Un ruido ensordecedor hizo vibrar el aire. Era un sonido metálico y estridente que parecía no tener fin. Las ventanas de los automóviles comenzaron a estremecerse, como por efecto de un seísmo. Xavier miró alrededor para comprobar si el mundo seguía su curso a pesar de los temblores. Y así lo hacía, imperturbable. Creyó recordar que cerca de allí había una vía de tren elevado, aunque cada vez le era más difícil estar seguro de todo lo que tuviera que ver con su ciudad y con sus calles. Las sacudidas y el estruendo se fueron haciendo lejanos y retornó de nuevo el silencio. Por poco tiempo, porque enseguida la algarabía de unos chillidos agudos volvió a inundarlo todo.
Estaba frente a la escuela infantil de Lucas, esperando verlo aparecer entre la riada de niños con sus mochilas de distintos colores. Mientras duró aquella espera, había estado llamando una y otra vez al teléfono de Bodoc. Siempre con idéntico resultado: aquel mensaje frustrante y aquella voz robotizada. No parecía que nada fuese a cambiar. Aun así, lo marcó una vez tras otra, con los nudillos de la mano derecha ardiéndole y cubiertos de sangre. Se preguntó si pudiera ser que, en su mundo, André todavía no hubiese contratado aquella línea de teléfono. O si ya la habría dado de baja. Se preguntó si sus tiempos de verdad serían simultáneos. Desde que no muy lejos de allí había dejado al amante de su exmujer rodeado por sus alumnos, el cielo se había ido ennegreciendo más y más a causa de la nube volcánica. En la televisión habían dicho que los fragmentos de magma provenientes de las profundidades de la tierra se congelaban al entrar en contacto con el frío de Islandia y se convertían en partículas de polvo. Ahora, aquella nube de ceniza había velado la luz y se había apoderado de la atmósfera. No obstante, él se había levantado con las ideas más claras que nunca y nada podría enturbiar su determinación. Reconoció la cabeza de su hijo avanzando entre las otras, y una sonrisa iluminó su cara.
—¿Y mamá? —fue lo que dijo Lucas cuando lo vio.
—Hoy no podía venir. Seguro que te lo había dicho —lo intentó tranquilizar—. Su amigo tampoco podía, así que ha venido papá.
A unos metros de distancia, una mujer observaba a Xavier con recelo. Se acercó hasta donde estaban y, mirando únicamente al niño, le preguntó:
—Lucas, ¿conoces a este hombre?
El crío se agarró a la pierna de su profesora y se escudó tras ella. La mujer se puso firme y buscó los ojos de Xavier, como si le costara distinguirlos por la falta de luz. O como si le inquietase el hematoma que se extendía desde el centro de su rostro.
—No puede estar aquí, señor —le dijo.
Él iba a responderle que era su padre y que ella era sólo una extraña y que ni ella ni nadie tenía derecho a entrometerse. Pero un mendigo que cruzó entre los niños distrajo su atención. Fue todo muy rápido. Pasó por allí como una sombra. Sin embargo, por un instante, habría jurado que era el mismo mendigo al que André Bodoc había echado unas monedas en el parque.
—Dame la mochila, Lucas —balbuceó.
No era posible que fuese la misma persona. Y por supuesto no pensaba perseguirlo. Todos los mendigos se parecen. De hecho, habría desechado de inmediato todas sus sospechas, si no hubiera sido porque una señora que trataba de llevarse a su hijo con dificultad, tirando de él y abrochándole el abrigo, diciéndole que había empezado a hacer mucho frío, lo empujó sin querer. Xavier se dio la vuelta y se llevó una mano al abdomen al ver a aquel niño pelirrojo, de nariz pecosa, que ahora comenzaba a berrear y se dejaba colgar del brazo de la mujer como si se tratara de una liana. La madre no era la misma persona. Era una sustituta, una suplantadora. Pero al niño de la gasolinera lo reconoció más allá de toda duda. Estaba mareado. No entendía qué estaba pasando. Era como si de repente la membrana entre los dos mundos se hubiera vuelto permeable. Se apretó aún más el estómago.
—¿Señor?
Xavier miró a la maestra a los ojos. Sintió que no estaba lejos de desmayarse. Aquello no significaba nada. Podía haber visto a esas personas una y otra vez, habérselas cruzado en cientos de lugares, y luego haberlas introducido en sus sueños como hacía todo el mundo. Seguía pudiendo ser real.
—Soy su padre —musitó—. He venido a recogerlo.
Ella le preguntó a Lucas si aquello era cierto, apartándole el flequillo de la frente con una suave caricia, y el niño asintió moviendo la cabeza. Sin mucho convencimiento se apartó a un lado y lo dejó acercarse hasta él. Xavier le removió el pelo cobrizo con la punta de los dedos y lo ayudó a llevar sus cosas.
—Buen chico —le dijo.
Bajo un cielo oscuro que parecía que iba a desplomarse de un momento a otro, se alejaron cogidos de la mano.