UNA POSICIÓN CERRADA

Una posición con extensas cadenas de peones entrelazadas y poco espacio de maniobra para las piezas. La mayoría de las piezas seguirán en el tablero y gran parte de ellas estarán tras los peones, creando una disposición apretada y con pocas oportunidades de intercambios.

EDWARD R. BRACE,

An Illustrated Dictionary of Chess

El sol se pone temprano en las montañas. Para cuando habíamos trasladado a los invitados y el equipaje dentro, un resplandor plateado era lo único que se filtraba aún por las claraboyas, haciendo que las tallas de animales que había en lo alto adoptaran siniestras siluetas.

Galen March pareció quedar prendado de Key nada más conocerla. Se ofreció a ayudarla y la seguía a todas partes echándole una mano mientras ella iba encendiendo las lámparas del octógono, cubría la mesa de billar con una sábana limpia y disponía todos los taburetes y los bancos a su alrededor.

Lily explicó la ausencia de mi madre a los recién llegados afirmando que teníamos una crisis familiar; que, técnicamente, era lo que era. Les mintió y les dijo que Cat había llamado por teléfono para disculparse y desearnos que lo pasáramos bien en su ausencia.

Como no teníamos suficientes copas de vino, Vartan sirvió unas tazas de té con el vodka que había en la bandeja del aparador y algunas tacitas de café con un tinto fuerte. Unos cuantos sorbos parecieron distender un poco el ambiente.

Al tomar asiento alrededor de la mesa se hizo evidente que nos sobraban jugadores. Un grupo de ocho: Key, Lily y Vartan, los tres Livingston, Galen March y yo. Aunque todo el mundo parecía algo incómodo, alzamos las tazas y las copas para brindar por nuestra anfitriona ausente.

Lo único que parecíamos tener todos en común era la invitación de mi madre, pero por mi experiencia en el ajedrez yo sabía muy bien que las apariencias pueden ser engañosas.

Por ejemplo, Basil Livingston se había mostrado vago y poco convincente con Lily en cuanto al papel que había desempeñado recientemente en ese torneo de ajedrez de Londres. Dijo que no era más que un socio silencioso, un patrocinador que apenas si conocía al difunto organizador del torneo, Taras Petrosián.

Sin embargo, Basil sí parecía conocer de sobra tanto a Lily como a Vartan Azov. ¿Cómo era que los conocía? ¿Qué probabilidades había de que hubiera sido pura coincidencia que los cuatro, Rosemary incluida, estuvieran en Mayfair dos semanas antes, el mismo día en que Taras Petrosián había sido asesinado?

—¿A ti no te gusta el ajedrez? —le preguntaba Vartan a Sage Livingston, que se había sentado lo más cerca posible de él.

Sage sacudió la cabeza y estaba a punto de responder cuando me puse en pie de un salto y propuse empezar a servir la cena. El caso es que, en aquel grupo, nadie salvo Vartan y Lily sabía nada de mi vida como pequeña reina del ajedrez. Ni de por qué lo había dejado.

Fui recorriendo la improvisada mesa de la cena, sirviendo patatas hervidas, guisantes y el boeuf bourguignonne. Prefería esa posición estratégica: moviéndome por la mesa podía ir escuchando e interpretando las expresiones de los demás sin centrar la atención en mí.

En esas circunstancias, me pareció una absoluta necesidad. A fin de cuentas, había sido mi madre en persona quien los había invitado a todos. Aquella podía ser mi única oportunidad para observar a esas siete personas juntas. Y aunque sólo una parte de las revelaciones de Vartan fueran ciertas, alguno de ellos podía haber movido ficha en la desaparición de mi madre, la muerte de mi padre o el asesinato de Taras Petrosián.

—¿De modo que patrocinas esos torneos de ajedrez? —le preguntó Galen March a Basil, al otro lado de la mesa—. Una afición muy poco habitual. Debe de gustarte el juego.

Interesante selección de palabras, pensé mientras le servía estofado a Basil.

