FIN DE LA PARTIDA

En el ajedrez, el único objetivo es demostrar tu superioridad sobre el rival, y la superioridad más importante, la suprema, es la superioridad de la mente. Es decir, el oponente ha de ser aniquilado. Por completo.

Gran maestro GARI KASPÁROV,

campeón mundial de ajedrez

Monasterio de Zagorsk, Rusia, otoño de 1993

Solarin sujetaba con firmeza la diminuta mano enguantada de su hija. Oía el crujir de la nieve bajo sus botas y veía su aliento alzándose en vaharadas plateadas mientras ambos cruzaban el amurallado e inexpugnable parque de Zagorsk: Troitse-Serguéi Lavra, el sublime monasterio de la Santa Trinidad y San Sergio de Radonezh, el patrono de Rusia. Ambos iban abrigados hasta las orejas, envueltos en las ropas que habían conseguido encontrar —bufandas de lana gruesa, gorros de cosaco de piel, gabanes— para resguardarse de aquella arremetida inesperada del invierno en medio de lo que debería haber sido el babié leto, literalmente, el «verano de las abuelas» o veranillo de San Martín. Sin embargo, el viento cortante penetraba hasta los huesos.

¿Por qué la había llevado a Rusia, una tierra de la que aún conservaba tantos recuerdos amargos de su pasado? ¿Acaso no había sido testigo de la destrucción de su propia familia durante el régimen de Stalin, en plena noche, siendo él apenas un niño?

Había sobrevivido a la disciplina cruel del orfanato de la República Socialista Soviética de Georgia, donde lo habían dejado, y a aquellos años largos y sombríos en el Palacio de los Jóvenes Pioneros gracias, únicamente, a que otros habían descubierto las notables aptitudes del jovencito Alexander Solarin para el ajedrez.

Cat le había suplicado que no se arriesgara a volver, que no se arriesgara a llevar hasta allí a la hija de ambos. Había insistido en que Rusia era un peligro y, además, hacía veinte años que el propio Solarin no pisaba su patria. No obstante, Rusia no era ni por asomo lo que más temía su mujer, sino el juego, ese juego que les había costado tan caro a ambos. El juego que había estado a punto de acabar con su vida en común en más de una ocasión.

Solarin estaba allí por una partida de ajedrez, una partida crucial, la última partida de una larga semana de competición, y sabía que no presagiaba nada bueno que la hubieran trasladado en el último momento precisamente a aquel lugar, tan lejos de la ciudad.

Zagorsk, al que seguía haciéndose referencia por su nombre soviético, era el más antiguo de los lavras, o monasterios sublimes, integrantes del conjunto de monasterios-fortalezas que, desde la Edad Media, habían defendido Moscú durante seiscientos años, cuando, con la protección de san Sergio, habían hecho retroceder a las hordas mongolas. Con todo, en esos momentos era más rico y poderoso que nunca: sus museos e iglesias estaban repletas de iconos únicos y relicarios recubiertos de joyas y sus arcas rebosaban oro. A pesar de los tesoros que acumulaban, o tal vez a causa de ellos, la Iglesia de Moscú parecía tener enemigos en todas partes.

Sólo hacía dos años que el sombrío y gris imperio soviético se había venido abajo, dos años de glásnost, perestroika y agitación. Sin embargo, la Iglesia ortodoxa de Moscú se había alzado de entre las cenizas, cual ave Fénix, como si hubiera renacido. El bogoiskatelstvo, «la búsqueda de Dios», de reminiscencias medievales, estaba en boca de todos. Las catedrales, iglesias y basílicas de Moscú habían revivido, cubiertas de dinero y una nueva capa de pintura.

Incluso a sesenta kilómetros, en la zona rural de Serguéi Posad, el inmenso parque de Zagorsk era un mar de edificios recién remodelados, con sus torretas y cúpulas bulbiformes esmaltadas con colores vivos y refulgentes: azules, añiles, verdes y salpicados de estrellas doradas. Solarin pensó que era como si ya no pudieran seguir refrenando aquellos setenta y cinco años de represión y de repente hubieran estallado en una lluvia de confeti de colores febriles. No obstante, sabía que tras los muros de aquellos bastiones seguía reinando la oscuridad.

