LA TIERRA BLANCA

Reza a Alá, pero manea tu camello.

Proverbio sufí

Janina, región de Albania, enero de 1822

Las odaliscas, concubinas del harén de Alí Bajá, estaban cruzando el puente cubierto de hielo que salvaba el pantano cuando oyeron los primeros gritos.

Haidée, la hija de doce años del bajá, escoltada por tres acompañantes, ninguna de las cuales superaba los quince años, agarró con fuerza la mano de la que tenía más cerca y juntas escudriñaron la oscuridad, sin atreverse a hablar ni a respirar. Vislumbraron el parpadeo de las antorchas a lo largo de la orilla lejana, al otro lado del inmenso lago Pamvotis, pero nada más.

Los gritos se hicieron más apremiantes, más estridentes, alaridos roncos, jadeantes, como de animales enfrentados en el bosque. Sin embargo, aquellos pertenecían a seres humanos, y no a los cazadores, sino a las presas. Voces masculinas resonando al otro lado del lago, azuzadas por el miedo.

Sin previo aviso, un cernícalo solitario levantó el vuelo de entre las tiesas eneas delante de las jóvenes agazapadas y pasó por su lado en silencio, a la caza de su presa bajo la luz que precede al alba. Las voces y las antorchas se desvanecieron como si se las hubiera tragado la niebla. El lago oscuro descansaba en un silencio argentino, una calma más sombría que los gritos que la habían precedido.

¿Habría comenzado?

Allí, en el puente flotante de madera, protegidas únicamente por las tupidas hierbas del pantano que las envolvía, las odaliscas y su joven pupila no sabían qué hacer, si desandar sus pasos hasta el harén de la isla diminuta o bien continuar hasta el hamam humeante, los baños al borde de la orilla, donde se les había ordenado que llevaran a la hija del bajá sin dilación antes del alba, bajo amenaza de recibir un castigo severo. Un acompañante estaría esperándolas junto al hamam para llevarla junto a su padre, a caballo, al amparo de la oscuridad.

El bajá nunca había emitido una orden similar y no podía ser desobedecida. Haidée iba vestida para la excursión con unos bombachos de cachemira gruesa y botas forradas de piel, pero las odaliscas, paralizadas por la indecisión en medio del puente, temblaban antes por miedo que por frío, incapaces de moverse. Protegida como lo había estado durante toda su vida, la joven Haidée sabía que aquellas campesinas ignorantes preferirían el calor y la seguridad del harén, rodeadas de sus compañeras esclavas y concubinas, a las aguas heladas del lago con sus peligros ocultos y desconocidos. En realidad, ella también.

Haidée rezó en silencio, suplicando una señal que explicara el significado de aquellos alaridos escalofriantes.

En ese momento, como en respuesta a su muda petición, a través de la oscura bruma matinal que cubría el lago, vislumbró el fuego que había ardido como una almenara y que alumbraba la mole imponente del palacio del bajá. Parecía alzarse desde las aguas, adentrándose en el lago sobre su lengua de tierra, con sus murallas almenadas de granito blanco y sus minaretes apuntados refulgiendo entre la neblina: Demir Kule, el castillo de hierro. Formaba parte de una fortificación amurallada, un castro, a la entrada de aquel lago de más de nueve kilómetros y medio, y había sido construido para resistir el embate de diez mil ejércitos. En los dos últimos años de asedio armado al que lo habían sometido los turcos otomanos, había demostrado ser inexpugnable.

Tan inexpugnable como aquel terreno montañoso e impracticable —Shquiperia, la tierra del águila—, un lugar agreste e indomable gobernado por pueblos agrestes e indomables que se nacían llamar toska por la áspera piedra pómez volcánica de la que estaba formada aquella tierra. Los turcos y los griegos la llamaban Albania, la tierra blanca, por sus montañas escarpadas coronadas de nieve, que la protegían de los ataques por mar y tierra. Sus habitantes, la raza más antigua de la Europa sudoriental, seguían hablando la lengua ancestral, una lengua anterior al ilírico, al macedónico o al griego: quimera, una lengua que no se hablaba en ningún otro lugar de la tierra.

Y el más agreste y quimérico de todos era el padre de Haidée, el pelirrojo Alí Bajá, Arslan, «el león», como lo llamaban desde que tenía catorce años cuando, junto con su madre y la banda de forajidos de esta, había vengado la muerte de su padre en un ghak, una disputa sangrienta, para recuperar la población de Tebelen. Sería la primera de muchas victorias implacables.

Ahora, casi setenta años después, Alí Tebeleni —valí de Rumelia, bajá de Janina— había creado una flota que rivalizaba con la de Argel y había tomado todas las poblaciones costeras hasta Parga, posesiones que una vez pertenecieron al imperio veneciano. No temía a ninguna potencia, ya fuera oriental u occidental. Después del sultán, era el hombre más poderoso del remoto Imperio otomano. En realidad, demasiado poderoso. Ese era el problema.

