—El mundo de Bodoc se derrumba —le había dicho Xavier.
Estaban sentados en una terraza que se extendía sobre un balcón natural con vistas a la ciudad. Bajo un cielo cada vez más oscuro, la lontananza se iba llenando de luces chispeantes con la forma abigarrada del casco urbano, como un enorme insecto abrazado a la superficie de la tierra. Cuando Xavier se bajó del taxi en el que había llegado a recogerla, estaba por completo fuera de sí, como trastornado, exaltado y diciendo cosas ininteligibles. Hasta el punto de que Helena terminó por darle un calmante y él se quedó dormido durante el resto del trayecto. Ahora, más tranquilo y con aspecto descansado, estaba contándole su reciente sueño.
—No sé —dijo ella distraída, con la mirada posada en el pianista que tocaba en uno de los márgenes de la terraza—, quizás eso sea lo normal en ese mundo.
—¿Matar a los bebés que lloran podría ser lo normal en alguna parte?
—¿Por qué no? Es sólo un sueño.
Él permaneció pensativo unos instantes. La terraza se componía de diez mesas vestidas de lino color gris perla, entre las que transitaba un nutrido número de camareros uniformados de negro. En el aire vibraba una sonata para piano de Alexander Scriabin. Deslizó el cuchillo a través de la carne cocinada con frutas exóticas, y dijo:
—Tal vez tengas razón… La lógica interna de su mundo no tiene por qué ser la misma que la del nuestro. Apenas llevo unos meses soñándolo y es imposible que conozca todos sus pequeños detalles. Podría tratarse de una realidad similar a la nuestra sólo en apariencia.
—Claro —rio ella—, seguro que Bodoc tiembla de miedo cada vez que sueña con una madre cuidando de su hijo.
Xavier la miró a los ojos.
—Podría ser. Quizá no deberíamos permitir esta multiplicación sin sentido.
Ella tan sólo observaba sus manos, como hipnotizada por la habilidad con la que él manejaba todos los cubiertos. No menos sorprendida que cuando hacía unos minutos su colega había comenzado a comentar la carta de vinos, mostrando un profundo conocimiento sobre orígenes y añadas, a pesar de los precios desorbitados que alcanzaban aquellas botellas.
—Me ha vuelto a llamar —dijo Helena de pronto.
En el cielo algunos pájaros todavía alargaban sus chillidos, girando en espiral. O quizá ya no eran pájaros.
—¿Tu marido?
—Sí. Después de tantos años, ahora no deja de llamarme. Siempre pensé que si nunca pudimos divorciarnos fue porque se había largado a otro país, quizás incluso se había cambiado el nombre. Llegué a creer que podría haber muerto.
—Y sólo estaba esperando que acabaras de pagar la hipoteca —añadió él.
—No pienso cederle la mitad de mi casa. De ninguna manera. Aunque me tuviera que gastar todo ese dinero en abogados… Pero me está haciendo la vida imposible. Ahora al muy psicópata le ha dado por llamarme de madrugada, aunque no dice nada sé que es él quien está al otro lado.
En el horizonte, la ciudad seguía perfeccionando su forma de gigantesco parásito artificial, absorbiendo la energía del planeta. Xavier puso los cubiertos sobre el plato y se encendió un cigarrillo. Definitivamente, eran pequeños mamíferos los que aleteaban sobre sus cabezas.
—Cualquier cosa que yo pueda hacer… —dijo.
—Primero, casi me cae encima el cuerpo de un hombre. Después, me intenta estrangular un alumno en clase. Y como colofón empieza a acosarme mi ex. Todo en una sola semana. —Un camarero comenzó a servir los postres, el sirope líquido que decoraba los platos hacía pensar en los caracteres de un código extraño—. Esta mañana he comenzado a ir al psicólogo, a uno de verdad.
—¿Quieres que hable con Roberto?
—No, no va a atender a razones. El psicólogo me va a enseñar a controlar el miedo. Y a aislar el dolor. Me ha estado explicando que mediante la meditación guiada se puede llegar a reunir todas las causas de malestar, todos los elementos traumáticos, y aislarlos y acabar expulsándolos de tu mente. Xavier, a ti te podría venir muy bien, te puedo dar su teléfono. ¿Cómo llevas lo de tu padre?
