EL VELO

¿Escribiremos sobre aquello de lo que no se habla?

¿Divulgaremos lo que no debe divulgarse?

¿Pronunciaremos lo que no debe pronunciarse?

EMPERADOR JULIANO,

Himno a la madre de los dioses

Harén real, palacio de Dar al-Majzen, Fez, solsticio de invierno de 1822

Haidée se cubrió con el velo para cruzar con paso apresurado el patio interior del harén real. La escoltaban dos corpulentos eunucos a los que no había visto nunca hasta esa mañana. Al igual que el resto de las ocupantes del harén, Haidée se había despertado al despuntar el alba, arrancada de los brazos de un profundo sueño por un séquito de guardias de palacio que les habían ordenado a todas que se vistiesen y se preparasen lo más rápido posible para desalojar el lugar.

En tono apremiante, el jefe de los guardias había separado del resto precisamente a Haidée, tras comunicarle que se requería su inmediata presencia en el patio exterior que comunicaba el harén con el palacio.

Naturalmente, el caos se había adueñado del harén en cuanto las mujeres comprendieron el motivo de tan aterradoras órdenes: el sultán Mulay Sulimán, descendiente del Profeta y azote de la fe, acababa de fallecer víctima de una apoplejía. Lo sucedía su sobrino, Abdul Rahman, quien sin duda sería ya poseedor de una corte y un harén propios con los que invadir la totalidad de los aposentos del palacio y reemplazar así a los anteriores ocupantes. Todos sabían que en otros cambios de sucesión de semejante índole se habían producido subastas generalizadas de seres humanos e incluso matanzas masivas a fin de eliminar cualquier amenaza por parte del régimen saliente.

De ahí que mientras las concubinas, las odaliscas y los eunucos se vestían en el confortable refugio del harén —rodeados de los aromas familiares a agua de rosas, lavanda, miel y menta, en el único hogar que la mayoría de ellos había conocido—, hubiesen compartido temerosas especulaciones sobre lo que aquel dramático giro de los acontecimientos podía suponer para todos y cada uno de ellos. Sea lo que fuere, no podían albergar demasiadas esperanzas.

A Haidée, una esclava más del harén y sin relación alguna con la familia real, no le hacía falta especular demasiado acerca de lo que el destino tenía reservado para ella. ¿Por qué la convocaban para que acudiera al patio exterior, y por qué únicamente a ella de entre todas las mujeres? Aquello no podía significar más que una sola cosa: de algún modo, habían descubierto quién era ella en realidad… y lo que era aún peor, qué era aquel pedazo enorme de carbón, el mismo que hacía once meses habían hallado en su poder y que había sido confiscado por el sultán.

En ese momento, al atravesar el patio descubierto flanqueada por sus corpulentos escoltas, Haidée dejó atrás las fuentes de aguas termales que salpicaban los pilones inferiores como hacían durante todo el invierno, para proteger los estanques de peces. Según decían, las afiligranadas celosías blancas de los pórticos que rodeaban el patio habían conservado intacta su intrincada belleza durante seiscientos años porque se había mezclado el yeso original con los huesos pulverizados de esclavos cristianos. Haidée esperaba que no fuese eso lo que el destino tenía preparado para ella en aquella encrucijada de su vida, y sintió cómo el corazón le palpitaba con fuerza con una mezcla de emoción y miedo ante lo desconocido.

Durante casi un año, Haidée había permanecido retenida allí como odalisca o sirvienta, en oscura cautividad, rodeada de los eunucos y las esclavas del sultán. El palacio real de Dar alMajzen ocupaba unas ochenta hectáreas llenas de exuberantes jardines y albercas, mezquitas y cuarteles, harenes y hamams. Aquella ala del palacio, con sus alcobas y sus salas de baño comunicadas por patios y jardines de techos descubiertos bajo el cielo invernal, tenía capacidad para albergar a un millar de esposas y concubinas, además de una ingente cantidad de personal de servicio para las labores domésticas.

Sin embargo, para Haidée, por muy abiertos al aire libre que pareciesen los patios, aquel entorno había resultado sofocante y opresivo hasta más allá de lo soportable. Encerrada entre centenares de otras personas allí, en el harén, con sus rejas de hierro, sus puertas y ventanas cerradas a cal y canto frente al mundo, estaba completamente aislada, a pesar de no estar sola nunca.

Y Kauri, el único protector y amigo que había tenido sobre la faz de la tierra, la única persona capaz de poder encontrarla allí, prisionera en aquella fortaleza del interior del territorio, había sido capturado por los comerciantes de esclavos junto con el resto de la tripulación, en el preciso momento en que su barco apresado había atracado en el puerto. Aún recordaba vívidamente el horror de aquellas imágenes del pasado.

Frente a la costa adriática, justo antes de llegar a Venecia, el barco en el que viajaban estaba bordeando el puerto de Pirene, «El fuego», donde un antiguo faro de piedra llevaba erigido allí desde tiempos romanos para advertir a los navegantes del peligro de aquel saliente rocoso. Era allí donde los últimos de los corsarios más despiadados, los célebres piratas de Pirene, proseguían con sus terribles fechorías: el comercio de esclavos europeos en tierra musulmana, donde estos recibían el nombre de «oro blanco».

Desde el momento en que Haidée y Kauri advirtieron el peligro que se cernía sobre ellos, la inminencia del abordaje de los corsarios eslovenos, comprendieron que aquel inesperado incidente resultaría para ellos una terrible desgracia de consecuencias inimaginables.

Los piratas sin duda despojarían de todos sus bienes a la reducida tripulación de la nave y a sus dos jóvenes pasajeros, y luego los venderían al mejor postor en el mercado de esclavos. Muchachas como Haidée eran vendidas en matrimonio o como prostitutas, pero el destino de un joven como Kauri podía ser aún mucho peor. Los comerciantes de esclavos conducían a esos muchachos al interior del desierto, donde castraban a cada uno de ellos con un cuchillo y lo enterraban en la arena ardiente a fin de contener la hemorragia. Si el joven sobrevivía, se convertía al instante en un bien muy preciado y más adelante era posible venderlo por una abultada suma en todo el imperio turco como eunuco guardián del harén o incluso en los Estados Papales para recibir formación como cantante castrato.

Su única esperanza había sido que la costa de Berbería en África, tras décadas de bombardeos por parte de los británicos, los estadounidenses y los franceses, estuviese en ese momento cerrada a esa clase de tráfico humano. Cinco años antes, bajo un tratado, ochenta mil esclavos europeos habían sido liberados de la esclavitud en el norte de África y las rutas de navegación mediterráneas habían sido reabiertas al comercio marítimo normal.

Sin embargo, todavía quedaba un lugar que aún aceptaba semejante botín humano, el único territorio del Mediterráneo que nunca había llegado a caer bajo el control del Imperio otomano ni de la Europa cristiana: el sultanato de Marruecos. Como territorio completamente aislado, con una capital muy alejada de la costa, enclavada entre el Rif y la cordillera del Atlas, en Fez, Marruecos había padecido durante treinta años el férreo mandato del sultán Mulay Sulimán.

Tras los meses que había pasado como sirvienta cautiva en su harén, Haidée ya había descubierto numerosos aspectos sobre el mandato del sultán, y ninguno de ellos había aplacado sus constantes temores.

A pesar de que el propio sultán era descendiente del Profeta, Sulimán había abrazado ya desde muy joven las ideas del reformador islámico suní Mohamed ibn al-Wahhab de Arabia. Los fanáticos wahhabíes habían logrado ayudar al rey de Arabia, Ben Saúd, a recuperar por un breve período extensas franjas de territorio de Arabia conquistadas por los turcos otomanos.

Pese a lo efímero de esa victoria, lo cierto es que el fervor wahhabí prendió con fuerza en el corazón de Mulay Sulimán de Marruecos, quien llevó a cabo una extensa e implacable purga en el seno de su feudo religioso. Durante su reinado, había cortado relaciones comerciales con los decadentes turcos y los ateos franceses —los de la malhadada revolución e imperio—, había suprimido las sectas de adoración a los santos entre los shiíes y disgregado las hermandades sufíes.

De hecho, sólo había habido un pueblo al que Mulay Sulimán no había podido someter ni eliminar en sus treinta últimos años de mandato: los bereberes sufíes del otro lado de las montañas.

Aquello era lo que más había aterrorizado a Haidée durante sus largos meses de cautiverio en aquel lugar, y tras la revelación de esa mañana, se temía lo peor. Porque dondequiera que estuviese Kauri, si habían llegado a descubrir que era sufí y además beréber, no lo habrían mutilado o vendido, sino que lo habrían matado sin piedad.