Hacía semanas que Alí Bajá se había retirado junto con un pequeño séquito —doce de sus partidarios más acérrimos y la madre de Haidée, Vasiliki, la esposa favorita del bajá— a un monasterio en medio del gran lago. Estaba esperando el perdón del sultán, Mahmud II, en Estambul, un perdón que llevaba ocho días de retraso. El único seguro de vida del bajá era la contundente e inexpugnable existencia de Demir Kule. La fortaleza, defendida por seis baterías de morteros británicos, también se había pertrechado con nueve mil kilos de explosivos franceses. El bajá había amenazado con destruirla haciéndola volar por los aires, junto con los tesoros y las vidas que defendía intramuros, si el perdón prometido por el sultán no se hacía realidad.

Haidée comprendió que esa debía de ser la razón por la cual el bajá había ordenado que la llevaran junto a él, al abrigo de la oscuridad: había llegado el momento de la verdad. Su padre la necesitaba y se prometió acallar cualquier miedo.

En ese momento, en medio de un silencio sepulcral, Haidée y sus doncellas oyeron algo, un sonido suave, aunque infinitamente aterrador. Un sonido que se había iniciado muy cerca de ellas, a escasos metros de donde se encontraban, al amparo de las altas hierbas.

Era el sonido de unos remos hendiendo el agua.

Como si se hubieran leído el pensamiento, las jóvenes contuvieron la respiración y se concentraron en aquel chapoteo. Estaban a apenas un palmo del lugar de donde provenía.

A través de la densa y plateada bruma, vieron pasar por su lado tres grandes botes deslizándose sobre las aguas. Cada esbelto caique estaba impulsado por la silueta borrosa de unos remeros, tal vez diez o doce sombras por embarcación, más de treinta hombres en total. Sus perfiles se balanceaban al unísono.

Aterrada, Haidée adivinó el único lugar al que podían dirigirse los esquifes. Sólo había un único destino posible aguas adentro, en medio del vasto lago. Aquellos botes y sus remeros clandestinos se dirigían a la isla de Nisi, donde se alzaba el monasterio: la isla donde se refugiaba Alí Bajá.

Comprendió que debía llegar al hamam cuanto antes, tenía que alcanzar la orilla, donde la esperaba el jinete del bajá. Halló la explicación de los gritos aterrados y del silencio y la pequeña fogata que les siguieron: eran advertencias para los que esperaban el alba, para los que aguardaban en la isla del lago. Advertencias enviadas por quienes probablemente habían arriesgado su vida para encender la hoguera. Advertencias para su padre.

Eso quería decir que el inexpugnable Demir Kule había sido tomado sin un sólo disparo. Los valientes defensores albaneses que habían resistido durante dos largos años habían sido sorprendidos en medio de la noche, ya fuera con sigilo o a traición.

Y Haidée sabía muy bien qué significaba eso: los esquifes que pasaban junto a ellas no eran unas barcas cualesquiera.

Eran embarcaciones turcas.

Alguien había traicionado a su padre, Alí Bajá.

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La oscuridad envolvía a Mehmet Efendi en lo alto del campanario del monasterio de San Pantaleón, en la isla de Nisi. El hombre sostenía el catalejo a la espera de las primeras luces del alba con una angustia y un temor desacostumbrados.

Una inquietud insólita en un Mehmet Efendi que a lo largo de muchas albas siempre había sabido qué traería la siguiente. Conocía ese tipo de cosas, el desarrollo de acontecimientos futuros, con meridiana precisión. De hecho, por lo general era capaz de predecir el momento en que ocurriría con total exactitud, y esto se debía a que Mehmet Efendi no era tan sólo el primer ministro de Alí Bajá en cuanto al desempeño de sus labores públicas se refiere, sino también el primer astrólogo del bajá. Mehmet Efendi jamás había errado la predicción del resultado de una maniobra táctica o una batalla.

Esa noche no habían salido las estrellas y tampoco había habido luna que poder consultar, pero no le hacían falta esas cosas. Las señales nunca habían sido tan claras como durante los últimos días y semanas. En esos momentos, lo único que lo hacía vacilar era su interpretación. Aunque, ¿por qué habría de ser así?, se castigaba. Al fin y al cabo, todo estaba en su lugar, ¿no era cierto? Lo que se había predicho, sucedería.

Los doce estaban allí. Todos ellos —no sólo el general, sino también los shaijs, los mursides de la orden—, incluso el gran Baba Shemimi, a quien habían arrancado del lecho de su cercana muerte y habían llevado hasta allí en litera, atravesando la cordillera del Pindó, para que pudiera llegar a tiempo para el gran acontecimiento. El acontecimiento esperado durante más de mil años, desde los días de los califas al-Mahdi y Harun al-Rashid.

Las personas adecuadas estaban en el lugar correcto, igual que las señales. ¿Cómo iba a salir mal?

