EL FOUR SEASONS

Seminate aurum vestrum in terram albam foliatum. «Siembra tu oro en la blanca tierra labrada». La alquimia (llamada a menudo «agricultura celestial») adopta numerosas analogías de la labranza […] el epigrama […] incide en la necesidad de observar «como en un espejo» la lección del grano de trigo […] el excelente tratado (Secretum) publicado en Leiden en 1599 […] comparaba en detalle las labores de la labranza del trigo con las labores de la obra alquímica.

STANISLAS KLOSSOWSKI DE ROLA,

El juego áureo

Según Nim, no teníamos tiempo. El enemigo, quienquiera que fuera, estaba en situación de ventaja: había puesto en peligro a mi madre desaparecida y al resto de nosotros, y todo porque yo había sido una completa boba y había hecho caso omiso de las señales de advertencia, aunque estas habían estado centelleando con tanta fuerza como las luces de pista, como diría Key.

¿Y qué hacía yo? Pues nada, ahí estaba, con ataques de llorera —tres en las últimas doce horas, por el amor de Dios—, secándome las lágrimas, dejando que mi tío me diera un beso en la cabeza y se ocupara de todo y, en general, comportándome como si volviera a tener doce años.

De hecho, si la memoria no me fallaba, con doce años conservaba más dignidad, era una campeona de ajedrez de talla mundial que había visto cómo asesinaban a su padre ante sus ojos y que había conseguido sobrevivir a ello y seguir adelante. ¿Qué me estaba pasando? Estaba actuando como una gallina.

Sólo había una cosa que pudiera explicar mi conducta: que aquellos últimos diez años mezclando la receta de Sage Livingston, alias doña Perfecta, en la coctelera Molotov de la grandilocuencia a la brasa de Rodo Boujaron, debían de haber dado como resultado el ablandamiento y la conversión en buñuelos de plátano de lo que fuera que antes considerara cerebro.

A ver si espabilaba de una vez.

Al diablo con las metáforas, los símiles, las hipérboles y… «¡Avante a toda máquina!», como diría Key.

Nim y yo seguíamos manteniendo una conversación fluida pero banal, mero ruido de fondo para tener entretenidos a los fisgones mientras él se dedicaba a registrar metódicamente hasta el último rincón de mi piso. Incluso a mí. Tenía un pequeño lector óptico de mano, del tamaño de un batidor de varillas diminuto, que pasó por encima de lo que yo llevaba puesto, de la vajilla de porcelana, la ropa de cama, los libros y los muebles, y del juego de ajedrez que había sacado de mi mochila y que había dejado en la mesa del comedor. Le tendí la reina negra que faltaba y que había llevado en el bolsillo hasta ese momento. Después de examinarla, la dejó sobre el tablero, en su lugar.

Cogió la mochila y metió varias prendas limpias que sacó del armario, así como las primeras planas del periódico. Luego, se volvió hacia mí.

—Creo que por ahora ya hemos ordenado tu piso todo lo que hemos podido —dijo en voz alta—. ¿Algo más antes de que salgamos a dar un paseo?

Asentí con la cabeza para indicarle que todavía faltaba algo. Le tendí la chaqueta de esquí y, con una mirada significativa, dije en voz alta:

—Debería llamar a Rodo para avisarle de los planes de esta noche antes de irnos. Al fin y al cabo, trabajo para él.

Nim estaba repasando con las manos el relleno de la espalda de la parka, donde llevaba oculto el dibujo del tablero de ajedrez. Aquella parte parecía más rígida que el resto de la chaqueta y vi que enarcaba una ceja. Nim empezó a asentir con la cabeza cuando se me ocurrió una idea.

—De hecho, será mejor que llame a Rodo por el camino —dije—. Me pidió que le hiciera unos cuantos recados. Le preguntaré desde donde paremos para asegurarme de que le llevo todo lo que me pidió.

—Bueno, pues pongámonos en marcha —contestó, sujetando la parka para que me la pusiera—. Su coche la espera, señora.