Y Haidée, quien durante todo ese tiempo había guardado celosamente el secreto que Alí Bajá le había confiado, ya no podía albergar ni un solo resquicio de esperanza de poder volver a ver el mundo como ser libre algún día. Nunca sería capaz de averiguar el paradero de la Reina Negra, recuperarla y depositarla en manos de quien debía tenerla. Sin embargo, pese a la desesperación que la embargaba en ese momento, mientras se ajustaba el velo con más firmeza y avanzaba junto a sus escoltas por la larga galería descubierta que conducía al patio exterior, no pudo evitar aterrarse al único pensamiento que le había rondado insistentemente por la cabeza, una y otra vez, a lo largo de aquellos últimos once meses: cuando ella y Kauri se habían dado cuenta del lugar adonde los piratas habían conducido el barco, justo antes de atracar en el muelle en suelo marroquí, antes de separarse acaso para siempre, Kauri le había explicado que sólo había un hombre capaz de ayudarlos en todo Marruecos, si es que lograban encontrarlo, un hombre a quien el mismísimo Baba Shemimi tenía en gran estima y consideración, un maestro del tarikat o camino secreto. Era un ermitaño sufí conocido como el Viejo de la Montaña. Si alguno de los dos conseguía escapar de sus captores, tenía que ir en busca de ese hombre.

Haidée rezó entonces por ser capaz, en los breves momentos que quizá se le permitiese pasar fuera de aquel espacio enclaustrado, de pensar y actuar con rapidez por su propio bien. De lo contrario, todo estaría en verdad perdido para siempre.

Cordillera del Atlas

Shahin y Charlot llegaron al descenso final de la última sierra justo cuando el sol crepuscular rozaba con sus rayos la cima nevada del monte Zerhun en el horizonte. Habían tardado tres meses en completar el arduo viaje hasta ese punto desde la meseta del Tassili, en el corazón del Sahara, a través del desierto invernal hacia Tlemcen. Una vez allí, habían trocado sus camellos por caballos, más aptos para el clima frío y la región montañosa de Cabilia que tenían por delante, el hogar de los bereberes cabilas en el Gran Atlas.

Charlot, al igual que Shahin, llevaba el litham de color añil propio de los tuaregs, a quienes los árabes llamaban muleththemin, «los hombres del velo», y los griegos llamaban glaukoi, «los hombres azules», por el leve tono azulado de su piel clara. El propio Shahin era un targui, un noble de los tuaregs del Kel Reía que durante milenios habían controlado y mantenido las rutas que atravesaban la inmensidad del Sahara: habían cavado los pozos, continuado con el pastoreo para el ganado y facilitado la seguridad armada. Desde tiempos inmemoriales, los tuaregs habían sido el pueblo más venerado de entre todos los habitantes del desierto, tanto por los mercaderes como por los peregrinos.

Y el velo, allí en las montañas pero también en el desierto, había protegido a ambos hombres de mucho más que de las condiciones meteorológicas. Por el hecho de llevarlo, los dos viajeros se habían mantenido siempre dajil-ak, bajo la protección de los imazigen o bereberes, tal como los llamaban los árabes.

En su viaje de más de mil quinientos kilómetros por tierras casi siempre inhóspitas, Charlot y Shahin habían obtenido de los imazigen mucho más que forraje y caballos de recambio: también habían obtenido información, la suficiente para alterar su ruta inicial, prevista en dirección norte hacia el mar, y desviarse al oeste hacia las montañas.

Y es que sólo había una tierra a la que pudiesen haber llevado al hijo de Shahin y a su acompañante: Marruecos. Y sólo había un hombre capaz de ayudarlos en su búsqueda, un gran maestro sufí, si es que lograban encontrarlo, un hombre al que todos llamaban el Viejo de la Montaña.

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Una vez alcanzaron el risco, Charlot obligó a su caballo a detenerse junto a su compañero. A continuación, se quitó el litham añil y lo dobló para introducirlo en su alforja, al igual que hizo Shahin. Estando ya tan cerca de Fez, más les valía actuar con prudencia por si alguien los veía. El velo que les había servido de protección en el desierto o en las montañas podía resultar muy peligroso ahora que habían dejado atrás el Gran Atlas para adentrarse en territorio suní.

Los dos hombres contemplaron la inmensidad del valle, guarecido por las altas estribaciones de las montañas, y en cuyo seno las aves volaban en círculos. Aquel lugar mágico se hallaba en el centro de una singular confluencia de distintas clases de agua: arroyos, cascadas, manantiales y ríos. Debajo, rodeado de vegetación, se extendía un océano de cubiertas de teja lacada de un verde brillante que refulgían bajo el ángulo de la luz invernal, una ciudad sumergida en el tiempo… como efectivamente lo estaba.

Se trataba de Fez, la ciudad santa de los shurafa, los auténticos descendientes del Profeta, un lugar sagrado para las tres ramas del islam, pero sobre todo para los shiíes. Allí, en la montaña, se hallaba la tumba de Idris, el biznieto de la hija de Mahoma, Fátima, y el primer miembro de la familia del Profeta en llegar al Magreb, las tierras occidentales, más de mil años antes.

Una tierra de enorme belleza y negros presagios.

—Hay un proverbio en tamazight, la lengua cabila —dijo Shahin—, que dice lo siguiente: «Aman d’Iman»: el agua es vida. El agua es la razón de la longevidad de Fez, una ciudad que ya de por sí era casi una fuente sagrada. Hay muchas grutas antiguas excavadas en la roca por el agua que ocultan antiguos misterios: el sitio perfecto para esconder y proteger lo que estamos buscando. —Hizo una pausa y a continuación añadió en voz baja—: Estoy seguro de que mi hijo está ahí abajo.

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Los dos hombres se sentaron junto al fuego llameante del interior de la cueva donde habían decidido pasar la noche, por encima de Fez. Shahin había soltado su bastón talac, señal de su condición de noble entre la comunidad de tambores del Kel Rela, y se había quitado la bandolera, una banda de piel de cabra con flecos que los tuaregs llevaban cruzada por encima de cada hombro. Habían cenado un conejo que previamente habían cazado y cocinado.

Sin embargo, lo que ninguno de los dos había mencionado aún, ni durante su largo viaje, seguía agazapado justo bajo la superficie, hablándoles en un leve susurro, como si fuera una especie de arenas movedizas: Charlot sabía que no había perdido su don por completo, pero tampoco podía invocarlo a su voluntad. Al atravesar el desierto había sentido en numerosas ocasiones el ímpetu con que la clarividencia tiraba de él, como un perro callejero que trata de llamar la atención mordiendo con sus dientes los faldones de una chilaba. En esos momentos sí había podido informar a Shahin sobre qué hombres en los mercados eran de fiar, cuáles eran demasiado avariciosos, quiénes de ellos tenían esposa e hijos a los que alimentar, cuáles se guiaban por sus propios intereses… Todo aquello era obvio para él, como lo había sido desde su nacimiento.

Sin embargo, ¿qué utilidad tenía una capacidad de predicción tan sumamente limitada ahora que se enfrentaban a la desafiante amenaza que tenían ante sí? En todo lo relacionado con la búsqueda del hijo de Shahin, su don se había visto obstaculizado por algo. No era que no viese absolutamente nada, sino que más bien se trataba de una ilusión óptica, un oasis reverberante de palmeras en el desierto, donde es imposible que haya agua. Cuando del blanco se trataba, de Kauri, Charlot percibía una imagen trémula pero sabía que no era real.

En ese momento, junto a las vacilantes llamas del fuego, mientras observaban a sus caballos masticar el forraje de sus alforjas.

Shain abrió la boca para hablar.

—¿Te has preguntado por qué sólo los hombres tuaregs llevan litham añil y en cambio las mujeres van sin velo? —le preguntó a Charlot—. Nuestro velo es una tradición mucho más antigua que el islam, los propios árabes se quedaron asombrados cuando descubrieron esta costumbre la primera vez que llegaron a nuestras tierras. Hay quienes creen que el velo nos brinda protección contra la arena del desierto, mientras que otros dicen que se trata del mal de ojo. Pero lo cierto es que el velo es muy importante para la historia de nuestras comunidades de tambores. En tiempos antiguos se hablaba del mal de boca.

—¿El mal de boca?

—En referencia a los antiguos misterios, «aquello que no se puede pronunciar por la boca». Han existido en todas las culturas de todos los países desde tiempos inmemoriales —explicó Shain—. Sin embargo, entre los iniciados, esos misterios sí pueden comunicarse mediante el sonido del tambor.

Charlot sabía gracias a Shahin que las tribus tuaregs, conocidas como comunidades de tambores, descendían cada una de ellas de una mujer, y cada jefe de tambores, quien a menudo también era el encargado de conservar el tambor sagrado de la tribu al que se atribuían poderes místicos.

Los tuaregs, al igual que los jenízaros sufíes que controlaban la mayor parte del territorio otomano, habían utilizado durante siglos su lenguaje secreto con tambores para transmitir señales a lo largo de la vasta extensión de sus dominios. Tan poderosa era aquella lengua de los tambores que en los lugares donde se mantenía cautivos a los esclavos, los tambores estaban prohibidos.

—Y esos antiguos misterios de los tuaregs, los relacionados con el mal de boca y el velo, ¿están relacionados con tu joven hijo? —preguntó Charlot.

—¿Todavía no lo ves? —le preguntó Shahin, y aunque la expresión de su rostro parecía impertérrita, Charlot percibió lo que su compañero estaba pensando: «¿A pesar de lo cerca que debemos de estar ya de él?».