—Ya sabes lo extraño que puede hacerse que una persona desaparezca de pronto de tu vida. —Él hizo una pausa y pareció valorar si decir o no lo que le rondaba la cabeza—. Cuando me llamaron del hospital para comunicarme la muerte de mi padre, pensé que se trataba de un error, que todavía podría hacerse algo por salvarlo, por resucitarlo, por volver atrás en el tiempo. Pero es que ahora, después de tantos días, aún sigo creyendo que aparecerá en cualquier momento. Que lo volveré a ver en algún lugar, que al fin y al cabo era mi padre y no es posible que haya desaparecido para siempre, por algo tan tonto como un simple virus.
Helena asintió.
—Durante semanas vives con la absurda esperanza de que se produzca el milagro —dijo—. Luego, durante años, sueñas que está vivo. Que todo fue un malentendido, que en realidad superó la enfermedad y que lo tienes ahí, delante de tus ojos. Aún hoy mi pequeño sigue vivo en mis sueños.
Él estiró el brazo y le rozó la punta de los dedos. La pieza que sonaba en el aire era inapropiadamente atonal, casi amenazadora.
—Yo ni siquiera puedo soñar con mi padre. Pero no te preocupes por mí, de un tiempo a esta parte llevo mejor todo lo relacionado con el dolor. Si hay algo que he aprendido desde que sueño que soy Bodoc es que la individualidad es un espejismo. —Dio por terminado su postre, se acercó un cenicero y encendió otro pitillo—. Cuando estás atrapado dentro de una mente parece que todo lo que pueda sucederte a ti es absolutamente trascendental, que ni siquiera una catástrofe natural o un exterminio son importantes si no te afectan a ti de una manera directa o indirecta. Sin embargo, cuando cada noche dejas de ser tú para ser otro, acabas comprendiendo que todo es relativo, que en un instante pueden cambiar las coordenadas de todo lo que te parecía esencial y el centro del mundo se reubica. El dolor no es más que una cuestión de ego.
Xavier arrojó una larga bocanada de humo que rebosaba seguridad. Tenía los codos apoyados sobre la mesa, las manos cruzadas y el cigarrillo asomando entre los dedos. Ella lo miró con interés, abrió su bolso y se retocó la pintura de labios.
—Qué más da una mente que otra —continuó él—. Porque, ¿qué es la conciencia? ¿Un punto en mitad del cosmos, un foco, un chispazo de luz en la negrura? Nada. Explosiones químicas en medio del vacío. ¿Qué más da tu dolor o mi dolor? Pronto todo habrá desaparecido.
Dejó caer la colilla en el agujero del cenicero y la oscuridad se la tragó como si nunca hubiera existido. Después, Xavier entornó los ojos y observó mejor la forma de la ciudad que se aferraba a la superficie de la tierra. Quizá se asemejase más a una célula nerviosa. Una refulgente neurona con su axón y sus alargadas dendritas, capturando y transmitiendo información.
Helena desplazó su silla alrededor de la mesa hasta situarse junto a él.
—Estás muy cambiado —le susurró, agarrándole la mano.
Xavier interrogó sus ojos y ella continuó acariciándole el dorso de la mano. Con un movimiento de cabeza, apartó a un lado su melena rizada. Luego inclinó hacia delante su escote y antes de que él se diera cuenta, sin mediar palabra, su compañera estaba buscando su boca con su lengua, como si le fuese la vida en ello. Como si nadie pudiera verlos. Como si a su alrededor no se agitase una inquietante legión de autómatas vestidos de negro.
En tan sólo unos minutos estaban dentro del taxi que los llevaría hasta la casa de Helena.
En el ascensor, ella le dijo que le parecía muy sexy esa doble vida que ahora llevaba, como si fuese un espía o un agente encubierto. Él le siguió el juego y, en cuanto entraron en el piso, la agarró por el brazo con actitud grave y la obligó a avanzar de puntillas, casi dando saltitos.
—Las manos contra la pared —le dijo—. Voy a cachearte.
Helena obedeció, le ofreció su espalda y extendió los brazos junto al espejo del pasillo. Él le quitó el bolso y le separó las piernas.
—¿Llevas algún micrófono?
