27

El espejo le devolvió una imagen inesperada. Todavía desnudo y con las gotas resbalando por su cuerpo, contempló sus pómulos marcados y las costillas sobresaliendo en su torso. Había perdido mucho peso y su piel estaba pálida como la de un cadáver. A esas alturas del año la gente lucía los bronceados propios de los inicios del verano, pero a él hacía mucho tiempo que no lo tocaba la luz del sol. Aunque le habían indicado expresamente que no se retirara el entablillado nasal sin asistencia médica, después de un rato observándolo en el espejo, Xavier comenzó a despegar una tras otra las cintas adhesivas. Al fin separó la férula y dejó al descubierto una nariz apenas hinchada, envuelta en un hematoma morado que empezaba a adquirir tonalidades amarillentas y verdosas en sus contornos. Se pasó la mano por el pelo mojado. No había vuelto a cortárselo y lo llevaba mucho más largo. Por alguna razón, sentía que en su vida las cosas comenzaban a encajar. No podía decir que todavía le fuese bien en ningún aspecto, pero presagiaba que pronto eso iba a cambiar. Aquella mañana había estado dando un nuevo aire a su casa; desde que comenzó todo, sus sueños, su viaje, la hospitalización y la muerte de su padre, Xavier no había limpiado el piso ni una sola vez. Tan sólo en el salón, donde había estado durante semanas durmiendo y comiendo, había recogido cuatro grandes bolsas de basura. También había bajado hasta la acera un buen número de muebles y de chismes que no necesitaba. Las cosas seguían sin estar donde debían estar, pero al menos así dejaría de ver de una vez todo aquello que lo perturbaba, llenando su mente de interferencias. Terminó por dejar la casa casi vacía. En las paredes del salón tan sólo quedó una pequeña estantería, en la que amontonó todos los libros que pudo reunir entre las macetas de plantas aromáticas que hacía tiempo había traído de la cocina. Los sonidos reverberaban allí dentro. Bastaba detener la mirada en una pared para descubrirla salpicada de agujeros, de cercos y de ausencias. En cambio, él veía algo muy distinto. Cada vez se sentía más cerca de encontrar por fin un sentido. Y pensaba que, si en ese momento en el mundo de Bodoc hubiera algún agente inmobiliario tratando de vender aquel piso, no tendría dificultades en encontrar decenas de clientes.

Sonrió al espejo y se colocó sus nuevas gafas de pasta oscura. Todo empezaba a encajar.

Esa noche había quedado para cenar con Helena. Era la primera vez que su compañera salía a la calle después de la agresión en el colegio y pensaba llevarla a un sitio especial. Nada a lo que ellos estuvieran acostumbrados, nada de lo que ella pudiera esperar de alguien como él. Se acabó de arreglar y antes de marcharse anduvo por el pasillo hacia el cuarto de invitados. Aunque se había deshecho de todas sus reproducciones arqueológicas y de sus recuerdos de viajes, en las paredes del pasillo había dejado colgadas dos hileras de máscaras africanas, talladas en madera oscura, que parecían mirarse las unas a las otras. Por alguna razón, no fue capaz de quitarlas de allí. En la habitación de invitados, en cambio, había continuado introduciendo variaciones. Había vestido la cama con una colorida colcha con los personajes de la última película infantil de moda; había recopilado las pocas cosas que conservaba de Lucas en una repisa; y también puso una foto de ambos en la mesita de noche. Sobre la cama descansaba un regalo sin abrir. Tenía que ir considerando la posibilidad de que algún fin de semana se quedara a pasar la noche en casa, quizá dentro de no demasiado tiempo. Aquel era su lugar, el lugar de su hijo estaba junto a él. Desde que descubrió que el novio de Carlota tenía una doble vida, había fantaseado con cierta frecuencia con la posibilidad de que un día todo volviera a ser como antes. Y aún más ahora, que había conseguido una foto de aquel impostor abrazado a su otra amante, y sólo tenía que decidir cuándo y de qué forma se la haría llegar a su exmujer.

Cuando salió a la calle casi llegó a extrañarle que allí fuera el cielo, los edificios, los automóviles, los árboles y las personas continuaran simulando la consistencia de una verdad unívoca. Como si nada hubiera ocurrido. Como si todo siguiera igual. Xavier se rio en voz alta, sin importarle lo que pensaran los demás. Negó con la cabeza y, todavía sonriendo, se puso un cigarro en los labios y echó a andar por la avenida. Aquella era su primera cajetilla. En ninguna otra ocasión había probado jamás el tabaco; sin embargo, el día antes a Helena le había sorprendido la naturalidad con la que cogía el cigarrillo.

