Medio juego: fase del juego que prosigue a la de apertura. Es la fase más difícil y hermosa, en la que la imaginación vivida dispone de una gran oportunidad para elaborar combinaciones maravillosas.
NATHAN DIVINSKY,
The Batsford Chess Encyclopedia
Nim me miró con su habitual sonrisa irónica, pero apenas un instante. Debí de parecerle un desastre viviente. Como adivinando todo lo que había ocurrido, dejó el vaso y el libro a un lado, se acercó a mí y, sin pronunciar palabra, me abrazó.
No era consciente de lo destrozados que tenía los nervios, pero en el mismo instante en que me abrazó, las esclusas se abrieron y me sorprendí sollozando incontroladamente sobre su manga. El miedo que había sentido hacía sólo unos segundos empezó a transformarse en alivio. Por primera vez en más tiempo del que podía recordar, me encontraba protegida por alguien en quien podía confiar por completo. Él me acarició el pelo con una mano, como si fuera su animal de compañía, y yo noté que al fin me relajaba.
Mi padre había apodado «Slava» a mi tío, un nombre ambiguo mezcla de Ladislav, la pronunciación de su nombre, y de la acepción rusa de «Gloria», la estrella de ocho puntas que forma un halo en iconos rusos de figuras como Dios, la Virgen o los ángeles. Mi Slava estaba definitivamente instalado en su propia aura, rodeada de un halo de pelo cobrizo. Y aunque desde que me hice mayor lo llamaba Nim, como todos los demás, seguía pensando en él como mi ángel de la guarda.
Era la persona más fascinante que había conocido en la vida, creo que en parte porque había sido capaz de conservar un rasgo que la mayoría poseemos de niños, pero pocos conseguimos mantener al ir creciendo: Nim seguía siendo fascinante porque siempre estaba fascinado, por cualquier cosa y por todo. Su consejo predilecto resumía su filosofía; de niña, siempre que lo reclamaba para que me divirtiera o entretuviera, él decía: «Sólo las personas aburridas se aburren».
Bien fascinante o bien misterioso para los demás, Nim hacía sido el ingrediente más estable de mi corta vida. Tras la muerte de mi padre y el distanciamiento de mi madre después de que me arrancara del mundo del ajedrez, mi tío me había hecho dos regalos importantes que me ayudaron a sobrevivir, regalos que también eran herramientas que habíamos utilizado a lo largo de todos aquellos años para comunicarnos y no hablar de temas profundos que obviamente nos dolían a ambos: el arte de la cocina y los enigmas.
Y mi intrigante tío estaba allí precisamente entonces, aquella noche, para hacerme un tercer regalo, algo que yo jamás habría esperado, ni buscado, ni siquiera deseado.
Pero en aquel momento, cobijada en sus brazos mientras los sollozos amainaban, me sentí como sumergiéndome en el olvido del agotamiento, demasiado débil para verbalizar las muchas preguntas que tenía por hacer, demasiado exhausta para entender la respuesta que mi tío había ido a ofrecerme, ese «regalo» que estaba a punto de cambiarlo todo: el conocimiento de mi propio pasado.
—¿Es que nunca te da de comer ese jefe tuyo? ¿Cuándo fue la última vez que comiste algo? —me preguntó Nim, irritado, Pese a su tono sarcástico, había preocupación genuina en sus extraños ojos bicolor (uno azul, el otro castaño) que siempre parecían estar mirándote y viendo tu exterior y tu interior al mismo tiempo. Con la frente fruncida y los codos apoyados sobre la mesa de la cocina, observó cada cucharada que yo tomaba del segundo plato ya de sopa, una sopa deliciosa que había preparado con ingredientes que había conseguido encontrar en mi árida cocina. Había ingeniado aquel brebaje después de que, por lo visto, yo perdiera el conocimiento en sus brazos y él me dejara tumbada en el sofá del salón.
