Había sido casi sin querer. Sin esperarlo ya. Llevaba dos días recorriendo la ciudad y a esas alturas guardaba pocas esperanzas de encontrar alguna pista valiosa, algún rastro que poder seguir. Había explorado todo tipo de callejuelas y avenidas, inició su itinerario en el casco histórico y fue dibujando círculos cada vez más amplios y difíciles de abarcar, hasta que empezó a plantearse la posibilidad de abandonarlo todo y rendirse. Fue entonces cuando los vio. Y en ese momento no entendió cómo podía no haberlos visto antes. Allí estaban, de repente, los dos rascacielos. Los dos rascacielos de las dos compañías de seguros, que desde esa posición dominaban de pronto el horizonte y que desde algún otro punto de la ciudad debían de verse recortados contra la cadena de montañas. Xavier sintió un dolor punzante en el estómago, como si sus paredes hubieran sufrido una súbita perforación que permitiera a los fluidos comunicarse en las dos direcciones. Se llevó la mano al abdomen y sólo acertó a echar a correr por en medio de la calle hacia los enormes edificios. Con el semblante lívido y los pómulos amoratados alrededor del entablillado de escayola, con la camisa jalonada de círculos de sudor concéntricos. Los curiosos aminoraban el paso para observarlo y, en cuanto comprendió que podría tardar más de una hora en aproximarse a aquellas dos manifestaciones del mundo de Bodoc, se detuvo a preguntarles. Señalando los rascacielos, pidió a una señora que le dijera el nombre de aquella zona, el nombre de la estación de metro más cercana. Unas zancadas más allá, cayó en la cuenta de que la casa del director de informativos estaba a cierta distancia de los edificios, y de que en realidad lo que tenía que calcular era desde dónde y desde qué ángulo los había visto tantas veces en sus sueños. Volvió a gritar a los transeúntes, haciendo indicaciones imprecisas con los brazos, y estos le prestaron la misma atención que se le presta a un loco que corre por en medio de la calle.
Por fin, entró en el metro. En los torniquetes de control un grupo de jóvenes, con capuchas y cadenas con emblemas tintineando sobre sus pechos, lo empujó para colarse sin billete. Uno de ellos se pegó a su espalda y se apretó contra él susurrándole al oído. Maricón, le dijo. Impostó un falso gemido que se mezcló con el estruendo de una cascada de monedas: un tipo con una gabardina grasienta había conseguido desprender la caja del bastidor de un fotomatón. Como en un sueño, Xavier vio que una mujer asustada se le acercaba y le preguntaba cuántas paradas había hasta alguna parte. Y todo aquello ocurría al mismo tiempo. Todo a la vez. Como si los distintos canales de información de la realidad se hubiesen cruzado en aquel intercambiador de metro. El sistema de megafonía parecía querer decirle algo cuando anunció las líneas que estaban sufriendo interrupciones por obras y mejoras. Más vías cortadas, más mapas y planos y redes truncados. Un aviso de llamada perdida llegó a su móvil, se acababa de quedar sin cobertura. Era como si todo se viniese abajo desde el momento en que avistó la entrada al mundo de Bodoc. Cuando logró introducirse en un vagón repleto y quedó aplastado contra una ventanilla, reparó en que el grupo de jóvenes encapuchados se había subido con él, había formado un corro a su alrededor y ahora empezaba a entonar una melodía de consignas contra el orden establecido. They’re trying to build a prison. A prison for you and me to live in. Mensajes subversivos con el ritmo monótono del rap. Another prison, another system. Balanceaban sus cabezas mientras decían: Your system is a prison. A curse. A damnation. Él sólo quería salir de allí, de aquella trampa. Volver a ver el cielo y los dos edificios. Su móvil vibró de nuevo con otro aviso de llamada perdida; a veces recuperaba algo de señal, como una vaga esperanza. Uno de los jóvenes comenzó a darle golpecitos en la espalda y en el culo, cuando no podía verlo, y Xavier decidió bajarse en la siguiente estación, aunque tuviera que hacer el resto del trayecto andando.
