18

La luz descendía entre los edificios tamizada por un filtro oscuro y ferroso. Unas nubes densas, como una turbia aleación de acero, envolvían la ciudad. André Bodoc avanzaba entre las ráfagas de viento, con las solapas del abrigo alzadas y medio rostro cubierto por la bufanda. Por desgracia, aquella cojera era demasiado característica, y no conseguía librarse de la sensación de que aun así cualquiera podría reconocerlo. Cualquiera que hubiera pasado con él los últimos días, que lo hubiera acompañado a todas partes, que hubiera hecho las mismas cosas que él, podría reconocer aquella forma de andar, incluso de espaldas y oculto casi por completo. Procuró forzar el paso, volviéndose de tanto en tanto para mirar hacia atrás. Todas sus precauciones eran inútiles. No tenía nada que hacer contra un perseguidor así. Contra alguien que lo había oído todo, que lo había visto todo, que había estado dentro de su casa, dentro de su cabeza. No tenía nada que hacer porque en realidad quien lo perseguía ya lo había alcanzado. En ese mismo momento su adversario estaba dentro de su mente, agazapado, larvado, esperando pacientemente para volver a transmutarlo en el otro en cuanto pasaran unas horas. Como si su cerebro no fuese otra cosa que una crisálida de circunvoluciones sedosas esperando la eclosión.

De improviso, cruzó la calle sorteando los pitidos y los frenazos de los coches. Aunque sabía que la naturaleza extraordinaria de aquella persecución le hacía imposible escapar, André no se sentía capaz de seguir caminando, expuesto a la vista de todos. Divisó un establecimiento abierto y, mirando antes a uno y otro lado, como si no descartarse la posibilidad de encontrar a alguien con la nariz rota y una camisa de manga corta sudada apostado a pocos metros de distancia, se refugió en el interior. Se dejó caer en la primera mesa libre, con la respiración agitándole el pecho, y se llevó un cigarrillo a la boca. La gente allí dentro tenía un aspecto penoso. Él no solía entrar en aquella clase de locales, pero no había tenido otra opción. En una de las paredes de aquel lugar había un televisor de plasma encajado en un falso muro de ladrillo. No podía entender por qué en los locales de aquella clase la televisión siempre estaba encendida, mientras todo el mundo hablaba a voces entre sí, o por teléfono, o hacía sonar los vasos, o los cubiertos, o sus chasquidos, sin importarle molestar a los demás. Era como si la gente necesitara ruido, mucho ruido para sentirse a salvo de algo, de sí mismos. O como si quisieran llevar una prolongación de sus salones hasta el lugar donde podían beber alcohol sin saberse tan solos. Alguien subió el volumen del televisor desde alguna parte. Entre aquellos extraños André seguía sintiéndose observado. Trataba de esconder su cara encogiéndose sobre sí mismo, volcándose hacia un lado, hasta que se topó con los pantalones y los zapatos oscuros del camarero a escasos centímetros de él.

—Aquí no se puede fumar, amigo —fue lo que le dijo el empleado.

—No iba a encenderlo —le contestó.

Cuando añadió que no quería tomar nada, el camarero se marchó lanzándole miradas de soslayo; él alzó un mentón desafiante, con el cigarrillo colgándole de los labios. Sólo unos minutos después guardó el mechero. Se pasó los dedos abiertos de ambas manos por el pelo. Aquello era una pesadilla. Se veía obligado a repetirse una y otra vez que ninguno de aquellos desconocidos lo estaba espiando, que todo aquello no era ningún montaje para mantenerlo sometido a una estricta vigilancia. Desde algún lugar, alguien había empezado a cambiar los canales de televisión. Un programa de debate de prensa rosa. Un programa de sucesos en directo. Un reality show mostrando distintos momentos de la vida cotidiana de una familia famosa. Un concurso de pruebas de resistencia física extremas. Un documental sobre los hábitos de reproducción de las grandes focas. Un talk show en el que las parejas invitadas revelaban los detalles de su intimidad. Los formatos acostumbrados, la misma basura de siempre. Era como si alguien quisiera mandarle un mensaje, como si alguien estuviera queriendo decirle que aquellos días él mismo había estado vertiendo aún más de aquella basura a los anales de la información de la humanidad. Aunque en su caso, desde luego, había una causa que lo justificaba. Su acción era precisamente una denuncia. Un intento de destapar todo aquello. Ayer mismo había estado supervisando la edición de la pieza de su noticia inventada. Había quedado de lo más verosímil. A la vez que la voz profesional de la reportera explicaba que los científicos de Kioto habían descubierto restos estructurales de un antiguo virus en el genoma de todos los seres humanos, un virus que debió de infectar a nuestros antepasados hace unos cuarenta millones de años, en la pantalla iban apareciendo representaciones del inquietante pasajero. Las imágenes, en realidad, correspondían al virus Bornaviridae, aunque habían sido alteradas con un programa de retoque fotográfico por el propio Bodoc, después de haberlas recabado en la red. Lo cierto era que todavía ahora no dejaba de asombrarle los pocos filtros que tenía que superar una noticia para abrirse paso en un informativo. Y la situación era aún peor en otros medios, porque los bloggers, los magazines y los portales digitales no tardaron en hacerse eco, y enseguida se sumaron también varias emisoras y periódicos locales. La locución del reportaje elaborado por su equipo continuaba diciendo que no se conocían las causas por las que este virus se había vuelto activo, pero que se había demostrado que era responsable de un brote de depresiones que tuvo su foco de origen en Europa septentrional y que se había ido extendiendo por todo el mundo, afectando a decenas de miles de personas. A continuación se reproducía un vídeo de YouTube, que aparecía enlazado en la web ficticia del grupo de investigación, en el que un individuo de origen japonés con un chaleco de bolsillos color beige hablaba a la cámara. Por supuesto, los subtítulos también eran de su autoría, y no guardaban ninguna relación con lo que debía de estar diciendo aquel tipo. La pieza cerraba con la imagen de un hombre estrellado contra el asfalto, acompañada de un rótulo en el que se leía: EL VIRUS DE LA DEPRESIÓN SE COBRA OTRA VÍCTIMA.

