Pero los hombres, salvajes y civilizados por igual, tienen que comer.
ALEXANDRE DUMAS,
Grand Dictionnaire de Cuisine
Basta con saber comer.
Dicho vasco
Washington, 7 de abril de 2003
A las diez y media de la mañana del lunes, conducía el Volkswagen Tuareg de Rodo entre la llovizna neblinosa; subía por River Road en dirección a Kenwood, al norte del distrito, y a la suntuosa casa de campo de mi jefe, Euskal Herria, «País Vasco».
Era la chófer designada para garantizar que las vituallas frescas llegaban intactas a su destino. Siguiendo las instrucciones que Rodo había dejado en el contestador de mi casa, ya había recogido el marisco congelado en el Cannon Seafood de Georgetown y las verduras frescas en el Eastern Market de Capitol Hill. La plantilla fija de esclavos culinarios a sueldo las lavaría, las pelaría, las cortaría en juliana o en rodajas, las trocearía, las picaría o las molería bajo la supervisión personal de Rodo, preparándolas para la «secretísima» cena que iba a tener lugar aquella noche en Sutaldea.
No obstante, aunque había conseguido dormir un poco y por la mañana Leda había llevado hasta mi puerta café recién hecho en la brasa, seguía estando tan irritada que tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano para asegurarme de llegar intacta.
Mientras conducía por la tortuosa y deslizante carretera con los limpiaparabrisas batallando contra una borrosa pantalla de agua, cogí un puñado de grosellas que llevaba en el asiento del acompañante, destinadas a la guarnición de la cena, y me las zampé con la ayuda de un trago del café-almíbar de Leda. El primer alimento fresco que ingería en días. Caí en la cuenta de que también era la primera vez en cuatro días que podía pensar en soledad, pero tenía demasiado en que pensar.
La única idea que me acosaba una y otra vez, a pesar de mis esfuerzos por quitármela, era que, como diría Key, «demasiados cocineros arruinan el caldo». Sabía que aquella bullabesa de coincidencias y claves contrapuestas contenía un exceso de ingredientes potencialmente letales para la digestión. Y había demasiada gente sirviendo muchos otros como por arte de magia.
Sin ir más lejos, si los Livingston y la tía Lily conocían a Taras Petrosián, el organizador del último torneo de ajedrez, en el que asesinaron a mi padre, ¿por qué durante la cena nadie —ni siquiera Varían Azov— se dignó mencionar el detalle que sin duda todos tenían que saber: que el mismo tipo que recientemente habían dejado muerto en Londres era el padrastro de Vartan?
Y si todos habían estado relacionados en el pasado y habían corrido peligro o incluso habían muerto asesinados —incluida la familia de Lily y la mía propia—, ¿por qué iba ella a levantar la liebre con respecto al juego en presencia de Vartan y Nokomis Key? ¿Creía Lily que también ellos eran jugadores? ¿Y qué había de la familia Livingston y de Galen March, todos ellos también invitados por mi madre? Sencillamente, ¿hasta qué punto eran peligrosos?
Sin embargo, al margen de quiénes fueran los jugadores o cuál fuera el juego, ahora comprendía que mis piezas tenían más valor en el cómputo de la partida. En el ajedrez, nos referimos a esto como a «ventaja material».
En primer lugar, por lo que sabía hasta el momento, yo era la única persona (a excepción de mi difunto padre) que había descubierto que podían existir no sólo una sino dos reinas negras en el ajedrez de Montglane. Y, en segundo lugar, además de quienquiera que fuese la misteriosa persona que había dejado aquel ejemplar de The Washington Post frente a mi puerta a las dos de la madrugada, también podía ser yo la única que había relacionado aquel ajedrez de joyas engastadas elaborado en Bagdad hacía mil doscientos años con los acontecimientos que estaban ocurriendo en aquel momento y en aquel lugar, y que también había relacionado todo lo anterior con ese otro peligroso juego.
No obstante, en lo referente a este último, ahora sabía algo con absoluta certeza: Lily se había equivocado en Colorado al decir que necesitábamos un plan maestro. A mi entender, estábamos en un estadio demasiado temprano de la partida para plantear estrategias; no convenía hacerlo encontrándonos aún en los movimientos de apertura —«la Defensa»—, como la propia Lily había dicho.