Una oscuridad con la que estaba muy familiarizado, aunque sus tonalidades se hubieran atenuado. Como queriendo confirmar aquella convicción, había guardias apostados cada pocos metros a lo largo de los altos parapetos y el perímetro interior del muro, uniformados con una chaqueta de cuero negro de cuello alto y gafas de espejo, y pertrechados con una voluminosa arma bajo el brazo y un walkie-talkie en la mano. Tanto daba en qué año estuvieran, aquellos hombres siempre eran los mismos, igual que la omnipresente KGB que escoltaba a Solarin allí donde fuera en la época en que había sido uno de los grandes maestros soviéticos.

Solarin sabía que aquellos hombres eran integrantes del infame servicio secreto a las órdenes de la «mafia de los monjes de Moscú», como se los llamaba en Rusia. Se decía que la Iglesia rusa había formado una alianza con miembros desafectos del KGB, el Ejército Rojo y otros movimientos «nacionalistas», que poco o nada tenía de sagrada. De hecho, ese era el verdadero temor de Solarin, pues habían sido los monjes de Zagorsk quienes habían dispuesto la partida de ese día.

Al pasar junto a la iglesia del Espíritu Santo y encaminarse hacia el patio descubierto que debían cruzar hasta la sacristía, donde pronto habría de jugarse la partida, Solarin miró a su hija Alexandra, la pequeña Xie, quien seguía agarrándolo con fuerza de la mano. Ella le sonrió y le devolvió una mirada de ojos verdes llena de confianza. Solarin creyó que se le partía el corazón ante tanta belleza. ¿Cómo podían haber creado aquella criatura entre Cat y él?

Solarin no había sabido lo que era el miedo, el verdadero miedo, hasta que había tenido a su hija, por lo que en esos momentos estaba intentando no pensar en los guardias de aspecto fornido y armados que no les sacaban el ojo de encima desde lo alto de los muros. Era consciente de que se encaminaba de la mano de su hija hacia la guarida del león y se ponía enfermo sólo de pensarlo, pero sabía que era inevitable.

El ajedrez lo era todo para ella. Sin él, Alexandra se sentía como un pez fuera del agua. Tal vez él tuviera parte de culpa, tal vez Xie lo llevara en los genes. Además, aunque todo el mundo se había opuesto, sobre todo la madre de la niña, Solarin estaba convencido de que probablemente aquel sería el torneo más importante de la corta vida de su hija.

A pesar de una semana de frío glacial, nieve, aguanieve y de la espantosa comida del torneo —pan negro, té negro y gachas—, Alexandra no había perdido el ánimo en ningún momento. Parecía que todo lo ajeno a los dominios del tablero de ajedrez le fuera indiferente. Había jugado como una estajanovista todos los días, cosechando un punto tras otro en cada partida, como un peón de albañil apilando ladrillos. Había perdido una sola vez en lo que llevaba de semana y ambos sabían que no podía permitirse otra derrota.

No le había quedado más remedio que llevarla hasta allí. En ese torneo se decidiría el futuro de su pequeña, ese día, en ese lugar, en Zagorsk, donde iba a jugarse la última partida. Tenía que ganar, pues los dos sabían que ese era el juego que convertiría a Xie, Alexandra Solarin, que aún no había cumplido doce años, en el gran maestro más joven de toda la historia del ajedrez.

Xie tiró de la mano de su padre y se apartó la bufanda para poder hablar.

—No te preocupes, papá, esta vez le ganaré.

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Se refería a Vartan Azov, el joven genio ucraniano del ajedrez, sólo un año mayor que Xie, y el único jugador del torneo que había conseguido derrotarla hasta el momento. Aunque en realidad no había derrotado a Xie, sino que ésta había perdido ella solita.

Alexandra había empleado la defensa india de rey contra el joven Azov. Solarin sabía que era una de las favoritas de su hija, pues permitía que el valiente caballo negro (figura que para ella encarnaba a su padre y tutor) saltara al frente por encima de las cabezas de las demás piezas y tomara el mando. Tras un audaz sacrificio de la reina, que levantó murmullos entre los asistentes y le concedió el centro del tablero, parecía que la pequeña, intrépida y agresiva guerrera de Solarin se arrojaría como poco a las cataratas de Reichenbach y se llevaría consigo al joven profesor Azov en un abrazo mortal. Sin embargo, no habría de suceder.

Tenía un nombre: Amaurosis Scacchistica, ceguera ajedrecística. Todo jugador la había experimentado en algún momento de su vida, aunque preferían llamar metedura de pata a la incapacidad de prever un peligro obvio. A Solarin le había ocurrido una vez, cuando era muy joven. Según recordaba, era como caer en un pozo, como ir dando vueltas en plena caída libre sin saber qué es arriba y qué abajo.