—Es como si llevaras fumando toda la vida —le había dicho.

Él reconoció que las primeras caladas lo hicieron toser un poco, pero nada más.

—Este cuerpo estaba virgen —le dijo.

Aquella otra tarde la había encontrado postrada en la cama, viendo la televisión como quien mira por la ventanilla de un tren, ausente, exhibiendo en su cuello un collar de marcas violáceas que pronto se tornarían verdosas. Tuvo que invertir muchas horas y esfuerzo en convencerla de que salieran a cenar al día siguiente. Aunque su gran baza para conseguir sacarla de su estado de apatía fue desconcertarla una y otra vez: con su aspecto, con su forma de actuar, con la fuente de lasaña con la que acompañó su visita.

—¿Pero tú cuándo has aprendido a cocinar?

—Nunca. Y lo mejor es que tampoco he consultado ninguna receta. He cocinado de cabeza.

Ahora, en la avenida, los niños pequeños no dejaban de multiplicarse. Las aceras estaban cada vez más transitadas por parejas que paseaban con sus hijos. Chiquillos de dos, de cuatro años, y bebés en cochecitos que parecían querer rodearlo. Que parecían perseguirlo allá donde fuese. Xavier tiró la colilla, aceleró la marcha y al final del paseo dobló una esquina. Fue entonces, a partir de ese punto exacto, cuando no logró ver nada más. La calle desaparecía a unos metros de distancia. Trató de continuar, dio unos pasos vacilantes, pero según avanzaba todo se iba volviendo impreciso, hasta desvanecerse. Regresó a la avenida principal, donde todo seguía siendo visible, apoyó la espalda contra una pared y comenzó a secarse la frente con un pañuelo. A su alrededor, los bebés volvían a llorar con el timbre estridente de sus diminutas cuerdas vocales. Siempre exigiendo, doblegando el mundo con sus incipientes yoes agigantados. Como monstruos mínimos recién llegados desde algún otro lugar. Xavier echó a correr, cruzó la calzada sorteando los coches y probó a internarse en otra de las calles afluentes. Apenas unos metros más allá, los perfiles y las direcciones de nuevo se tornaban confusos y la realidad se disipaba. Estaba olvidando calles completas, barrios enteros, los lugares donde se crió y en los que había transcurrido su vida estaban desapareciendo de sus recuerdos. Como si su mapa de la ciudad no dejara de encogerse. El sonido del claxon de un vehículo que no vio lo hizo volver sobre sus pasos. De continuar así no sería capaz de llegar a la casa de Helena. Había olvidado cómo llegar a casa de Helena y cada vez tenía más nítidos en su mente todos los recorridos, trayectos y atajos del mundo de Bodoc. A su lado, el llanto de un bebé se alargaba como una alarma antiaérea. Xavier se sentía mareado, miró aquellas manos que no eran del todo sus manos y se frotó con ellas la cara. Pronto todos aquellos niños serían adolescentes, invadirían colegios e institutos, y dejarían de exigir para tomar, para destruir, para volarlo todo por los aires. Quizás aquello fuese lo mejor. Que todo saltara en pedazos y acabara por desmoronarse. Aunque, precisamente ahora, él en el colegio se había convertido en una especie de líder para los alumnos más problemáticos. Desde que golpeó sin reparos al atacante de Helena, era como un modelo a seguir para todos los cabecillas y los violentos del centro, que lo escoltaban a todas partes y le garantizaban su protección. Sin haberlo buscado, en sólo unos días se había convertido en un profesor intocable, en alguien con poder. Tampoco hizo nada para cambiar aquella situación, desde luego. De alguna manera sentía que por fin su suerte había cambiado y las cosas parecían tomar un rumbo distinto. Todo iba bien. Muy bien. Si no fuese porque en esos momentos era incapaz de rebasar el término de aquella avenida.

Después de intentarlo repetidamente, hasta la extenuación, acabó parando un taxi. Se sentó en la parte de atrás y antes de dirigirse al conductor comenzó a subir las ventanillas. El hombre le dijo algo, pero él sólo podía oír el llanto de un bebé. Xavier sabía que todas aquellas parejas y sus hijos estaban allí por una única razón: para recordarle que le había sido arrebatado lo que más quería. Para recordarle que se estaba perdiendo toda la infancia de Lucas. Todas aquellas familias y aquellos niños y aquellos llantos no tenían ningún otro cometido más que el de acosarle. No eran más que eso, un insidioso mensaje destinado a encontrarlo allá donde fuese. Habría deseado poder bloquear todos esos mensajes. Eliminarlos de la faz de la tierra. Hacerlos desaparecer.