La terraza de aquel rascacielos estaba cubierta por una formidable estructura de invernadero. Desde el techo, también acristalado, colgaban unas enormes lámparas como las de los antiguos estudios de cine. Era la primera vez que André se encontraba en la zona reservada del restaurante del hotel más caro de la ciudad. Aunque no pensaba dejarse impresionar. Lo primero que hizo, cuando le sirvieron el vino, fue detener al camarero con un gesto de la mano y preguntar al hombre que lo acompañaba en la mesa:
—¿Ha pedido usted esa botella?
—Sí, claro —le respondió el hombre.
—¿Sabe que esta botella de vino cuesta el sueldo medio de un trabajador?
—¿Cree que la habría pedido sin saber lo que costaba? No se preocupe, señor Bodoc. No me voy a arruinar.
—No es eso lo que me preocupa, la verdad.
El camarero continuó llenando la copa.
—Relájese, señor Bodoc, esto no es más que una cena informal. Estoy acostumbrado a frecuentar eventos en los que las botellas valen diez o veinte veces lo que esta. Y, ¿sabe lo que hago en esos casos, sea cual sea el precio de lo que se sirve a mi alrededor? Nada, no digo nada. No hacer ningún comentario de ese tipo es la mejor manera de no ponerse en evidencia.
—Gracias por el consejo. Desde mi punto de vista es sólo usted el que se pone en evidencia pidiendo esa botella.
André levantó la copa, hizo girar su contenido en el interior, aspiró su aroma y dio un largo sorbo. El hombre que estaba sentado frente a él era el presidente del grupo de comunicación al que pertenecía, entre otros muchos medios, la cadena de televisión en la que trabajaba.
—Eso es lo que me gusta de usted, señor Bodoc —dijo su anfitrión—. No se deja amedrentar, es agresivo. Y considero que también tiene talento, aunque bastante desaprovechado. Bien encauzado y en las manos adecuadas podría llegar a hacer cosas importantes.
—¿Me está usted haciendo una oferta? —André apuró su copa y de inmediato unas manos enguantadas se la volvieron a llenar.
—Lo veo incluso presentando unos informativos del prime time, de nuevo en la televisión nacional. Quizá con uno de esos formatos audaces, como los que producen los norteamericanos, en los que el presentador no sólo muestra las noticias sino que también las comenta.
Una cuadrilla de camareros había comenzado a servir los entrantes.
—Qué tontería. Quién iba a confiar en mí después de lo ocurrido.
—Eso sería muy fácil de manejar. Se le mostraría como un adalid de la verdad, como el único periodista de este país realmente comprometido con los hechos, hasta el punto de ser capaz de arriesgar su carrera o de denunciar a quienes se creen por encima del bien y del mal. —El hombre se tocó los gemelos de los puños de la camisa y alineó mecánicamente los cubiertos—. O quizá podría conducir un programa de entrevistas. Una serie de entrevistas en profundidad, atrevidas y mordaces, a las personalidades más destacadas, en las que no dejara títere con cabeza.
—No sé si usted ha visto alguna vez mis entrevistas —rio él con la boca torcida—. Me temo que tendríamos serios problemas para encontrar invitados.
—Usted sabe bien que nadie rechaza hoy unos minutos de publicidad gratuita. Harían cola para poder disfrutar de esa oportunidad.
—Lo cierto es que no me interesa volver a formar parte de todo eso. No quiero seguir contribuyendo a la construcción de la gran mentira —dijo, dio otro trago y añadió—: En cualquier caso, si por alguna improbable razón acabara aceptando, cosa que dudo mucho, quiero que sepa que mi primera exigencia sería que los puestos de todos los miembros de mi equipo quedaran garantizados. No quiero que ninguno de ellos se acabe viendo afectado por el asunto del virus de la depresión.
—No se confunda, señor Bodoc. Yo no he venido aquí a negociar con usted sus condiciones. Yo no me dedico a esas cosas. Sencillamente, tenía curiosidad por conocerlo, ha conseguido llamar mi atención. A veces la vida puede ser muy aburrida. —El hombre se apartó en su plato una minúscula fracción de ensalada—. De todas formas, no era eso lo que tenía entendido. Por lo que sé, y no es ningún secreto, usted colaboró activamente en el triunfo de uno de los presidentes del gobierno de este país. ¿O debería decir pasivamente? Porque usted tenía en sus manos el poder y la capacidad, cuando aún se estaba a tiempo, de haber divulgado los casos de corrupción que años más tarde lo llevarían a los tribunales, pero no lo hizo. Ocultó toda esa información y se plegó a los intereses de su cadena.
—Eso es justo lo que le digo. Que no estoy dispuesto a volver a vender mi alma al diablo. Lo hice una vez y me salió muy caro.
El maître del restaurante se había acercado al presidente del grupo de comunicación, y entre susurros empezó a disculparse y a explicarle que el chef no podía acudir a su mesa.
—Lleva días desaparecido —dijo el empleado.
El hombre asintió levemente, bajó la vista y pareció concentrarse en los brotes verdes de su plato. André volvió a intervenir, cada vez más achispado.