—Supongo que tanto Rodo como yo hemos pasado por alto que no he comido casi nada últimamente —admití—. En estos días todo ha sido tan confuso… Creo que mi última comida de verdad fue la que yo misma preparé en Colorado.
—¡Colorado! —exclamó Nim casi sin aliento, y dirigió una mirada fugaz hacia la ventana. Luego bajó aún más el tono de voz—: Así que es allí donde has estado. Llevo días persiguiéndote. He ido varias veces al restaurante.
De modo que él era el misterioso hombre de la gabardina que había estado merodeando por Sutaldea… Pero, de pronto, sin previo aviso, Nim estampó con fuerza una mano sobre la encimera de la cocina.
—Cucarachas —dijo, con la palma de la mano en alto, limpia, y una ceja levemente arqueada a modo de advertencia—. Ahora he visto una, pero podría haber muchas más. Cuando te acabes la sopa, saldremos afuera a tirarla.
Lo entendí de inmediato: esa mano limpia sugería que mi casa estaba «infestada», sí… pero de algo diferente, micrófonos ocultos, así que no podríamos hablar allí. Me escocían los ojos por la llorera, me dolía la cabeza por la falta de sueño; pero, hambrienta y exhausta o no, comprendía tan bien como él la urgencia de nuestra situación. Realmente teníamos que hablar.
—Estoy bastante cansada —le dije a mi tío con un bostezo que no necesité fingir—. Salgamos ya y así me acostaré antes.
Descolgué el tazón de café del gancho del que colgaba, sobre los fogones, y lo llené de sopa a cucharones. Me dije que más tarde anotaría la receta de aquella fusión mágica de sabores que Nim había conseguido mezclando latas polvorientas y sobres de papel: un cremoso caldo de maíz sazonado con curry y zumo de limón, y espolvoreado con coco rallado y tostado, carne de cangrejo y jalapeños troceados. Pasmoso. Una vez más, mi tío había dado muestra de aquello de lo que más se enorgullecía: ser capaz de elaborar una comida mágica sencillamente hurgando en un vulgar armario de cocina en busca de restos. Impresionaría a Rodo.
Nos pusimos las chaquetas. Metí la cuchara en el tazón y seguí a mi tío por la oscura escalera hacia la húmeda y negra noche. Tanto el camino de sirga del canal, que quedaba abajo, como el sinuoso sendero que conducía al parque Key estaban en penumbra y desiertos, de modo que ascendimos hacia M Street, donde las farolas siempre arrojaban charcos de luz titilante y dorada durante toda la noche. Convinimos en silencio doblar a la izquierda, hacia el puente Key, también iluminado.
—Me alegro de que te hayas traído la sopa. Acábatela, por favor. —Nim asintió mirando el tazón y me pasó un brazo por los hombros—. Querida, estoy seriamente preocupado por tu salud. Tienes un aspecto horrible. Aunque lo cierto es que lo que acaba de ocurrirte, que ya me contarás más tarde, no me preocupa tanto como lo que pudiera estar a punto de ocurrir, que más que preocuparme me aterra. ¿Qué demonios te entró para que de repente te fueras a Colorado?
—La fiesta de cumpleaños de mi madre —contesté entre dos sorbos de la fabulosa sopa—. Tú también estabas invitado. O, al menos, eso decías en el mensaje que dejaste en el contestador…
—¡El mensaje! —exclamó, retirando el brazo de mis hombros.
—Jawohl, Herr Professor Doktor Wittgenstein —dije—. Declinabas la invitación, estabas camino de la India para participar en un torneo de ajedrez. Oí el mensaje en el contestador de mi madre. Todos lo oímos.
—¡Todos! —gritó Nim. Se había parado en seco al llegar al extremo superior del parque y el acceso al puente—. Después de todo, quizá sea mejor que me cuentes qué pasó exactamente en Colorado. ¿Quién más estaba allí?