En toda partida de ajedrez, si bien se necesita una perspectiva amplia del tablero —un panorama completo, una estrategia a largo plazo—, a medida que la partida progresa, el paisaje cambia rápidamente. Para conservar el equilibrio, para poder caer de pie, es preciso que la visión de largo alcance no distraiga la atención de aquellas amenazas inmediatas que siempre acechan, aquellas aproximaciones en un mar en constante cambio, con peligrosas guiñadas y contraguiñadas por los dos costados. Es algo que requiere táctica.
Esa era la parte del juego que mejor conocía. Esa era la parte del juego que adoraba: aquella en la que todo es aún potencial, en la que elementos como la sorpresa y el riesgo merecen la pena.
Mientras franqueaba con el Tuareg los grandes portones de piedra de Kenwood, supe con exactitud qué clase de peligro podía tener más cerca en aquel preciso instante, dónde esas maniobras tácticas podrían resultarme de utilidad muy pronto: a menos de trescientos metros colina arriba, en la Villa Euskal Herria.
Había olvidado, hasta que entré en Kenwood, que aquella semana se celebraba el Cherry Blossom Festival en Washington, donde todos los años miles de turistas abarrotaban el National Malí para hacer fotografías del estanque y los cerezos japoneses en flor que se reflejaban en su superficie.
Sin embargo, allí daba la impresión de que esos poco conocidos cerezos de Kenwood sólo los habían descubierto los japoneses. Centenares de visitantes nipones habían llegado ya y deambulaban como espectros bajo la lluvia por el herboso y serpenteante perfil del estanque, protegidos bajo paraguas de colores oscuros. Seguí subiendo por la colina; pasé junto a ellos y luego me interné en la pasmosa catedral formada por las ramas negras de los cerezos, tan viejos y nudosos que parecían haber sido plantados hacía cien años.
Ya en lo alto de la colina, al bajar el cristal de la ventanilla junto a la cancela privada de Rodo para teclear el código en el interfono, un remolino brumoso penetró en el coche como si fuera humo acuoso. Llegaba impregnado del embriagador aroma de las flores de los cerezos y me aturdió levemente.
Entre la neblina que se extendía más allá de los portones de hierro, atisbé varias hectáreas de los adorados xapatak de Rodo, los árboles vascos que producen abundantes cerezas negras por el día de San Juan, todos los meses de junio. Y más allá de la neblina, flotando sobre el mar de cerezos y su manto espumoso de flores magenta, se extendía Villa Euskal Herria, con sus tejados árabes y sus grandes terrazas. Tenía las contraventanas pintadas de un intenso rouge basque, el color de la sangre de la ternera, y las fachadas de rosa flamenco, estucadas y surcadas por buganvillas encarnadas; todo parecía sacado de un cuadro fauvista. De hecho, el complejo de Euskal Herria siempre había tenido un aire ilusorio y extraño, especialmente allí, tan cerca de Washington. Daba más la impresión de que lo hubieran dejado caer desde los cielos de Biarritz.
Cuando la cancela se abrió, maniobré por el camino circular y me dirigí a la parte trasera de la casa, donde estaban las cocinas y la enorme cristalera de parteluces. En los días despejados, desde aquella enorme terraza enlosada podía verse la totalidad del valle. Erramon, el conserje de Rodo de cabellera plateada, ya me esperaba para descargar el coche junto con su banda, media docena de tipos musculosos vestidos de negro, con pañuelos y txapelas, grandes boinas oscuras: la Brigada Vasca. Mientras Erramon me ayudaba a apearme del Tuareg, ellos abordaron en silencio la tarea de llevar adentro las cajas de productos frescos, huevos y marisco congelado.
Siempre me había parecido interesante que Rodo, un hombre que había crecido como una cabra silvestre en los puertos de montaña de los Pirineos, cuyo blasón familiar incluía un árbol, una oveja y varios cerdos, que aún se ganaba la vida atizando fuegos y abonaba sus cosechas, siguiera llevando un estilo de vida consistente en diversas villas, una plantilla permanente de sirvientes y un conserje a tiempo completo.
La respuesta era sencilla: todos eran vascos, de modo que en realidad no eran empleados, sino hermanos.
Según Rodo, los vascos eran hermanos al margen de la lengua que hablasen, ya fuese francés, castellano o euskera. Y al margen de su procedencia, alguna de las cuatro provincias vascas que pertenecían a España o alguna de las tres que formaban parte de Francia. Consideraban las regiones vascas un único país.
Como para subrayar este relevante principio, justo encima de la cristalera, en unos azulejos pintados a mano y colocados sobre la fachada de estuco, se leía una de las máximas predilectas, si bien íntima, de los vascos:
MATEMÁTICAS VASCAS
4 + 3 = 1
Erramon y yo entramos en la enorme cocina por la fachada de la cristalera y la brigada empezó a colocar con gran eficacia las cajas en la sala.