—¿Nunca se ha parado a pensar que los medios de comunicación son los menos interesados en decir la verdad? Sí… —se adelantó a responder, guiñando un ojo—. Sí se ha parado a pensarlo. El otro día, sin ir más lejos, el director de su principal cabecera, y por lo tanto estamos hablando del primer o el segundo periódico del país, según a quién se pregunte, decía en una entrevista que el periodismo consiste en mostrar lo que alguien no quiere que se sepa.
—Sí. Se lo he escuchado decir muchas veces.
—Como eslogan no está mal. Conserva la esencia transgresora y ofrece una visión casi heroica del periodista. Pero ¿cómo puede alguien afirmar eso y luego actuar como actúa? Su periódico no deja de manipular la información. Lo hacen todos, no se ofenda, también los de la competencia. Manipulan lo que tiene un interés político, manipulan lo que tiene un interés económico, manipulan lo que no tiene ningún tipo de interés… —André volvió a vaciar su copa de un golpe—. Es como si manipularan por vocación. Basta echar un vistazo a las hemerotecas para darse cuenta de todo. Uno lee todos esos artículos que algún día fueron la actualidad, y se pregunta qué ocurrió con aquel líder malísimo que luego pasó a ser un gran aliado, con aquella guerra crucial en el confín del mundo, con aquellas armas de destrucción masiva que nunca aparecieron, con el efecto dos mil, con la gripe aviar, con la gripe a y con tantas otras pandemias asoladoras… A su lado, el Melancovirus es la menor de las invenciones. Nuestro mundo es pura ficción. Sólo hay que coger un poco de distancia para verlo. Ahora la televisión habla del fin de la crisis económica. Pero yo me pregunto si de verdad hemos salido de la crisis. O si alguna vez estuvimos en crisis, y de dónde surgió, y a qué intereses obedecía, y qué cosa era la crisis…
—Como usted sabe, las noticias nunca suceden, sino que se construyen. Sólo los hechos suceden. En el momento en el que interpretamos los hechos, se modifican. Si la realidad fuese sólo lo que nos llega de manera inmediata por los sentidos, si pudiéramos apreciar la realidad de forma directa en toda su magnitud, entonces no serían necesarios ni la reflexión, ni el análisis, ni esta conversación, ni ningún tipo de ciencia, ni el periodismo… La mayoría de las cosas no se perciben a simple vista.
—¡Estoy de acuerdo! —brindó él—. Pero no intente eludir mi pregunta. ¿Hasta qué punto eran ciertas esas noticias? ¿Hasta qué punto hay intereses en suscitar y propagar el miedo?
—Piense que, a lo largo de toda la historia de la humanidad, siempre se ha creído estar al borde del apocalipsis. No sólo en cada cambio de milenio. En todas las épocas, cada una de las sociedades se ha creído siempre la más moderna, la más decadente y, por supuesto, la elegida para protagonizar la aniquilación total y el fin de los tiempos. Las plagas ya estaban presentes en los textos sagrados. Y cuando no son plagas o epidemias, es la amenaza nuclear, o los meteoritos, o los polos derritiéndose. Las teorías apocalípticas son algo intrínseco a la naturaleza humana. Son parte de nuestra debilidad, de nuestro miedo a la muerte… En el fondo, ese es el único modo en que sabemos interpretar la realidad. En las últimas décadas están también en auge las conspiraciones. Las teorías conspiranoicas no dejan de proliferar gracias al cine, a la televisión y a internet, desde expedientes x a planes de dominación mundial. Ahora parece que detrás de cada suceso tiene que haber una mano negra moviendo los hilos.
—Insisto, ¿qué hay de verdad en todo eso?
—¿En los planes de dominación mundial? No puedo revelárselo. Me matarían. —El hombre sonrió y volvió a tocarse los gemelos de la camisa, con un gesto casi imperceptible, como si comprobara que seguían allí.
—Dígame, ¿confabulan? Los que están arriba, los hombres como usted, ¿deciden cómo va a ser nuestra realidad en los próximos años?
André Bodoc miró al presidente del grupo de comunicación a los ojos, levantó la copa y la hizo oscilar para mostrar que estaba casi vacía. Unas gotas cayeron sobre el mantel, como una breve hemorragia. El hombre pidió una nueva botella de vino con apenas un movimiento de las pupilas.
—No tanto como suele pensarse. Nunca nada parecido, por supuesto, a su artificio del virus de la depresión. Al menos nunca nada tan elaborado ni tan minucioso. La verdad es que el modelo capitalista es muy cómodo, se defiende bastante bien por sí mismo. Tan sólo hay que dejar que operen sus propios principios y el capital acaba yendo donde tiene que ir. No era muy difícil prever lo que acabaría sucediendo, considerando que el principio básico es permitir que el pez grande se coma al pequeño. Era cuestión de tiempo. El capital atrae al capital, de manera que los hombres que poseen las grandes fortunas del planeta, entre los que no me encuentro, tienen que intervenir en pocas ocasiones. Y lo hacen sólo cuando el asunto es muy serio, no con cada detalle insignificante. Intervienen cuando se intentan aprobar leyes que podrían afectar sus negocios. Cuando una guerra deja de ser rentable, o un foco de conflicto en algún otro territorio podría crear sinergias beneficiosas. A veces interesa limitar el crecimiento de algunos países, o deponer sus gobiernos mediante la presión económica, o cambiar determinadas tendencias financieras. Y aunque esos hombres tienen nombres y apellidos, en la mayoría de los casos se esconden detrás de fondos de inversión libre, que mueven billones de dólares al año y a los que no se puede sentar en un banquillo. Los mercados son etéreos. Pero es lo justo, porque el dinero no tiene moral.
