Aún seguía impresionado por la imagen del cadáver de su padre. Todo se desmoronaba a su alrededor. Aquello no era sino un aviso de que la destrucción del mundo conocido estaba a punto de comenzar. Un mensaje venido directamente del otro lado. El principio del fin. Había llegado cuando el sol apenas levantaba un palmo en el horizonte y ahora habían tenido que encender el aire acondicionado en aquella sala del tanatorio, en la que cada vez se concentraban más personas. Lo que más lo había alterado no era haber visto su cuerpo muerto, yaciendo sin vida en el vano del ataúd, sino comprender que ese cuerpo ya no era su padre. Ni volvería a serlo más. Ese mismo cuerpo, que había compartido con él toda la infancia y tantos otros momentos después, había dejado de ser la persona que conoció. La mano que lo agarraba en sus primeras salidas al mundo; los brazos que le enseñaron a nadar; la presencia contundente que ocupó un espacio importante en tantas ocasiones; toda aquella carne reposaba en aquella cabina como los restos de algo que fue, como una piel mudada. Como algo extraño y ajeno. Un insondable nexo entre dos mundos. Xavier tuvo que mandar cerrar el ataúd. Al otro lado del cristal, el féretro de cedro pareció quedar suspendido en una calma tensa, que no dejaba de tener algo de amenaza, como una carta sin abrir. Luego, se sucedieron los pésames. Los primeros en llegar fueron los ancianos, que condolían apenas con miradas y susurros, y con presión en las manos. Pero, según la afluencia de gente aumentaba, aquellos encuentros se le fueron haciendo cada vez más difíciles de tolerar. Personas a las que hacía años que no veía le preguntaban toda clase de cosas. Querían que les pusiera en antecedentes. Le preguntaban por detalles clínicos, por fechas, por causas y motivos. Y Xavier se veía obligado a repetir una y otra vez la misma respuesta, casi sin variaciones. Querían saber las razones por las que se había tomado esta o aquella decisión. Cuestionaban a los médicos, la medicina, el sentido y la finalidad de la vida. Xavier asentía a todo, como un autómata inserto en un eterno bucle con subrutinas. Asentía a lo que era procedente y a lo que no era procedente. Tenía la vista nublada. La boca seca. Hasta que por suerte apareció Helena, con un compañero del trabajo, y le propusieron salir de allí.
—Necesitas apartarte un rato del centro del remolino —le dijo Helena.
Xavier dejó que le cogiera la mano y siguió a sus colegas hasta el exterior. Se situaron en el otro extremo de una pequeña glorieta con una fuente de aristas ampulosas, buscando un ángulo muerto en el que casi no pudieran verlos. Su compañero, el profesor de matemáticas, sacó un paquete de tabaco, se puso un cigarrillo en la boca y le ofreció otro a Helena. Xavier siguió el movimiento del paquete y de los cigarrillos como si estuviera hipnotizado, con expresión absorta. El compañero terminó por ofrecerle uno también a él.
—No fumo —dijo Xavier, titubeante, como si fuese el primero en no creer sus palabras.
—¿Has dormido algo esta noche? —le preguntó Helena riendo.
—Sí, he dormido. Ya sabes que siempre duermo.
—Eso está bien —comentó el profesor de matemáticas—. Es necesario descansar y recargar las pilas. Espero que no sigas con aquellas pesadillas…
Xavier buscó la mirada de Helena y ella se la sostuvo con una complicidad imperceptible.
—Sigo con las pesadillas según se mire —contestó él—. Ahora no me parecen tan terribles. Hay ocasiones en las que se agradece cualquier tipo de evasión. Cuando la realidad es peor que cualquier otra cosa.
Su compañero era un hombre alto, con el peso algo volcado hacia delante, pausado en todos sus gestos, y en ese momento debió de considerarse en la obligación de preguntarle por su estado de ánimo y por cómo estaba llevando todo aquello.
—Quizá Xavier prefiera hablar de otra cosa —intervino ella.
—Lo preferiría —admitió—. Contadme cómo va todo en el colegio. Necesitaré ponerme al día, ahora que me voy a reincorporar.
—¿Vas a reincorporarte? —preguntó el profesor de matemáticas—. No lo sabía.
—Así es. La verdad es que desde que me marché todo ha ido a peor. Demasiado tiempo libre para pensar. Y la nueva dirección parece interesada en que vuelva.
