LA TIERRA NEGRA

Wyrd oft nereth unfaegne eorl, ponne his ellen deah.

(A menos que ya esté condenado, la fortuna se inclina a favor del hombre de temple).

Beowulf

Mesa Verde, Colorado, primavera de 2003

Ni siquiera había llegado a la casa cuando supe que algo iba mal. Muy mal. Aunque, a primera vista, todo parecía una estampa idílica.

La empinada y amplia curva de la entrada estaba tapizada por un manto grueso de nieve y flanqueada por majestuosas hileras de imponentes píceas de Colorado. Las ramas cubiertas de nieve lanzaban destellos de cuarzo rosado con las primeras luces de la mañana. Detuve el Land Rover alquilado delante de la casa, en lo alto de la colina, donde el camino se allanaba y se ensanchaba para poder aparcar el coche.

Una lánguida voluta de humo gris azulado se elevaba desde la chimenea de piedra arenisca, en el centro de la vivienda. El aire estaba impregnado de la densa fragancia a humo de pino, lo que significaba que, aunque tal vez no recibiera una calurosa bienvenida después de tanto tiempo, al menos me esperaban.

A modo de confirmación, vi que la camioneta y el jeep de mi madre estaban uno al lado del otro en el antiguo establo, al final de la zona de aparcamiento. Aunque me resultó extraño que todavía no hubieran despejado el camino y que tampoco hubiera marcas de rodadas. Si me esperaban, ¿no se habría molestado alguien en abrir un paso?

Lo mínimo que cabría esperar era que una vez allí, en el único lugar que consideraba mi verdadero hogar, por fin pudiese relajarme. Sin embargo, no conseguía arrancarme de encima esa sensación de que algo iba mal.

Las tribus vecinas habían construido la casa de nuestra familia en el siglo anterior, más o menos por esa misma época, para mi tatarabuela, una joven montañesa de espíritu aventurero. Hecha con piedra tallada a mano y enormes troncos de árbol unidos entre sí, era una gran cabaña con forma octogonal —se había seguido el modelo de un hogan, la construcción navajo destinada a hogar y a sauna ritual— y ventanas acristaladas dirigidas hacia los puntos cardinales, como una rosa de los vientos gigantesca.

Todas las mujeres de la familia habían vivido allí en algún momento de su vida, incluidas mi madre y yo; por lo tanto, ¿cuál era el problema? ¿Por qué no había manera de ir allí sin tener aquella sensación de que se avecinaba algún desastre? Claro que, sabía la respuesta. Igual que mi madre. Era por culpa de aquello de lo que nunca hablábamos. Por eso, cuando decidí irme de casa para siempre, ella lo entendió. A diferencia de otras madres, nunca había insistido en que volviera y le hiciera visitas familiares.

Es decir, hasta ese día.

Aunque mi presencia tampoco se debía exactamente a una invitación, sino a una especie de requerimiento, a un mensaje críptico que mi madre me había dejado en el contestador de casa, en la ciudad de Washington, sabiendo de sobra que yo estaría en el trabajo.

Según decía, me invitaba a su fiesta de cumpleaños, y ya sólo eso de por sí era gran parte del problema.

Porque el caso era que mi madre no celebraba sus cumpleaños; no los había celebrado jamás.

Y no porque le preocupara la edad, su aspecto ni porque prefiriera mentir acerca de los años que tenía —de hecho, cada día parecía más joven—, pero lo cierto era, por raro que pudiera parecer, que no deseaba que nadie ajeno a la familia conociera su fecha de cumpleaños.

Aquel secretismo, junto con algunas otras peculiaridades —como el hecho de que los últimos diez años, desde… eso de lo que nunca hablábamos, hubiera vivido en el más absoluto retiro en lo alto de una montaña—, justificaba con creces la existencia de quienes consideraban a mi madre, Catherine Velis, una mujer bastante excéntrica.

La otra parte del problema era que no había conseguido ponerme en contacto con mi madre para pedirle que me explicara aquella súbita revelación. No había respondido ni al teléfono ni a los mensajes que le había dejado en el contestador, y era evidente que el número alternativo que me había dado estaba equivocado, porque le faltaban varios dígitos.

Entonces tuve el pálpito de que algo iba mal de verdad, así que me tomé unos días libres en el trabajo, me compré un billete, tomé el último vuelo a Cortez, Colorado, atacada de los nervios y alquilé el último vehículo con tracción a las cuatro ruedas que quedaba en el aparcamiento del aeropuerto.