Y así, bajo la luz de la farola en el límite del parque, mientras oíamos las campanadas que anunciaban las dos de la mañana, me apuré a poner al corriente a mi tío sobre la llegada, uno a uno, del variopinto grupo de invitados al cumpleaños de mi madre y lo que supe de cada uno de ellos. Pero su atención se intensificó cuando le referí la historia de Lily sobre el juego, como si intentara reproducir los movimientos de una importante partida de ajedrez que hubiesen jugado hacía años. Y probablemente lo estuviera haciendo.
Estaba a punto de llegar a la parte crucial del hallazgo del paño con el ajedrez en el cajón y a lo que Varían me había revelado sobre la Reina Negra rusa y la muerte de mi padre, cuando de pronto mi tío me atajó con una impaciencia apenas disimulada.
—¿Y qué hizo tu madre mientras tanto, mientras llegaban todos esos «huéspedes»? —preguntó—. ¿Te dijo algo que pudiera explicar sus actos? ¿Te contó por qué fue tan insensata de arriesgarse a celebrar esa fiesta precisamente en la fecha de su cumpleaños pese al evidente peligro que conllevaba? ¿Quién más estaba invitado? ¿Quién faltó? Santo cielo, después de todos los nombres que acabas de darme, rezo por que tuviera la sensatez de no mencionar el regalo que le envié.
Yo seguía tan derrotada por la falta de sueño que no estaba segura de haberle oído bien. ¿Era posible que no lo supiera?
—Pero mi madre en ningún momento estuvo en la fiesta —le dije—. Por lo visto abandonó la casa poco antes de que yo llegara. Y no volvió. Sencillamente, desapareció. La tía Lily y yo confiábamos en que tú tuvieras alguna idea de su paradero.
Nunca antes había visto aquella expresión en el rostro de mi tío: parecía atónito, como si estuviera hablándole en alguna lengua exótica que no entendiera. Al cabo, sus ojos bicolores se clavaron en los míos a la luz de la farola.
—Desaparecido —dijo—. Esto es mucho peor de lo que había supuesto. Tienes que venir conmigo. Hay algo que debes saber.
De modo que no sabía que mi madre había desaparecido. «Esto es mucho peor de lo que había supuesto», había dicho. Pero ¿cómo podía ser? Nim siempre lo sabía todo. Si él no lo sabía, ¿dónde estaba mi madre?
En aquel momento, sola con mi tío en Georgetown, en algún momento entre la medianoche y el amanecer, de pronto me sentí tan hundida en el desánimo que ni siquiera era capaz de atisbar su fondo.
Cruzamos juntos la calle, accedimos al puente y nos detuvimos en mitad del mismo, en el punto más elevado sobre el agua. Nim me indicó con un gesto que me sentara a su lado en la base de cemento que servía de soporte a la baranda del puente.
Nos sentamos en el charco de luz lechosa y rosácea que arralaban los faroles que colgaban sobre nuestras cabezas. Su brillo fantasmagórico tiñó de dorado los rizos cobrizos de mi tío. De cuando en cuando, un coche cruzaba el puente, pero los conductores no podían vernos, aun estando sentados a sólo unos metros de ellos, justo detrás de nuestra barrera protectora.
Nim agachó la mirada al tazón que yo aún sostenía en la mano.
—Veo que aún no te has acabado la sopa, y deberías hacerlo. Seguramente se habrá enfriado ya.
Obediente, tomé otra cucharada —seguía estando deliciosa— y después me llevé el tazón a los labios y lo apuré. Luego miré a mi tío, esperando su revelación.
—Debo empezar —me informó— diciendo que tu madre siempre ha sido una mujer de ideas fijas. Muy terca, vaya. ¡Menuda novedad para mí!
—Hace sólo unas semanas —prosiguió—, poco antes de enterarme de que estaba planeando esta disparatada confrontación que tuvo el descaro de llamar «fiesta de cumpleaños» le envié un paquete importante. —Hizo una pausa y añadió—: Un paquete muy importante.