Al lado de Efendi, esperando en silencio, se hallaba el general Athanasi Vaya, jefe de los ejércitos del bajá, cuyas brillantes estrategias habían mantenido a raya a los ejércitos otomanos del sultán Mahmud II esos dos últimos años. El general Vaya lo había logrado empleando a los bandidos kleftes, dedicados al pillaje, para que defendieran de las invasiones los altos pasos de montaña. A continuación había desplegado las avezadas tropas albanesas de palikaria de Alí Bajá, inspirándose en las guerrillas y los actos de sabotaje de las tácticas militares francas. Por ejemplo, al final del último Ramadán, estando los oficiales del sultán Mahmud todavía dentro de la Mezquita Blanca de Janina entonando los rezos del Bairam, Vaya había ordenado a los palikaria que demolieran el lugar a cañonazos. Los oficiales otomanos, junto con la mezquita, habían quedado reducidos a cenizas. Sin embargo, la verdadera genialidad de Vaya radicaba en el propio ejército del sultán: los jenízaros.

Los decadentes sultanes otomanos —cómodamente instalados en sus harenes de la «Jaula de Oro» del palacio de Topkapi, en Estambul— siempre habían nutrido sus tropas imponiendo una leva llamada devshirme, el «tributo filial», a las provincias cristianas remotas. Cada año, uno de cada cinco jóvenes cristianos era arrancado de su aldea y llevado a Estambul, donde debía convertirse al islam y alistarse en el ejército del sultán. A pesar de que los mandamientos del Corán se oponían a la conversión forzosa al islam, o a la venta de musulmanes como esclavos, el devshirme llevaba quinientos años en vigor.

Esos niños, sus sucesores y descendientes, se habían convertido en un ejército poderoso e implacable que ni siquiera la Sublime Puerta conseguía controlar. Cuando las tropas de jenízaros se hallaban desempleadas, no vacilaban en prender fuego a la capital o en robar a los civiles por la calle, ni siquiera en derribar a los sultanes de sus tronos. Mahmud II, consciente de que sus dos antecesores habían sucumbido a las acciones vandálicas de los jenízaros, había decidido que había llegado el momento de ponerles fin.

Sin embargo, la historia habría de dar un giro inesperado y sería precisamente allí, en la Tierra Blanca. El problema radicaba en la razón por la que el sultán Mahmud había enviado a sus tropas a las montañas, la razón por la que llevaban dos años sitiando aquellas tierras, la razón por la que sus vastos ejércitos habían estado esperando a las puertas del castro para bombardear la fortaleza de Demir Kule. Con todo, el problema también explicaba por qué todavía no habían logrado la victoria y por qué los jenízaros no habían demolido la fortificación. Dicho dilema era lo que esa noche reforzaba la confianza del primer ministro Mehmet Efendi y su compañero, mientras seguían allí de pie, vigilantes, en el campanario de San Pantaleón, bajo la luz que precede al amanecer.

Sólo había una cosa sobre la faz de la tierra que los omnipotentes jenízaros consideraban sagrada, algo que llevaban venerando durante los quinientos años de existencia de su cuerpo militar, y ese algo era la memoria de Haci Bektaş. Veli, el místico sufí del siglo XIII, fundador de la orden de derviches bektasí. Haci Bektaş era el pir de los jenízaros, su patrón.

Esa era la verdadera razón por la cual el sultán temía tanto a su propio ejército y por la que se había visto obligado a reforzar las tropas que luchaban en aquel territorio con mercenarios procedentes de otras tierras gobernadas por bajas a lo largo y ancho de sus extensos dominios.

Los jenízaros se habían convertido en una seria amenaza para el imperio. Como verdaderos sectarios, hacían un juramento de lealtad imbuido de códigos místicos secretos. Peor aún, sólo juraban lealtad a su pir, no a la casa de Osmán o a su sultán, atrapado en la Jaula de Oro del Cuerno de Oro.

«He depositado mi confianza en Dios», así empezaba el juramento de los jenízaros.

Somos antiguos creyentes. Hemos profesado la unicidad de la Realidad. Nuestra cabeza hemos ofrecido en esta senda. Tenemos un profeta. Desde los tiempos de los santos místicos, hemos sido los arrobados. Somos la mariposa de la luz del fuego sagrado. Somos una compañía de derviches errantes en este mundo. No se nos puede contar con los dedos, no se nos puede vencer con el desánimo. Sólo nosotros conocemos nuestra condición. Los doce imames, los doce caminos, todos los hemos confirmado: los Tres, los Siete, los Cuarenta, la luz del Profeta, la bondad de Alí, nuestro pir, el sultán supremo, Haci Bektaş Veli…

Mehmet Efendi y el general Vaya sentían un gran alivio sabiendo que el mayor representante bektasí sobre la tierra —el dede, el baba de mayor edad— había atravesado las montañas para estar allí esa noche, para presenciar el acontecimiento que todos habían esperado. Baba Shemimi, el único que conocía los misterios verdaderos y lo que anunciaban los augurios.

Sin embargo, a pesar de todas las señales, al parecer, algo podía haber salido mal.

El primer ministro Efendi se volvió hacia el general Vaya en la oscuridad del campanario del monasterio.

—No entiendo esta señal —le confesó a su compañero.