—Ya te puedes imaginar cómo están las cosas. —Helena fumaba con una mano sosteniéndose el codo de la otra—. Desde que ocurrió lo del jefe el ambiente se ha enrarecido. Nada ha vuelto a ser igual. Los alumnos percibieron la falta de autoridad de inmediato y nosotros no supimos reaccionar a tiempo. Ahora parece imposible volver atrás, se nos ha ido de las manos. La ausencia de disciplina es absoluta. Ni siquiera parece un colegio privado, muchos padres están llevándose a sus hijos a unos días de los exámenes. Ha cambiado tanto que cuando vuelvas no lo vas a reconocer.
—No seas exagerada. Me estás haciendo temer por mi integridad física —se burló.
—No. Es cierto, Xavier —confirmó el otro profesor—. Aquello parece un campo de batalla.
Él suspiró y murmuró entre dientes:
—Es como si todo se desintegrara.
Una señora mayor, vestida de oscuro, se le había acercado y lo había agarrado por el brazo. Olía a colonia antigua.
—¿Cómo estás? Tienes mala cara —le dijo.
Xavier inclinó la cabeza asintiendo. Podía sentir en el brazo la presión de unos dedos menudos y gruesos. La mujer lo miró a los ojos largamente sin decir nada, llenando el silencio de significado, y luego sentenció:
—Esto es lo que hay. Siempre lo hemos sabido. Para esto hemos venido a este mundo.
La mujer retomó su camino. Él todavía esperó un minuto para volver a levantar la cabeza.
—Tiene razón —dijo.
Helena dejó escapar una prolongada bocanada de humo y continuó, sin querer prestarle atención:
—Lo peor de todo es que por primera vez el profesorado no está unido. La gente tiene miedo. Ahora, cuando hay algún problema, los demás miran para otro lado y desaparecen de los pasillos antes de poder verse implicados.
En una plazoleta con tan escasa vegetación era difícil ocultarse. Otro hombre había reconocido a Xavier y le había pasado la mano por la espalda, obligándolo a girarse. Con expresión afectada, el hombre primero lo miró, y después lo abrazó, y luego le dijo que él ya lo sabía desde el principio, que nunca creyó nada de lo que decían los médicos, que siempre había sabido que aquello iba a acabar así.
—Yo no —respondió Xavier.
—¿Dónde está tu padre? —le preguntó el hombre tras un silencio.
Xavier señaló con el índice y el hombre echó a andar en dirección a la sala del tanatorio. Él lo siguió con las pupilas. Luego miró el reloj y anunció:
—Es la hora. Quizá deberíamos ir acercándonos.
En cuanto los asistentes al funeral advirtieron la presencia de Xavier comenzaron a moverse inquietos, como si conformaran un único organismo. Una única criatura doliente. Él atravesó la multitud, que se iba abriendo a su paso como el tejido blando al contacto con el escalpelo. Parientes y allegados lo seguían con ojos felinos, en silencio. Todos eran rostros conocidos. Todos copias de copias. Una vez más, personas idénticas por todas partes. Había demasiados momentos en su vida que parecían repetirse, como fragmentos rescatados de una pesadilla. Antes de que pudiera alcanzar las escaleras, otra persona le estrechó la mano. Era el médico de la familia. Le dijo que había ido a ver a su padre cuando estaba en el hospital, y le empezó a explicar con detalles todo el proceso de la enfermedad y la muerte de su padre: el éxito de la operación de trasplante, la aceptación del riñón, la aparición del virus, la invasión de los pulmones, la intubación, la degeneración de otros órganos. Todos los detalles que él de sobra conocía porque había estado allí todos los días. El féretro apareció entonces a través de la puerta de la sala del tanatorio y comenzó a descender las escaleras como si pudiera desplazarse por encima de la gente. En unos instantes adquirió forma la comitiva fúnebre que acompañaría el ataúd hasta la sepultura y comenzaron a internarse entre los muros de los nichos. El sol se reflejaba contra aquellos paneles enyesados con una luz blanca y cegadora, como la radiografía de unos pulmones enfermos. Xavier observaba de reojo la alineación y la perfecta cuadratura de aquellas hornacinas, y no pudo evitar imaginar todos aquellos cadáveres, yaciendo los unos junto a los otros en sus estrechas celdas mortuorias, como en un panal de abejas de finas paredes de cera. No podía dejar de ver todos aquellos cuerpos en estado de descomposición, como si su vista traspasara las losas que sellaban los nichos. Aquellos cuerpos invadidos por las bacterias, por los hongos, por las larvas, por gusanos de todos los grosores, por pequeños roedores. Sin pretenderlo, vio las articulaciones rotas, los huesos dislocados, los amasijos de carne putrefacta y tejidos consumidos. Para qué acumulaban allí aquellos cadáveres. Para qué ordenaban y amontonaban de forma tan concienzuda los cuerpos de todos aquellos individuos idénticos, de todas aquellas existencias repetidas. Xavier se secó el sudor de la frente con un pañuelo. Sólo al hacerlo reparó en que Helena le agarraba la otra mano con la punta de los dedos. Más que la corrupción de aquellos cuerpos, más que los microorganismos y el rebullir de los ácaros, lo que de verdad le horrorizaba de su visión era aquella proximidad. Aquella proximidad entre los cuerpos y saber que todas las personas que en ese momento hacían de séquito del cadáver de su padre, y él mismo, estarían algún día, muy pronto, encerrados en aquellos estrechos túmulos. Hacinados en la oscuridad. Casi rozándose los unos con los otros. Guardando silencio y esperando que el tiempo los borrara de una vez y para siempre. Como despojos expulsados de otro mundo.