Estaba bastante segura de saber qué podía haber contenido ese paquete. Muy probablemente fuera lo mismo que en ese preciso instante estaba oculto en el relleno de mi parka. Pero si Nim estaba dispuesto a hablar, no iba a cortar el hilo de sus pensamientos con nimiedades como la destreza de Vartan Azov con la censura. Mi tío bien podría ser la única persona que poseyera las piezas del rompecabezas que faltaban y que yo necesitaba en aquel, el más peligroso de todos los juegos.
Pero ansiaba saber algo.
—¿Cuándo enviaste exactamente ese paquete a mi madre? —le pregunté.
—«Cuándo» lo envié es lo de menos —contestó Nim—. Lo importante es «por qué» lo envié. Es un objeto de enorme trascendencia, aunque no me pertenecía. Era de otra persona… Me sorprendió recibirlo y se lo envié a tu madre.
—Muy bien; entonces, ¿por qué? —insistí.
—Porque Cat era la Reina Negra, la que estaba al mando —respondió, y me miró impaciente—. No sé cuánto te habrá contado Lily de todo esto, según me has dicho, pero su imprudencia podría habernos puesto a todos, especialmente a ti, en peligro, un tremendo peligro. —Nim cogió mi tazón y lo dejó en el suelo, a un lado. Luego me tomó de ambas manos y siguió hablando—: Era el dibujo de un ajedrez —me dijo—. Hace treinta años, cuando tu madre se erigió en custodia de las otras piezas, se desconocía el paradero de esa pieza parte del puzzle, aunque nosotros sí sabíamos, por un diario, que había sido capturado por una monja conocida como Mireille.
—Lily nos habló de ella. Dijo que había leído su diario —le informé—. Que la monja aseguraba que seguía viva, que se llamaba Minnie y que mi madre, de algún modo, la había sustituido como Reina Negra.
Tardé más de una hora en narrarle todo lo que había acontecido. Conociendo la obsesión de Nim por los detalles, intenté no dejarme nada en el tintero. Los enigmas que mi madre me había dejado, el mensaje de voz con la clave, la bola número 8, el tablero de ajedrez con una partida a medias en el piano, la tarjeta oculta dentro de la pieza de la Reina Negra, el dibujo de aquel ajedrez escondido en el cajón, y, por último, la revelación de Vartan de lo que había ocurrido justo antes de que muriese mi padre, y la convicción de ambos de que no fue una muerte accidental.
Caí en la cuenta de que mi tío era la única persona con quien había compartido ya lo que había deducido de todo aquello: la posible existencia de una segunda Reina Negra, lo cual podría haber conducido a la muerte de mi padre.
Durante todo aquel tiempo, mientras atendía concentrado a cada una de mis palabras, Nim no dijo nada ni mostró ninguna reacción, pero yo estaba segura de que mentalmente estaba tomando nota de todo. Cuando acabé, sacudió la cabeza.
—Tu historia no hace más que confirmar mis peores temores, y mi certeza de que tenemos que averiguar qué ha sido de tu madre. Me siento responsable de la desaparición de Cat —dijo—. Hay algo que nunca te he dicho, querida. Creo que siempre he estado profundamente enamorado de tu madre. Y fui yo, mucho antes de que ella conociera a tu padre, quien tuvo la imprudencia de atraerla hacia ese peligroso juego. —Al ver mi reacción, puso una mano en mi hombro—. Quizá no debería haberte confesado mis sentimientos, Alexandra —añadió—. Te aseguro que nunca los he compartido con tu madre pero, por lo que has dicho, no me cabe duda de que está en peligro. Y si tú y yo queremos ayudarla, no tengo más remedio que ser lo más franco y directo posible contigo… por muy contrario a mi naturaleza criptográfica que eso sea. —Me miró con su típica sonrisa irónica.