Charlot negó con la cabeza y a continuación se restregó la cara con las manos y se pasó los dedos por su mata de pelo pelirrojo, en un intento de estimular su aturdido cerebro. Levantó la mirada hacia el rostro de Shahin, labrado como una pieza de bronce antiguo. Los ojos dorados de este lo miraban de hito en hito junto a la luz del fuego, aguardando una respuesta.

Forzando una leve sonrisa, Charlot dijo:

—Háblame de él. Tal vez eso nos ayude a encontrarlo, como darle el olor a agua a un camello sediento en el desierto. Tu hijo se llama Kauri; es un nombre poco corriente.

—Mi hijo nació en los acantilados de Bandiagara —dijo Shahin— en territorio dogón. Kauri en dogón es el nombre de un molusco marino que abunda en el océano Indico, cuya concha blanca y brillante nosotros los africanos hemos usado como moneda durante miles de años. Sin embargo, para los dogón, esa pequeña concha, el Kauri, también entraña un importante significado y poder: está relacionado con el sentido oculto del universo, que para los dogón simboliza el origen tanto de los números como de las palabras. Fue mi esposa quien escogió ese nombre para nuestro hijo.

Cuando vio que los ojos azul oscuro de Charlot lo miraban con asombro, Shahin añadió:

—Mi esposa, la madre de Kauri, era muy joven cuando nos casamos, pero ya tenía grandes poderes entre su gente. Se llamaba Bazu, que en la lengua dogón significa «el fuego femenino», porque ella era una de las maestras del fuego.

¡Era una herrera!

Charlot sintió una profunda conmoción al comprender el significado de aquella revelación. La de herrero, tanto en las tierras del desierto como en cualquier otra parte, era una profesión condenada al ostracismo, a pesar de que era cierto que contaban con enormes poderes. Los llamaban maestros del fuego, pues creaban armas, herramientas y útiles diversos. Eran muy temidos, porque poseían habilidades secretas y hablaban un lenguaje también secreto que sólo conocían ellos, y dominaban tanto las técnicas ocultas de los iniciados como los poderes diabólicos atribuidos a los espíritus ancestrales.

—¿Y esa era tu esposa? ¿La madre de Kauri? —exclamó Charlot, sin salir de su asombro—. Pero ¿cómo llegaste a conocerla y a casarte con una mujer así? —«¡Y sin que yo lo haya sabido hasta este momento!». De pronto Charlot se sintió muy débil, extenuado por aquellas revelaciones.

Shahin se quedó en silencio un instante, los ojos dorados ensombrecidos por una oscura nube.

—Todo había sido vaticinado —dijo al fin—, tal y como sucedió; tanto mi matrimonio y el nacimiento de nuestro hijo como la temprana muerte de Bazu.

—¿Vaticinado? —repitió Charlot, aunque la sensación de terror volvió a atenazarlo con fuerza.

—Lo vaticinaste tú, al-Kalim —dijo Shahin.

«Yo lo vaticiné, pero no me acuerdo».

Charlot lo miró fijamente. Tenía la boca seca por el miedo.

—Por eso hace tres meses, cuando te encontré en el Tassili, sufrí la conmoción de la pérdida —explicó Shahin—. Hace quince años, cuando no eras más que un muchacho de la edad de Kauri, a punto de dar el paso a la vida adulta, viste con tu don lo que te acabo de contar. Dijiste que yo tendría un hijo a quien habría que mantener escondido, porque sería el descendiente de primer maestro del fuego. Su formación correría a cargo de quienes poseen una sabiduría inmensa acerca de los misterios ancestrales, los misterios que yacen en el corazón del juego de ajedrez que conocemos como el ajedrez de Montglane, un secreto que se cree tiene el poder de crear o destruir civilizaciones enteras.

Cuando al-Jabir al-Hayan, conocido en Occidente como Geber, diseñó ese juego de ajedrez hace mil años, lo llamó el ajedrez del tarikat: la vía sufí, la Vía Secreta.

—¿Y quién enseñó a tu hijo esos misterios? —quiso saber Charlot.

—A la edad de tres años, cuando murió la madre de Kauri, éste se crió bajo la tutela y protección del gran pir sufí bektasí Baba Shemimi. He descubierto que cuando los turcos atacaron Janina en enero, el baba solicitó a mi hijo ayuda para rescatar una importante pieza de ajedrez que obraba en poder de Alí Bajá. Cuando la ciudad cayó en manos de los turcos, Kauri se dirigió hacia la costa en compañía de una persona desconocida. Es lo último que hemos sabido de él.

—Debes contarme todo lo que sepas acerca de la historia de ese ajedrez —le pidió Charlot—. Cuéntamelo ahora, antes de que bajemos la montaña al amanecer para ir en busca de tu hijo.

Charlot permaneció sentado con la mirada fija en el fuego, observando la brasa fundida mientras trataba de abrirse paso hacia el interior de sí mismo. Y Shahin dio comienzo a su relato.

EL RELATO DEL HOMBRE AZUL

En el año 773 del calendario occidental, al-Jabir al-Hayan llevaba trabajando con ahínco ocho años. Con la ayuda de centenares de artesanos expertos, estaba creando el ajedrez del tarikat para el primer califa de la nueva ciudad de Bagdad, al-Mansur. Nadie sabía de los misterios que el ajedrez entrañaba salvo el propio Jabir, misterios que estaban basados en su magno tratado sufí El libro de la balanza, dedicado a su desaparecido shaij Yaafar al-Sadik, el verdadero padre del islam shií.

Jabir creía estar a punto de finalizar su obra maestra, pero en el verano de ese mismo año, el califa al-Mansur se vio sorprendido con la llegada de una importante delegación india procedente de las montañas de Cachemira, representación que a todas luces había sido enviada para la apertura de vías comerciales con la recién establecida dinastía abasí en Bagdad. En realidad, aquellos hombres se hallaban en una misión especial cuyo propósito nadie habría podido adivinar jamás: habían traído consigo un secreto de sabiduría ancestral, disimulado bajo la forma de dos regalos de la ciencia moderna. En su condición de científico, al-Jabir fue invitado a la presentación de dichos tesoros, y esa experiencia cambiaría su vida para siempre.

El primer obsequio consistía en una serie de tablas astronómicas indias que registraban los movimientos de los cuerpos celestes a lo largo de los diez mil años anteriores, movimientos planetarios que quedaban registrados de forma harto minuciosa en la tradición de las más antiguas sagas indias, como los Vedas. El segundo obsequio supuso un desconcierto absoluto para todos los presentes salvo para el alquimista oficial de la corte, al-Jabir al-Hayan.

Se trataba de unos «números nuevos», nuevos para Occidente. Entre otras innovaciones, aquellos números poseían un valor posicional, es decir, en lugar de dos líneas o dos piedrecillas que representaban el número «dos» si se colocaban la una junto a la otra, representaban uno más diez u «once».

Más ingenioso aún era un guarismo que ahora llamamos cifra (del árabe sifr, que significa «vacío») y al que los europeos llaman “cero”. Estas dos innovaciones numéricas, a las que hoy en día denominamos numerales arábigos, revolucionarían la ciencia islámica. Aunque no llegarían a Europa a través del norte de África hasta al cabo de otras cinco centurias, ya existían en la India desde hacía más de mil años.

Jabir no cabía en sí de gozo y entusiasmo: comprendió al instante la relación entre aquellas tablas astronómicas y los nuevos números, en la medida en que suponían cálculos muy complejos y de gran envergadura. Y también comprendió la relación de ambos con respecto a otro antiguo invento indio que ya había sido adoptado por el islam: el juego del ajedrez.

Al-Jabir tardó dos años más, pero al final logró incluir aquellos secretos matemáticos y astronómicos cachemires en el interior del ajedrez del tarikat. A partir de entonces, el ajedrez no sólo contendría la sabiduría alquímica sufí y la Vía Secreta sino también las awail («al principio» o las ciencias preislámicas), los conocimientos ancestrales sobre lo que estaba basado todo desde el principio de los tiempos. Aquel ajedrez serviría de guía, o al menos Jabir así lo esperaba, para todos aquellos que en el futuro deseasen seguir la Vía.

En octubre del año 775, apenas meses después de que Jabir presentase el ajedrez ante la corte de Bagdad, el califa al-Mansur murió. Su sucesor, el califa al-Mahdi, recurrió a la poderosa familia de los Barmakid para que fuesen sus visires, primeros ministros de su reino. En su origen una familia de sacerdotes zoroastras adoradores del fuego procedentes de Balj, los Barmakid no se habían convertido al islam hasta tiempos muy recientes. Jabir los convenció para que hiciesen revivir las awail, las ciencias antiguas, trayendo a expertos de la India para que tradujesen los primeros textos sánscritos al árabe.

En el punto culminante de este breve resurgir de las ciencias ancestrales, Jabir dedicó sus Ciento doce libros a los Barmakid, pero los ulama o sabios religiosos y los principales consejos de Bagdad protestaron. Querían regresar a los principios fundamentales quemando dichos libros y destruyendo el juego de ajedrez que, por su representación de formas humanas y animales, les parecía rayano en la idolatría.

Los Barmakid, sin embargo, reconocieron la importancia del ajedrez y de todos los símbolos de este. Lo consideraban una imago mundi, una imagen del mundo, una representación del modo en que la multiplicidad se genera cósmicamente a partir de la unidad: a partir del Uno.