Ella negó con la cabeza y Xavier comenzó a registrarla. Palpando su cintura, sus costillas, sus axilas, rozando apenas con las yemas la base de su pecho. Subió hasta la nuca, hasta la cara, y le frotó los labios con los dedos. Entonces ella se los metió en la boca, y los chupó y los mordisqueó con un ansia inesperada. Parecía a punto de romper a llorar, a la vez que los movimientos de su cabeza y sus succiones simulaban una felación. De repente, él dejó de tocarla y desapareció en el interior del apartamento. Al cabo de un rato regresó blandiendo un cuchillo en la mano. Ella trató de escrutar varias veces la expresión de su rostro con el rabillo del ojo, para comprobar que todo seguía bien, pero no se movió. Xavier pudo sentir su miedo. La agarró por las caderas mirando su propio reflejo en el espejo, bajó por sus muslos y alcanzó el extremo del vestido. Deslizó las manos debajo de la tela de raso y volvió a ascender por la piel desnuda hasta dejar al descubierto su ropa interior. Introdujo el cuchillo bajo el elástico y lo seccionó. Las bragas cedieron y fueron a parar a uno de sus tobillos. Helena había comenzado a entonar una súplica que era como una letanía. Xavi, Xavi, Xavi. Él le separó aún más las piernas, echó una última ojeada a su imagen invertida y, dejando que se empañaran sus gafas de pasta oscura, comenzó a explorarla con su boca como si quisiera descubrir sus más íntimos secretos. Y cuando le pareció oír el sollozo del bebé de algún vecino, cuando el llanto del bebé se hizo tan insoportable que parecía querer hablarle de otros mundos, de otras vidas, se puso de pie, acabó de arrancarle el vestido, la aplastó contra la pared y la penetró desde atrás con una energía acumulada durante años. Durante cientos de millones de años.
En mitad de la noche, comenzó a sonar el teléfono. Xavier se levantó a cogerlo en todas las ocasiones, pero nadie contestaba al otro lado. Después de las primeras llamadas, podría haber optado por dejarlo descolgado. Sin embargo, en lugar de eso decidió sentarse junto al aparato. Esperaba pacientemente a que sonara de nuevo y luego gritaba al auricular todo tipo de amenazas. Horas más tarde, quienquiera que fuese desistió en su empeño y el silencio retornó al apartamento. En la penumbra, caminó hacia el dormitorio, arropó a Helena con la sábana y le dio un beso en la mejilla a modo de despedida. Ella lo retuvo un instante, abrazándose a su cuello, y le dijo al oído que se lo había pasado muy bien.
—El único problema es que no estoy segura de si me he acostado con Xavier Arteaga o con André Bodoc.
—Aun viviendo su vida y guardando todos sus recuerdos —le dijo él—, lo curioso es que ni siquiera cuando hacemos las mismas cosas somos la misma persona.
Aquella madrugada, de vuelta en casa, al apagar la luz Xavier se sintió extrañamente solo. No solo en su cama o en su piso. Solo de una manera muy distinta. Había superado tanto su hora habitual de acostarse que, por primera vez en mucho tiempo, se sintió desvelado. En cuanto cerró los ojos notó que había una parte de su cerebro que se resistía a quedarse dormida. Y en ese estado de intuición, en ese estado de sopor lúcido que a veces precede el sueño, en medio de aquella completa oscuridad, sintió que su mente estaba absolutamente sola frente al universo. Allí, en aquella nada negra de su habitación, entre aquellas cuatro paredes, tuvo la certeza de que la suya era la única mente real y existente que tomaba conciencia de todo lo demás. Un periscopio sacando su único ojo por encima de la masa de materia oscura. Él y la nada. Él y todo el movimiento errático de los planetas orbitando alrededor de soles extintos. Solo, y a la vez sabiendo que en tantos otros lugares, a pocos metros y a miles de kilómetros, había otras tantas mentes sintiendo lo mismo. Cada una de ellas perdida en su soledad. Al otro lado de la pared, sobre el techo, bajo el suelo, en los continentes lejanos y en las antípodas del mundo. Cuántas otras mentes estarían sintiendo aquello en ese justo momento encerrados en sus propios universos. Y a lo largo de la historia, cuántas otras. Y de ellas, cuántas estarían sufriendo el mismo trastorno del sueño que padecían él y Bodoc. Cuántas conectarían entre sí, por medio de algún tipo de pasadizo incomprensible, barajando vidas y conciencias, a causa de una suerte de desarreglo ontológico. La disolución del yo. O su ampliación. Una enorme red, una infinita y laberíntica maraña de sustancia pensante. Y cuántas de aquellas mentes habrían desaparecido ya. Cuántas tendrían todavía que desaparecer. Cuántas se habrían quitado la vida de forma voluntaria porque no soportaban aquel nuevo orden de las cosas. La nueva naturaleza del yo. El nuevo statu quo del yo bifurcado. Pensó en su jefe. Pensó en su padre. Pensó en su hijo. Pensó en el hijo de Helena. Cerró los ojos.