No se la devolví. La franqueza era una cosa, pero empezaba a estar saturada de que me llegaran tantas sorpresas nocturnas de todas direcciones.
—Bien, pues ha llegado el momento de descifrar algunas cosas. Y vamos a empezar ahora mismo —le dije con sequedad, haciendo acopio de todas mis fuerzas para combatir el agotamiento—. ¿Qué tienen que ver esos sentimientos hacia mi madre, guardados durante tanto tiempo, con su desaparición, y también con ese ajedrez o con el juego?
—Después de haber oído una confesión que no habías pedidos, tienes derecho de preguntarme lo que quieras. Y espero que lo hagas —me contestó mi tío—. En el mismo instante en que recibió mi paquete con el dibujo del ajedrez (la última pieza del puzzle, en cuanto consiguiéramos descifrarla), Cat debió de comprender enseguida que el juego había vuelto a comenzar. Sin embargo, en lugar de consultar con un experto en códigos como yo, cosa que confiaba que hiciera, anunció que iba a organizar esa absurda fiesta… ¡y luego desapareció!
Eso sólo explicaba el «porqué» del anterior comentario de mi tío: por qué había enviado a mi madre ese paquete con tan poca fanfarria. Era evidente que aún confiaba, diez años después de la muerte de mi padre, en poder ser su criptógrafo, su confidente… o quizá algo más.
¿Podría haber algún motivo por el que ella no recurriese a él?
—Tras la muerte de Sasha —prosiguió Nim, leyéndome el pensamiento—, Cat no volvió a confiar en mí, no volvió a confiar en ninguno de nosotros. Creía que la habíamos traicionado, y también a tu padre, y, ante todo, a ti. Por eso se marchó y te llevó con ella.
—¿Cómo me traicionasteis todos?
Pero en ese instante supe la respuesta: con el ajedrez.
—Recuerdo el día en que ocurrió, el día en que se alejó de nosotros. Fue el día en que todos comprendimos qué extraño animal se ocultaba entre nosotros —contestó Nim con una sonrisa—. Pero, vamos, demos un paseo mientras te lo cuento. Así entraremos en calor.
Se puso en pie, tiró de una de mis manos para ayudarme a levantarme y se guardó el tazón vacío y la cuchara en el bolsillo de su gabardina.
—Tú sólo tenías tres años —dijo—. Estábamos en mi casa de Long Island, en la punta de Mountauk Point. Estábamos todos, como era habitual los fines de semana de verano. Aquel fue el día en que descubrimos, querida, quién eras tú en realidad. Aquel fue el día en que comenzó nuestro distanciamiento con tu madre.
Cruzamos el puente en dirección a Virginia mientras la neblinosa noche sucumbía al rosado amanecer. Y Ladislaus Nim empezó a narrarme su historia…
EL RELATO DEL CRIPTÓGRAFO
El cielo estaba azul; la hierba, verde. El agua de la fuente caía sobre el estanque que había al fondo del jardín, y en la distancia, más allá de la media luna de la playa, tan lejos como alcanzaba la vista, se extendía el manto infinito de pequeñas olas de cresta blanquecina del océano Atlántico. Tu madre nadaba de un lado al otro, cortando las olas, ágil como un delfín.
Lily Rad y tu padre estaban sentados en el jardín, en sillas de mimbre blanco, con una jarra de limonada fría y dos vasos escarchados. Jugaban al ajedrez.
Tu padre, Sasha, el excelso gran maestro Alexander Solarin, había abandonado los torneos poco después de venir a Estados Unidos. Pero necesitaba un empleo. Yo sabía de una posibilidad, una especie de atajo hacia el permiso de residencia y la nacionalidad para alguien ducho en la física, como tu padre.