Antes de irnos, recogió mi traicionero móvil de donde lo habíamos dejado, encima de la mesa, y lo encajó entre los cojines del sofá, como si se me hubiera caído por accidente. A continuación, me ofreció el brazo.

Al bajar la vista, vi que llevaba la navaja suiza en la mano. Me la dio con una sonrisa.

—Para llegar al fondo de las cosas —dijo, apretando la parka de manera significativa, cuando salíamos por la puerta.

Al alcanzar M Street, en el corazón de Georgetown, vimos que las calles estaban tomadas por los turistas que habían llegado del Cherry Blossom Festival, en el National Malí. Largas hileras de ellos hacían cola en la acera, a las puertas de los restaurantes, esperando hambrientos que les adjudicaran una mesa o un asiento en una ostrería. Tuvimos que ir esquivándolos hasta conseguir superarlos. Las aceras de Georgetown ya proveían de suficientes obstáculos por sí solas con sus excrementos de perro, los frutos resbaladizos y apestosos del famoso ginkgo, los socavones gracias a las baldosas que faltaban, los ciclistas que se subían a la acera para sortear los volantazos de los taxistas y los transportistas aparcados en doble fila delante de las puertas metálicas abiertas de los sótanos, descargando sus cajones de verduras y cerveza en las bodegas.

Sin embargo, lo peor eran los turistas, que siempre se comportaban como si fueran los amos y señores de Washington. Aunque, claro, pensándolo bien, así era.

—Este sitio hace que Manhattan parezca un remanso de paz —comentó Nim, quien todavía llevaba mi mochila colgada de un brazo y a mí del otro de manera protectora mientras contemplaba el caos a su alrededor—. Voy a llevarte ahora mismo a un lugar un poco más civilizado, donde podamos continuar nuestra conversación e idear un plan.

—Lo decía en serio, tengo que hacer un recado —repuse—. Es urgente y sólo está a una manzana de aquí.

No obstante, Nim también tenía algo que decir acerca de lo que corría o no corría prisa.

—Lo primero es lo primero —dijo—. Sé cuándo fue la última vez que comiste, pero ¿cuándo fue la última vez que te diste una ducha?

¿Ducharme? ¿Tanto se notaba? Intenté no olisquearme allí mismo, en medio de la calle, para averiguarlo. Lo cierto era que no me acordaba, pero en ese momento caí en la cuenta de que no tocaba el agua desde antes de salir de casa para ir a Colorado.

Aun así, yo también tenía mis prioridades, algo más urgente que no podía esperar y que exigía mi atención inmediata.

—Y ¿por qué no lo has dicho cuando todavía estábamos en el piso? —pregunté—. Podría haberme dado una ducha rápida.

—¿En tu piso? —se burló—. Un camping dispone de más servicios que tu piso. Además, volver es demasiado peligroso. Podemos hacer tu recado si es tan urgente, pero sólo si cae de camino a mi hotel.

—¿Hotel? —dije, mirándolo desconcertada.

—Naturalmente —contestó, divertido—. Ya te he dicho que llevo varios días por aquí detrás de ti. ¿Dónde esperabas que me hospedara? ¿En ese lugar en el que vives, carente de medios de subsistencia? ¿O en un parque de por aquí?

En realidad no sabía qué había esperado, pero me resultaba igual de difícil imaginar a alguien tan reservado como Nim alojándose en un lugar público.

—¿Qué hotel? —pregunté.

—Te gustará —aseguró—. Será un cambio agradable, comparado con ese piso insulso y lleno de escuchas que tienes, y al menos irás limpia. Entre otros servicios, presume de una piscina olímpica y de los mejores baños romanos de la ciudad, por no mencionar que nos proporcionará la suficiente privacidad para poder planear el siguiente movimiento de nuestra campaña. Está al final de la calle, no lejos de aquí. Es el Four Seasons.