—La verdad es que no —repuso éste—. El torneo lo organizó ese tal Petrosián. Yo lo conocía por mi empresa de capital riesgo con base en Washington. Financiamos toda clase de operaciones económicas a lo ancho del mundo. Cuando cayó el Muro de Berlín, ayudamos a levantarse a los antiguos chicos del Telón de Acero, empresarios como Petrosián. Durante la glásnost, y la perestroika, tenía una cadena de restaurantes y clubes. Se valía del ajedrez como gancho publicitario, según creo. Cuando las tropas de Putin tomaron medidas enérgicas contra los capitalistas (los oligarcas, como los llamaban ellos), le ayudamos a trasladar sus operaciones a Occidente. Tan sencillo como eso.

Basil probó un bocado de su bourguignonne mientras yo pasaba al plato de Sage.

—¿De modo que quieres decir —señaló Lily con sequedad— que en realidad fueron los intereses de Petrosián en Das Kapital, y no en el juego, lo que le costó la vida?

—La policía ha dicho que esos rumores eran bastante infundados —contraatacó Basil, sin hacer caso de la otra insinuación de Lily—. El informe oficial ha determinado que Petrosián murió de fallo cardíaco, pero ya conocéis a la prensa británica con sus teorías conspirativas —añadió antes de dar un sorbo de vino—. Seguramente tampoco dejarán de poner jamás en duda la muerte de la princesa Diana.

A la mención del «informe oficial», Vartan me había lanzado una cautelosa mirada de soslayo. No me hizo falta conjeturar sobre lo que estaba pensando. Serví un cucharón más de guisantes en su plato y avancé hacia Lily justo cuando Galen March metía baza una vez más.

—¿Has dicho que tenéis la sede en D.C.? —le preguntó a Basil—. ¿No te queda eso un poco lejos para ir cada día a trabajar? ¿O para ir desde allí a Londres, o a Rusia?

Basil sonrió sin reprimir apenas su condescendencia.

—Hay negocios que se llevan solos. A menudo pasamos por Washington si nos queda de camino al volver del teatro o de comprar en Londres, y mi mujer, Rosemary, visita con frecuencia la capital por sus asuntos… En cuanto a mí, no obstante, prefiero quedarme aquí, en Redlands, donde puedo hacer de ranchero.

La glamurosa Rosemary Livingston miró a su marido con exasperación y después sonrió a Galen March.

—Ya sabes lo que dicen de cómo forjar una pequeña fortuna con un rancho.

Galen se quedó mirándola sin saber qué contestar. Ella añadió:

—¡Hay que empezar con una bien grande!

Todo el mundo rió por educación y volvió la atención hacia su comida y su vecino mientras yo me sentaba al lado de Key y me servía un poco de guiso, pero sabía que lo que acababa de decir Rosemary no era ninguna broma. La fortuna de Basil Livingston, por no hablar de su influencia empresarial, era legendaria en la región.

De eso yo debía de saber bastante. Basil estaba metido básicamente en el mismo campo en el que habían trabajado mis padres, al igual que Key: la energía. ¿La única diferencia? Lo que todos ellos estudiaban y protegían, Basil lo explotaba.

Las tierras de los Livingston en Redlands, por ejemplo —dieciséis mil hectáreas de la meseta del Colorado—, no eran sólo un rancho para pastorear ganado y entretener a directores generales y jefes de Estado. Redlands también se asentaba sobre la mayor reserva conocida del mundo de uranio de uso industrial.

Además, en Washington, no muy lejos de donde vivía yo, junto al río, Basil tenía un edificio abarrotado de integrantes de sus propios grupos de presión de K Street. Ellos habían conseguido que se aprobaran la clase de leyes que enfurecían a mi madre:

ventajas fiscales para quienes invertían en futuros petroleros en el Ártico y exenciones fiscales para los propietarios de esos deportivos utilitarios que tanta gasolina chupaban.

Mayor motivo para poner en tela de juicio no sólo aquella concurrencia, sino también lo oportuno de la invitación de mi madre para reunimos a todos ese día. Una invitación, recordé, que había sido enviada más o menos en el mismo momento en que tenía lugar la muerte en Londres del «socio» de Basil, Taras Petrosián. El mismo hombre que había organizado el torneo en Rusia, hacía diez años, en el que habían matado a mi padre.