—¿Cómo va lo tuyo? —le había susurrado Helena.
—¿Lo mío?
—Tus sueños.
—Todo sigue más o menos igual. Ya te conté que mi viaje no había servido para nada.
Caminaban despacio, al ritmo que marcaban los portadores del ataúd.
—¿Qué esperabas? —Ella puso su mano sobre su hombro y le frotó afectuosamente—. No te preocupes. Verás como en cuanto pasen unos días todo eso va a cambiar.
La comitiva se había detenido en una galería cuyos nichos estaban en su mayoría aún sin cerrar, exhibiendo sus angosturas oscuras como bocas negras. Decenas de ventanas al más allá. Junto a uno de los nichos esperaba el sacerdote. Al aproximarse, Xavier reparó en la losa de mármol que descansaba en el suelo con el nombre de su padre. La miró apenas lo que dura un parpadeo; en cuanto reconoció el nombre de su padre, no quiso mirarla más. El cortejo fúnebre comenzó a concentrarse alrededor del ataúd. El cura carraspeó, saludó a los presentes con una amplia sonrisa, enmarcada en unas saludables mejillas, y empezó a leer un versículo de las Sagradas Escrituras a modo de introducción. Un hombre con un mono de trabajo se situó a su lado. Llevaba en la mano una pistola de silicona. La delgada línea entre la vida y la muerte. Tras la lectura, el sacerdote inició su homilía.
—Es por todos sabido —dijo— que el ser humano dispone de un alma única. Una sola alma que existe en cada persona y que es individualmente distinta. Non est anima unica in cunctis hominibus. De igual manera que este hombre que hoy hemos venido a honrar aquí, y que Dios en su infinita sabiduría ha acogido en su santo seno, poseía un alma exclusiva. Un alma que los designios divinos han querido que ahora se separe temporalmente de su cuerpo. —El sacerdote sonreía y alargaba la última sílaba de cada frase con un timbre agudo—. Es también algo incuestionable y por todos sabido que no hay en toda la faz de la tierra ninguna persona que disponga de dos almas. Del mismo modo que es dogma de fe que las almas humanas no son espíritus preexistentes, anteriores a los cuerpos, ni tienen una existencia independiente de la carne. No, hijos míos. Como tampoco hay un alma común para todos los hombres. Ninguna de esas desatinadas teorías es cierta. Porque la verdad es esta: que el alma es única y que hay un alma por cada cuerpo. Sólo así podemos garantizar la absoluta singularidad de cada hombre. Pero la gran noticia es que, por estas mismas razones, el alma es inmortal.