Ahí estaba, parada, con el motor en marcha y en el interior del vehículo, dejando vagar la mirada por el imponente paisaje. Hacía más de cuatro años que no asomaba por allí, y cada vez que volvía a verlo, me quitaba el aliento.

Me apeé del Land Rover, hundido en treinta centímetros de nieve, pero dejé el motor al ralentí.

Desde aquel lugar en lo alto de la montaña, a más de cuatro mil metros por encima de la meseta del Colorado, se podía contemplar el ancho y ondeante mar de picos de más de casi cinco mil metros, acariciados por la rosada luz de la mañana. En un día claro como ese, podía llegar a verse hasta el Hesperus, al que los diné llamaban Dibé Nitsaa, la montaña negra, uno de los cuatro montes sagrados creados por el «Primer hombre» y la «Primera mujer».

Junto con el Sisnaajinii (la montaña blanca o monte Blanca) al este; el Tsoodzil (la montaña azul o monte Taylor) al sur, y Dook’o’osliid (la montaña amarilla o los Picos de San Francisco) al oeste, aquellos cuatro montes definían los límites de Dinétah, «el hogar de los diñé», como se hacían llamar los navajos.

Aquellas montañas también delimitaban la alta meseta que pisaba: «Cuatro Esquinas», el único lugar de Estados Unidos donde confluían cuatro estados (Colorado, Utah, Nuevo México y Arizona) en ángulo recto, formando una cruz.

Mucho antes de que a nadie se le hubiera ocurrido dibujar una línea de puntos en un mapa, aquella tierra era sagrada para sus habitantes. Si mi madre iba a celebrar su primer cumpleaños en los cerca de veintidós años que hacía que la conocía, entendía que quisiera hacerlo precisamente allí. A pesar de los años que hubiera vivido lejos o en el extranjero, mi madre formaba parte de aquella tierra, como todas las mujeres de nuestra familia.

Ignoraba por qué, pero intuía que aquella conexión con la tierra era importante. Estaba convencida de que esa era la razón por la cual me había dejado un mensaje tan extraño para atraerme hasta allí.

Con todo, sabía algo más, aunque fuera la única. Sabía por qué había insistido en que estuviera allí justo ese día. Y es que ese día, 4 de abril, era la verdadera fecha del aniversario de mi madre, Cat Velis.

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Saqué las llaves del contacto de un tirón, recogí la bolsa de lona que había llenado a toda prisa del asiento del acompañante y me abrí camino a través de la nieve hasta las puertas delanteras de la casa, de más de cien años de antigüedad. Aquellos portalones —dos planchas enormes de pino macizo y tres metros de altura, cuya madera se había extraído de árboles centenarios— tenían tallados dos animales en bajorrelieve que parecían abalanzarse sobre quienquiera que llamase a la puerta. A la izquierda, un águila real remontaba el vuelo justo a la altura de la cara, y a la derecha, una osa levantada sobre los cuartos traseros se lanzaba sobre el visitante.

A pesar de lo desgastadas que estaban las tallas, eran bastante realistas, incluso tenían ojos de cristal y garras auténticas. Los ingenios mecánicos estuvieron muy en boga a principios del siglo XX y este era de los estrambóticos: cuando se tiraba de las garras de la osa, esta abría las fauces y dejaba a la vista unos dientes bastante reales e imponentes. Si se tenía el valor de meter la mano en la boca, podía accionarse la vieja campanilla de la puerta para avisar a los de dentro.

Hice ambas cosas y esperé, pero nadie contestó ni pasados unos momentos. Tenía que haber alguien dentro, porque la chimenea estaba en marcha y sabía por experiencia que mantener vivo ese fuego requería horas de atención y una fuerza hercúlea para arrastrar la leña hasta el hogar. Aunque en el nuestro, con capacidad para alojar un tronco de un metro de diámetro, se podría haber encendido el fuego días atrás y este todavía seguiría ardiendo.

En ese instante fui consciente de la situación en la que me encontraba: había volado y conducido miles de kilómetros, estaba rodeada de nieve en lo alto de una montaña e intentaba entrar en mi propia casa, desesperada por saber si había alguien dentro… y no tenía llave.

