La luz regulable de los focos del falso techo bañaba ahora de una forma distinta la habitación. Y hacía que las esculturas que se amontonaban sobre la estantería de pladur parecieran alargarse, deformando sus caras y componiendo muecas extrañas. André necesitaba posar su vista en un rostro más tranquilizador, giró la cabeza y buscó la barba cobriza y bien recortada del psicólogo.
—¿Es necesario todo esto?
—Claro que sí —le aseguró—. Vuelva a cerrar los ojos.
—Pero si ya le he respondido todas esas preguntas, doctor. No, no aparece ninguna persona conocida en mi sueño. No, no representan nada para mí esas personas, ni infidelidad, ni compromiso, ni disciplina, ni nada parecido puesto que no las conozco. No, no encuentro ningún otro simbolismo en ninguno de los objetos que aparecen en el sueño, ni tampoco en los acontecimientos que se van sucediendo. Y respecto a cuál es mi estado emocional al despertarme, ya se lo he dicho también decenas de veces. Me despierto cansado, fastidiado y con dolor de cabeza.
—No puedo estar de acuerdo, señor Bodoc —se opuso el hombre—. No puede ser tal y como usted me lo cuenta. Eso se llama represión. Lo que usted cree, lo que me acaba de resumir, no es sino el efecto de un mecanismo de defensa de la mente. En todos sus sueños tiene que haber alguna asociación con su vida. No puede ser de otra manera. Lo que ocurre es que nuestra mente dispone de un mecanismo represor, que mantiene alejados de la conciencia determinados elementos que por alguna razón no estamos preparados para aceptar. Su mente está rechazando algunos recuerdos, o deseos, o pensamientos, con los que no quiere convivir. Y los está ocultando en las capas más profundas de su inconsciente.
—Y un cuerno. Ya le he dicho que esos sueños no tienen nada que ver conmigo.
—Y yo le digo que sí. Siempre es así. Nunca se ha dado un caso en que sea de otro modo. Verá, le explicaré cómo funciona todo esto —dijo, dejando escapar cierto tono de suficiencia en su forma de pronunciar las palabras—. Los sueños siempre tienen una estructura doble. Por un lado está el sueño manifiesto, es decir, aquello con lo que sueña en un primer plano, que por lo habitual parece ser incoherente y no tener sentido. Y por otro lado, está el llamado contenido latente, que es el conjunto de asociaciones que se ocultan bajo ese sueño manifiesto. Nuestro objetivo es justamente ir en el sentido inverso, y reconstruir el contenido latente a partir de las pistas que nos va dejando lo que usted sueña.
—Ya sé que es así como se supone que funciona todo esto. Pero de seguir así, me temo que todo esto se va a ir a la mierda.
—¿Qué quiere decir? ¿Por qué está siendo usted tan poco constructivo?
—Porque yo también he estado leyendo, doctor. Sobre las teorías psicoanalíticas de los sueños y demás tonterías. Pero según esas mismas teorías, en los sueños se da algo que se llama desfiguración onírica, ¿verdad? Y esa desfiguración es la que debería proporcionar la supuesta incoherencia a mi sueño. Estoy al tanto de todos esos aspectos. Qué se cree. No soy un paleto cualquiera. Sin embargo, lo que usted no quiere comprender es que en mi sueño las cosas no son así. Por mucho que se lo repito, es usted quien se resiste a creerme cuando le digo que en mis sueños todo está perfectamente ordenado y tiene sentido.
El psicólogo se reclinó en su asiento, respiró en dos profundos movimientos y cambió de entonación.
—Está bien. ¿Por qué está hoy tan exaltado? Cuénteme qué ha pasado esta noche. ¿Ha vuelto a soñar con su álter ego?
—No lo llame mi álter ego, doctor, por Dios. Yo no tengo nada que ver con ese individuo. Es un personaje de lo más anodino. Alguien sin ningún interés. No tiene gracia ni personalidad ni el más mínimo estilo. Es un soso que viste igualito que los conserjes o que los revisores del metro. Es uno más. Una copia de tantos. Si me pareciese a él, ¡también yo me preguntaría por mi utilidad en este mundo!
—Tiene que tranquilizarse, señor Bodoc, al menos si quiere que siga el hilo de lo que dice… Deduzco que ha vuelto a soñar con él y que eso le continúa molestando.
—Por supuesto que me molesta. Él me molesta. Mire, ¿ve lo que ese tipo ha conseguido? Me tiene aquí, hablando como un loco. Hablando de él como si de verdad existiera. Si llegara a contarles a los demás algo de esto creerían que he perdido la cabeza. Desde luego es lo que yo creería. Yo tengo una vida, ¿sabe? Amigos, gente que depende de mí, un trabajo de responsabilidad. Y no quiero que esto afecte a mi trabajo. Lo único que quiero es volver a ser el de antes, alguien que piensa que los que van al psicólogo son unos chiflados, unos desequilibrados y unos débiles mentales. Quiero volver a pensar que son los otros. Pero no consigo librarme de él. El muy desgraciado no me deja ni una sola noche en paz. Está obsesionado conmigo. No deja de perseguirme.
El terapeuta, que repasaba sus notas en la libreta, dejó de golpear por un instante con el bolígrafo la espiral metálica del lomo.
—¿Cómo que no deja de perseguirle? —se interesó—. ¿Los sueños lo persiguen?
—No, los sueños no. Él me persigue. Está tan obsesionado que trata por todos los medios de encontrarme.