En cuanto fue factible, tus padres consiguieron sendos empleos, bien pagados pero discretos, en el gobierno. Luego naciste tú. Cat consideraba demasiado peligrosos los torneos de ajedrez, sobre todo ahora que se había estrenado como madre; Sasha estaba de acuerdo con ella, aunque siguió entrenando a Lily los fines de semana.
Tú siempre diste la impresión de estar fascinada por el tablero, por aquellos cuadrados blancos y negros y aquellas pequeñas piezas. A veces incluso te llevabas alguna a la boca y luego parecías muy orgullosa.
Un día tú gateabas por el jardín mientras ellos comenzaban una partida. Yo acerqué mi silla a la mesa para ver la partida y también a tu madre nadando. Alexander y Lily estaban tan enzarzados en la partida que ninguno te prestamos mucha atención cuando de pronto llegaste, te sujetaste a una pata de la mesa para ponerte de pie y, con aquellos ojos verdes y grandes, te pusiste observar cómo jugaban.
Recuerdo perfectamente que fue justo en el movimiento 32 de la defensa nimzo-india. Lily, que jugaba con las blancas, de algún modo se había quedado atrapada entre una horquilla y una pinza. Aunque estoy seguro de que tu padre podría haberse zafado de una trampa así, era evidente, al menos para ella, que no había escapatoria ni hacia delante ni hacia atrás.
Lily me miró un momento para hacerme una broma: si le refrescaba su vaso de limonada llenándolo, la ayudaría a mejorar sus estrategias. Entonces, en un abrir y cerrar de ojos, aún agarrada a la pata de la mesa, alargaste una manita por encima del tablero y le arrebataste el caballo. Para mi total estupefacción, ¡la dejaste en posición de jaque al rey de tu padre!
Todos nos quedamos callados mucho rato —mudos, seguramente— mientras comprendíamos lo que había ocurrido. Pero, a medida que todos asimilábamos las repercusiones e incalculables ramificaciones que un acontecimiento así podría tener, la tensión fue creciendo alrededor del tablero como en una olla a presión.
—Cat se pondrá furiosa. —Sasha fue el primero en hablar, con una voz débil y exenta de toda entonación.
—Pero… esto es increíble —musitó Lily—. ¿Y si no ha sido casualidad? ¿Y si es un prodigio?
—Yo no soy un «bicho» —se confundió la pequeña Alexandra, dirigiéndose al grupo con firmeza.
Pero en cuanto Sasha y Lily reprodujeron la partida horas después, como siempre hacían tras cada sesión de entrenamiento, vieron que el movimiento que había hecho una niña de tres años de edad había sido el único posible con el que Lily podía dejar la partida en tablas.
Se había abierto la caja de Pandora. Y jamás habría posibilidad de volver a cerrarla.
Nim hizo una pausa y me miró bajo aquella luz tenue. Habíamos llegado a Rosslyn, al otro lado del puente, en la ribera de Virginia. Estaba a oscuras y desierta, con los altos edificios de oficinas cerrados hasta la mañana siguiente. Aunque la conversación me tenía absorbida, sabía que necesitaba volver a casa y acostarme. Pero mi tío aún no había acabado.
—Al cabo de un rato, Cat subió al jardín después de nadar en el mar —me dijo—. Empezó a sacudirse la arena de los pies y a secarse el pelo con un extremo del albornoz, y entonces nos vio a todos sentados alrededor del tablero, contigo, su inocente hijita, sentada en el regazo de su padre con una pieza de ajedrez en la mano.
»Nadie tuvo que decirlo. Cat supo lo que había pasado. Se volvió y se marchó sin pronunciar palabra. Jamás nos perdonaría haberte incluido en el juego.
Nim se quedó en silencio al fin. Creí que era el momento de intervenir, o al menos de dar media vuelta, para no quedarnos ahí fuera toda la noche.
—Ahora que tú y la tía Lily me habéis informado de la existencia de ese gran juego —dije—, todo eso explica por qué mi madre no confiaba en ti. Y por qué temía tanto por mí. Pero no explica la fiesta ni su desaparición.