La alternativa —abrirme camino a través de hectáreas de terreno nevado para echar un vistazo por una ventana— no me pareció una buena idea. ¿Qué haría si me mojaba más de lo que ya estaba y aun así no conseguía entrar? ¿Y si entraba y no había nadie? No había señales de rodadas de coche ni de esquíes, ni siquiera había pisadas de ciervos cerca de la casa.

Así que hice la única cosa inteligente que se me ocurrió: saqué el móvil del bolsillo y marqué el número de mi madre, el de casa. Sentí un gran alivio cuando el contestador automático se disparó después de seis timbrazos, pensando que tal vez habría dejado alguna pista acerca de su paradero, pero cuando se inició la cinta grabada, se me cayó el alma a los pies: «Estaré localizable en el…», y a continuación recitaba de un tirón el mismo número que me había dejado en el contestador de Washington… ¡olvidándose de nuevo de los últimos dígitos! Allí estaba, plantada delante de la puerta, empapada, muerta de frío y echando humo por las orejas. ¿Y ahora…? ¿Qué hacía ahora?

Entonces recordé el juego.

Mi tío preferido, Slava, conocido en el mundo entero como el famoso tecnócrata y escritor Ladislaus Nim, había sido mi mejor amigo de la infancia y, a pesar de los años que hacía que no lo veía, seguía sintiéndome igual de unida a él. Slava odiaba los teléfonos y había jurado que jamás tendría uno en casa. Tal vez los teléfonos no, pero el tío Slava adoraba los enigmas y había escrito varios libros sobre el tema. De pequeña, si alguien recibía un mensaje de Slava con un número de teléfono donde poder localizarlo, todos sabían que ese número no existía y que tenía que ser un mensaje codificado. Le encantaba.

Sin embargo, no era demasiado probable que mi madre utilizara una técnica similar para comunicarse conmigo. Para empezar, si ya no se le daba bien descifrarlos, ¿cómo iba a inventar uno? Ni aunque su vida dependiera de ello.

Más improbable aún era la idea de que Slava lo hubiera creado para ella. Por lo que sabía, mi madre y mi tío no se hablaban desde hacía años, desde… eso de lo que nunca hablábamos.

Aun así, no sabía por qué, pero estaba convencida de que aquello era un mensaje.

Volví a subir al Land Rover y puse el motor en marcha. Resolver enigmas para localizar a mi madre no podía ni compararse a las demás alternativas: allanar una casa abandonada o volver a Washington sin saber dónde podría haber ido.

Volví a llamar a su contestador y apunté el número de teléfono que había dejado para que lo oyera quien quisiera. Si estaba en un aprieto e intentaba ponerse en contacto únicamente conmigo, tenía que ser la primera en descifrarlo.

—Estaré localizable en el 615-263-94 —dijo la voz grabada de mi madre.

La mano me temblaba mientras anotaba los números en una libreta.

Contaba con ocho números de los diez que se necesitaban para realizar una llamada de larga distancia, pero, igual que ocurría con los enigmas del tío Slava, sospeché que esas cifras no tenían nada que ver con un número de teléfono. Era un código de diez dígitos al que le faltaban los dos últimos, y esos dos números eran mi mensaje secreto.

Tardé diez minutos en resolverlo, mucho más tiempo del que necesitaba cuando competía con mi chiflado pero entrañable tío. Si dividía la serie numérica en dos (atención: faltaban los últimos dos dígitos), tenía: 61-52-63-94.

Como vi rápidamente, si se anteponía la segunda cifra a la primera de cada par, se obtenían parejas de números al cuadrado, empezando con la del cuatro. Es decir, el producto de cuatro, cinco, seis y siete, multiplicado por ellos mismos, daba el siguiente resultado: 16-25-36-49.

El siguiente número de la serie —el que faltaba— era el 8. De modo que el último número de dos dígitos que faltaba era el cuadrado de ocho, es decir, el 64. Por tanto, la solución del enigma tendría que haber sido ese número al revés, o sea, el 46, pero no era eso.

Igual que mi madre, sabía que el 64 tenía otro significado para mí: era el número de casillas de un tablero de ajedrez, con ocho cuadrados por banda.

En pocas palabras: eso de lo que nunca hablábamos.