En todo el tiempo que Xie llevaba jugando, sólo le había pasado una vez, pero Solarin era consciente de que dos errores de ese tipo eran uno más del que podía permitirse. Ese día no podía volver a ocurrirle.

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Antes de alcanzar la sacristía donde se jugaría la partida, Solarin y Xie se toparon con una barricada humana inesperada: una larga hilera de mujeres anodinas, vestidas con ropas gastadas y la cabeza cubierta con un pañuelo, que hacían cola en la nieve a la espera del inicio de las eternas misas conmemorativas diarias a las puertas del osario del famoso Troitski Sobor, la iglesia de la Santa Trinidad y San Sergio, donde estaban enterrados los huesos del santo. Aquellas pobres almas en pena —debía de haber unas cincuenta o sesenta— se persignaban compulsivamente a la manera ortodoxa, como poseídas por una histeria colectiva religiosa, sin apartar la mirada de la imagen del Salvador en lo alto del muro exterior de la iglesia.

Las mujeres, rezando entre gemidos en medio de los remolinos de nieve, formaban una barrera casi tan infranqueable como los guardias armados apostados en lo alto de los parapetos. Además, siguiendo la vieja tradición soviética, se negaban a moverse o a romper filas para dejar pasar a nadie por en medio de la cola, y Solarin tenía prisa.

Al reanudar el paso para rodear la larga hilera, vio la fachada del Museo de Arte por encima de las cabezas de las mujeres y, justo detrás, la sacristía y el tesoro, el lugar al que se dirigían a jugar la partida.

Habían engalanado la parte frontal del museo con una pancarta enorme y llamativa en la que aparecía la imagen de un cuadro y unas palabras dibujadas a mano que anunciaban, en cirílico y en inglés: SETENTA Y CINCO AÑOS DE ARTE SOVIÉTICO DE PALEJ.

El arte de Palej consistía en pinturas lacadas que a menudo representaban escenas inspiradas en cuentos populares y temas folclóricos. Durante mucho tiempo había sido el único arte primitivo o «supersticioso» aceptable para el régimen comunista, con el cual se adornaba todo en ese país, desde cajas en miniatura de papel maché hasta las paredes del Palacio de los Pioneros, donde Solarin, junto con otros cincuenta niños, había practicado sus defensas y contraataques durante más de doce años. En el tiempo que había vivido allí no había tenido acceso a libros de cuentos, tebeos o películas, por lo que las ilustraciones de Palej acerca de los relatos populares habían sido la única puerta del joven Alexander al reino de la fantasía.

Conocía muy bien el cuadro representado en la pancarta, era famoso, y además tenía la impresión de que le recordaba algo importante. Lo estudió con detenimiento mientras Xie y él intentaban sortear la larga cola de beatas enfervorizadas.

Era una escena del cuento popular ruso más famoso: el relato del pájaro de fuego. Existían muchas versiones que habían servido de inspiración a grandes obras de arte, literatura y música, desde Pushkin a Stravinski. La imagen de la pancarta representaba la escena en la que el príncipe Iván, agazapado toda la noche en los jardines de su padre, el zar, por fin ve la radiante ave que había estado comiéndose las manzanas doradas del soberano, e intenta darle caza. El pájaro de fuego consigue escapar, pero deja tras de sí una de sus fabulosas y mágicas plumas en el puño de Iván.

Era la famosa obra de arte de Alexander Kotujin, que colgaba en el Palacio de los Pioneros. Se decía que Kotujin, que pertenecía a la primera generación de artistas de Palej de la década de 1930, ocultaba mensajes secretos en los símbolos que utilizaba en sus pinturas, mensajes que los censores del Estado no siempre conseguían interpretar con facilidad, al contrario del campesinado analfabeto. Solarin se preguntó qué podría significar aquel mensaje con décadas de antigüedad y a quién iría dirigido.

Por fin llegaron al final de la larga cola de pacientes mujeres. Cuando Solarin y Xie torcieron para dirigirse hacia la sacristía, una anciana encorvada, tocada con un pañuelo de cabeza, un jersey raído y un cubo de latón en una mano, abandonó su puesto en la hilera y los rozó al pasar junto a ellos, sin dejar de persignarse con fervor. Tropezó con Xie, se inclinó a modo de disculpa y siguió adelante, hacia la explanada.