Miré a los invitados de mi madre sentados a la mesa: Sage Livingston conversaba con Vartan Azov, Galen March escuchaba con atención a Key, Rosemary Livingston susurraba un aparte a su maridito y Lily Rad le daba bocados de bourguignonne a Zsa-Zsa, que estaba sentada en su regazo.

Si Lily tenía razón y había un gran juego en marcha, un juego peligroso, yo seguía sin distinguir los peones de las figuras. El escenario que rodeaba esa mesa se me antojó más como un mosaico de partidas a ciegas contra adversarios desconocidos, todos ellos realizando jugadas encubiertas. Sabía que era hora de empezar a limpiar la maleza para obtener una nueva perspectiva. Y de pronto se me ocurrió que sabía exactamente por dónde empezar.

Sólo había una persona, de todos los que estábamos sentados a esa mesa de ocho, a quien mi madre no había invitado ese día. La había invitado yo misma, como mi madre sin duda sabía que haría. Había sido mi mejor y única amiga desde los doce años. El juego de palabras era inevitable: sólo ella, cuyo apellido significaba llave, podía proporcionar la clave que faltaba en todo aquel rompecabezas

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Yo tenía doce años. Mi padre había muerto.

Mi madre me había sacado del colegio de Nueva York en las vacaciones de mitad del trimestre y me había recolocado en un centro de las Montañas Rocosas de Colorado: a kilómetros de distancia de nada ni nadie que hubiera conocido.

Se me prohibió jugar al ajedrez e incluso hablar de él.

El primer día en mi nuevo colegio, una rubia simpática con cola de caballo se me acercó en el pasillo.

—Eres nueva —me dijo. Después, de un modo que dio a entender que todo dependía de mi respuesta, añadió—: En el colegio al que ibas antes… ¿eras popular?

En mis doce años de edad —ni en el colegio, ni en todos los viajes que había hecho alrededor del mundo participando en competiciones de ajedrez— jamás me habían hecho esa pregunta. No estaba segura de cómo responder.

—No lo sé —le dije a mi interrogadora—. ¿Qué quieres decir con popular?

Por un momento se quedó tan desconcertada con mi pregunta como yo con la suya.

—Popular es —dijo, al cabo— que los otros chicos quieren caerte bien. Copian lo que haces y cómo te vistes, y hacen lo que les dices porque quieren estar en tu grupo.

—¿Quieres decir en mi equipo? —dije, confundida.

Entonces me mordí la lengua. No podía hablar del ajedrez.

Sin embargo, llevaba compitiendo desde que tenía seis años. No pertenecía a ningún grupo, y el único equipo que conocía era el de mis entrenadores adultos, como mi padre o los «segundos» que me ayudaban a revisar mis partidas. Pensándolo ahora, si alguna vez me hubiera molestado en preguntárselo a otros estudiantes del colegio público del centro de Manhattan al que iba, seguramente me tenían por la empollona de la clase.

—¿Tu equipo? O sea que juegas a algún deporte. Parece que estés acostumbrada a ganar. Así que debías de ser popular. Soy Sage Livingston. La chica más popular de este colegio. Puedes ser mi nueva amiga.

Ese encuentro de pasillo con Sage acabaría siendo el punto culminante de nuestra relación, que pronto se precipitó montaña abajo. El catalizador de esa súbita caída fue mi inesperada amistad con Nokomis Key.

Mientras Sage iba dando brincos por ahí con sus pompones o una raqueta de tenis, Key me enseñaba a montar un Appaloosa a pelo y me mostraba cuándo los campos de nevé, la nieve estival, estaban en su punto perfecto para que nos lanzásemos a deslizamos por ellos: actividades que tenían a mi madre más contenta que verme asistir a las recepciones del Denver elitista que Sage organizaba en el Cherry Creek Country Club.

Puede que Basil, el padre de Sage, fuera tan rico como Creso. Puede que su madre, Rosemary, estuviera en el primer puesto de todo censo de la alta sociedad desde Denver hasta Washington. Pero la única aspiración que siempre se le había resistido a Sage había sido la que más codiciaba en el mundo: el carnet de miembro de las DAR —las Hijas de la Revolución Americana—, esas mujeres que afirmaban descender de los héroes de la guerra de la Independencia de Estados Unidos. Su sede central en la capital, donde se encontraba su Sala de la Constitución, ocupaba una manzana entera, a un tiro de piedra de la Casa Blanca. En el siglo y pico transcurrido desde su nacimiento, habían ejercido más influencia social en Washington que los descendientes del Mayflower o cualquier otro grupo elitista del patrimonio nacional.