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Tal vez porque descendía de un linaje de autoproclamados filósofos —maestros de la teoría de la complejidad como mi tío Slava, quien siempre había preferido el camino más largo a la verdad— nunca había comulgado con la idea de que la primera respuesta a un problema, o la más rápida, era necesariamente la correcta; no era fan precisamente de la navaja de Occam. Sin embargo, en el caso que me ocupaba, la rapidez parecía crucial, igual que en el ajedrez relámpago, y la solución más sencilla se antojaba la mejor. Compartí mi plan de manera sucinta con Nim por el camino y este accedió a colaborar.

El Koppie Shoppe, cuyo nombre, escrito fonéticamente en inglés, se remontaba a la década de los sesenta, estaba a media manzana de M Street, encajado entre un restaurante dim sum y un antro de tapas cuya principal técnica promocional era un ventilador gigante que expulsaba el humo hacia la calle. Nim y yo tuvimos que abrirnos camino entre las colas de turistas famélicos para llegar hasta la puerta y alcanzar nuestro destino.

La Shoppe vendía material de oficina en la parte delantera de la tienda y tenía una copistería con fotocopiadoras en el fondo. Era el único lugar de la ciudad que conocía que dispusiera de una máquina lo suficientemente grande donde cupiera una plana entera de The Washington Post. Y no digamos ya un dibujo del siglo XVIII de un tablero de ajedrez trazado con sangre.

Por casualidad, también era el único lugar que conocía cuyo encargado, Stuart, fuera un incondicional de las sobras de un restaurante vasco de cuatro estrellas y de la sous-chef que podía pasárselas de contrabando de vez en cuando, así como de la compañera de largas piernas de la susodicha sous-chef, que podía ganarle con patines en línea por los adoquines de Prospect Street.

En Georgetown, igual que en cualquier otra comunidad tribal aislada, se desconfiaba de los forasteros, se les sacaba todo lo que se podía o se los abandonaba en la calle para que se murieran de hambre, como aquellos famélicos turistas de allí fuera. Sin embargo, entre los lugareños, de quienes se daba por hecho que eran hombres de honor, existía un sistema tácito de trueque e intercambio mediante el cual se pagaba con la misma moneda. En Rusia, mi padre lo llamaba blat. Resumiendo, lo que se entiende por reciprocidad.

En mi caso, Stuart respetaba mi confidencialidad: dejaba que fuera yo quien hiciera las copias en la máquina grande cuando no había nadie más por allí, normalmente cosas para Rodo. También me dejaba usar el lavabo común para empleados. Una gran ventaja, dada la improvisada agenda del día.

Dejé a Nim en la parte delantera de la tienda, entre los suministros de oficina, para que escogiera los cilindros de cartón pertinentes para los envíos por correo, la cinta adhesiva, las etiquetas y la pequeña grapadora que requería mi plan. Mientras, cogí la mochila, me dirigí al departamento de copiado de la parte de atrás, saludé a Stuart, quien estaba liado con un trabajo de impresión bastante ruidoso y me metí en el lavabo, donde cerré la puerta por dentro.

Saqué el ejemplar de The Washington Post de la mochila, extendí las primeras páginas en el suelo, me quité la parka y, dándole la vuelta para que no se desparramara su plumoso contenido, utilicé las tijeras en miniatura de la navaja suiza de Nim para cortar con cuidado las puntadas que Vartan Azov había cosido.

Era prácticamente imposible sacar el dibujo sin llenar el suelo de relleno, pero al final conseguí extraerlo sin demasiado plumón por encima y lo deslicé, desdoblado, entre las primeras páginas del Post, que enrollé y metí en la mochila. A continuación, limpié como mejor pude el plumón que había caído al suelo con un poco de papel higiénico mojado, arrojé el papel al lavabo y tiré de la cadena.

Paso número uno: completado.

Los suaves golpecitos en la puerta del baño, tal como habíamos acordado, me avisaron de que Nim estaba preparado para ejecutar su parte: el paso número dos.