Mi afligida y obstinada madre siempre se había negado a hablar de ajedrez; ni siquiera permitía que se practicara aquel juego en su casa. Desde la muerte de mi padre —aquello otro de lo que tampoco hablábamos nunca— se me prohibió volver a acercarme a un tablero, lo único que se me daba bien de verdad, lo único que me ayudaba a conectar con el mundo a mi alrededor.

Era como si con doce años se me hubiera ordenado volverme autista.

Mi madre se opuso al ajedrez de todas las maneras imaginables. A pesar de que yo nunca había conseguido comprender la lógica de aquella idea, suponiendo que la tuviera, según ella el ajedrez acabaría siendo tan peligroso para mí como lo había sido para mi padre.

Pese a todo, parecía que haciéndome ir hasta allí el día de su cumpleaños y dejando una frase codificada con su mensaje codificado, estaba invitándome a entrar de nuevo en el juego.

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Lo estuve calculando: resolver el enigma de cómo entrar me costó veintisiete minutos y, puesto que había dejado el motor encendido, casi cinco litros de gasolina que se chupó el coche.

A esas alturas, cualquiera con dos dedos de frente ya habría adivinado que esos números de dos cifras también eran la combinación de una caja fuerte, aunque en la casa no había ninguna. Bueno, sí, pero en el establo: una caja de seguridad donde se guardaban las llaves de los coches.

No había que ser una lumbrera.

Apagué el motor del todoterreno, me abrí camino entre la nieve hasta el establo y… le voila!: apreté unos cuantos números, se abrió la caja de seguridad y la llave de la puerta apareció unida a una cadenita. Ya delante de la casa, enseguida recordé que la llave se introducía en la garra izquierda del águila. Las viejas puertas se abrieron un resquicio, con un quejido.

Me limpié las botas en la vieja y oxidada rejilla de chimenea que teníamos junto a la entrada, le di un empujón a los pesados portalones y volví a cerrarlos de un portazo detrás de mí, lo que desencadenó una pequeña lluvia de refulgentes copos de nieve tamizados por la sesgada luz de la mañana.

En el vestíbulo tenuemente iluminado —un recibidor no mucho más grande que un confesionario, que servía para resguardar la casa de los vientos helados— me quité las botas empapadas de una patada y me puse un par de descansos de piel de carnero que siempre había sobre el arcón de los congelados. Luego colgué la parka, abrí las puertas interiores y entré en el inmenso octágono, caldeado por el tronco gigantesco que ardía en el hogar central.

El octógono era una construcción de unos treinta metros de ancho y nueve de alto. El hogar dominaba el centro de la estancia: estaba cubierto por una campana de cobre, de la que colgaban cacharros de cocina, que subía hasta la chimenea de piedra arenisca por la que el humo escapaba hacia el cielo. Era como un tipi gigantesco, salvo por los pesados muebles repartidos por todas partes. Mi madre siempre había sido contraria a las cosas sobre las que uno pudiera sentarse, pero teníamos un magnífico piano de cola de ébano, un aparador, varios escritorios, mesas de biblioteca y estanterías giratorias, así como una mesa de billar que nadie había utilizado nunca.

La segunda planta consistía en una amplia galería octogonal que colgaba sobre el piso de abajo. Estaba dividida en pequeños habitáculos donde se podía dormir e incluso, a veces, darse un baño.

Una luz radiante se colaba a través de las ventanas de la planta baja que rodeaban la casa, reflejándose en el polvo que cubría la caoba. Las claraboyas del techo tamizaban la rosada luz matutina, que hacía resaltar los rasgos de las cabezas de tótems de animales pintadas con colores vivos y talladas en las espectaculares vigas que sostenían la galería: el oso, el lobo, el águila, el ciervo, el búfalo, la cabra, el puma y el carnero. Desde su posición privilegiada, a cerca de seis metros del suelo, parecían flotar eternamente en el espacio. Era como si todo estuviera detenido en el tiempo. Únicamente se oía el crepitar ocasional del tronco que ardía en el hogar.

Recorrí la estancia, de ventana en ventana, fijándome en la nieve. No había pisadas a la vista, en ninguna parte. Subí la escalera de caracol hasta la galería superior y miré los habitáculos destinados a habitaciones. Nada de nada.

¿Cómo lo había hecho?

Por lo visto, mi madre, Cat Velis, había desaparecido como por arte de magia.