Ya el diseño del propio tablero era una réplica de las primeras estructuras que habían sido dedicadas al misterio de la transformación del espíritu y la materia, el cielo y la tierra. Entre ellas se hallaba el diseño de los altares de fuego iraníes y védicos, e incluso de la estructura de la mismísima Kaaba, que existía incluso antes que la aparición del islam, al haber sido construida por Ibrahim y su primer hijo, Ismail.

Ante el temor de que una fuente de sapiencia tan poderosa pudiera ser destruida por motivos políticos o terrenales, la familia Barmakid dispuso con al-Jabir el traslado del ajedrez a un lugar seguro: a Barcelona, una ciudad situada junto al mar y cercana a los Pirineos. Una vez allí, esperaban que el gobernador musulmán Ibn al-Arabi, sufí beréber él mismo, pudiese brindarle protección. Tomaron la decisión en el momento más oportuno, pues poco después los Barmakid fueron apartados del poder, junto con al-Jabir, quien también cayó en desgracia.

Fue Ibn al-Arabi de Barcelona quien envió el juego de ajedrez a través de las montañas, apenas tres años después de recibirlo, a la corte de Carlomagno.

Y fue así como el mayor instrumento capaz de encerrar en su interior todo el saber atávico de Oriente fue a parar a las manos del primer gran rey de Occidente, de cuyo control en realidad nadie ha logrado arrebatarlo jamás en los últimos mil años.

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Shahin hizo una pausa y examinó el rostro de Charlot bajo la mortecina luz del fuego, que había quedado reducido a unos rescoldos rojizos. A pesar de que Charlot estaba sentado con la espalda erguida y las piernas cruzadas, permanecía con los ojos cerrados. Ya casi reinaba una oscuridad absoluta en el interior de la cueva, y hasta los caballos se habían dormido. Fuera, justo a la entrada de la cueva, la luna llena derramaba una palidez de color azul argentino sobre la nieve.

Charlot abrió los ojos y miró a su mentor con una expresión de máxima atención, actitud que no resultó desconocida para Shahin, pues había precedido muchas veces a una de las proféticas visiones del joven. Lo miraba como si tratara por todos los medios de vislumbrar algo semioculto tras un velo.

—El saber sagrado y el poder terrenal siempre han estado en conflicto, ¿no es así? —exclamó Charlot, como tratando de aventurar alguna conjetura—. Pero es el fuego precisamente lo que me resulta más inquietante. Jabir fue el padre de la alquimia islámica, y el fuego es uno de los ingredientes básicos en ese proceso. Y si sus propios protectores en Bagdad, los Barmakid, eran descendientes de los sacerdotes zoroastras o magi, sin duda sus ancestros tuvieron que haber mantenido los altares de fuego encendidos con la llama eterna. La palabra que existe en casi todas las lenguas, la que designa todos los oficios relacionados con ello: el herrero, el chamán, el cocinero, el carnicero, así como el sacerdote que dirige el sacrificio y quema la ofrenda en el altar, todos los procesos en el sacrificio y el fuego que en la antigüedad eran uno sólo… Esa palabra es mageiros: el mago, el gran maestro, el magno maestro de todos los misterios.

»Esos altares de fuego, al igual que los números indios, las tablas astronómicas, las ciencias awail de las que has hablado, igual que el propio juego del ajedrez… todo ello se originó en el norte de la India, en Cachemira, pero ¿qué es lo que los relaciona a todos entre sí?

—Espero que tu don pueda responder a esa pregunta —repuso Shahin.

Charlot miró con el semblante serio al hombre al que consideraba como su único padre.

—Tal vez haya perdido ese don —dijo al fin, la primera vez que de veras admitía esa idea, incluso dentro de los confines de su propio cerebro.

Shahin negó con la cabeza despacio.

Al-Kalim, ya sabes que tu llegada fue vaticinada entre nuestro pueblo. Estaba escrito que un día un nabi o profeta vendría del Bahr al-Azraq, el mar Azul, alguien capaz de hablar con los espíritus y seguir el tarikat, la vía mística hacia el conocimiento. Al igual que tú, sería un zaar, alguien de piel clara, ojos azules y pelo rojo; habría nacido ante los ojos de la «diosa», la figura pintada en los precipicios del Tassili a la que mi pueblo llama la Reina Blanca. La diosa lleva aguardando ocho mil años, pues tú eres el instrumento de su castigo, tal como fue profetizado. Está escrito: «Renaceré como el ave Fénix de entre las cenizas el día que las rocas y las piedras empiecen a cantar… y las arenas del desierto llorarán lágrimas de sangre… y será un día de justo castigo para la Tierra…».

»Ya sabes lo que se ha profetizado sobre ti, y lo que tú has profetizado sobre otros —añadió Shahin—, pero hay una cosa que ningún hombre puede saber, algo que ningún profeta, pese a lo grande que sea, puede llegar a ver jamás… y eso es, nada más y nada menos, que su propio destino.

—Entonces crees que, sea lo que sea lo que haya afectado a mi clarividencia, ¿puede tener algo que ver con… mi propio futuro? —exclamó Charlot, sorprendido.

—Creo que sólo hay un hombre capaz de responder a esa pregunta —contestó Shahin—. Saldremos mañana en su busca al Rif. Su nombre es Mulay ad-Darqawi, un gran shaij. Es aquel al que llaman el Viejo de la Montaña.

Todas las cosas están encerradas en sus contrarios: la ganancia en la pérdida, la entrega en el rechazo, el honor en la humillación, la riqueza en la pobreza, la fortaleza en la debilidad […] la vida en la muerte, la victoria en la derrota, el poder en la impotencia, y así con todo. Por tanto, si un hombre desea encontrar, bueno es que se conforme con perder […].

MULAY AL-ARABI AD-DARQAWI,

Rasa’il

Ermita de Bu-Berih, Marruecos

El Viejo de la Montaña, Mulay al-Arabi ad-Darqawi, el gran shaij de la orden sufí de Shadhili, se estaba muriendo. Pronto se hallaría más allá de aquel velo de ilusión. Llevaba muchos meses aguardando su muerte, y de hecho, la había esperado con ansia… al menos hasta esa mañana.

Esa mañana, todo había cambiado, todo era distinto.

Era una ironía divina, como el propio Mulay era capaz de comprender mejor que nadie. Se había preparado para morir en paz, para que Alá lo acogiera en su seno, tal como él mismo deseaba con toda su alma, y sin embargo, su dios tenía otra idea en mente.

¿Y por qué iba a ser una sorpresa? Mulay ad-Darqawi había sido sufí el tiempo suficiente para saber que cuando de Alá se trataba, lo más inesperado era siempre de esperar.

Y lo que Mulay ad-Darqawi esperaba en ese momento era un mensaje. Estaba tapado con una manta fina, tendido sobre la losa de piedra que siempre le había hecho las veces de cama, con las manos cruzadas a la altura del pecho mientras esperaba. Junto a su lecho había un enorme tambor de cuero con un solo palillo sujeto a un costado. Había pedido que se lo llevasen allí, a su lado, por si llegaba a necesitarlo, como estaba seguro de que muy pronto ocurriría.

Tumbado sobre su espalda, fijó la mirada en el techo, hacia el único ventanuco, la claraboya de su aislada ermita, la zawiya, la «celda» o «rincón»; aquel diminuto edificio de paredes de piedra enjalbegadas en lo alto de la montaña que durante tanto tiempo le había servido de morada alejada del mundo. También le serviría de tumba, pensaba irónicamente, en cuanto él mismo se convirtiese en una reliquia sagrada.

Fuera, sus seguidores ya estaban esperando. Centenares de fieles se arrodillaban en el suelo nevado rezando en silencio sus plegarias. Bueno, que esperen, pensó. Es Alá quien decide aquí los tiempos, no yo. ¿Para qué iba a hacer esperar así a un anciano decrépito a menos que se tratase de algo importante?

¿Y por qué otra razón iba a haberlos llevado Él hasta allí, a la montaña? Primero había sido el iniciado bektasí, Kauri, quien había encontrado cobijo allí tras huir de los tratantes de esclavos. El muchacho había insistido todos aquellos meses en que era uno de los protectores del mayor de los secretos, junto a otra muchacha que seguía desaparecida. Según el joven, la muchacha había sido apresada por las fuerzas del sultán Mulay Sulimán, lo cual convertía en tarea difícil si no imposible su liberación. Hija de Alí Bajá Tebeleni, la muchacha había recibido el encargo de proteger con su vida aquella reliquia por parte del mismísimo gran pir bektasí, Baba Shemimi, hacía casi un año, una reliquia que Mulay ad-Darqawi nunca había creído que fuese algo más que un mito.

Sin embargo, aquella mañana, tendido sobre lo que no tardaría en convertirse en su lecho de muerte, Mulay ad-Darqawi había comprendido al fin que toda la historia tenía que ser cierta: en esos momentos, el sultán Sulimán estaba ya muerto, y su séquito no tardaría en huir y dispersarse como las hojas llevadas por el viento. Había que encontrar a la muchacha antes de que fuese demasiado tarde. Además, ¿qué habría sido de la valiosa reliquia que le había sido confiada a la joven?