Cuando la anciana se hubo alejado, Solarin sintió que Xie le tiraba de la mano. La miró y vio que su hija extraía del bolsillo un pedazo de cartulina, en relieve: una entrada o un pase para la exposición de Palej, ya que llevaba impresa la misma imagen de la pancarta.

—¿De dónde ha salido eso? —le preguntó, aunque temía conocer la respuesta.

Se volvió hacia la mujer, pero había desaparecido en el parque.

—Esa señora me lo ha metido en el bolsillo —contestó Xie.

Cuando volvió a mirar a su hija, ésta le había dado la vuelta a la cartulina y Solarin se la quitó. En el dorso había pegada una pequeña ilustración de un ave en pleno vuelo en el interior de una estrella islámica de ocho puntas. Debajo había tres palabras impresas en ruso:

Al leerlas, Solarin sintió el pulso en las sienes. Se volvió rápidamente en dirección al camino que había tomado la anciana, pero era como si ésta se hubiera convertido en humo. En ese momento atisbó algo en el otro extremo de la fortaleza amurallada. Tras asomar entre el bosquecillo de árboles, la mujer desapareció de nuevo al doblar la esquina de los Aposentos del Zar, a más de cien pasos de ellos.

Justo antes de desvanecerse, la mujer volvió la vista atrás y miró directamente a Solarin, quien, a punto de seguirla, se detuvo en seco. A pesar de la distancia, consiguió distinguir sus claros ojos azules y el mechón de cabello rubio plateado que despuntaba bajo el pañuelo. No era una anciana, sino una mujer de gran belleza y misterio infinito.

Y no sólo eso: conocía aquel rostro. Un rostro que jamás habría creído posible volver a ver en su vida.

Instantes después ya no estaba.

Se oyó decir: «No puede ser».

¿Cómo era posible? La gente no volvía de entre los muertos, y aunque lo hiciera, no podía seguir conservando el mismo aspecto de hacía cincuenta años.

—¿Conoces a esa señora, papá? —preguntó Xie en un susurro, para que nadie pudiera oírla.

Solarin hincó una rodilla en la nieve, junto a su hija, y la estrechó entre sus brazos, hundiendo la cara en la bufanda de Xie.

Tenía ganas de llorar.

—Por un momento me ha parecido conocerla —contestó—, pero seguro que me he equivocado.

La abrazó con mayor fuerza, como si quisiera estrujarla. En todos esos años, nunca le había mentido a su hija… hasta ese momento. Sin embargo, ¿qué otra cosa iba a decirle?

—¿Qué pone en la cartulina? —le susurró Xie al oído—. La del pájaro volando.

Opasnost. Significa «peligro» —contestó Solarin, intentando reponerse.

Por amor de Dios, ¿en qué estaba pensando? Aquello no había sido más que una ilusión óptica provocada por una semana de tensión, mala comida y un frío de mil demonios. Tenía que ser fuerte. Se puso en pie y le dio a su hija un apretón en el hombro.

—¡Aunque puede que el único peligro sea que hayas olvidado cómo se juega!

Le dedicó una sonrisa que Xie no le devolvió.

—¿Qué más pone?

Berechsya ognyá —leyó—. Creo que es una referencia al pájaro de fuego o Fénix de la imagen. —Solarin guardó silencio un instante y luego la miró—. Significa «Cuidado con el fuego». —Respiró hondo—. Vamos, entremos ya. ¡A ver si le das una paliza a ese patzer ucraniano!

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Desde el momento en que entraron en la sacristía de la Serguéi Lavra, Solarin supo que algo no iba bien. El recinto era frío y húmedo, igual de deprimente que todo lo demás durante ese supuesto «verano de las abuelas». Pensó en el mensaje de la mujer.

¿Qué significaba?

Taras Petrosián, el elegante nuevo rico que organizaba el torneo, con su caro traje italiano, estaba entregando un abultado fajo de rublos como si fuera calderilla a un monje enjuto con un cargado llavero, el monje que había abierto el recinto para la competición. Se decía que Petrosián había amasado su fortuna gracias a ciertos trapicheos poco limpios relacionados con varios de los restaurantes y clubes nocturnos de moda de los que era dueño. En ruso existía una palabra coloquial para aquello: blat. Contactos.