Un ruido estridente rompió el silencio: el timbre de un teléfono. Bajé la empinada y retorcida escalera como una exhalación y descolgué el auricular del aparato que había en el escritorio de campaña británico de mi madre justo antes de que saltara el contestador.

—Por Dios, querida, ¿en qué estabas pensando cuando elegiste este lugar dejado de la mano de Dios? —preguntó la voz ronca y teñida de un leve acento británico de una mujer a quien conocía a la perfección—. Y, ya puestos, ¿dónde narices estás? ¡Tengo la sensación de que llevamos días dando vueltas por estos andurriales!

Se interrumpió unos instantes, como si se hubiera vuelto para hablarle a otra persona.

—¿Tía Lily? —dije.

Porque no podía ser nadie más que ella, mi tía, Lily Rad, mi primera mentora en el ajedrez y una de las grandes maestras del juego todavía ahora. Hubo una época en que había sido la mejor amiga de mi madre, pero hacía años que no hablaban. ¿Qué hacía llamando a casa justo en esos momentos? E iba en coche…

¿Qué estaba pasando?

—¿Alexandra? —dijo Lily, desconcertada—. Creía que estaba llamando a tu madre. ¿Qué estás haciendo ahí? Creía que ella y tú no… acababais de entenderos.

—Nos hemos reconciliado —me apresuré a contestar. Lo mejor era mantener cerrada la caja de Pandora—. Aunque parece que mi madre no está por aquí. ¿Dónde estás tú?

—¿Que no está ahí? No lo dirás en serio —protestó Lily, echando humo—. He viajado desde Londres sólo para verla. ¡Si hasta insistió! Dijo no sé qué sobre una fiesta de cumpleaños. A saber a qué se refería. En cuanto a dónde estoy, ¡eso quisiera saber yo! El GPS del vehículo está empeñado en que me encuentro en el Purgatorio y estoy por darle toda la razón. Hace horas que dejamos atrás la civilización.

—¿Estás aquí? ¿En el Purgatorio? —dije—. Son unas pistas de esquí, a menos de una hora de aquí. —Aquello era una locura: ¿la campeona número uno de ajedrez angloamericana venía desde Londres a Purgatorio, Colorado, para asistir a una fiesta de cumpleaños?—. ¿Cuándo te invitó mi madre?

—Fue más una orden que una invitación —admitió Lily—. Me dejó el mensaje en el móvil, sin posibilidad de contestarle. —Se hizo un silencio, tras el que Lily añadió—: Adoro a tu madre, ya lo sabes, Alexandra, pero nunca acepté…

—Yo tampoco —la interrumpí—. Dejémoslo. ¿Cómo diste con ella?

—¡No lo hice! Por Dios bendito, ¡pero si todavía no he hablado con ella! Tengo el coche tirado en la cuneta de una carretera cerca de un lugar que se anuncia como la penúltima parada al infierno, no llevo comida, mi conductor se niega a mover un dedo si no le doy una pinta de vodka, mi perro ha desaparecido en una… duna de nieve, detrás de un roedor local… ¡y, debo añadir, he tenido más problemas para localizar a tu madre por teléfono esta última semana que los que tuvo el Mosad para encontrar al doctor Mengele en Sudamérica!

Estaba hiperventilando. Juzgué que era momento de intervenir.

—No pasa nada, tía Lily —dije—, te traeremos enseguida. En cuanto a la comida, te prepararé algo en un santiamén. Aquí siempre hay montañas de comida envasada y vodka para tu chófer. También podemos hospedarlo, si quieres. Estoy bastante lejos, tardaría mucho en llegar hasta vosotros, pero si me das las coordenadas del GPS, conozco a alguien cerca de ahí que os acompañará hasta casa.

—Quienquiera que sea, que Dios lo bendiga —dijo la tía Lily, una persona poco dada a la gratitud.

—La bendiga, en todo caso —la rectifiqué—, se llama Key. Estará ahí en media hora.

Apunté el número del móvil de Lily y dejé un mensaje en la pista de aterrizaje para que Key se encargara de recogerla. Key era mi mejor amiga desde el colegio, pero se llevaría una gran sorpresa cuando se enterara de que había vuelto después de tanto tiempo y sin avisar a nadie.