Abrí la puerta. Nim estaba fuera con una bolsa de suministros de oficina recién comprados. Le cambié la parka de plumón por la bolsa de plástico e intercambiamos nuestros lugares.

Mientras él se encerraba dentro para grapar el forro de la chaqueta, yo me dirigí a la sala de fotocopiadoras con mi alijo. El escándalo que armaba el trabajo de impresión en el que estaban trabajando era ensordecedor. Agradecí el ruido, así podría concentrarme en lo que tenía que hacer y evitaba que perdiera el tiempo en cháchara inútil.

Stuart encendió la fotocopiadora grande y me la señaló con gestos. Coloqué la primera página del Post boca abajo sobre el cristal y saqué cuatro copias. Luego, me fui a las páginas entre las que había deslizado el dibujo del tablero de ajedrez. Sobresalía un poco, pues era algo más ancho que las páginas del periódico entre las que supuestamente se ocultaba, pero mi compañero al otro extremo de la sala parecía ocupado en el trabajo de impresión.

Coloqué el dibujo boca abajo, con la página de noticias encima, y también saqué cuatro copias. A continuación, por si acaso, saqué otras cuatro copias de la otra página del Post, donde continuaban los artículos de la primera plana. Cuando hube acabado, separé las amplias fotocopias en cuatro montones, con una copia del dibujo del tablero en medio de cada una de ellas. Saqué los cilindros de cartón de la bolsa de plástico de Nim, enrollé bien los papeles y empecé a meterlos en los tubos para enviar por correo, uno por uno.

En ese momento, el jaleo enmudeció de repente.

—¡Mierda! Atasco de papel —dijo Stuart—. Alex, ven un segundo y aguanta esta bandeja un momentito, ¿te importa? Este cacharro lleva atascándose todo el día, y todavía no le he visto el pelo al de mantenimiento. Tendré que quedarme esta noche y limpiarla para ver qué le pasa.

Tenía el pulso acelerado. No quería detenerme a media faena, pero ¿qué otra cosa podía hacer? Enrollé el resto de papeles a toda prisa, incluidos los originales, y los metí en la bolsa de plástico. Luego fui a ayudarle a desatascar la otra fotocopiadora.

—Por cierto —dijo Stuart, mientras yo aguantaba la pesada bandeja para que él pudiera sacar el papel atascado—, creo que es inútil lo que estás haciendo.

—¿Qué estoy haciendo? —dije, con toda la calma que conseguí reunir.

¿Cómo sabía él lo que estaba haciendo?

—Me refiero a que si estabas sacándole copias a tu jefe, el señor Boujaron, él ya se ha pasado por aquí a primera hora de la mañana con otro tipo —dijo, intentando extraer al culpable, un trozo de papel manchado de tinta, del lugar donde había quedado atascado. Al final consiguió sacarlo de un tirón—. Me pidieron que les hiciera varias copias del dichoso diario, la primera plana del periódico de ayer, ¿no? No lo entiendo. En fin, el periódico entero cuesta menos que las fotocopias a tamaño completo. ¿Dónde está la gracia de hacer fotocopias?

¡Por Dios bendito! Noté que el corazón se me desbocaba al tiempo que intentaba tirar de las riendas del pánico.

Aunque Stuart tenía razón. ¿Dónde estaba la gracia? ¿Sería Rodo el que había puesto escuchas en mi casa y mi móvil? ¿Habría oído la conversación acerca del Post? ¿Quién lo acompañaba esa mañana? Y ¿por qué estaba sacando copias de la primera plana?

Sabía que debía decir algo que satisficiera la curiosidad de Stuart, pero al mismo tiempo tenía que salir de allí cuanto antes. Nim me esperaba en la parte delantera de la tienda y a esas alturas debía de estar preguntándose qué le había pasado a ese «recado urgente», sudando de nerviosismo.