El shaij ad-Darqawi sabía que era la voluntad de Alá que él y sólo él respondiese a aquellas preguntas, que sacase fuerzas de flaqueza y realizase un último esfuerzo para llevar a cabo aquella tarea final que se le encomendaba. No debía desfallecer. Sin embargo, para conseguirlo, antes necesitaba la señal.

A través de la abertura en el techo, Mulay ad-Darqawi vislumbró el discurrir de las nubes por el cielo. Los trazos que dibujaban se le antojaron una especie de escritura. El cálamo místico de Alá, pensó. Hacía mucho tiempo que El cálamo se hallaba entre los suras favoritos del Sagrado Corán para ad-Darqawi, el que ayudaba a explicar cómo fue escogido el Profeta precisamente para escribir el texto sagrado, sobre todo teniendo en cuenta que Alá, el más Misericordioso y Compasivo, el que conoce sabe todas las cosas, sin duda era consciente de que Mahoma —la paz sea con él— no sabía leer ni escribir.

Pese a este hecho, o puede que precisamente por ello, fue al analfabeto Mahoma a quien Alá eligió como mensajero de Sus Revelaciones. Entre Sus primeras órdenes al Profeta se hallaban la de que leyera y escribiese. Nuestro Señor siempre nos pone a prueba, pensó ad-Darqawi, insistiendo en algo que, a primera a, puede parecemos imposible.

Había sido muchas décadas atrás, en la época en que el propio Mulay ad-Darqawi era un joven discípulo del camino sufí, cuando este había aprendido a separar la verdad de la vanidad, el grano de la paja. Entonces había descubierto que se podía sembrar en el dolor y la penuria aquí en la tierra para poder cosechar los frutos de la dicha y la riqueza en el más allá. Y tras muchos años de perseverar en el arte de la paciencia y la intuición, al fin había descubierto el secreto.

Había quienes lo llamaban una paradoja… como un velo, una ilusión que creamos nosotros mismos. Algo de gran valor invisible para nosotros, pese a tenerlo delante de nuestros propios ojos. Los adeptos llamaban a Jesús de Nazaret «la Piedra Rechazada por los Arquitectos», mientras que los alquimistas se referían a ello como la Prima Materia, la Materia Prima, el Origen.

Todos los maestros que habían hallado la Vía habían dicho lo mismo: un descubrimiento de gran simplicidad, y como todas las cosas sencillas, imponente por su magnitud. Y pese a todo también estaba envuelto en un velo de misterio, porque ¿acaso no había dicho el Profeta: «Inna lillahi la-sab’ina alfa hijabin min nurin wa zulmatin», «Posee Alá setenta mil velos de luz y oscuridad»?

¡El velo! ¡Eso era lo que parecían aquellas nubes, las nubes que sobrevolaban el techo sobre su cabeza! Entrecerró los ojos para poder estudiarlas mejor, pero en ese preciso instante, justo cuando las nubes indolentes se desplazaban más allá del campo visual de Mulay ad-Darqawi, se dispersaron. Y allí arriba, en el cielo, creyó ver un enorme triángulo equilátero formado por entero por nubes y plumaje, cual gigantesco árbol piramidal con infinidad de ramas…

En un destello de lucidez, Mulay ad-Darqawi vio el significado: tras el Velo se hallaba el Árbol de la Iluminación. Detrás de ese velo en concreto, tal como Mulay comprendió en ese instante, se hallaba la iluminación del tarikat, la Vía Secreta oculta en el juego de ajedrez creado por al-Jabir al-Hayan hacía más de un milenio. Y también la pieza que en esos momentos buscaban sus condiscípulos sufíes: la pieza que Baba Shemimi había protegido.

El propio muchacho, a pesar de haberla sostenido en la mano, no había llegado a verla en ninguna ocasión, pues la cubría un velo de un material oscuro. Como confidencia, le reveló al shaij Darqawi que le habían dicho que se trataba de una de las piezas más importantes, acaso la clave de absolutamente todo: la Reina Negra.

Gracias a su visión, en ese momento Mulay ad-Darqawi creía saber con toda exactitud la ubicación precisa del lugar donde el sultán Sulimán o sus fuerzas habían escondido la pieza. Al igual que la Prima Materia, como la Piedra Secreta, estaría escondida a la vista de todos, pero al mismo tiempo, también aparecería velada. Si ad-Darqawi moría en ese momento, antes de compartir su visión, puede que aquel secreto milenario muriese con él.

El anciano hizo acopio de las escasas fuerzas que le quedaban para apartar de sí la manta, levantarse del lecho y sostenerse por sus propios medios, descalzo, sobre el frío suelo de piedra. Con manos trémulas y frágiles, sujetó el palillo del tambor con la máxima firmeza posible e inspiró hondo. Precisaba de todas sus energías para poder tocar el redoble familiar para los sufíes de Shadhili.

Mulay ad-Darqawi encomendó su alma a Alá.

Y empezó a tocar el tambor.

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Kauri oyó un sonido que no había vuelto a oír desde que abandonara la Tierra Blanca… ¡el sonido del redoble de un tambor sufí! Aquello sólo podía significar que estaba sucediendo algo de suma importancia. La muchedumbre de dolientes también lo oyó, y uno a uno se fueron incorporando e interrumpiendo sus oraciones.

Mientras Kauri permanecía de rodillas en la nieve junto a los centenares de fieles allí congregados para aguardar la muerte del shaij Darqawi, estiró el cuello para percibir mejor el débil sonido del tambor, tratando de adivinar el significado de su mensaje. Sin embargo, un sentimiento de frustración se apoderó de él, pues no se asemejaba a ninguna otra cadencia que hubiese escuchado jamás. Del mismo modo que cada tambor poseía una voz propia, Kauri sabía que cada ritmo entrañaba una importancia distinta, una trascendencia que sólo estaba al alcance de oídos iniciados en su significado específico.

Sin embargo, más desconcertante aún que el sonido de aquel redoble incomprensible era su lugar de procedencia: la zawiya, la celda de piedra del shaij Darqawi, donde el santo yacía moribundo. La multitud murmuraba sumida en la más absoluta perplejidad, pues sólo podía ser el propio Darqawi quien estuviese tocando el tambor. Kauri rezó porque aquello también significara que aún quedaba algún atisbo de esperanza.

Durante diez meses, desde que había conseguido huir de los comerciantes de esclavos que lo habían encadenado tras la llegada del barco al muelle marroquí, Kauri había tratado en vano de averiguar la suerte que había corrido Haidée y la pieza de ajedrez llamada la Reina Negra. Ninguna de sus indagaciones, ni las de los sufíes de Shadhili, ni siquiera del mismísimo shaij, habían arrojado ni una sola pista acerca del paradero de ambas. Era como si a la muchacha y a esa clave fundamental del legado secreto de al-Jabir se las hubiera tragado la tierra.

A medida que Kauri seguía escuchando, parecía que los golpes de tambor procedentes del interior de la celda se hacían cada vez más sonoros y firmes. A continuación advirtió movimiento en el extremo de la multitud arrodillada. Uno a uno, los hombres se iban poniendo en pie para abrir paso a algo que se desplazaba en su dirección. A pesar de que Kauri no distinguía aún de qué se trataba, oyó los murmullos de la gente a su alrededor.

—Son dos jinetes a caballo —dijo su vecino con la voz entrecortada, con una mezcla de miedo y estupor—. Dicen que tal vez sean ángeles. ¡El santo está tocando el redoble sagrado del Cálamo!

Kauri miró al hombre con gesto de perplejidad, pero este no lo miraba a él, sino por encima de su hombro. El joven volvió la cabeza hacia el extremo donde la muchedumbre se separaba para abrir paso a quienquiera que se dirigiese hacia ellos.

Un hombre montado a horcajadas sobre un caballo pálido avanzaba entre la multitud, seguido de otro jinete. Cuando Kauri divisó las túnicas blancas del desierto y el pelo cobrizo cayendo en cascada sobre los hombros, la imagen le recordó aquellos iconos prohibidos de Jesús el Nazareno que los sacerdotes custodiaban en la fortaleza y monasterio de San Pantaleón, en la isla de Nisi, el lugar donde había estado escondida la Reina Negra.

Pero además, el jinete que seguía al primero supuso una revelación aún mayor: ¡llevaba el litham añil! Kauri se puso en pie de inmediato y echó a correr con los demás… ¡Era su padre, Shahin!

Mezquita de al-Qarawiyin, Fez, Marruecos

El resplandor del crepúsculo se había extinguido y la oscuridad lo había impregnado todo. Las cubiertas de teja lacada de la mezquita de al-Qarawiyin relucían iluminadas por las antorchas del patio. Los arcos de herradura que rodeaban el contorno del patio se hallaban sumidos ya en la penumbra cuando Charlot, a solas, cruzó la amplia extensión descubierta del suelo de azulejos blancos y negros de camino al isha, la última oración de la noche.