Encontramos a Rodo de espaldas a nosotros. Su corpulenta figura estaba inclinada sobre la cocina; removía algo con una cuchara de madera grande. El pelo moreno y largo de Rodo, por lo general cepillado desde la nuca hacia un lado del cuello, como la crin de un caballo, estaba aquel día recogido en una cola, coronada con la habitual boina roja en lugar del gorro de chef, para protegerla del fuego. Iba vestido, como tenía por costumbre, de blanco: pantalones de sport, camisa de cuello abierto y alpargatas atadas a los tobillos con lazos largos, el atuendo que suele llevarse en ocasiones festivas con el pañuelo al cuello y el fajín de color rojo intenso. Aquella mañana lo protegía con un gran delantal blanco de carnicero.
Rodo no se volvió cuando entramos. Cortaba en trozos una tableta grande de chocolate amargo de Bayona y los fundía al baño María. Deduje que aquella noche degustaríamos su especialidad, una versión de la euskal txapela: el Béret Basque, un pastel que rellenaba con chocolate negro deshecho y cerezas maceradas en licor. Empecé a salivar.
Sin alzar la mirada de su tarea, Rodo murmuró: —¡Bien! ¡La Errauskine vuelve de pasar toda la noche bailando con el príncipe! —Su pequeña Cenicienta predilecta, me llamaba—. Quelle surprise! ¡De vuelta en la cocina para rastrillar las cenizas! ¡Ja!
—No ha sido exactamente eso lo que he estado bailando —le aseguré. La ezpata-dantza era una de esas entusiastas danzas vascas que Rodo adoraba, con exagerados alzamientos de piernas y los brazos en jarras sin dejar de saltar—. He estado a punto de quedarme aislada por la nieve en medio de la nada. He tenido que conducir en plena tempestad para llegar aquí a tiempo de ayudar con los preparativos de esta imprevista boum tuya. ¡Podría haberme matado! ¡Eres tú quien debería darme las gracias!
Estaba que echaba humo, pero había método en mis invectivas. Para tratar con Rodo, sabía por experiencia que había que combatir el fuego con fuego. Y, por lo general, quien consiguiera prender la primera cerilla sería el vencedor de la contienda.
Tal vez no fuera así en esta ocasión.
Rodo dejó caer la cuchara en la cazuela del chocolate y se volvió hacia Erramon y hacia mí. Sus cejas, negras y virulentas, se habían unido como una nube tormentosa condensándose, y una de sus manos empezó a agitarse frenéticamente en el aire.
—¡Bien! ¡El hauspo cree que es el su! —gritó. «El fuelle cree que es el fuego». No podía creer que fuera capaz de soportar aquello a todas horas—. ¡Por favor, no olvides quién te dio un empleo! No olvides quién te rescató de…
—… la CIA. —Acabé la frase por él—. Pero quizá tú sí que merezcas un empleo en la otra CIA: la Agencia Central de Inteligencia. Si no, ¿cómo has sabido que me marché para asistir a una fiesta? Tal vez puedas explicar por qué tuve que volver tan deprisa…
Esto descolocó a Rodo un breve instante. Se recuperó enseguida y, con un bufido, se quitó la boina roja y la arrojó al suelo con un ademán melodramático, su táctica predilecta siempre que se quedaba sin palabras, lo cual no ocurría a menudo.
A aquello le sucedió un torrente en euskera del que sólo entendí algunas palabras sueltas. Iba dirigido con apremio al solemne y peliblanco conserje Erramon, que seguía a mi lado y no había pronunciado palabra desde que habíamos entrado.
Erramon asintió en silencio y se encaminó hacia los fogones, apagó el gas y extrajo de la cazuela del chocolate la cuchara que Rodo había olvidado en su interior. Tenía un aspecto terrible. Después de dejarla con sumo cuidado sobre el recipiente que tenían a tal efecto, el conserje se dirigió de nuevo a la puerta de la cristalera que conducía al exterior. Una vez allí se dio la vuelta, como esperando que lo siguiera.
—Debo llevarte inmediatamente de vuelta por el sugeldu —dijo, refiriéndose a las brasas; por lo visto tenía que prepararlas para la cena de la noche—. Después, cuando los hombres hayan acabado de lavar los ingredientes, monsieur Boujaron llevará en persona todo lo necesario para que puedas ayudarlo a preparar la cena privada de esta noche.