André se preguntó cuánto tardaría alguien que hablara japonés en ver aquel vídeo y en denunciar su carácter fraudulento. Probablemente más de lo que cualquiera habría imaginado. Se frotó los ojos hinchados. Una amiga le había dicho que como no cuidara aquellas bolsas oscuras, pronto la única solución pasaría por un cirujano plástico. Empezó a golpear la superficie de la mesa con el cigarrillo en posición vertical, agarrándolo con la punta de los dedos. No conseguía dejar de pensar en el montaje: en que aquel bar, el ruido, aquella gente, y también la que había en la calle, eran parte de una compleja conspiración para espiarlo. En alguna parte de aquel establecimiento había alguien agazapado que seguía empeñado en cambiar los canales de televisión, como para burlarse de él. Un reportaje sobre catástrofes. Un talent show destinado a descubrir nuevos genios de la pintura rápida. Un docudrama mostrando en directo cómo era el trabajo en la sala de urgencias de un hospital. Una telenovela venezolana. Un informativo ofreciendo imágenes de las revueltas en Londres, París, Atenas, Estambul, El Cairo. La gente formaba barricadas en las calles volcando contenedores de basura que acababan incendiados. Hileras completas de automóviles estallaban por simpatía, mientras los manifestantes se defendían con todo tipo de objetos de las cargas policiales. Los helicópteros sobrevolaban por docenas las ciudades, proyectando el círculo de sus focos nocturnos sobre insurgentes de todas las edades y clases sociales. Las explosiones casi no permitían hablar a los reporteros y en muchas ocasiones las cámaras acababan recibiendo un impacto o golpeando contra el suelo. Después de aquello, la siguiente noticia que abrió el informativo no ayudó a André a dejar atrás la sensación de que estaba protagonizando una farsa. Allí estaba, en la pantalla del televisor de aquel tugurio, el virus de la depresión, respaldado por una amplia gráfica por países de las posibles víctimas infectadas que él no había diseñado. Se levantó con un movimiento brusco y la silla cayó al suelo. Le costaba respirar. Era el primer material que salía a la luz que no había pasado por su mano. Y el informativo era de ámbito nacional. Nacional. Así que se podía decir que lo había conseguido. Se encendió el cigarrillo y aspiró con avidez. Según la gráfica, uno de cada tres suicidios actuales era provocado por aquel nuevo virus que atacaba el cerebro humano. El camarero no tardó en acercarse a él y en increparle que tenía que abandonar el local.

—Estoy viendo una cosa en la tele, ¿no se da cuenta? —dijo, y le echó el humo en la cara.

El hombre lo agarró por los brazos y lo zarandeó hacia la salida. Varios clientes se levantaron como para prestar auxilio al camarero. A André todos aquellos rostros le resultaban familiares. Como si los hubiera visto un millón de veces. Le resultaban familiares porque todos eran copias. Copias de copias. Hombres y mujeres idénticos, por todas partes. Hombres y mujeres grises que lo perseguían, abriendo sus ojos y sus bocas con el rictus de los desahuciados. Todo se repetía. Aquel mismo momento, también ese momento parecía haberlo vivido antes. Notó que sus pulsaciones se disparaban y un dolor aumentando en el pecho. Antes de que lo echara a la calle, le pidió al camarero que le sacara el teléfono móvil de su bolsillo, pero la cara duplicada del hombre se contrajo en un gesto de asco y se limitó a mirarlo de arriba abajo.

Una vez en el exterior, apoyó la espalda contra la fachada y logró tomarse el pulso en el cuello. La frente se le había perlado de una pátina de sudor frío, y seguía hiperventilando. El aire no parecía satisfacer sus pulmones. Tardó un rato en conseguir sacar su móvil y aún más en marcar un número de teléfono.

—¿Cómo está, señor Bodoc? ¿Ocurre algo?

—Creo que estoy sufriendo un ataque de ansiedad, doctor. O algo peor. Tengo miedo de perder el control definitivamente.

—¿Qué ha pasado? ¿El personaje de sus sueños le sigue persiguiendo? ¿Ha conseguido llegar a su casa?

—No, no es eso. No era mi casa, era otra distinta.

—¿Cómo puede ser? Usted me dijo que era su casa.

—¡Pues era otra distinta, joder! Es sólo un sueño, ¿no? De eso se trata, de eso hemos estado hablando todos estos días, ¿no?

—Sí, claro que sí. Perdóneme. Cuénteme qué le ocurre entonces.

—Imagine por un momento que usted está hecho un lío. Imagine por un momento que trata de poner a prueba la realidad, de echarle un pulso, de doblegarla. Imagine que lo consigue…

—Lo siento, no sé lo que me quiere decir.

—Todo se viene abajo. Necesitaría… Necesito que me conteste una pregunta, doctor.

—Dígame.

—De los dos, si tuviera que elegir entre Xavier y yo… De los dos, el real soy yo, ¿verdad, doctor?

—André. Escúcheme atentamente. Si hay algo en este mundo que puedo asegurarle con total certeza, sin ningún margen de error ni miedo a equivocarme, es que usted es real.