—La verdad es que yo tampoco le veo la gracia por ningún sitio, pero ya conoces a mi jefe —contesté, mientras le ayudaba a volver a colocar la bandeja en su sitio—. Por lo que a mí respecta, como si Boujaron decide empapelarse una habitación con los titulares de ayer. El caso es que me ha enviado a que le haga varias copias más. ¡Muchas gracias por salvarme el pescuezo!

Planté un billete de diez dólares sobre el mostrador para pagar las fotocopias, cogí la bolsa de plástico y la mochila, y le lancé un beso a Stuart de camino hacia la puerta de salida.

Una vez en la calle, Nim cogió la mochila con expresión preocupada.

—¿Por qué has tardado tanto? —preguntó, mientras volvíamos a intentar abrirnos camino entre el gentío.

—¡Caray! Si tú supieras… —exclamé—. Terminemos esto primero y luego te pongo al corriente.

Sin más, fuimos a pie hasta la oficina de correos que había al doblar la esquina, a un par de manzanas de allí, y subimos los empinados escalones de piedra. Nim me proporcionó el bloqueo defensivo que necesitaba mientras yo me colaba detrás de un mostrador, enrollaba el resto del alijo para meterlo en los cilindros, los cerraba con la cinta adhesiva que Nim había comprado y escribía las etiquetas: una para la tía Lily, una para Nokomis Key y otra para los apartados de correos de Nim y de mi madre. El que contenía el dibujo original del tablero de ajedrez me lo envié a mí misma, a esa oficina de correos en concreto, la Georgetown Post Office. A continuación, para extremar las precauciones, rellené y firmé una de esas cartulinas amarillas para que la oficina retuviera mi correo hasta nueva orden.

Al menos así, pensé mientras mi tío y yo bajábamos los escalones de piedra, no importaba lo que me pasara a mí o a los demás; el sacrificio que hizo una abadesa moribunda hacía doscientos años en una prisión rusa no habría sido en vano.

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Me di una ducha caliente y jabonosa y me quité el polvo de Colorado acumulado durante tres días en el baño de mármol más elegante que hubiera visto en mi vida. Luego, luciendo el mullido albornoz de toalla que había encontrado en la habitación y el bañador de marca que gentilmente me había proporcionado el conserje del Four Seasons, bajé para encontrarme con mi tío donde este me había señalado con anterioridad, en el gimnasio de la planta baja del hotel.

Primero nadé treinta largos en una calle para mí sola en la piscina olímpica privada del hotel, algo que únicamente podía hacerse con reserva previa, de lo que se había encargado Nim. Luego me reuní con él en el enorme jacuzzi romano de mármol que, una vez vacío, fácilmente podía dar cabida a cincuenta luchadores fondones de sumo.

Tenía que darle la razón a mi tío: el dinero y el lujo tenían su atractivo.

Sin embargo, era consciente de que si el juego en el que me había visto envuelta era tan peligroso como no dejaban de repetir todos, no me quedaba mucho más tiempo para disfrutar de nada. Sobre todo si me quedaba allí sentada dando palmaditas en el agua humeante.

Como si mi tío me hubiera leído el pensamiento, atravesó la piscina caliente para sentarse en la repisa de mármol que había a mi lado.

—Teniendo en cuenta que desconocemos lo que te espera —dijo—, pensé que lo que más te convenía ahora era un buen baño caliente y una comida como Dios manda.

—¿Es esto mi último deseo? —observé, con una sonrisa—. Gracias, nunca lo olvidaré. La verdad es que tengo la sensación de que empiezo a pensar con mayor claridad. Además, hoy he descubierto algo muy importante.

—¿Que Boujaron, tu jefe, estuvo en la fotocopistería? Ya me lo has contado —dijo—. Eso plantea varias preguntas, y de preguntas precisamente no andamos cortos. Pero hay algo…

—No, he aprendido algo más importante —lo interrumpí—, he comprendido en quién puedo confiar. —Al ver que me miraba fijamente con sus ojos bicolor, intrigado, añadí—: En la oficina de correos, yo diría que incluso antes, ni siquiera tuve que pensarlo dos veces antes de rellenar esas etiquetas para enviar los dibujos por correo. Sabía a quién podía confiarle las copias del tablero. No sólo a ti o a mi madre, que ya las tenéis, sino a la tía Lily y a mi amiga Nokomis Key.