Había llegado lo más tarde posible, pero aún con tiempo suficiente para entrar en la mezquita con el último grupo de fieles de la jornada. Para entonces, Shahin y Kauri, quienes ya se hallaban en el interior, habrían conseguido ya dar con un buen escondite, según lo planeado. Shahin había considerado que lo mejor era que Charlot llegase allí por su cuenta, al caer la noche, porque a pesar de que llevaba el pelo rojo completamente oculto bajo un turbante y su gruesa chilaba, durante el día, el azul lavanda de sus ojos podía levantar sospechas.

Cuando Charlot llegó al patio de la fuente, los más rezagados estaban realizando sus abluciones antes de entrar en el santuario. Se quitó rápidamente los zapatos junto a ellos, en la pileta, con la precaución de no levantar la mirada en ningún momento. Cuando hubo acabado de lavarse las manos, la cara y los pies, se metió disimuladamente los zapatos en la bolsa que llevaba debajo de la chilaba para que nadie los encontrase allí fuera cuando todos hubieran abandonado la mezquita para retirarse a sus casas.

Demorándose un poco más de la cuenta hasta que entrasen los otros, Charlot empujó las enormes puertas labradas de la mezquita y se adentró en el interior silencioso y precariamente iluminado, un bosque de columnas blancas que se multiplicaban en todas direcciones, centenares de ellas hasta donde alcanzaba a divisar la vista. Entre ellas, los fieles ya se hallaban postrados sobre sus alfombras de oración, mirando hacia el este.

Charlot se detuvo junto a la puerta para examinar el recinto a partir del esbozo de la mezquita que les había proporcionado el shaij. Pese a la calidez de su vestimenta y el leve resplandor que provenía de las lámparas de aceite distribuidas por toda la sala, Charlot no pudo evitar sentir un horrible escalofrío. Se echó a temblar, pues lo que estaba haciendo no sólo era extremadamente peligroso, sino que estaba prohibido.

La de al-Qarawiyin era una de las mezquitas más veneradas y también de las más antiguas, pues había sido fundada hacía cerca de mil años por Fátima, una acaudalada mujer originaria del lugar que le daba nombre, la ciudad tunecina de Kairuán: la cuarta ciudad santa del islam después de La Meca, Medina y Jerusalén.

Tan sagrada era aquella mezquita que la mera entrada en su interior por parte de un giaour o infiel como él podía castigarse con la muerte. Aunque había sido educado por Shahin y conocía bien todo lo relacionado con la fe de este, no podía prescindir del hecho de que la madre de Charlot había sido novicia y su padre natural, un obispo de la Iglesia católica de Francia.

En realidad, en todos los sentidos, pasar la noche allí, en aquel lugar sagrado, tal como el shaij había aconsejado, era del todo impensable. Quedarían atrapados allí como pájaros en una jaula, sin posibilidad de moverse en su elemento.

Sin embargo, el shaij ad-Darqawi les había asegurado en un tono etéreo —que indicaba que conocía ya muy bien las lenguas de los ángeles— que sabía por boca de la máxima autoridad que hallarían la pieza de ajedrez en el interior de la gran mezquita de al-Qarawiyin, y que también sabía dónde estaba escondida: «Tras el velo, en el interior de un árbol. Seguid la parábola de “La luz” y sin duda la encontraréis».

Alá dirige hacia Su Luz a quien Él quiere,

y propone parábolas a los hombres,

pues Alá es omnisciente.

El Corán, sura XXIV, «La luz», 35

—La aleya «La luz» es uno de los versículos más famosos del Corán —explicó Kauri a Charlot en un susurro. Estaban ocultos tras un grueso tapiz en la sala funeraria de la mezquita, donde los dos se habían sentado en el suelo, escondidos con Shahin todas aquellas horas, desde que la oración del isha había concluido y habían cerrado la mezquita hasta el día siguiente.

Según el shaij ad-Darqawi, el único ocupante de la colosal mezquita desde ese momento y hasta que amaneciese era el muwaqqit, el guardián del tiempo, pero permanecía encerrado toda la noche en su cámara privada en lo alto del minarete, utilizando instrumentos muy complejos (un astrolabio y un reloj que el rey Luis XIV de Francia había regalado a la famosa mezquita) para realizar sus importantes cálculos: el momento preciso para el fayr, la siguiente de las cinco oraciones canónicas prescritas por el Profeta y que tenía lugar entre el primer rayo del alba y el amanecer. Permanecerían a salvo en aquella estancia hasta entonces, cuando abriesen las puertas. Luego podrían confundirse entre los primeros fieles de la mañana y marcharse.

Kauri siguió hablando en susurros, a pesar de que no había nadie cerca que pudiese oírlo.

—La aleya «La luz» comienza afirmando que debe tomarse como una parábola, como una especie de código cifrado relacionado con «la luz de Dios». En ella aparecen cinco claves: una hornacina, un pabilo, un recipiente de vidrio, un árbol y algo de aceite. Según mi maestro, Baba Shemimi, estos son los cinco pasos secretos hacia la iluminación si logramos descifrar el significado, aunque los eruditos llevan cientos de años discutiendo su significado sin llegar a ninguna solución concluyente. No estoy seguro de por qué el shaij Darqawi creía que eso nos conduciría aquí, a la mezquita, ni cómo podría ayudarnos a encontrar la Reina Negra…

Kauri dejó de hablar al ver la súbita transformación en el semblante de Charlot, como si se acabase de apoderar de este una especie de emoción descontrolada. Tenía el rostro demudado y parecía tener problemas para respirar en el reducido espacio. Sin previo aviso, se había puesto de pie precipitadamente y había apartado a un lado la pesada cortina. Kauri miró rápidamente a su padre sin saber qué hacer, pero Shahin también se había levantado y había sujetado a Charlot del brazo. Parecía tan conmocionado como este.

—¿Qué ocurre? —dijo Kauri, y salió de su escondite para empujar a los dos hombres detrás del tapiz de nuevo antes de que alguien descubriese su presencia allí. Charlot negó con la cabeza y sus ojos azules se empañaron al mirar a Shahin.

—Mi destino, dijiste, ¿no es así? —le preguntó a este con una amarga sonrisa—. Puede que lo que bloqueaba mi clarividencia no tuviese nada que ver con Kauri. Dios mío… ¿cómo es posible? Y pese a todo, sigo sin poder verlo.

—Padre, ¿qué ocurre? —repitió Kauri, aún hablando en susurros.

—Lo que acabas de contarnos tiene que ser imposible —le contestó Shahin—. Es una auténtica paradoja, porque la pieza que hemos venido a buscar aquí, a la mezquita, esta noche, la pieza que sacaste de Albania hace once meses, no puede ser la Reina Negra de al-Jabir al-Hayan… porque nosotros tenemos la Reina Negra en nuestro poder. Antaño perteneció a Catalina la Grande, y fue arrebatada de las manos del nieto de esta, Alejandro, hace más de quince años… por el propio padre de Charlot, el príncipe Talleyrand, quien nos la entregó a nosotros. ¿Cómo es posible que también la tuviera Alí Bajá?

—Pero… —intervino Kauri— Baba Shemimi nos aseguró que los bektasíes de Albania y Alí Bajá han poseído esa pieza durante más de treinta años… Haidée fue elegida por Baba Shemimi porque el padre natural de esta, lord Byron, tuvo parte en esta historia. Debíamos llevársela a él para que la protegiera.

—Tenemos que encontrar a la muchacha cuanto antes —dijo Charlot a Kauri—. Su papel puede ser crucial en todo cuanto nos queda por delante, pero antes ¿hay algún modo de que puedas descifrar esa parábola?

—Creo que tal vez ya la he descifrado —repuso Kauri—. Debemos empezar en el lugar de la oración.

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Era casi medianoche. Una vez seguros de que el muwaqqit dormía profundamente, Shahin, Charlot y Kauri bajaron sigilosamente los escalones que descendían desde la sala elevada de la mezquita funeraria.

Abajo, la Gran Mezquita estaba desierta. En el espacio que se extendía por debajo de las cinco cúpulas abovedadas reinaba La misma quietud que en el mar abierto bajo un cielo tachonado de estrellas.

Kauri había dicho que el único sitio de la mezquita «tapado cor un velo» tal como había recalcado el shaij, era el hueco donde se hallaba la hornacina de oración… y la hornacina en sí componía el primer paso de la parábola en la aleya «La luz».

En el interior de aquella misma hornacina se encontraba el pabilo siempre encendido, que a su vez se hallaba encerrado en el interior de un recipiente de vidrio, que lo rodeaba «como si fuera una estrella fulgurante, que se enciende de un árbol bendito». El árbol del versículo era un olivo, que emitía una intensa luz gracias a un aceite incandescente… un aceite mágico, en este caso, pues «el fuego apenas lo toca».

Los tres hombres se deslizaron sin hacer ruido entre las columnas de mármol y se dirigieron a la hornacina de la oración, situada en el muro del fondo de la mezquita. Cuando llegaron hasta allí y atravesaron los cortinajes, se detuvieron ante la hornacina y observaron con atención el pabilo, dentro del llameante recipiente de cristal.

Fue Charlot quien habló al fin.

—Dijiste que el siguiente paso del versículo coránico sería un árbol, pero ahí yo no veo nada ni remotamente parecido.

—Tenemos que retirar el velo —dijo Shahin, señalando la cortina de separación por la que acababan de pasar—. El árbol debe de estar al otro lado, dentro de la mezquita.