—Pero ¿por qué yo? —pregunté, volviéndome hacia mi jefe en busca de una explicación—. ¿Quiénes son esos «dignatarios» que vienen esta noche para que merezcan tanto subterfugio? ¿Por qué no va a poder verlos nadie excepto tú y yo?
—No hay ningún misterio —contestó Rodo, eludiendo mi pregunta—. Pero llegas tarde al trabajo. Erramon te aclarará por el camino cuanto necesites saber. —Desapareció airado de la cocina y cerró la puerta interior a su paso.
La audiencia con el jefe parecía haber concluido, de modo que seguí al majestuoso conserje por la terraza hasta el coche y subí al asiento del acompañante. Conduciría él.
Quizá fuera fruto de mi imaginación, o quizá sólo consecuencia de mis precarios conocimientos de la lengua vasca, pero estaba casi segura de haber entendido dos palabras consecutivas de la diatriba de Rodo. Y, si estaba en lo cierto, esas palabras en concreto no iban a contribuir a que me relajara. En absoluto.
La primera era arrisku, una palabra que Rodo empleaba a todas horas cuando estaba alrededor de las cocinas: «peligro». Era imposible no recordar aquella misma palabra manuscrita en ruso en una cartulina que aún llevaba, incluso en aquel momento, en el bolsillo. Pero la segunda palabra, que había oído a continuación de la primera, zortzi, era aún peor, aunque no significaba «Cuidado con el fuego».
En euskera, zortzi significa «ocho».
Mientras conducía el Tuareg por River Road de regreso a Georgetown, Erramon no despegaba la mirada de la carretera ni las manos del volante, haciendo gala de la destreza propia de un conductor de campo que se había pasado la vida sorteando cerradas curvas de montaña, como probablemente era su caso. Sin embargo, aquella atención obsesiva no iba a disuadirme de hacer lo que sabía que tenía que hacer en aquel momento: sonsacarle información (como Rodo había prometido evasivamente que conseguiría), sonsacarle «por el camino cuanto necesitaba saber».
Conocía a Erramon, obviamente, desde hacía los mismos años que llevaba trabajando como aprendiza de monsieur Rodolfo Boujaron. Y, aunque conocía mucho menos al consiglieri que al don, había algo que sí sabía: Erramon, con su cabellera plateada, bien podía encarnar el papel del dignatario y factótum de la baronía de Rodo, pero, al margen de su puesto oficial, era un vasco recalcitrante con todo lo que ello conllevaba. Es decir, tenía un sentido del humor disparatado, un especial interés por las damas —sobre todo por Leda— y una inexplicable debilidad por el sagardo, la espantosa sidra vasca que ni los españoles son capaces de beber.
Leda siempre decía que el sagardo le recordaba «a meados de cabra», aunque yo nunca supe a ciencia cierta en qué basaba aquel juicio culinario. No obstante, tanto ella como yo habíamos llegado a apreciar la sidra, por un motivo obvio: tomar de vez en cuando un vaso de zumo de manzana amargo, espumoso y fermentado en compañía de Erramon era el único modo que se nos ocurría de ganarnos a nuestro jefe común, el tipo al que Leda gustaba referirse como «el maestro de los menús».
Y, atrapada en un coche durante al menos media hora, como en ese momento lo estaba con Erramon, tuve la impresión de que, como diría Key, era «ahora o nunca».
Así que mi sorpresa fue mayúscula cuando fue él quien rompió el hielo, y además de la manera más insospechada.
—Quiero que sepas que E.B. no está enfadado contigo —me aseguró Erramon.
Erramon siempre llamaba a Rodo «E.B.» (algo así como «Eredolf Boujaron»), por una broma privada que había iniciado con Leda y conmigo en una de nuestras últimas noches de sidra. Por lo visto, en euskera no hay ningún nombre que empiece por R; de ahí el nombre Erramon: Ramón en español, Raymond en francés. Y «Rodolfo» casi parecía italiano. Este defecto lingüístico parecía convertir a Rodo en algo similar a un «bastardo vasco».
Pero el mero hecho de que pudiera tener ocurrencias graciosas con respecto a un volcán tiránico como Rodo ponía de manifiesto que la relación entre ambos era más cercana que la propia entre un patrón y un sirviente. Erramon era la única persona que se me ocurría que podría tener una pista de lo que Rodo se traía entre manos para aquella noche.
—Entonces, si no está enfadado conmigo —puntualicé—, ¿cómo se explica el chocolate quemado, la boina en el suelo, el chorreo en euskera, el portazo, el botón del eyector automático pour moi?