Los matones armados ya se habían introducido en el sanctasanctórum. Asomaban por todas partes, apoyados sin ningún disimulo contra las paredes de la sacristía, y no sólo para entrar en calor. Entre otras cosas, aquel edificio bajo, achaparrado y discreto también se utilizaba como tesoro del monasterio.

La prodigalidad en oro y joyas de la iglesia medieval se exhibía en vitrinas de cristal iluminadas que descansaban sobre pedestales, repartidos por todo el recinto. Solarin pensó que sería difícil concentrarse en la partida de ajedrez con tanto destello cegador, pero sentado junto al tablero de juego ya estaba el joven Vartan Azov, quien no les había quitado de encima sus grandes ojos desde que habían entrado en la sala. Xie se soltó de la mano de su padre y fue a saludarlo. No era la primera vez que Solarin deseaba ver a Xie sacándole brillo al tablero con ese mocoso arrogante.

Tenía que quitarse aquel mensaje de la cabeza. ¿A qué se referiría la mujer? ¿Peligro? ¿Cuidado con el fuego? Y ese rostro que jamás podría olvidar, un rostro que pertenecía a sus sueños más oscuros, a sus pesadillas, a sus peores temores…

En ese momento la vio. Estaba en una vitrina de cristal, en el otro extremo de la sala. Solarin se acercó como un sonámbulo, atravesó la amplia superficie despejada de la sacristía y se detuvo delante del enorme expositor transparente.

En el interior había una figura que, como ya le había ocurrido antes, jamás habría creído posible volver a ver, algo tan absurdo y peligroso como el rostro de la mujer que había atisbado fuera. Algo que había permanecido enterrado, algo muy antiguo y muy lejano. Y, sin embargo, lo tenía delante de él.

Era una pesada talla de oro cubierta de joyas que representaba una figura ataviada con largas vestiduras, sentada en un pequeño pabellón con las colgaduras retiradas hacia atrás.

—La Reina Negra —susurró alguien a su lado. Solarin se volvió y se encontró con los ojos oscuros y el cabello despeinado de Vartan Azov—. Descubierta hace poco en la bodega del Hermitage de San Petersburgo —añadió el chico—, junto con los tesoros de Troya de Schliemann. Dicen que perteneció a Carlomagno y que podría llevar oculta desde la Revolución francesa. Es posible que se hubiera encontrado entre las posesiones de la zarina rusa Catalina la Grande. Es la primera vez que se exhibe al público desde su descubrimiento. —Vartan guardó un breve silencio—. La han traído aquí para la partida.

El terror cegó a Solarin. No oyó nada más: tenían que irse de allí de inmediato, pues aquella pieza era suya, la figura más importante de todas las que habían recuperado y enterrado. ¿Cómo había podido reaparecer en Rusia cuando la habían soterrado hacía veinte años a miles de kilómetros de allí?

¿Peligro? ¿Cuidado con el fuego? Solarin tenía que salir de allí y respirar aire fresco, tenía que huir con Xie al instante, la partida no importaba. Cat había tenido razón desde el principio, pero él todavía no era capaz de verlo, las piezas no le dejaban ver el tablero.

Solarin asintió educadamente en dirección a Vartan Azov y atravesó la sala en unas pocas y apresuradas zancadas. Cogió a Xie de la mano y se dirigió a la puerta.

—Papá, ¿adónde vamos? —preguntó Xie, desconcertada.

—A ver a esa señora —contestó su padre, de manera misteriosa—. A la señora que te dio la tarjeta.

—Pero ¿y la partida?

Alexandra perdería si no estaba presente cuando pusieran en marcha los relojes y eso daría al traste con todo por lo que habían estado trabajando con tanto ahínco durante tanto tiempo. Sin embargo, Solarin tenía que averiguarlo. Salió del recinto con Xie de la mano.

La vio en el otro extremo del parque desde lo alto de los peldaños de la sacristía. La mujer estaba junto a las portaladas, vuelta hacia él con una mirada llena de amor y comprensión. Solarin no se había equivocado, la conocía. En ese momento, el miedo transformó la expresión de la mujer al levantar la vista hacia el parapeto.

Apenas un instante después, Solarin siguió la dirección de aquella mirada y vio al guardia apostado en lo alto, en el antepecho, con el arma en la mano. Sin pensarlo, Solarin empujó a Xie hacia atrás, para protegerla con su cuerpo, y se volvió de nuevo hacia la mujer.

—Madre… —musitó.

Lo que sintió a continuación fue el fuego en la cabeza.