—¿Te refieres a las estrellas? Amigo mío, nos has asegurado que no hemos de preocuparnos por ellas —protestó el general Vaya—. Hemos seguido tus dictados astrológicos al pie de la letra. Como tú siempre dices: ¡«Con-siderar» significa estar con las estrellas, «des-astre» significa ir en su contra! Además —continuó el general—, aunque tus predicciones fueran completamente erróneas y el castro acabara destruido junto con sus millones en joyas y sus miles de barriles de pólvora, como ya sabes, aquí todos somos bektasíes, ¡incluido el bajá! Puede que hayan reemplazado a sus cabecillas por hombres del sultán, pero ni siquiera ellos se han atrevido a acabar con nosotros. Ni lo intentarán mientras el bajá posea eso que todos codician. Además, no olvides que aún nos queda una salida estratégica.

—Nada temo —aseguró Mehmet Efendi, tendiéndole el catalejo al general—. No sé explicarlo, pero es como si hubiera ocurrido algo. No se ha oído ninguna explosión, se acerca el alba y una pequeña hoguera arde al otro lado del lago, como una almenara…

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Arslan Alí Bajá, el león de Janina, recorría sin descanso los fríos suelos embaldosados de sus aposentos monásticos. Aquella angustia era nueva para él, aunque no era por su persona por quien temía, desde luego. No se hacía ilusiones acerca de su futuro. Al fin y al cabo, los turcos estaban en la otra orilla y conocía muy bien su forma de proceder.

En fin, sabía qué ocurriría: su cabeza acabaría ensartada en una lanza, como sus dos pobres hijos, quienes habían sido lo bastante ingenuos para confiar en el sultán. Conservarían su cabeza en sal para el largo viaje por mar y luego la llevarían a Estambul, a modo de advertencia para aquellos bajas que se hubieran permitido delirios de grandeza. Su cabeza, como la de sus hijos, acabaría clavada en una pica de hierro, en lo alto de las portaladas del palacio de Topkapi —la Puerta Excelsa, la Sublime Puerta—, para disuadir a los demás infieles de alzarse en rebelión.

Aunque él no era un infiel. Nada más lejos, por mucho que tu esposa fuera cristiana. Estaba angustiado por su amada Vasiliki y por su pequeña Haidée. Ni siquiera tenía el valor de imaginar qué les ocurriría en cuanto él muriera. Su esposa favorita su hija… Ahora los turcos ya tenían algo con que poder torturarlo, tal vez incluso en la otra vida.

Recordaba el día en que había conocido a Vasiliki; de hecho, aquel encuentro había inspirado más de una leyenda. Por entonces, su mujer tenía la misma edad que Haidée en esos momentos, doce años. Ese día de tantos años atrás, el bajá había entrado en la ciudad de Vasiliki a lomos de su enjaezado y nervioso corcel albanés, Derviche. Alí iba al frente de sus tropas de palikaria de las montañas, hombres recios de espaldas anchas, cabello largo y ojos grises, vestidos con chalecos de bordados llamativos, peludos capotes de piel de carnero y armados con puñales y pistolas con culatas de taracea que llevaban enfundados en el fajín. Habían acudido en una misión de castigo contra la ciudad, siguiendo órdenes de la Puerta.

El bajá, a sus sesenta y cuatro años, aún conservaba un porte elegante blandiendo su cimitarra engarzada de rubíes en una mano y llevando colgado de la espalda el famoso mosquete con incrustaciones de nácar y plata que le había regalado el emperador Napoleón. ¿Cuánto hacía? ¿Ya habían pasado diecisiete años desde el día en que la joven Vasiliki había rogado al bajá que les perdonara la vida a ella y a su familia? La había adoptado y se la había llevado a Janina.

Vasiliki se había criado en medio de un gran lujo en sus muchos palacios, con patios repletos de cantarinas fuentes de mármol, parques sombreados de plátanos, naranjos, granados, limoneros e higueras, estancias lujosas llenas de tapices gobelinos, porcelana de Sévres y arañas de cristal veneciano. Había educado a Vasiliki como a su propia hija y la había amado más que a ninguno de sus otros vástagos. Alí Bajá la había desposado con dieciocho años, estando Vasiliki embarazada de Haidée, y jamás se había arrepentido de aquella elección… hasta ese día.

Un día en el que, por fin, tendría que contar la verdad.

Vasia. Vasia. ¿Cómo podía haber cometido tamaño error? Tal vez lo explicaba la edad. ¿Cuántos años tenía? Ni siquiera lo sabía. ¿Ochenta y tantos? Sus días leoninos habían llegado a su fin. No viviría mucho más, de eso estaba seguro. Ya no podía hacer nada por él, ni por su amada esposa.

Sin embargo, había algo más, algo que no debía caer en las garras de los turcos, algo crucial. Algo más importante que la vida o la muerte; por eso Baba Shemimi había recorrido ese largo camino.

Y por eso Alí Bajá había enviado al chico al hamam a recoger a Haidée. El joven Kauri, el jenízaro —un πεμπτοσ, un pemptos, un quinto—, uno de los chicos del devshirme, uno de cada cinco niños cristianos que habían sido reclutados año tras año durante los cinco siglos anteriores para nutrir las filas del cuerpo de jenízaros.