Erramon se encogió de hombros y esbozó una sonrisa enigmática, manteniendo en todo momento la mirada pegada a la carretera como con velero.
—E.B. nunca sabe qué hacer contigo. —Y se desvió hacia el tema que mejor dominaba—. Tú eres diferente. No está acostumbrado a tratar con mujeres. Al menos, no en el ámbito profesional.
—Leda también es diferente —dije, poniendo el contrapunto con su violonchelo predilecto en forma de mujer—. Ella se encarga de servir las copas. Trabaja como una burra. Hace ganar una fortuna a Sutaldea. Rodo no puede negárselo.
—Ah, el Cisne. Es magnífica —repuso Erramon, con los ojos levemente húmedos. Luego se rió—. Pero él siempre me dice que, con ella, le estoy ladrando al caballo equivocado.
—Me parece que la expresión correcta es «ladrar al árbol equivocado».
Erramon pisó el freno. Habíamos llegado al semáforo del cruce de River Road y Wisconsin. Me miró.
—¿Cómo va nadie a «ladrar a un árbol»? —preguntó con tino.
A diferencia de mi amiga Key, en realidad yo nunca le había dedicado un solo pensamiento a esas frases hechas. Ni tampoco a la sabiduría popular.
—Pues entonces quizá deberíamos decir que estás ladrando al cisne equivocado —convine.
—Tampoco se ladra a los cisnes —replicó Erramon—, sobre todo a un cisne del que estás enamorado. Y yo estoy enamorado de ese, de verdad lo creo.
Oh, no… Esa no era exactamente la charla que esperaba mantener.
—Me temo que, con respecto a la observación de la naturaleza humana, esta vez Rodo podría haber acertado —le dije a Erramon—. Creo que el Cisne prefiere la compañía femenina.
—Tonterías. Es sólo una especie de…, ¿cómo lo llamáis? Una moda pasajera, o algo así. Como esas ruedas que le gusta llevar en los pies. Eso cambiará, esa necesidad de éxito, de poder sobre los hombres. No tiene por qué demostrarle nada a nadie —insistió.
Ah, pensé, la historia de siempre: «Nunca ha conocido a un hombre como yo».
Pero, cuando menos, había conseguido que Erramon hablara, al margen del tema que lo tuviera atrapado. Cuando el semáforo se puso en verde, empezó a prestarme algo más de atención a mí que a la carretera. Sabía que aquella podía ser mi última oportunidad, en los pocos kilómetros que nos separaban de nuestro destino, de averiguar qué era lo que realmente estaba ocurriendo entre bastidores.
—Hablando de demostrar cosas —dije, con el tono de voz más despreocupado que fui capaz de impostar—, me pregunto por qué monsieur Boujaron no le ha pedido a Leda ni a ningún otro que trabaje en la boum de esta noche. Al fin y al cabo, si los clientes son tan importantes, ¿no sería más lógico que quisiera alardear también de su excelencia? ¿Asegurarse de que su negocio funciona como un reloj? Todos sabemos lo perfeccionista que es, pero él y yo solos apenas podremos cubrir todas las bases, reemplazar a toda la plantilla de un restaurante. Si la cantidad de comida que acabo de llevar a Kenwood es indicativo de algo, debemos de estar esperando a un grupo bastante grande…
Lo estaba sondeando con la mayor indiferencia posible, hasta que observé que pasábamos junto a la biblioteca de Georgetown. Estábamos a punto de llegar a Sutaldea. Decidí apretar las tuercas un poco más, pero no iba a ser necesario.
Erramon se había desviado hacia una calle secundaria para evitar el tráfico de Wisconsin. Se detuvo en la señal del primer cruce y se volvió hacia mí.
—No. Como máximo vendrá una docena de personas, creo —me dijo—. Me han comentado que se trata de una especie de gala real, que a E.B. le han exigido muchas condiciones, que se ha solicitado el nivel de la más alta cocina, con platos especiales encargados con antelación. Por eso hemos tenido que hacer todos esos preparativos en Euskal Herria con la supervisión de E.B. Por eso a él le preocupaba tanto que llegaras a tiempo, que los fuegos quedasen perfectamente preparados anoche, para que hoy pudiésemos empezar el méchoui.
—¿Un méchoui? —exclamé, atónita.
Se tardaba un mínimo de doce horas en cocinar un méchoui, un cabrito o un cordero asado al espetón y aromatizado con hierbas, un plato muy codiciado en tierras árabes. Sólo se podía cocinar algo así en el hogar central de Sutaldea. Rodo debía de tener la intención de llevar a todo un batallón de ayudantes antes del anochecer para tenerlo listo a la hora de la cena.