Cuando retiraron los cortinajes para volver a entrar en la mezquita, vieron lo que antes no habían sabido reconocer como la clave final: ante sus ojos, suspendida por su pesada cadena de oro de la cúpula central de la gran mezquita de al-Qarawiyin, estaba la gigantesca lámpara colgante, encendida con el fulgor de un millar de lámparas de aceite, muchas de ellas con forma de luminosas estrellas y soles. Desde el lugar donde estaban, colgada allí, de la bóveda central, recordaba a un boceto antiguo del Árbol de la Vida.

—El árbol y el aceite ahí aparecen juntos: la señal —anunció Shahin—. Puede que no sea la iluminación que Baba Shemimi tenía pensada para mi hijo, pero al menos puede que nos ilumine lo suficiente para descubrir si hay o no otra Reina Negra ahí arriba.

Tuvieron la fortuna de que el engranaje que accionaba la lámpara estuviese bien engrasado, pues lograron bajarla sin hacer ruido. Aun así, les costó a los tres un esfuerzo sobrehumano conseguirlo… aunque les invadió un enorme sentimiento de decepción al ver que sólo bajaba la distancia suficiente para que los ayudantes de la mezquita rellenasen o volviesen a encender las lámparas de aceite con velas o tubos muy largos. Cuando hubo alcanzado su altura mínima, la lámpara aún seguía suspendida a tres metros del suelo.

A medida que el sol proseguía su inexorable recorrido hacia el amanecer, a los tres hombres fue invadiéndoles una profunda sensación de pánico. ¿Cómo iban a llegar hasta aquel «árbol»? Al final, tomaron una decisión. Kauri, el que menos pesaba de los tres, se quitó la ropa de abrigo, conservó únicamente su caftán, y con la ayuda de Charlot, trepó hasta los hombros de su padre. El muchacho se encaramó a las pesadas ramas de la lámpara con cuidado de no rozar los numerosos platillos de aceite luminoso.

Shahin y Charlot lo observaban desde abajo mientras, con el máximo sigilo y agilidad, Kauri trepaba por el árbol, rama a rama. Cada vez que se excedía en la brusquedad de sus movimientos, la gigantesca lámpara oscilaba levemente, amenazando con derramar un poco de aceite. Charlot se sorprendió conteniendo la respiración y tuvo que hacer un esfuerzo para calmar su pulso acelerado.

Kauri llegó al extremo superior de la lámpara colgante, puede que hasta casi dieciocho metros de altura, más de la mitad de la altura total de la cúpula. Miró hacia abajo, donde Charlot y Shahin aguardaban con gesto expectante, y a continuación negó con la cabeza para indicar que allí arriba no estaba la Reina Negra.

«¡Pero tiene que estar ahí!», exclamó Charlot para sus adentros, con una mezcla enfebrecida de angustia y duda. ¿Cómo podía no estar ahí? Habían tenido que soportar tantas penalidades para llegar hasta allí… Su viaje a través del gran desierto y las montañas; la captura de Kauri y su huida desesperada de las garras de la esclavitud; el sufrimiento de la muchacha, dondequiera que estuviese. Y luego aquella paradoja.

¿Acaso la clarividencia de Mulay ad-Darqawi se había visto tan mermada como la suya propia? ¿Había habido algún error? ¿Habría malinterpretado el shaij el mensaje de Alá?

Y entonces la vio.

Al observar la colosal lámpara desde abajo, Charlot creyó ver algo que no acababa de estar bien alineado. Se desplazó hasta el centro exacto de la estructura y volvió a alzar la vista. Allí, en el corazón mismo de la lámpara, vio una sombra oscura.

Charlot levantó la mano e hizo señas a Kauri, a varios metros de altura. El muchacho inició su vacilante descenso, mucho más difícil que la ascensión, pues debía ir bajando paso a paso sorteando el millar de platillos de aceite ardiendo.

Shahin se colocó junto a Charlot bajo el árbol y observó el descenso de su hijo. Cuando Kauri hubo llegado al extremo inferior de la lámpara, se colgó de la última hilera y Shahin envolvió las piernas de su hijo con sus propios brazos para sujetarlo con fuerza. Salvo por un breve suspiro para coger aire por parte de Shahin, todas las maniobras se habían llevado a cabo en completo silencio.

Los tres se sentaron en el suelo y levantaron la mirada hacia el centro hueco de la lámpara, donde había sido insertado el pedazo de carbón. Tenían que sacarlo de allí, y además, cuanto antes, para poder levar la lámpara de nuevo a su sitio antes de que el almuédano llamase a la oración del alba.

Charlot hizo una señal a Shahin, quien separó ampliamente las piernas y juntó las manos a modo de estribo para que el primero se encaramase a ellas. Charlot trepó a los hombros de Shahin y trató de mantener el equilibrio al tiempo que extendía el brazo y trataba de alcanzar el centro de la lámpara. Rozó la pieza con los dedos, pero no conseguía asirla. Hizo una seña a Kauri y extendió la mano. El joven trepó por los cuerpos de ambos hombres y volvió a colgarse de la primera hilera de platillos de aceite, hasta colocarse por encima de donde se hallaba el trebejo. Introdujo el brazo en el centro de la lámpara y empujó hacia abajo el pedazo de carbón, que se movió e inició su intermitente descenso hacia la mano extendida de Charlot.

En ese preciso instante, una sonora campanada semejante al sonido de un gong quebró el silencio de la inmensa sala. Parecía proceder de algún lugar de arriba, hacia la entrada. Charlot se estremeció y retiró la mano un momento para recobrar el equilibrio… cuando de repente todo se puso del revés. Kauri había tratado de atrapar el pedazo de carbón desde arriba intentando detener su descenso, pero no lo había conseguido. Shahin se tambaleó bajo el peso en extremo inestable, Charlot se cayó de los hombros de este hasta el suelo y se fue rodando a un lado justo cuando el pesado trozo de carbón se estrellaba con gran estrépito, como un meteorito, contra el suelo alfombrado de mármol, desde tres metros de altura.

Charlot se levantó y, presa del pánico, corrió a recoger la pieza mientras las ensordecedoras campanadas seguían retumbando en las columnas marmóreas, con un eco amplificado por la acústica de las cúpulas huecas. Kauri se columpió en la hilera inferior de la lámpara balanceante y se arrojó al suelo bajo una lluvia de aceite caliente. Los tres juntos se disponían a emprender la huida…

Cuando de repente, el ruido cesó.

La estancia volvió a quedar sumida en un silencio sobrecogedor.

Charlot miró el rostro atónito de sus compañeros y entonces lo comprendió, y se echó a reír pese al peligro que aún seguía suspendido en el aire, cercándolos.

—Han sido doce campanadas, ¿verdad? —dijo en un susurro—. Eso sería medianoche. ¡Me había olvidado del muwaqqit y su puñetero reloj francés de péndulo!

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Tras la primera oración de la mañana, Charlot y sus compañeros, confundiéndose con el resto de los fieles, atravesaron las puertas del patio en dirección a las calles de Fez.

Ya había amanecido, y el sol lucía como un disco de filigrana a través del velo plateado de niebla que empezaba a dispersarse. Para llegar a la puerta más cercana de la ciudad amurallada debían atravesar primero la medina, que ya bullía con el trasiego de los mercaderes de legumbres y viandas, el aire impregnado del denso y exótico aroma a agua de rosas y almendras, sándalo, azafrán y ámbar. El mayor y el más intrincado barrio comercial de Marruecos, la medina de Fez, era un confuso laberinto donde, tal como sabía todo el mundo, era muy fácil perderse.

Sin embargo, Charlot no empezaría a sentirse seguro con el preciado trebejo oculto en la bolsa que llevaba bajo la chilaba basta pisar el otro lado de los muros que aprisionaban la ciudad, paredes que se alzaban imponentes alrededor de los tres hombres como las murallas de una fortaleza medieval. Tenía que salir de allí, al menos el tiempo suficiente para dejar de contener el aliento y poder respirar tranquilo. Además, sabía que debían encontrar un lugar adecuado para esconder la pieza de ajedrez algún tiempo, al menos hasta que diesen con alguna pista sobre el paradero de la muchacha que acaso fuese la clave del misterio.

En el interior de la medina, no demasiado lejos de la mezquita, se hallaba la famosa madrasa al-Attarin, de quinientos años de antigüedad, uno de los centros religiosos más bellos del mundo, con sus puertas de madera de cedro tallada y sus enrejados, las paredes revestidas de azulejos de vivos colores y caligrafía dorada. Mulay ad-Darqawi les había contado que desde el tejado de la madraza, que estaba abierto al público, se veía una vista magnífica de la totalidad de la medina, lo cual les permitiría trazar su ruta de salida y, lo que era aún más importante, Charlot sentía que algo lo atraía hacia aquel lugar. Algo lo aguardaba allí dentro… aunque no podía ver lo que era.

Una vez arriba, junto a sus compañeros, Charlot contempló la medina, tratando de orientarse. A sus pies se desplegaba el dédalo de callejuelas estrechas entreveradas con tiendas y zocos, casas de color beis con jardincillos, fuentes y árboles. Pero justo debajo de donde ellos estaban, justo allí abajo, en el zoco de al-Attarin, a los pies de los muros de la madrasa, Charlot vio algo asombroso. Lo vio con su don. La visión que había estado esperando, la visión que bloqueaba todas las demás.