Acababan de servir el plato principal. André dejó escapar un bufido y hundió sus cubiertos en el grueso solomillo de buey de Kobe.
—Menos mal, este vino peleón se me estaba empezando a subir a la cabeza —dijo y, después de meterse varios pedazos de carne en la boca, prosiguió—: El dinero no tiene moral, por supuesto. Tampoco ese Hublot que lleva en la muñeca. Cuesta mi salario de varios años, y yo gano más o menos lo que media docena de profesores de instituto. Pero cómo va a tener moral. Es sólo un reloj. Un amasijo de titanio. Inerte, como las balas. Sin embargo, había algo en lo que tenía razón, las cosas no se perciben a simple vista. Ahí reside todo el problema. La realidad es invisible.
Con un movimiento brusco, André Bodoc retiró su silla, se levantó de la mesa y caminó hasta una de las paredes de cristal. Bajo una bóveda celeste estrellada, los rascacielos de aquella parte de la ciudad competían por el dominio de las vistas. Él comenzó a mirar hacia la calle como si buscase algo concreto. A los pies de los edificios más cercanos, casi doscientos metros más abajo, un grupo de personas se reunía en torno a una fogata.
—¡Ahí están!
—Siéntese, por favor —le dijo su anfitrión, sin levantar la voz.
—¡Ahí están! ¿Los ve? —exclamó él, señalando el punto de luz vacilante. Algunos camareros habían empezado a mirarse nerviosos—. Ahí mismo, muertos de hambre. No los ve, ¿verdad? Ninguna de las personas de esta sala los ve. ¡Son invisibles!
—Haga el favor de volver a la mesa —repitió el hombre. En su voz no había todavía inflexión alguna que indicase que nada hubiese llegado a alterarlo.
—Ninguna de las personas que está comiendo aquí los ve. La gente sólo ve lo que quiere ver. Cierra los ojos a todo lo demás —continuó André—. Ahí está la clave de todo. Ahí comienza la manipulación. Nosotros mismos decidimos lo que es visible y lo que no.
En ese momento, a lo lejos, en medio de la oscuridad, al director de informativos le pareció ver algo descender desde uno de los edificios vecinos. Aunque no podía estar seguro. Luego notó que algo iba mal, y tuvo que apoyarse contra los cristales. Como si algo minúsculo se hubiera roto en su interior.
Se aproximó de nuevo a la mesa y puso las manos sobre el tablero.
—Todo esto no es más que una inmensa ficción —dijo, ahora casi en un susurro, incapaz de levantar la mirada. Aun así, preguntó—: ¿Me podría decir qué demonios está usted comiendo?
—Según el maître, sopa de ostras con huevo poché y jamón.
—Tiene un aspecto repugnante. Parece un tumor.
Después de decir aquello André echó a andar entre las mesas, esforzándose por mantener el equilibrio. Un camarero empezó a caminar a su lado, como si lo acompañase. Él lo miró y le dijo:
—¿Cree que si la tierra se partiera en dos y acabara con todos nosotros una nube tóxica, importaría demasiado?
El camarero no respondió. André siguió andando hasta que encontró el baño de caballeros. Una vez allí dentro, empujó la puerta de todos los excusados con el pie para comprobar que no había nadie más. Se dirigió a uno de los lavabos y se enjuagó la cara con agua abundante. Permaneció inmóvil unos instantes, con la superficie de la piel aún empapada y las gotas resbalándole hasta la barbilla. Se miró al espejo y comenzó a hablar en voz alta.
—Lo primero que quiero que quede claro es que sé que estoy hablando solo. Debo de estar como una regadera, pero también me sirve de eximente que llevo encima una cogorza importante… ¿Quieres abandonar? Pues abandona, chico. Yo no pienso hacerlo. Está claro que si uno de los dos tiene que renunciar a algo, ese eres tú. Para empezar, comienza abandonando esa vida deprimente que llevas. Déjala atrás de una vez. ¿O te la vas a pasar entera lamentándote por cómo son las cosas? Haz como hice yo. Deja atrás esa ciudad. Y cambia. Hay un momento en la vida de toda persona en el que tiene que tomar la decisión de, o bien aceptar las cosas como son, o bien cambiarlas. Porque de lo contrario, puede que llegue el día en el que te levantes y te preguntes: qué hago aquí y cómo he llegado hasta este punto. Y no hay nada más terrible que abrir los ojos al despertarte y no saber quién eres… Lo siento, amigo, tú has perdido. Hasta aquí nuestro trayecto juntos. No pienso aguantarte ni un minuto más. A partir de ahora, tendrás que arreglártelas solo.