerpo? —le preguntó Solarin a su madre—. ¿Y qué les dio Minnie a los soviéticos o a los guardias del Gulag para que te dejaran escapar? —Sin embargo, antes de que las últimas palabras abandonaran sus labio, Solarin supo la respuesta. Horrorizado, súbitamente vio, con la fuerza de una potente iluminación, la forma titilante que había estado rondando la periferia de su visión esos últimos meses—. ¡Minnie les entregó la Reina Negra! —exclamó.

—No, Minnie les entregó el tablero —lo corrigió Tatiana—. Fui yo quien les entregó la Reina Negra.