—Pero ¿quiénes son esos misteriosos dignatarios? —volví a preguntar.
—Teniendo en cuenta el menú previsto, supongo que deben de ser gobernantes u oficiales de alto rango de Oriente Próximo —contestó—. Y he oído que se están observando muchas medidas de seguridad. En cuanto al motivo de que esta noche estés tú sola en el servicio, lo desconozco, pero E.B. nos aseguró que esta noche todo debe hacerse según se ha ordenado.
—¿«Ordenado»? —pregunté, incómoda al volver a oír aquella palabra—. ¿«Ordenado» por quién? ¿Qué clase de medidas ce seguridad?
Aunque intentaba aparentar serenidad, el corazón me latía como un tambor de acero. Aquello era demasiado. Partidas de ajedrez peligrosas con movimientos enigmáticos, asesinatos rusos desapariciones familiares, y misteriosos dignatarios de Oriente Próximo e invasiones en Bagdad. Y yo, con menos de ocho horas de sueño en las últimas cuarenta y ocho.
—No estoy seguro —decía Erramon—. Todas las disposiciones se han llevado a cabo únicamente por medio de E.B.; pero, con este notable aumento de las medidas de segundad, no cuesta imaginarlo. Sospecho que el encargo de esta cena llegó directamente del Despacho Oval.
¿Una «gala real» encargada por la Casa Blanca? ¡Y qué más! ¡Era el colmo! ¿En qué otros problemas tenía previsto mi ya problemático jefe «ordenarme» que participara? Si la idea no hubiera sido tan absurda, me habría puesto furiosa.
Pero, como diría Key, «si no aguantas el calor, sal de la cocina». Creía que estaba a punto de entrar en la misma cocina que yo misma había dejado preparada menos de diez horas antes. Sin embargo, entre la llovizna neblinosa, mientras bajaba los peldaños de piedra hacia el camino de sirga, advertí que algunas cosas habían cambiado desde mi visita aquella mañana.
Una barrera baja de cemento bloqueaba el acceso al puente peatonal que cruzaba el canal, y una pequeña garita de madera, del tamaño de una letrina portátil, había sido colocada justo al pie. Cuando me acerqué, dos hombres emergieron súbitamente de su interior. Iban vestidos con trajes y abrigos oscuros, y —algo extraño, dado el mal tiempo que hacía— llevaban gafas de sol aún más oscuras.
—Exponga el motivo de su presencia, por favor —espetó el primero con voz neutra, oficial.
—¿Cómo dice? —repuse, alarmada.
«Medidas de seguridad», había dicho Erramon; pero aquella barricada sorpresa que había aparecido como un hongo en el desértico camino de sirga parecía más que extraña, estrafalaria. Empezaba a ponerme muy nerviosa por momentos.
—Y también debe darnos su nombre, fecha de nacimiento y una fotografía tamaño carnet —añadió el segundo hombre con una voz igualmente anodina mientras me tendía una mano con la palma hacia arriba.
—Voy a trabajar. Soy chef de Sutaldea —expliqué, señalando hacia los edificios de piedra que se alzaban al otro lado del puente.
Intenté parecer servicial mientras hurgaba en el atiborrado bolso que llevaba colgado al hombro en busca del carnet de conducir, pero de pronto caí en la cuenta de lo remoto e inaccesible que en realidad era aquel tramo del camino de sirga. Allí habían asesinado a mujeres, a una incluso de día, una mañana mientras hacía footing. ¿Y había informado alguien de haberlas oído gritar?
—¿Cómo puedo saber yo quiénes son ustedes? —les pregunté. Alcé un poco la voz, más para disipar mis temores que para solicitar ayuda cuando no parecía haberla.
El número uno se llevó una mano al bolsillo interior y, como un relámpago, me colocó su credencial debajo de la nariz. ¡Oh, Dios! ¡Los Servicios Secretos! Eso sugería que el palpito de Erramon en referencia a aquella noche podía ser cierto. Quienquiera que hubiese «ordenado» aquella boum tenía que ser un pez gordo, pues de no ser así difícilmente habría podido reclutar al escalafón más alto de la seguridad gubernamental para que instalase allí una barrera e inspeccionase a los invitados de una triste cena.
No obstante, para entonces yo ya estaba tan indignada que me salía humo por las orejas, me sorprendía que ellos no lo vieran. Iba a matar a Rodo, si es que se dignaba aparecer, por no haberme puesto sobre aviso del encontronazo que me esperaba en el «Checkpoint Charlie», después de todo lo que había tenido que soportar ya en las últimas cuarenta y ocho horas sólo para llegar allí a tiempo.