Cuando acertó a comprender lo que era, se le heló la sangre en las venas: era un mercado de esclavos.

Nunca había visto nada parecido en toda su vida, y sin embargo, ¿cómo podía equivocarse? A sus pies había centenares de mujeres encerradas en rediles vallados como animales en un corral, encadenadas las unas a las otras mediante grilletes en los pies. Permanecían de pie inmóviles, con la cabeza agachada, todas con la mirada clavada en el suelo como si les diera vergüenza mirar a la tarima a la que se dirigían, la plataforma sobre la que los comerciantes exhibían su mercancía.

Sin embargo, una de ellas levantó la vista. Lo miró directamente a él, además, con aquellos ojos plateados, como si esperara encontrarlo allí.

No era más que una chiquilla, pero su belleza era arrebatadora. Sin embargo, había algo más, y es que Charlot comprendió en ese momento la razón por la que había perdido la memoria. Supo que, aunque le costase su propia vida, aunque costase el juego mismo, tenía que salvarla a toda costa, tenía que rescatarla de aquel pozo de injusticia. Al fin lo entendió todo: supo quién era ella y lo que debía hacer él.

Kauri sujetó a Charlot del brazo con fuerza.

—¡Dios mío! ¡Es ella! —exclamó, con la voz trémula de emoción—. ¡Es Haidée!

—Lo sé —contestó Charlot.

—¡Tenemos que rescatarla! —lo apremió Kauri, sin soltarle el brazo.

—Lo sé —repitió Charlot.

Pero cuando Charlot sumergió su mirada en los ojos de la joven, incapaz de apartarla de ella, descubrió algo más, algo que no podía compartir con nadie, al menos hasta que comprendiese exactamente qué podía significar todo aquello.

Descubrió que era la propia Haidée quien había bloqueado su don de la clarividencia.

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Tras consultarlo brevemente con Shahin en lo alto de la cubierta, habían urdido su plan, el más sencillo posible dado el escaso margen de tiempo del que disponían, y aun así estaría plagado de dificultades y peligro.

Sabían que les resultaría imposible secuestrar o abrir una vía de escape para la muchacha en medio de semejante muchedumbre de gente. Acordaron que Shahin se adelantaría a buscar los caballos que los llevarían lejos de Fez mientras Charlot y Kauri, haciéndose pasar por un rico comerciante francés de esclavos de Jas colonias y su sirviente, comprarían a Haidée por el precio que fuese y acudirían a su encuentro en el extremo oeste de la medina, una zona aislada no muy lejos de la puerta noroccidental, un lugar donde la salida del grupo de la ciudad podría pasar más inadvertida.

Cuando Kauri y Charlot bajaban hacia la multitud de compradores que esperaban la primera tanda de esclavos para su subasta, Charlot sintió cómo se iban apoderando de él una tensión y un miedo cada vez más intensos. Al deslizarse entre la densa masa de hombres, su visión de los corrales humanos se vio interrumpida temporalmente, pero no le hacía falta ver el rostro de los allí retenidos como reses de ganado aguardando ser llevadas al matadero para oler el profundo miedo que sentían.

Su propio miedo no era menos aterrador. Habían empezado subastando a los niños. A medida que cada lote de chiquillos era conducido del redil a lo alto de la tarima de subastas, en grupos de cincuenta, los subastadores los despojaban de sus ropas, les examinaban el pelo, la orejas, los ojos, la nariz y los dientes y a continuación establecían un precio de salida para cada uno de ellos. Vendían a los niños más pequeños en lotes de diez o de veinte, y a los lactantes los subastaban junto con sus madres… para sin duda revenderlos luego, una vez destetados.

La creciente repulsión y el horror extremo que sentía Charlot eran casi insoportables, pero sabía que debía mantener aquellas emociones bajo control hasta que lograse localizar con exactitud a Haidée. Miró a Kauri y luego señaló con la cabeza hacia un hombre vestido con un caftán a rayas que estaba de pie junto a ellos, entre la multitud.

—Señor —se dirigió a él Kauri, hablándole en árabe—, mi amo es un comerciante de una prominente plantación de azúcar en el Nuevo Mundo. Precisamos mujeres en nuestras colonias, tanto para los esclavos como para los colonos sin hijos. Mi amo ha venido hasta aquí con la intención de obtener hembras de calidad para la reproducción, pero no estamos familiarizados con las costumbres en las subastas de estas partes del mundo. ¿Seríais vos tan amable como para informarnos sobre cuál suele ser el procedimiento? Lo cierto es que nos han llegado rumores de que en la subasta de hoy podría haber mercancía de gran calidad, tanto de oro negro como de oro blanco.

—Vuestras fuentes os han informado correctamente —contestó su interlocutor, a todas luces orgulloso de saber algo que aquellos forasteros ignoraban—. Los lotes de hoy proceden directamente del personal del palacio del recién fallecido sultán Mulay Sulimán, lo mejor de lo mejor. Y sí, tanto las costumbres como los precios aquí son muy distintos de los de otros mercados de esclavos, incluso del de Marrakech, el mayor mercado de esclavos de todo Marruecos, donde se venden cinco o seis mil humanos todos los años.

—¿Distintos? ¿Cómo? —inquirió Charlot, percibiendo cómo la ira que sentía ante la falta de sensibilidad de aquel hombre empezaba a devolverle parte de sus fuerzas.

—En el comercio occidental, como en Marrakech —contestó el hombre—, veréis que los hombres sanos y fuertes son los más solicitados para su envío a las plantaciones como la vuestra en las colonias europeas, mientras que para las exportaciones a Oriente, son los jóvenes eunucos los que alcanzan los precios más altos, pues son tan preciados como las concubinas por los turcos otomanos acaudalados. Sin embargo, aquí en Fez, por los chicos de entre cinco y diez años no se pagan más de doscientos o trescientos dinares por cada uno, mientras que las muchachas de esa misma edad valen más del doble de eso. Y una niña que ya esté en la edad de procrear, si es hermosa, pubescente y todavía virgen, puede llegar a alcanzar un valor de hasta mil quinientos dinares, más de mil livres francesas. Puesto que estas muchachas son las más exquisitas y las más solicitadas por estos pagos, si disonéis del dinero no habréis de esperar demasiado. Siempre las subastan al principio, justo después de los niños.

Dieron las gracias al hombre por su información. Charlot, desesperado al oír esas palabras, había agarrado a Kauri por el nombro y en ese momento empezó a hacerlo avanzar a empellones hasta las primeras filas de la multitud reunida para poder ver mejor la tarima donde tenían lugar las subastas.

—¿Cómo vamos a conseguirlo? —le susurró Kauri a Charlot, pues era evidente que ya no estaban a tiempo de reunir semejante suma de dinero, aun sabiendo cómo.

Cuando llegaron a la cabecera de la masa de gente, Charlot respondió en voz baja:

—Hay una manera.

Kauri lo miró con los ojos abiertos como platos, con gesto inquisitivo. Sí, en realidad sí había una manera, tal como sabían ambos, de conseguir una suma tan elevada de dinero de forma rápida, a pesar de lo que semejante decisión pudiese llegar a costarles. Pero ¿acaso tenían elección?

No había tiempo para pensar otras posibles soluciones. Casi como si la mano del destino lo hubiese asido súbitamente, Charlot notó que el terror le atenazaba la espina dorsal. Volvió a mirar a la tarima y sintió cómo le daba un vuelco el corazón al reconocer la figura esbelta de Haidée, su desnudez cubierta únicamente por su larga y abundante melena suelta, subiendo a la plataforma con un grupo de otras muchachas, encadenadas unas a otras mediante grilletes plateados sujetos a la muñeca izquierda y el tobillo de cada una de ellas.

Mientras Kauri montaba guardia para protegerlo de las miradas de cuantos los rodeaban, Charlot hurgó en el interior de su túnica como si únicamente se estuviese despojando de la chilaba externa, pero en realidad metió una mano en el interior del caftán y extrajo la Reina Negra de su funda de cuero para examinarla. Sacó su afilado bousaadi, arañó con él parte del carbón que cubría el trebejo y a continuación, del oro puro y dúctil, arrancó con el cuchillo una única y valiosísima piedra. Atrapó la gema con la mano, una esmeralda del tamaño de un huevo de codorniz. Devolvió la Reina Negra a su funda, se desató la bolsa de la cintura, volvió a ponerse la chilaba y le pasó la bolsa a Kauri.

Sujetando con fuerza la piedra lisa en la mano, Charlot avanzó a solas hasta la primera fila y se colocó directamente bajo la tarima donde se hallaba la hilera de mujeres desnudas y aterrorizadas. Sin embargo, cuando levantó la vista sólo vio a Haidée. Ella lo miraba sin rastro de temor en los ojos, con una confianza ciega en él.

Ambos sabían lo que debía hacer Charlot. Puede que este hubiese perdido su clarividencia, pero sabía con total certeza que se disponía a hacer lo correcto…

Pues sabía que Haidée era la nueva Reina Blanca.