Y esa era su comezón: es decir, lo que empezaba a reconcomer a Sage Livingston en cuanto veía a Nokomis Key. Mientras que Key se pasó todo el instituto trabajando en empleos esporádicos para hoteles y complejos turísticos —desde camarera de habitaciones hasta guarda de parque—, cada vez que Rosemary y Sage iban a Washington, cosa que hacían a menudo, siempre aparecían en las páginas de sociedad como copresidentas de sociedades benéficas y de recaudación de fondos de una serie de destacadas instituciones públicas.

Sin embargo, Key en persona era una institución pública andante, aunque podía decirse que muy pocos lo sabían en la zona. La madre de Key descendía de un antiguo linaje de las tribus algonquina e iroquesa que se remontaba hasta los powhatanos: los auténticos primeros americanos. Su padre, no obstante, descendía de una de las primeras familias más famosas de Washington: la del autor del himno nacional estadounidense, «La bandera estrellada», el señor Francis Scott Key.

A diferencia de lo que sucedía con las damas Livingston, si Key se hubiese dejado caer alguna vez por la capital del país, las DAR habrían desplegado la famosa alfombra roja por todo el puente que había frente a su sede hasta llegar al pequeño parque del otro lado, los cuales llevaban, ambos, el nombre de su antepasado; un puente y un parque que, casualmente, conducían justo ante la puerta de mi casa.

Washington, D.C.

No sé cómo se me encendió la bombilla justo en ese momento. No era sólo la «conexión Key», sino aquella plétora de detalles: las intrigas empresariales de Basil en el distrito gubernamental, las aspiraciones sociales de Rosemary, la obsesión genealógica de Sage y mi prolongada estancia en la capital por orden de mi tío Slava; mi tío, que, según Lily, había sido un jugador clave de la partida. Resultaba todo demasiado sospechoso.

Sin embargo, si mi madre quería que centrara mi atención en Washington, ¿por qué nos había invitado a todos a Colorado? ¿Estaban ambos lugares relacionados de algún modo? Sólo se me ocurrió un lugar donde poder descubrirlo.

Naturalmente, había supuesto que, dado que las dotes de mi madre con los enigmas estaban muy mermadas, cada una de sus pistas en clave me llevaría a algo concreto, como esa tarjeta de Rusia o el juego escondido en el piano.

Pero a lo mejor mis primeras suposiciones no habían sido acertadas. Me disculpé ante los demás, me levanté de la mesa y me acerqué al hogar para dar la vuelta a algunas brasas. Mientras hurgaba el fuego con el atizador, metí la mano en el bolsillo y toqué la reina negra y los pedacitos de papel que todavía tenía dentro.

Gracias a algunos de nuestros descubrimientos —la pieza de ajedrez, la tarjeta, el antiguo mapa ajedrecístico—, y a todo lo que estos me habían transmitido, sabía que había dos Reinas Negras y una importante partida en marcha. Un juego peligroso. Repase mentalmente todo lo que había descubierto desde aquella mañana:

- El número de teléfono falso al que le faltaban dos dígitos.

- El enigma que me había conducido al ajedrez del piano.

- La reina negra que había cambiado su ubicación por la de la bola número ocho, la negra, en la mesa de billar.

- El mensaje oculto en el interior de la reina, que procedía de mi partida en Rusia.

- El antiguo dibujo de un tablero de ajedrez que habíamos encontrado oculto en el escritorio de mi madre.

Todo eso parecía claro y directo, igual que mi madre. Pero yo estaba convencida, más allá de toda duda, de que allí se ocultaba la clave de algo más…

Y entonces, desde luego, di con ello.

Madre mía, pero ¿cómo podía haber sido tan tonta? ¡Pero si ya resolvía enigmas como ese cuando apenas si sabía gatear! Tuve ganas de gritar, patalear y tirarme del pelo… Lo cual podría haber sido imprudente en aquellas circunstancias, con la mesa llena de comensales al otro lado de la sala.