Aunque Kauri no era cristiano, era musulmán de nacimiento. De hecho, según Mehmet Efendi, podría ser que Kauri estuviera relacionado con las señales y que fuera el único en quien podían confiar para completar aquella misión desesperada y peligrosa.

Alí Bajá rezaba a Alá para que no fuera demasiado tarde.

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Kauri, presa del pánico, rezaba exactamente lo mismo.

Espoleó el gran corcel negro por la oscura orilla del lago, con Haidée aferrada con fuerza a su espalda. Había recibido la orden de llevarla hasta la isla con la mayor discreción posible, al amparo de la noche.

Sin embargo, cuando la joven hija del bajá y sus aterrorizadas doncellas llegaron al hamam y le informaron de que había embarcaciones cruzando el lago, embarcaciones turcas, Kauri abandonó toda precaución. No tardó en comprender que no importaba las órdenes que le hubieran dado; a partir de ese momento las reglas desde luego habían cambiado.

Las jóvenes le habían dicho que los intrusos avanzaban despacio, intentando no llamar la atención. Kauri sabía que, para llegar hasta la isla, los turcos tendrían que superar más de cuatro millas a fuerza de remo. Si Kauri salvaba el lago a caballo hasta donde había amarrado el pequeño bote entre los juncos, en el otro extremo, reduciría a la mitad el tiempo que tardarían en llegar a la isla, justo lo que necesitaban.

Kauri tenía que alcanzar el monasterio antes que los turcos, para avisar a Alí Bajá.

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En el extremo más alejado de las inmensas cocinas del monasterio, las ascuas ardían en el oçak, el hogar bajo el caldero sagrado de la orden. En el altar de la derecha habían encendido las doce velas y, en el centro, la vela secreta. Todos los que entraban en la estancia cruzaban el umbral sacro sin tocar los pilares o el suelo.

En el centro de la habitación, Alí Bajá, el gobernante más poderoso del Imperio otomano, estaba tumbado boca abajo en la alfombra de rezos, extendida sobre el frío suelo de piedra. Ante él, enterrado en una montaña de cojines, descansaba el gran Baba Shemimi, quien había iniciado al bajá muchos años atrás. Era el pirimugan, el guía perfecto de todos los bektasíes del mundo. El rostro marchito del baba, atezado y arrugado como una pasa, estaba imbuido de una sabiduría ancestral adquirida a lo largo de toda una vida dedicada a seguir la Vía. Se decía que Baba Shemimi tenía más de cien años.

El anciano, envuelto todavía en su hirka para conservar el calor, se había dejado caer en la montaña de cojines como una hoja frágil y seca descendiendo del cielo con un suave balanceo. Llevaba el antiguo elifi tac, el tocado dividido en doce segmentos que, según se decía, el propio Haci Bektaş Veli había entregado a la orden hacía quinientos años. El baba sostenía en la mano izquierda el bastón ceremonial de madera de morera coronado por el palihenk, la piedra sagrada de doce facetas. La mano derecha descansaba sobre la cabeza reclinada del bajá.

El anciano paseó la mirada por la estancia observando a quienes lo rodeaban, arrodillados en el suelo: el general Vaya, el ministro Efendi, Vasiliki, los shaijs y mursides soldados de la orden bektasí sufí, así como varios monjes de la Iglesia ortodoxa griega amigos del bajá, guías espirituales de Vasiliki y sus anfitriones en la isla durante aquellas últimas semanas.

A un lado se sentaban un joven, Kauri, y la hija del bajá, Haidée, quienes les habían llevado la noticia que había impelido a Baba Shemimi a convocar aquella reunión. Se habían quitado las capas de montar, manchadas de barro, y habían llevado a cabo las abluciones rituales antes de entrar en el espacio sagrado y acercarse al santo baba, igual que los demás.

El anciano apartó la mano de la cabeza de Alí Bajá cuando hubo acabado la bendición. El bajá se levantó, hizo una reverencia y besó el borde del manto del baba antes de arrodillarse junto con los demás en el círculo que rodeaba al gran santo. Todos conocían lo precario de la situación, por lo que prestaron gran atención a las palabras cruciales que pronunciaría Baba Shemimi.

Nice sirlar vardir sirlardan içli —dijo el baba.

«Existen muchos misterios, misterios tras los misterios».

Era la conocida doctrina del mursid, la cual establece que no ha de tenerse un solo shaij o maestro de la ley, sino también un mursid o guía humano que lo acompañe a través del nasip, la iniciación, y de las siguientes «cuatro puertas» hacia la Realidad.

Desconcertado, Kauri se preguntó cómo iba a preocuparse nadie por esas cosas en un momento como aquel, con los turcos a punto de llegar a la isla. El joven miró furtivamente a Haidée, a su lado.

Entonces, como si le hubiera leído el pensamiento, el anciano se echó a reír de manera inesperada, estentórea y socarrona. Los que formaban un círculo alrededor levantaron la vista, sorprendidos, aunque todavía habrían de sorprenderse aún más: con gran esfuerzo, Baba Shemimi dejó el bastón de madera de morera en la montaña de cojines y se dio maña en levantarse. Al instante, Alí Bajá se adelantó de un salto, apresurándose a ayudar a su mentor, pero lo detuvo en seco el brusco ademán que el anciano le hizo con La mano.

