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Estaba sentado en el taburete alto de un Starbucks, bebiendo un café y leyendo un periódico junto a la vidriera que daba a la calle. A través del cristal del escaparate, podía ver a una madre en la acera tratando de calmar a su hijo de pocos meses. El bebé ya estaba llorando cuando André Bodoc llegó a la cafetería. La madre le hablaba y mecía el cochecito sacudiendo el manillar, cada vez con mayor exasperación. En lugar de apaciguar el disgusto del niño, sus últimos intentos no hacían sino empeorar aún más las cosas. Él gruñó y resopló como si eso sirviera de algo. Más allá, al otro lado de la calle, no dejaban de pasar riadas de personas con pancartas de protesta, individuos de todas las edades y de todas las clases sociales. Cada pocos minutos, un destacamento de furgones policiales atravesaba también la calzada en la misma dirección, haciendo sonar las sirenas. Arriba, el cielo estaba surcado de helicópteros. La puerta automática del establecimiento volvió a abrirse, dejando que otro aullido del niño se colara en el interior. La madre cogió a su hijo en brazos y empezó a acunarlo nerviosa. André dio un sorbo de la taza de café y levantó el periódico para dejar de ver a la mujer y al bebé que le estaban crispando los nervios aquella mañana. Leyó. La crisis macroeconómica seguía arrojando mínimos bursátiles y ocasionando el desplome de los mercados de todo el planeta. Los gobiernos continuaban concediendo ayudas millonarias con fondos públicos a las grandes entidades bancarias. Se volvían a facilitar las condiciones de despido a las empresas y se reducían los derechos de los trabajadores para evitar los cierres. Cada día que pasaba los ricos eran más ricos y los pobres, más pobres. La necesidad de encontrar valores refugio para los excedentes de capital había hecho que la especulación en el mundo del arte se disparase, y cuadros de artistas secundarios alcanzaban en las subastas cuantías de decenas de millones de dólares. Un grupo terrorista había estrellado un avión contra una escuela infantil en el sur de Rusia, con un saldo final de ciento veinte pequeños cadáveres. En tan sólo tres escuelas jesuitas de Berlín, habían salido a la luz doscientos once nuevos casos de abusos sexuales contra menores. En un colegio italiano de beneficencia se habían denunciado otros setenta casos de abusos contra huérfanos y sordomudos. Un estudio reciente calculaba que la cifra de niños víctimas de estos abusos, por parte de sacerdotes católicos, podía ascender en Europa a casi diez mil casos en los últimos cincuenta años. El Papa y el Vaticano estaban imputados en un delito de encubrimiento: se había hecho público un documento interno que resumía el procedimiento a seguir por los sacerdotes frente a las acusaciones de abuso sexual, y por el cual se hacía jurar a todos los miembros de la comunidad que mantendrían el secreto bajo pena de excomunión. Un viandante de unos cincuenta años había fallecido al caerle encima el cuerpo de una suicida que se había arrojado desde un octavo piso, ambos perdieron la vida en el acto. El incidente había ocurrido cerca de allí, a pocas manzanas de aquella cafetería. Un grupo de investigadores de la Universidad de Northwestern, en Chicago, había descubierto que el cerebro es capaz de inventar recuerdos de sucesos que nunca llegaron a ocurrir, produciendo imágenes tan vívidas que luego son confundidas con las marcas que las experiencias reales infligen en la memoria. André cerró el periódico de un manotazo y lo plegó varias veces.

Al otro lado del cristal, la madre seguía balanceando el cochecito del niño. A su derecha, a pocos metros de distancia, un grupo de personas rebuscaba en un contenedor de basura, tratando de hacerse con los productos pasados de fecha que los dependientes de un supermercado acababan de dejar allí. Eran hombres y mujeres de aspecto corriente. André volvió a mirar a la madre, que se había agachado y estaba tentando con la mano los bordes de la tapa de una alcantarilla. Parecía que se le hubiera caído algo. El bebé seguía berreando y su lamento desesperado conseguía adentrarse en el local, por la puerta automática, por las rendijas, a través de los cristales, y llegar intacto hasta donde estaba sentado el director de informativos. La madre se quitó un zapato, se acuclilló y trató de meter el tacón en el agujero del centro de la tapa. Era como si quisiera levantarla. Un curioso se detuvo a ver qué estaba haciendo. La mayoría de las personas seguía circulando sin prestar atención, portando las pancartas y grandes carteles. La madre dio unos pasos hasta el cochecito, manipuló su estructura y desencajó una barra de aluminio. Con la barra en la mano, volvió a la alcantarilla y trató de hacer palanca introduciéndola en el agujero. El hombre se prestó a ayudarla y entre los dos comenzaron a mover la tapa del alcantarillado. Un tercer paseante se sumó a sus esfuerzos, metiendo los dedos bajo la plancha de metal, y todos a una lograron al fin dejar la boca al descubierto. La mujer sacó a su hijo del capazo y lo alzó entre sus manos. Se colocó justo encima de la negra boca de la alcantarilla. En el aire, un pequeño fardo de carne rosada continuaba chillando y agitando sus manitas diminutas. La madre estiró los brazos, apuntó y dejó caer al niño al vacío. El llanto cesó. Entre los tres volvieron a colocar la pesada tapa de metal en su sitio. Los dos hombres se despidieron y retomaron su camino. La mujer recogió la barra de aluminio del suelo, la colocó en el interior del capazo, sobre las sábanas tibias, y despejó la acera dejando a un lado el pequeño vehículo. Luego, echó a andar, se unió al resto de los transeúntes y desapareció por el fondo de la calle.