—Es que eso no era todo —repuso Nim.
¿Que no era todo?
—Eso no era todo lo que contenía el paquete que envié a Cat —añadió, leyéndome el pensamiento una vez más—. Esa tarjeta que encontraste, la cartulina con el dibujo de un ave Fénix en una cara, un pájaro de fuego en la otra y varias palabras en ruso, así como una tarjeta de visita que alguien creyó que yo reconocería. Pero aunque aquello me sobrepasaba, hay otra cosa que debo enseñarte… —Me miró de un modo sospechoso. «¿De qué demonios se tratará ahora?».
Estoy segura de que volvía a dar la impresión de estar a punto de desmayarme, aunque esta vez no por falta de alimento ni de sueño. No podía creer que aquello estuviera ocurriendo. Me levé una mano al bolsillo de los pantalones, saqué la tarjeta y se la tendí a mi tío.
—«Peligro. Cuidado con el fuego» —le dije—. Tal vez no signifique nada para ti, pero te aseguro que para mí sí. Me dieron esta tarjeta justo antes de que mi padre muriese. ¿Cómo la conseguiste tú?
Nim agachó la cabeza sobre la tarjeta y permaneció así largo rato, allí, de pie en la oscura acera. Luego me miró con una expresión extraña y me la devolvió.
—Tengo que enseñarte algo —dijo.
Se llevó una mano a la gabardina y sacó una pequeña cartera de cuero, del tamaño de un monedero. La sostuvo en la mano con sumo cuidado, como si se tratara de una reliquia, con la mirada clavada en ella. A continuación abrió mis manos y la depositó en ellas. Mantuvo sus manos alrededor de las mías unos instantes y al cabo las retiró.
Cuando abrí la cartera, incluso con aquella tenue luz de Rosslyn, alcancé a ver los detalles de una fotografía vieja en blanco y negro, pero tintada con acuarela para hacerla parecer de color: era una familia de cuatro miembros.
Dos niños de unos cuatro y ocho años aparecían sentados en el banco de un jardín. Los dos llevaban túnicas holgadas, con un cinturón y calzones largos debajo; tenían el pelo claro y rizado en tirabuzones. Miraban a la cámara con sonrisas vacilantes, como si nunca antes les hubieran hecho una fotografía. Justo detrás de ellos se alzaba un hombre corpulento, de pelo rebelde, ojos oscuros e intensos y aspecto ferozmente protector. Pero era la mujer que estaba de pie junto a él quien me heló la sangre.
—Somos tu padre, el pequeño Sasha, y yo —decía Nim con una voz entrecortada que nunca había oído salir de su boca—. Estamos sentados en el banco de piedra de nuestro jardín en Krym, en Crimea. Y esos son nuestros padres. Es la única fotografía que existe de la familia. Aún éramos felices. Nos la hicieron no mucho tiempo antes de que supiéramos que tendríamos que huir.
Era incapaz de despegar la vista de aquella imagen. El miedo me atenazaba el corazón. Aquellos rasgos cincelados que jamás podría olvidar, aquel cabello rubio, incluso más claro que el de mi padre…
La voz de Nim pareció llegarme a través de un túnel de miles de kilómetros de longitud.
—Sólo Dios sabe cómo es posible —dijo—, pero sé que una única persona ha podido tener en su haber esta fotografía durante todo este tiempo y habérmela enviado junto con esa tarjeta y el dibujo del ajedrez. Sólo una. —Hizo una pausa y me miró muy serio—. Lo que esto significa, querida, es que, al margen de lo que haya creído todos estos años y por muy imposible que siga pareciéndome, esa mujer de la foto, mi madre, sigue viva.
Sí, sin duda estaba viva. Yo misma podía dar fe de ello.
Era la mujer de Zagorsk.