Finalmente conseguí sacar mi sepultado carnet de conducir e imité el movimiento relámpago del agente para mostrárselo. El número uno regresó a la garita para cotejar mi nombre con sus instrucciones. Asintió desde la puerta al número dos, que me tendió una mano por encima del obstáculo de cemento, me escoltó por el puente y me dejó en el otro extremo.
Dentro de Sutaldea me esperaba otra sorpresa: más agentes de seguridad rondaban por el comedor de la planta superior, medra docena, tal vez, todos susurrando a los micrófonos de sus walkie-talkies. Varios inspeccionaban debajo de las mesas ya guarnecidas mientras su superior hacía lo propio detrás de la larga estantería que exhibía la colorida colección de Rodo de sagardo artesanal.
Los Gemelos de la Garita debían de haber avisado por radio de mi llegada, pues ninguno de los que estaban en aquel amplio comedor pareció reparar en mí más de lo imprescindible. Al fin, uno de los hombres vestidos de civil se acercó para hablar conmigo.
—Mi equipo se marchará enseguida, en cuanto acabe de rastrear el lugar —me informó, cortés—. Ahora que su admisión ya ha sido tramitada, no deberá abandonar el recinto hasta que se procese su salida, al final de la noche. Y tenemos que inspeccionar el contenido de su bolso.
Fantástico. Escrutaron todas mis cosas, se quedaron con el móvil y me dijeron que me lo devolverían más tarde.
Sabía que sería inútil discutir con aquellos tipos. Al fin y al cabo, teniendo en cuenta lo que acababa de descubrir en los últimos cuatro días acerca de mi propia familia y mi círculo de amigos, ¿quién sabía cuándo podía resultar de ayuda tener a mano una pequeña e inesperada oferta de seguridad? Además, aunque hubiese querido salir en aquel momento, ¿a quién iba a pedir ayuda contra los Servicios Secretos del gobierno de Estados Unidos?
En cuanto los hombres de negro se marcharon, rodeé la estantería de jarras de sidra, bajé rápidamente por la pétrea escalera de caracol en dirección a la mazmorra y me sorprendí completamente sola, todo un alivio. Salvo, claro está, por el cadáver de un cordero grande que giraba en silencio sobre el hogar central. Removí las brasas incandescentes y las recoloqué bajo el méchoui, que giraba lenta e incesantemente, para mantener el calor estable. Luego comprobé las llamas de los demás hogares y hornos, y coloqué más leña y astillas para retocar lo necesario. Sin embargo, al hacerlo, caí en la cuenta de que tenía un problema aún más grave.
El rico aroma a hierbas que desprendía el asado me abrumó y me puso al borde del llanto. ¿Cuánto tiempo hacía que no comía nada sustancioso? Sabía que aquel animal no podía estar hecho aún…, y que lo estropearía si empezaba a picotearlo antes de tiempo. Aun así, por lo que sabía, Rodo tardaría horas en llegar con el resto de los ingredientes y preparativos, o con algo a lo que darle un bocado. Y ningún otro proveedor de sustento que yo conociera iba a tener permiso para cruzar aquel puente. Me maldije por no haber hecho parar a Erramon por el camino, siquiera en algún local de comida rápida, para comprar un tentempié.
Consideré la posibilidad de rebuscar en las alacenas que había al fondo de la mazmorra, donde guardábamos todos los suministros, pero sabía que sería en vano. Sutaldea era famoso por sus productos frescos de cosecha propia, por su pescado recibido a diario y criado con técnicas saludables, por sus viandas recién llegadas del matadero. Básicamente, almacenábamos sólo aquellos productos difíciles de conseguir en caso de apuro (como limones en conserva, ramas de vainilla y estambres de azafrán), nada que se pareciera a la comida de verdad que pudiese sacar de una nevera y calentar rápidamente. De hecho, Rodo había prohibido la presencia de frigoríficos y microondas en su restaurante.
En esos momentos alcanzaba a oír aquellas tartaletas de grosella que había tenido la insensatez de comerme batallando en mi estómago por imponerse a los jugos gástricos. Sabía que no aguantaría hasta la hora de la cena. Tenía que alimentarme. Conservaba en la memoria aquella imagen cruda y desapacible del prisionero de Zenda, muñéndose de hambre en una mazmorra; lo último que vieron sus ojos fue un delicioso y suculento trozo de carne rotando despacio en un asador.