—¡Tal vez os estéis preguntando por qué hablamos de misterios en esta hora, con infieles y lobos a las puertas! —exclamó—. Sólo hay uno que requiera nuestra atención antes de la llegada del alba: es el secreto que Alí Bajá ha custodiado por nosotros de manera magistral durante mucho tiempo. Es el misterio que ha traído a nuestro bajá a esta roca, el misterio que atrae a esas aves de rapiña hasta aquí. Es mi deber revelaros su naturaleza y la razón por la que todos los presentes debemos defenderlo a cualquier precio. Aunque puede que muchos de los que nos hallamos en esta estancia encontremos sinos distintos antes de que acabe el día, y tal vez algunos de nosotros tengamos que luchar por nuestra vida o acabemos presos de los turcos para acatar un destino quizá más cruel que la muerte, sólo hay una persona en esta habitación en posición de salvaguardar el misterio. Y gracias a nuestro joven guerrero, Kauri, esa persona ha llegado justo a tiempo.

El baba hizo una breve inclinación de cabeza y sonrió en dirección a Haidée, al tiempo que los demás volvían la vista hacia ella. Es decir, todos menos su madre, Vasiliki, quien miraba a Alí Bajá con una expresión en la que parecía mezclarse el amor con la angustia y el miedo.

—Tengo algo que contaros —prosiguió Baba Shemimi—. Se trata de un misterio que ha sido transmitido y protegido durante siglos. Soy el último guía de una larga sucesión de guías que han transferido este misterio a sus sucesores. Debo contaros la historia con apremio y concisión, pero aun así he de contárosla… antes de que lleguen los asesinos del sultán. Debéis ser conscientes de la importancia de aquello por lo que luchamos y por qué hemos de protegerlo, incluso con nuestra vida.

»Todos conocéis este popular hadi o proverbio de Mahoma —dijo el baba—. Estas famosas líneas están grabadas sobre el dintel de muchos salones bektasíes, palabras que se le atribuyen al propio Alá: “Yo era un tesoro oculto y deseaba darme a conocer, así pues creé el mundo, a fin de ser conocido”.

»La historia que voy a relataros está relacionada con otro tesoro oculto, un tesoro de gran valor, pero también de gran peligro. Un tesoro que ha sido buscado durante más de un milenio. Sólo los guías han llegado a conocer con los años el verdadero origen y significado de este tesoro, que ahora compartiré con vosotros.

Todo el mundo asintió; eran conscientes de la importancia del mensaje que Baba Shemimi estaba a punto de transmitirles, de la verdadera trascendencia de su presencia en ese lugar. Nadie dijo nada mientras el anciano se quitaba el elifi tac sagrado de la cabeza, lo dejaba sobre los cojines y se despojaba de su largo manto de piel de carnero para quedarse allí, en medio de los almohadones, vestido con un sencillo caftán de lana. Apoyándose en su báculo de madera de morera, el baba se dispuso a desgranar su historia.

EL RELATO DEL GUÍA

En el año 138 de la Hégira (o, según el calendario cristiano, en el 755 de Nuestro Señor), vivía en Kufa, cerca de Bagdad, el gran matemático y científico sufí al-Jabir al-Hayan de Jurasán.

Durante la larga estancia de Jabir en Kufa, este escribió numerosos tratados científicos de gran erudición, entre los que se incluía El libro de la balanza, la obra que acreditó la gran reputación de Jabir como padre de la alquimia islámica.

Menos conocido es el hecho de que nuestro amigo Jabir también fuera discípulo entregado de otro habitante de Kufa: Yaafar al-Sadik, sexto imam de la rama shií del islam desde la muerte del Profeta y descendiente directo de Mahoma a través de su hija, Fátima.

Por entonces, los seguidores shiíes no aceptaban más que ahora la legitimidad de la línea de los califas de la secta islámica suní, es decir, los amigos, compañeros o familiares, pero no descendientes directos, del Profeta.

Tras la muerte del Profeta, la ciudad de Kufa fue durante cientos de años semillero de agitación y rebeliones contra las dos dinastías suníes sucesivas que, entre tanto, conquistaron medio mundo.

A pesar de que los califas de la cercana Bagdad eran suníes, Jabir dedicó de manera abierta y sin temor —algunos incluso añaden que insensatamente— su tratado místico sobre la alquimia, El libro de la balanza, a su famoso guía, el sexto imam Yaafar al-Sadik. Sin embargo, ¡ahí no quedó todo! En la dedicatoria del libro, aseguraba que él era el único portavoz de la sabiduría de al-Sadik y que había adquirido su tawil, la hermenéutica espiritual relacionada con la interpretación simbólica de significados ocultos dentro del Corán, a través de su mursid.

Según la ortodoxia oficial de aquellos tiempos, esa admisión habría bastado por sí sola para acabar con Jabir. No obstante, una década después, en el año 765 de Nuestro Señor, ocurrió algo incluso más peligroso para él: el sexto imam, al-Sadik, falleció. Jabir fue llevado a Bagdad gracias a su reputación como científico y pasó a convertirse en el químico oficial de la corte, primero durante el reinado del califa al-Mansur y luego durante el de sus sucesores, al-Mahdi y Harun al-Rashid, este último famoso por el papel que desempeñó en Las mil y una noches.