Xavier contaba hasta diez, hasta cien, hasta mil, sujetándose al brazo de Helena en la primera fila. Hacía mucho calor allí. Aquello no podía estar sucediendo. Por qué estaba diciendo aquellas cosas el cura. Por qué no lo dejaban en paz de una vez. Aquello no era normal, aquella oración fúnebre no era normal. Sin duda, las palabras que estaba escuchando estaban dirigidas a él. Empezó a pensar que estaba imaginándoselo todo. Completamente todo. O mejor, que todo aquello no era más que otra porción del sueño de Bodoc, una inflamación de la pesadilla. Todo aquello lo estaba soñando André Bodoc, y aquel sacerdote era Bodoc hablándole desde el otro mundo, sirviéndose de aquel cuerpo como si lo hubiera poseído. O acaso Bodoc estaba reunido con su psicólogo y ambos, en extraña mixtura, estaban tratando de guiarle por el buen camino, poniendo en práctica sus nuevas técnicas terapéuticas. O quizás era algo más profundo. Una voz mucho más remota, que había venido desde mucho más lejos para encarnarse allí y ahora, el día de la muerte de su padre. El sudor le seguía resbalando por la frente y metiéndosele en los ojos. Se frotó con el dorso de la mano. A su espalda, entre los sopores de la pesadilla, Xavier podía oír algunas voces cuchicheando, incapaces de seguir prestando atención por más tiempo a la reflexión del oficiante.
—Cuando se da la unión trascendental entre el alma y el cuerpo del hombre —seguía diciendo el cura— se insufla vida a la materia, así como su personalidad esencial. Y porque esto es así, porque el hombre es único y está ligado a un solo cuerpo y a una sola vida, puede ser juzgado por Dios y puede recibir de Él un castigo o una recompensa. Y porque esto es así, porque el alma es un don de Dios que se da junto con un cuerpo, la Santa Biblia nos promete que algún día se dará la resurrección de la carne. Y revivirán los muertos, los cadáveres despertarán, se levantarán y darán gritos de júbilo los moradores del polvo. Isaías, veintiséis diecinueve. Los muertos volverán por fin a la vida y se reencontrarán con sus cuerpos tal y como los dejaron en el instante antes de que aconteciera su muerte.
Alguien tosió. Xavier le preguntó a Helena si tenía algo de agua, y ella sacó un botellín de plástico del interior del bolso. En todo aquel rato, ni por un solo minuto había podido dejar de ver los cadáveres apilados dentro de aquellos muros huecos, rodeando al sacerdote desde todos los flancos. En ningún momento había dejado de ser consciente de que estaban en el centro de una construcción que albergaba miles de muertos, que alguna vez tuvieron una vida y un nombre. Al menos, una vida y un nombre. Puede que más, puede que dos vidas y dos nombres. Como tampoco podía dejar de imaginarse todo el tiempo los hedores de ultratumba que debían de contener cada una de aquellas cámaras herméticas, selladas con silicona. Le devolvió la botella a Helena y le dijo:
—Ahora quiere demostrar que es más real que yo.
—¿Cómo?
—Pero no va a conseguirlo. Yo soy el más real de los dos y puedo probarlo. Porque a diferencia de él, yo tengo un hijo.
Como si flotara en un sueño, Xavier dejó de escuchar las palabras del cura y comenzó a imaginarse cómo sería la escena de la resurrección de los muertos dentro de unos siglos, allí mismo, entre aquellas blancas galerías. Las viudas de noventa años volviendo a la vida y reencontrándose con sus difuntos maridos de sesenta y cinco. Las hijas octogenarias rompiendo las losas de las tumbas de sus jóvenes madres fallecidas en la guerra, abrazándolas, llamándolas mamá, besando sus caras lisas y lozanas. Los padres volviendo a reunirse con sus hijos. Se preguntó si habría sorpresas entre los resucitados, o si todo se asumiría sin estridencias. Pensó en esa pareja que se había esperado más allá de las contingencias de la muerte, y que ahora estaba encadenada para siempre a unos cuerpos que distaban entre sí más de cincuenta años. Pensó en los hombres de las cavernas. Pensó en los bebés asaltados por una muerte prematura y en las personas que habían vivido toda su vida con una discapacidad física o mental. Pensó en sí mismo y en su trastorno. Pensó en su hijo, en sí mismo tratando de demostrar que tenía un hijo en medio del caos de la resurrección.
Cuando el sacerdote dio fin a su disertación con un padrenuestro, los portadores del féretro lo levantaron a pulso y lo pusieron en línea con el nicho vacío. El resto de la comitiva se agitó de una manera inapreciable. Xavier volvió a oír a su espalda unas voces murmurando, preguntando por el amigo de alguien o por el compañero de alguien que se había suicidado. Entonces el féretro entró en la sepultura de forma acompasada. Y siguiendo una trayectoria rectilínea, como si se deslizara sobre unos raíles, quedó alojado en la cavidad rectangular.