En su ascenso hacia el exterior, hasta cuatro personas más le preguntaron por una dirección, una parada o una línea concreta. Él buscaba carteles que le indicaran cómo salir de allí y mientras tanto la gente no dejaba de pedirle información. Comprobó su teléfono móvil. Tenía tres llamadas perdidas del número de Helena. Las luces de aquellas instalaciones parecían cambiar de intensidad constantemente. Por alguna razón, aquellos a quienes él preguntaba lo miraban con recelo y seguían caminando sin pronunciar palabra alguna. Al fin, después de un laberinto de escaleras mecánicas, divisó los torniquetes de salida y a tres empleados del metro que charlaban ociosos. Xavier estuvo tentado de acercarse y quejarse por la ausencia de indicaciones. Pero no lo hizo. Desistió cuando estaba a pocos metros de distancia, en cuanto se percató de que todos ellos llevaban una camisa de manga corta azul, con minúsculos cuadritos oscuros, idéntica a la suya. En el mundo hay demasiadas cosas que se repiten. Él, sin duda, era una de ellas.
Se apresuró a salir antes de que nadie le consultara nada más. Desde que llegó a esa ciudad supo que él no podría encajar allí. Como no encajan los signos de dos alfabetos distintos.
Una vez en la superficie, lo primero que vio fue los dos rascacielos. Volvía a estar en el camino correcto, volvía a estar tras la pista de algo. Llenó los pulmones de aire renovado e intentó trazar una línea imaginaria entre los edificios y el hipotético punto de origen desde el que los había visto en sus sueños. Más o menos se hacía una idea bastante aproximada de dónde podría ubicarse. Cruzó de acera, buscó con la mirada y creyó distinguir a lo lejos las copas de unos árboles que sugerían un pequeño parque. Antes de que hubiera podido devolverle la llamada a Helena, el teléfono empezó a sonar.
—Ha ocurrido algo inesperado —oyó al otro lado del aparato—. Te advierto que lo que te voy a contar te puede impresionar.
—No sé qué me podría impresionar a estas alturas. ¿El jefe quiere que regrese a cambio de una cifra millonaria?
—No, no bromees. Has acertado, es sobre el jefe. Esta mañana, anoche en realidad… se ha suicidado.
—¿Cómo? ¿Estás hablando en serio?
Xavier había dejado de caminar. Ahora apoyaba la mano derecha sobre el escaparate de una tienda de artículos de lujo, joyas y relojes obstinados en seguir marcando el paso del tiempo detenido.
—Esta mañana lo encontraron en su despacho —siguió Helena—. Se ha volado la tapa de los sesos. Había pedazos de su cabeza pegados por toda la pared.
—¿Cómo es posible? ¿De dónde ha sacado la pistola?
—Era una escopeta, de caza. La sangre había salpicado las orlas de todas las promociones.
—Pero ¿por qué? No entiendo nada.
—Nadie entiende nada todavía. Bueno, no sé si será algo que se pueda llegar a entender. Aquí todo el mundo está en estado de shock, como imaginarás.
—Me lo imagino. Es terrible.
—Por el momento, hoy se han suspendido las clases en el colegio.
—Es terrible. Increíble. Helena, te tengo que dejar.
Xavier se había acuclillado en el suelo, con el mentón hundido entre las rodillas. Nada más colgar se rodeó las piernas con los dos brazos. Todo su mundo parecía derrumbarse. Todo parecía abocado a desaparecer, a cambiar, a desestabilizar los pocos puntales de su seguridad. Sus convicciones. Una vida sin rieles. Una vida precipitándose al vacío. Hacía tiempo que sentía que algo iba mal. Hacía tiempo que se levantaba cada mañana con la certidumbre de que algo estaba a punto de pasar. Tras la incubación vienen los síntomas, la fiebre, el delirio. La deflagración del mundo conocido. Las cosas, las cosas no son lo que parecen. Xavier alzó la mirada. Frente a él había una pequeña plaza arbolada, con la hojarasca oscura por la contaminación. Era una plaza triangular, y en la esquina opuesta podía entreverse una calle de edificios de cinco plantas, con las fachadas de piedra, balcones de hierro forjado y galerías de arcos en sus pisos superiores. A su derecha, al fondo, las siluetas de dos rascacielos recortadas contra el horizonte montañoso.