El califato suní ortodoxo era conocido por su obsesión por la recopilación y destrucción de cualquier tipo de texto que pudiera sugerir siquiera la existencia de una interpretación diferente de la establecida por la ley, la existencia de una variante mística y distinta del significado o la traducción de los preceptos del Profeta y del Corán.

Desde el momento de su llegada a Bagdad, al-Jabir al-Hayan, como científico y sufí, vivía con el miedo de que sus saberes secretos se perdieran cuando él ya no estuviera en este mundo para protegerlos y compartirlos. Así que intentó encontrar una solución más perdurable, una manera infalible de transmitir sus conocimientos ancestrales de un modo que no pudieran ser interpretados fácilmente por los no iniciados ni destruidos así como así.

El famoso científico pronto topó con la solución de la forma más sorprendente e inesperada.

Entre los pasatiempos del califa al-Mansur, había uno que era su favorito, algo que había llegado al mundo árabe durante la conquista islámica de Persia en el siglo anterior: el ajedrez.

Al-Mansur hizo llamar a su alquimista para que este le fabricara un juego de ajedrez forjado con metales y compuestos de creación única que sólo pudieran obtenerse mediante los misterios de la alquimia y además lo llenara de gemas y símbolos con significado para los familiarizados con sus artes.

La orden fue para Jabir como un regalo recibido directamente de las manos del arcángel Gabriel, pues le permitiría satisfacer los deseos del califa y, al mismo tiempo, transmitir los conocimientos ancestrales y prohibidos… ante las propias narices del califato.

El juego de ajedrez —para cuya creación hicieron falta diez años y cientos de diestros artesanos— estuvo acabado y se presentó ante el califa en la festividad de Bairam, en el año 158 de la Hégira, o 775 de Nuestro Señor. Diez años después de la muerte del imam que había inspirado su significado.

El juego era magnífico: el tablero medía un metro de lado, los centelleantes escaques eran de lo que parecía un oro y una plata sin impurezas, y estaba tachonado de joyas, algunas del tamaño de huevos de codorniz. Toda la corte de la dinastía abasí de Bagdad quedó impresionada ante las maravillas desplegadas ante sus ojos. Sin embargo, ignoraban que el químico de la corte había ocultado un gran secreto en su obra, un secreto que sobreviviría hasta nuestros días.

Entre los misterios que al-Jabir había alojado en el juego de ajedrez se encontraban los números sagrados treinta y dos y veintiocho.

El treinta y dos representa el número de letras del alfabeto persa, símbolos que Jabir había ocultado en las treinta y dos piezas de oro y plata del juego. El veintiocho, el número de letras del alfabeto árabe, estaba representado por los signos grabados en las veintiocho casillas del perímetro del tablero. Estas fueron dos de las muchas claves que el padre de la química utilizó y quiso transmitir a los iniciados de épocas posteriores. Y cada clave llevaba a otra que conducía a una parte del misterio.

Al-Jabir llamó «el ajedrez del tarikat» a su obra magistral, es decir, la clave hacia la Vía Secreta.

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Baba Shemimi parecía cansado cuando terminó de contar la historia, pero aún conservaba las fuerzas.

—El juego de ajedrez del que os he hablado todavía existe en nuestros días. El califa al-Mansur no tardó en darse cuenta de que poseía un poder misterioso, pues en Bagdad estallaron muchas batallas relacionadas con el tablero, algunas incluso dentro de la propia corte abasí. En las siguientes dos décadas, cambió varias veces de mano, aunque esa es otra historia, y mucho más larga. Su secreto al fin estuvo a buen recaudo, ya que permaneció enterrado durante un milenio, hasta no hace mucho.

»Sin embargo, hace apenas treinta años, en los albores de la Revolución francesa, el juego apareció en los Pirineos vasco-franceses. Ahora está repartido por todo el mundo y sus secretos corren peligro. Es nuestra misión, hijos míos, devolver esta gran obra maestra de la iniciación a sus dueños legítimos: a aquellos para los que fue creado en un principio y a quienes iban dirigidos sus secretos. El juego se forjó para los sufíes, pues sólo nosotros somos los guardianes de la llama.

Alí Bajá se levantó y ayudó al anciano a sentarse en los mullidos cojines.

—El baba ha hablado, pero está cansado —dijo el bajá, dirigiéndose a los allí reunidos.

Luego, le tendió las manos a la pequeña Haidée, y a Kauri, sentado junto a ella. Los dos jóvenes se pusieron delante de Baba Shemimi, quien les hizo un gesto para que se arrodillaran y, a continuación, les sopló en la cabeza, uno detrás de otro. «Hu, hu, hu», el üfürük cülük, la bendición del soplo.