—Ah, ¿tu amiga Key se llama Nokomis? —dijo Nim—. Eso lo explica todo.

—¿Qué explica? —pregunté.

Antes de darme cuenta, volvió a asaltarme la desagradable sensación de que algo a lo que no deseaba enfrentarme venía derecho hacia mí.

—Mientras estabas duchándote, recogí los mensajes que me dejaron anoche —se explicó Nim—. Casi nadie sabe que estoy aquí, sólo mi asistente. Sin embargo, desde anoche me esperaba un fax de una tal «Selene Luna, abuela de Hank Tallchap».

Lo miré desconcertada unos instantes, hasta que la sonrisa de Xim lo aclaró todo: Selene y Luna significaban lo mismo.

—«A la orilla del Gitchee Gumee, junto a las resplandecientes aguas del Gran Mar…» —recité.

—«Se alzaba el wigwam de Nokomis, Hija de la Luna, Nokomis» —lo acabó Nim—. ¿Y esa amiga tuya se parece a la abuela de Hiawatha del famoso poema de Henry Wadsworth Longfelllow?

—Sólo en su forma de pensar —respondí—. Podría criar a un guerrero piel roja ella sólita. Y te sorprendería saber lo bien que se le da codificar mensajes secretos. Además de ti, no conozco a nadie tan ducho como ella. Key las llama señales de humo indias.

Así que, aparte de tener que descubrir cómo se las ha arreglado para encontrarme, ¿qué decía el mensaje?

—He de confesar que, por una vez, el mensaje también me tenía confundido —admitió Nim—, pero ahora que sé quién lo envía, es evidente que está dirigido a la única persona que puede descifrarlo.

Alargó la mano para acercar el albornoz que tenía junto a la piscina, extrajo el fax del bolsillo y me lo tendió. Tardé un minuto en desentrañarlo, pero cuando lo hice, todo empezó a darme vueltas. ¿Cómo era posible? ¡Aparte de mí, nadie más había visto aquel otro mensaje codificado!

—¿Qué ocurre? —preguntó Nim con cara de preocupación, poniéndome la mano en el hombro.

Sacudí la cabeza, pues me faltaban las palabras.

Kitty ha sufrido un revés de la fortuna —decía—. Regresa de las islas Vírgenes, alquiló un coche de lujo, estará en D.C. mañana. Dice que tienes su número y el resto de la información de contacto. Sigue en el apartamento A1.

El mensaje no variaba: A1 significaba que estaba relacionado con los rusos y una habitación secreta en Bagdad. Sin embargo, el revés de la fortuna era la clave definitiva, así que invertí el mensaje mentalmente: en vez de D, C; L, X; V, I en números romanos, cuyo resultado era 6-6-6, el mensaje al revés decía: I, V; X, L; C, D, que correspondía a 4-4-4. Tres números que multiplicados entre sí arrojaban un total de 64, ¡el número de casillas de un tablero de ajedrez!

El tablero tiene la clave.

Y si Kitty-Cat[3] había decidido desviarse del camino que me había dejado señalado encima del piano de Colorado, eso significaba que tal vez en esos momentos mi madre estaba… ¡Allí mismo, en Washington!

Comprendí que perdía el tiempo. Me había vuelto hacia mi tío para decirle que teníamos que irnos y había empezado a salir del baño romano cuando, justo entonces, me di de bruces con la que indiscutiblemente habría sido la peor de las pesadillas. Doblando la esquina asomaron tres personajes que jamás hubiera imaginado juntos, y muchísimo menos yendo yo tan ligera de ropa como iba y sin oportunidad de poder huir o esconderme en ningún lugar: Sage Livingston, Galen March y mi jefe, Rodolfo Boujaron.