—Espere, explíquese. ¿Qué quiere decir con que trata de encontrarle? Entonces, ¿sabe de usted? ¿Y lo está buscando…? ¿Me puede explicar por qué no me lo había dicho antes?
—¿Que por qué? Porque usted no ha dejado de preguntarme por todas las personas que aparecían en mi sueño, por las asociaciones unidas a cada una de esas personas, por el significado latente que podía haber debajo de cada puñetera cosa…
—Pero si él sabe que usted existe y quiere encontrarlo, ¡eso está cargado de significado!
El hombre había soltado la libreta en la mesilla, había descruzado las piernas y los brazos, y ahora agitaba estos últimos en el aire como si el haber desatado el nudo de su cuerpo fuese la prueba de una inminente resolución.
—Por supuesto que sabe que existo. De eso va mi sueño. Por fin lo empieza a entender. Él, es decir, yo, cuando sueño que soy él, sé que existo. Y estoy obsesionado con encontrarme.
—¡Pero eso es magnífico!
—No, no crea.
—Lo que quiero decir es que parece que por fin hemos dado con la clave.
—¿De verdad lo piensa, doctor?
—Sí, estoy convencido. A estas alturas es evidente que usted está sufriendo una crisis existencial, o una crisis de identidad. A un nivel probablemente preconsciente. Y la parte inconsciente de su mente está tratando de resolver el conflicto sublimando sus dudas en el sueño. Es por eso que allí, en sus sueños, sus dudas se concentran y adquieren la forma de ese personaje ficticio, se encarnan en ese personaje.
André suspiró, echó la cabeza hacia atrás y dirigió la vista al techo.
—No empiece otra vez, por favor.
—Sólo tenemos que descubrir por qué duda usted de su propia identidad, de su función y de su sentido en el mundo…
—¡Basta de mamarrachadas, joder! Lo que necesito es algo mucho más concreto que me ayude a curarme de una vez por todas.
El psicólogo dejó de hablar, miró al suelo y permaneció en silencio unos segundos acariciándose la barba cobriza. Luego, se dio una palmada en la pierna y se levantó.
—Vamos a hacer algo diferente entonces. Habrá oído usted hablar del sueño lúcido. Es el término que se aplica cuando quien sueña se da cuenta de que está soñando. Sabrá que con práctica y ejercicio el sueño lúcido puede llegar a ser autoinducido. Quizá sea esa la solución. Que se adentre usted en sus sueños de forma consciente. —El hombre caminó hacia el escritorio, revolvió en los cajones hasta encontrar algo y al regresar se lo puso a André en la mano—. A partir de ahora, tenga siempre cerca este cuaderno cuando duerma. Déjelo en su mesilla de noche, junto con algo para escribir. Es importante que anote todo lo que recuerde nada más despertarse. Vamos a llevar un registro detallado de todo lo que sueña. Y otra cosa más… Tendrá que memorizar e interiorizar las preguntas de este test de realidad.
André levantó una ceja, contempló al psicólogo con expresión de perplejidad y se incorporó para coger el papel que le estaba tendiendo.
—¿Un test de realidad?
—Tiene que conseguir afianzar esas preguntas a un nivel muy interno —continuó el terapeuta—, instalarlas en su subconsciente. Es la única manera que tendrá de advertir que está usted dentro de un sueño.
André Bodoc se ajustó las gafas de pasta y repasó la lista que se detallaba en aquel folio. Las preguntas eran del todo disparatadas. Se trataba, al parecer, de realizar algunas comprobaciones rutinarias. Cuando no estuviera seguro de si estaba soñando o no, debería preguntarse si era capaz de verse la nariz cerrando uno de los ojos. O si funcionaban los interruptores de la luz dondequiera que estuviese. O si podía recordar cómo había llegado hasta allí. O por qué estaba en ese lugar. O qué había sucedido una hora antes. O si podía volar o hacer uso de otros poderes sobrehumanos. Según leía, no pudo evitar comenzar a reírse, y miró al psicólogo para ver si le estaba gastando una broma. Pero el hombre mostraba un semblante serio, expectante.
—No puedo creer que esto me esté pasando a mí —murmuró al fin, negando con la cabeza.
—¿A qué se refiere? ¿Le parece mejor esta estrategia?
—Yo no puedo hacer ninguna de estas cosas, doctor. No se ha enterado de nada. Cuando sueño yo no tengo voluntad, yo no soy yo, soy ese tipo triste, Xavier Arteaga.
Después de decir aquello el director de informativos se levantó, recogió su abrigo y sus guantes de piel y se dirigió a la puerta del despacho. Parecía que iba a salir de la habitación, pero en lugar de eso André Bodoc puso la mano sobre el interruptor y comenzó a apagar y a encender la luz de forma compulsiva, una y otra vez. Una y otra vez.
—Pero ¿qué está haciendo? —gritó el psicólogo desde la oscuridad intermitente, sin levantarse del sillón.
—Nada, nada. Tenía mis dudas de que esto fuera real.
Luz. Oscuridad. Luz.
—No está usted siendo constructivo, señor Bodoc.
—¿Que no estoy siendo constructivo? Hay un tipo en algún lugar de mi mente persiguiéndome. Investigándome. Removiendo cielo y tierra para encontrarme… ¿Y usted quiere que esté para estas gilipolleces? Imagínese por un momento lo que es tener un hombrecillo dentro estudiando mapas y rastreando ciudades en los catálogos turísticos. Un hombrecillo incansable, imparable. Que incluso viaja. El otro día sin ir más lejos hizo las maletas, cogió un tren y ya ha llegado a la puerta misma de mi casa.