—En los tiempos de Jabir —dijo el baba—, quienes se embarcaban en el estudio de la alquimia se hacían llamar «sopladores» y «carboneros», pues ambas eran labores secretas de su arte sagrado, y de ahí provienen mucho de los términos que hoy utilizamos en el nuestro. Vamos a enviaros a través de una ruta secreta junto con nuestros amigos de otras tierras, a los que también se los conoce como carbonarios. Pero ahora el tiempo apremia y tenemos que enviar con vosotros algo de valor, algo que Alí Bajá ha protegido durante treinta años… —Se interrumpió unos segundos, pues había oído gritos arriba, procedentes de las habitaciones cerradas del piso superior del monasterio. El general Vaya y los soldados corrieron a la puerta para dirigirse a la escalera—. Aunque veo que no nos queda más tiempo.

El bajá se había apresurado a rebuscar algo entre sus ropas y le tendía al anciano un objeto que parecía un voluminoso y pesado trozo de carbón negro. El baba se lo entregó a Haidée, aunque se dirigió a Kauri, su joven discípulo.

—Existe una ruta subterránea que parte del monasterio y que os dejará cerca de tu esquife —le dijo—. Puede que os vean, pero como sólo sois unos chiquillos, seguramente no os detendrán. Cruzaréis las montañas por un sendero especial, en dirección a la costa, donde un barco estará esperando vuestra llegada. Viajaréis hacia el norte siguiendo el rumbo que os daré y buscaréis a un hombre que os conducirá hasta aquellos que han de protegeros. Conoce muy bien al bajá, desde hace años, y confiará en vosotros, mas no antes de que le entreguéis el código secreto que sólo él comprenderá.

—¿Y cuál es el código? —preguntó Kauri, deseoso de partir de inmediato, ante los golpes y el ruido de madera hecha astillas procedentes de las estancias superiores.

En ese momento intervino el bajá. Había atraído a Vasiliki a su lado y le había pasado un brazo protector sobre los hombros.

Vasiliki tenía los ojos anegados en lágrimas.

—Haidée debe revelarle su verdadera identidad —anunció el bajá.

—¿Mi verdadera identidad? —repitió Haidée, mirando a sus padres con desconcierto.

Vasiliki no había hablado hasta ese momento; parecía traspasada por el dolor. Tomó entre las suyas las manos de su hija, que todavía sujetaban el trozo de carbón.

—Hija mía, hemos guardado este secreto durante años —le dijo a Haidée—, pero ahora, tal como ha dicho el baba, es nuestra única esperanza… y la tuya.

Se detuvo, se le había formado un nudo en la garganta al pronunciar las últimas palabras. Parecía que no podía seguir hablando, así que el bajá intervino de nuevo.

—Cariño, lo que Vasia quiere decir es que yo no soy tu verdadero padre. —Al ver la mirada de terror en el rostro de Haidée, se apresuró a añadir—: Me casé con tu madre porque la amaba profundamente, casi como a una hija, pues soy mucho mayor que ella. Pero cuando nos casamos, Vasia ya estaba embarazada de ti, aunque el padre era otro hombre. Su matrimonio era imposible entonces y así sigue siéndolo ahora. Conozco a ese hombre, lo amo y confío en él, igual que tu madre y el baba. Ha sido un secreto que todos decidimos guardar de mutuo acuerdo hasta el día que fuera necesario revelarlo.

Kauri sujetó a Haidée por el brazo con fuerza, pues temió que se desmayara.

—Tu verdadero padre es un hombre que posee riquezas y poder —continuó el bajá—. Él te protegerá, tanto a ti como a lo que llevas, en cuanto se lo enseñes.

En el interior de Haidée se libraba una batalla de emociones encontradas. ¿El bajá no era su padre? ¿Cómo era posible? Sintió deseos de gritar, de tirarse del pelo, de llorar, pero su madre, sollozando sobre sus manos, asentía con la cabeza.

—El bajá tiene razón, debes irte —le dijo Vasiliki a su hija—. Tu vida corre peligro si te demoras y, excluyendo a Kauri, para los demás es demasiado peligroso acompañarte.

—Pero si el bajá no es mi padre, entonces, ¿quién es mi padre? ¿Dónde está? ¿Y qué es este objeto que hemos de llevarle?

Una rabia inesperada la ayudó a recuperar parte de sus fuerzas.

—Tu padre es un gran lord inglés —contestó Vasiliki—. Llegué a amarlo y a conocerlo bien. Estuvo viviendo aquí con nosotros, en Janina, el año anterior a tu nacimiento.

No pudo continuar, por lo que el bajá tomó la palabra.

—Como ya ha dicho el baba, es un amigo y está en contacto con quienes también lo son. Vive en el Gran Canal de Venecia, así que podéis llegar hasta él en barca en cuestión de días. No os costará encontrar su palazzo. Se llama George Gordon, lord Byron. Le llevaréis el objeto que sostienes en las manos y él lo protegerá con su vida, si fuera necesario. Está disimulado entre el carbón, pero en su interior se encuentra la pieza más valiosa del antiguo «ajedrez del tarikat» creado por al-Jabir al-Hayan.

Esta figura especial es la verdadera clave hacia la Vía Secreta. Es la pieza que hoy conocemos como la Reina Negra.