Al colgar el teléfono, me fijé en algo en el otro extremo de la sala en lo que no había reparado antes. Alguien había bajado la tapa del piano de cola, cuando esta siempre estaba levantada por si mi madre de repente sentía la necesidad de ponerse a tocar. Encima había un pedazo de papel, sujeto por un pisapapeles redondo y negro. Me acerqué a mirar y sentí que la sangre se me helaba en las venas.

Estaba claro qué había utilizado como pisapapeles: colocada sobre la anilla de un llavero para que no saliera rodando, estaba la bola ocho de la mesa de billar. La nota era de mi madre, sin lugar a dudas; el enigma era tan sencillo que sólo podía habérsele ocurrido a ella. Se había esforzado mucho para comunicarse conmigo a través de códigos secretos, aunque era evidente que nadie la había ayudado.

La nota, escrita en mayúsculas, decía lo siguiente:

WASHINGTON

COCHE DE LUJO

ISLAS VÍRGENES

SIVILANTE

ASÍ ARRIBA COMO ABAJO

La parte del SIVILANTE era fácil: mi madre lo había escrito mal para que me fijara en aquella palabra. Sólo había que jugar con las letras para obtener ANTI VELIS: el apellido de mí madre, Velis, con un «anti» delante a modo de rúbrica, y es que no había nada que fuera tan en contra de su naturaleza que aquellos jueguecitos de palabras. Como si necesitara tantas pistas… El resto era bastante más preocupante. Y no por su dificultad.

WASHINGTON era claramente D.C, Distrito de Columbia; no hay coche más lujoso que un Lexus, así que LX, y a ISLAS VÍRGENES le correspondía un IV. El valor numérico de aquellos números romanos —¿qué otra cosa iban a ser?— era:

D = 500

C = 100

L = 50

X = 10

V = 5

I = 1

Si se sumaban se obtenía el 666, el número de la Bestia del Apocalipsis.

La Bestia no me preocupaba, había de sobra repartidas por toda la casa, protegiéndonos en forma de tótems de animales, pero por primera vez empecé a inquietarme de verdad por mi madre. ¿Por qué había utilizado aquel trillado enigma seudomilenario para llamar mi atención? Y ese pisapapeles, una manida alusión a «tener la negra encima», ¿qué narices quería decir?

¿Y qué se suponía que debía hacer con esa chorrada alquímica de «Así arriba como abajo»?

Claro, ya estaba, ya lo tenía. Aparté la bola y el pedazo de papel, los dejé en el atril del teclado y abrí el piano. Antes de que pudiera encajar el pie de la tapa en su sitio para que esta se mantuviera abierta, estuvo a punto de resbalárseme de las manos.

En el interior, dentro de la caja hueca del instrumento, vi algo que jamás pensé que volvería a ver en casa de mi madre mientras ella siguiera viva: un juego de ajedrez.

Pero no un juego de ajedrez cualquiera, sino un juego de ajedrez con una partida empezada, a medio jugar. Había piezas apartadas del tablero y colocadas sobre las cuerdas del teclado, a ambos lados, blancas y negras.

Lo primero en lo que me fijé fue en que faltaba la reina negra. Volví la vista hacia la mesa de billar y —por todos los cielos, madre, ¡de verdad!— vi que alguien había colocado la reina extraviada en el triángulo, en el lugar de la bola negra.

Era como verse arrastrada hacia un remolino. Empecé a sentir que había una verdadera partida en juego. Por Dios, cuánto había echado de menos aquello… ¿Cómo había podido pasar la página y dar la espalda a esa parte de mi vida? No era una droga, como la gente decía a veces, sino una inyección de vida.

Olvidé las piezas que había fuera del tablero, o con la negra encima; podía reconstruir la partida con las que todavía quedaban en pie. Durante un buen rato, olvidé a mi madre ausente, a mi tía Lily perdida en el Purgatorio con su chófer, su perro y su coche. Olvidé lo que había sacrificado, en qué se había convertido mi vida en contra de mi voluntad. Lo olvidé todo salvo la partida que tenía ante mí, la partida oculta en el vientre de aquel piano como si se tratara de un oscuro secreto.

Sin embargo, reconstruyendo los movimientos, la luz del alba se alzó a través de los altos ventanales al tiempo que una pasmosa visión alboreó en mi mente. No conseguí detener el terror que me producía aquella partida. ¿Cómo iba a detenerlo, cuando llevaba jugándola mentalmente esos últimos diez años?

La conocía muy bien.

Era la partida que había acabado con la vida de mi padre.