Sin embargo, ¿no era ese el primer enigma que había tenido que resolver para conseguir entrar en la casa? El de los dígitos que faltaban en aquel «número de teléfono»: 64.

64 no sólo era el número de escaques de un tablero de ajedrez, sino también la última clave de la combinación de la caja fuerte en la que mi madre había escondido la llave de nuestra casa.

«¡El tablero tiene la clave!».

Igual que ante el mar Rojo abriéndose, al fin sentí que podía alargar la mirada por ese larguísimo corredor que llevaba hasta el corazón mismo del juego. Y si ese primer mensaje contenía más de un primer nivel de significado, estaba segura de que también los demás lo tendrían.

Igual que estaba segura de que, a pesar de la elección aparentemente paradójica de invitados que había hecho mi madre, todos estaban relacionados de alguna manera. Pero ¿de qué forma?

Necesitaba desentrañarlo, y enseguida, mientras los jugadores siguieran aún sentados alrededor de la mesa.

Me deslicé hasta el otro lado de la chimenea, donde quedaría oculta en parte por la campana de cobre, y extraje de mi bolsillo el único de los mensajes escrito de puño y letra de mi madre. Decía:

WASHINGTON

COCHE DE LUJO

ISLAS VÍRGENES

SIVILANTE

ASÍ ARRIBA COMO ABAJO

Washington ocupaba sin ninguna duda el primer lugar de la fiesta. Así que, a lo mejor, igual que el tablero de ajedrez me había llevado hasta la clave de la llave de la casa, ese código me llevaría a la clave de todo lo demás. Me devané los sesos y luego me los estrujé aún un poco más, pero con COCHE DE LUJO e ISLAS VÍRGENES no se me ocurría nada. Sabía que las primeras tres pistas —D, C; L, X; I, V— sumaban 666, el número de la Bestia, de modo que volví a considerar de nuevo todo el mensaje y continué por el siguiente paso. Bingo.

SIVILANTE

Esa palabra mal escrita era anagrama de ANTI VELIS, pero también de ANTI VILES, así como de otro vocablo con falta de ortografía: TINIEVLAS. El Apocalipsis, donde se habla de la llegada de 25 Tinieblas y la Bestia, es donde san Juan narra lo que le ha sido revelado que sucederá en el fin del mundo. Y gracias a mi pedante infancia, sabía que también derivaba de algo muy parecido a esa presentación del apellido de mi madre. Apo-kalyptein, descubrir lo oculto. Re-velare, quitar el velo. En este caso, siendo velis ablativo plural del latín velum, ANTI VELIS sería, por así decir, sin velos.

En cuanto a la última línea, ASÍ ARRIBA COMO ABAJO, era la que encerraba el quid del mensaje. Y, si yo estaba en lo cierto, tenía muy poco que ver con el ajedrez escondido en el piano. Aquello no había sido más que un ardid para sorprenderme y hacer que prestara atención, y lo había conseguido. De hecho, estaba claro que si no me hubiera precipitado al evaluar la destreza de mi madre en la creación de enigmas, a lo mejor me habría dado cuenta al instante. En realidad, eso explicaría por qué mi madre nos había invitado a Colorado, para empezar, a un lugar llamado Cuatro Esquinas, en lo alto de las Montañas Rocosas, en el centro mismo de las cuatro montañas que delimitan los puntos primigenios navajos de la cuna del mundo. Un tablero cósmico como ningún otro.

El mensaje al completo, uniendo todas las partes, decía:

El tablero tiene la clave

Quita los velos a los viles

Así arriba como abajo

Y si el tablero tenía la clave para quitar esos velos, tal como insinuaba el mensaje de mi madre, entonces, lo que fuera que desvelara o descubriera allí en las montañas —como ese mapa antiguo que habíamos encontrado— tenía que ir ligado, como yo sospechaba, a otro tablero terrenal que estuviera ABAJO.

Por lo que yo sabía, sólo había una ciudad en toda la historia que se hubiese creado imitando a conciencia el perfecto cuadrado de un tablero de ajedrez: la ciudad que yo consideraba mi hogar.

La siguiente jugada de la partida había de tener lugar allí.