Contemplaba los leños que acababa de colocar debajo del méchoui cuando de pronto atisbé algo plateado y metálico entre las ascuas. Me agaché y miré debajo del asador. No cabía duda: había un pedazo de papel de aluminio sepultado entre las brasas, medio cubierto de cenizas. Cogí el atizador y lo saqué: era un objeto ovalado y grande que identifiqué al instante. Caí de rodillas e iba a cogerlo con ambas manos… hasta que me di cuenta de lo que estaba haciendo. Tiré de los guantes de amianto, dejé el objeto a un lado y le quité la gruesa capa de papel de aluminio que lo envolvía. Nunca antes me había alegrado tanto de ver algo, ni había sentido tanta gratitud hacia nadie. Jamás. Era un regalo de Leda. Reconocí no sólo su estilo sino también su gusto.
Comida terapéutica y antidepresiva: una patata asada rellena de carne, espinacas y queso.
Resulta difícil imaginar el sabor de una exquisita patata rellena perfectamente asada hasta que el hambre aprieta. Me la comí entera, salvo el papel de aluminio.
Pensé en llamar a Leda hasta que recordé que me había reemplazado en el turno de noche y que probablemente a esas horas estuviera durmiendo, pero decidí que le compraría una botella grande de Perrier-Jouet en cuanto saliera de aquella cárcel.
Con una ración de pienso en el cuerpo que empezaba a devolverme la energía, esta inflamó varios pensamientos que no se me habían ocurrido antes.
A modo de entrante, Erramon y Leda sabían más de lo que confesaban sobre aquella cena, como evidenciaban las pruebas. Después de todo, uno era mi chófer y la otra mi proveedora de patatas, lo cual significaba que sabían cuándo iba a llegar al restaurante y que no iba a tener tiempo de comer antes de hacerlo. Pero había más.
La noche anterior, mientras preparaba los fuegos, estaba demasiado exhausta para seguir los comentarios de Leda sobre Rodo: que le había dado un síncope al saber que me había ido sin avisar; que había tratado al personal como a esclavos desde que me había marchado; que había organizado una fiesta secreta para «peces gordos e influyentes del gobierno», y que sólo yo iba a ayudar con la cena; que había insistido en que Leda se quedara hasta que yo llegara esa noche para «ayudarme con los fuegos»…
Y después, aquella misma mañana, prácticamente en el mismo instante en que había llegado a la finca de Kenwood con la comida, Erramon me había llevado de vuelta al restaurante a toda prisa.
¿Qué había dicho Rodo por la mañana, justo después del berrinche y justo antes de salir dando un portazo? Había dicho que no había ningún misterio. Que yo llegaba tarde al trabajo.
Y que «Erramon te aclarará por el camino todo cuanto necesites saber».
Pero ¿qué me había aclarado en realidad Erramon por el camino? Que Rodo no decidía sobre aquella cena, cuando la falta de control era algo que mi jefe detestaba. Que podría haber invitados de Oriente Próximo. Que habría medidas de seguridad. Que desde el primer escaque, aquella boum había sido organizada por los más altos pesos pesados de Washington.
Ah, sí: y que él, Erramon, estaba enamorado de Leda, el Cisne.
Todo aquello no parecía más que un conjunto de tácticas de distracción, destinadas a desviar mi atención de un ataque lateral furtivo. No era el momento de perder de vista la imagen global, no era el momento de sucumbir a la ceguera ajedrecística, no allí, encerrada en una mazmorra, esperando a que cayera la espada.
Entonces caí en la cuenta.
¿En qué preciso instante, aquella misma mañana, había tenido Rodo el berrinche? ¿En qué preciso instante había arrojado la txapela al suelo, había pasado a hablar en vasco y me había despachado? ¿No estaba aquello relacionado con todo a lo que Leda y Erramon habían aludido, pero no me habían dicho directamente?
No habían sido mis preguntas sobre aquella fiesta lo que había prendido el fuego de Rodo, sino que el fuego había prendido cuando quise saber cómo se había enterado él de la existencia de aquella otra fiesta. Después de que le dijera que había conducido con un temporal de nieve para llegar al restaurante. Después de preguntarle cómo era posible que supiera dónde estaba.
Aunque, ya en Colorado, había percibido el primer atisbo de lo que el camino me deparaba, había pasado por alto lo esencial, Hasta que me di de bruces con ello: al margen de lo que fuese a ocurrir aquella noche en la bodega, iba a ser el siguiente movimiento del juego.