Abrió los ojos. Se había quedado dormido en plena reunión. Como si no tuviera suficientes preocupaciones, ahora tenía que lidiar con los efectos secundarios de aquel dichoso trastorno. Volvía a ser André Bodoc, y a su alrededor ya no había gritos ni ronquidos de pensión, sino casi una decena de caras sonrientes.
Echó un vistazo a la pizarra en la que estaba tomando forma la escaleta del informativo. Allí figuraba ya el grueso de las noticias que mantendrían su vigencia durante toda la semana. También aparecían anotadas varias piezas que el equipo había producido y algunos de los totales de los que disponían.
—¿De qué os reís, si se puede saber?
Tras aquella pregunta, los redactores más jóvenes se apresuraron en mudar la expresión de su cara o a mirar hacia otro lado. El resto del consejo de redacción continuó sonriendo abiertamente.
—Vas teniendo una edad, André —dijo el productor ejecutivo—. Me recuerdas a mi pobre abuelito, que en paz descanse.
—Espero que eso no sean fotos mías.
Todos los smartphones que cambiaban de manos sobre la mesa desaparecieron bajo el tablero.
—Te notábamos un poco ausente —intervino Eduardo Campra—. Como si no estuvieras con nosotros. ¿Por qué no nos cuentas dónde estabas? ¿Algún lugar interesante?
El director de informativos miró a su amigo, turbado. Por un instante tuvo la desagradable sensación de que todos los presentes habían podido leer el contenido de su mente y sintió que se sonrojaba. Se levantó y dio unos pasos hacia la blanca pizarra, procurando con su gesto desviar la atención y eludir cualquier tipo de respuesta. Los asuntos relacionados con la crisis macroeconómica y la quiebra bancaria seguían ocupando la mayor parte del panel. Miles de ciudadanos comenzaban a retirar masivamente sus ahorros de los bancos. Las revueltas populares se contagiaban de un país a otro, superando las fronteras e implicando a Oriente Medio y a todos los estados de la cuenca del Mediterráneo.
—Veo que mientras yo estaba concentrado pensando, vosotros os habéis ceñido a lo obvio. Ahora nos toca seleccionar los temas que nos den alguna personalidad.
—Una pequeña aldea de la sierra ha alcanzado su temperatura mínima histórica desde 1938 —empezó a decir una reportera.
—¿Y eso interesa a alguien aparte de a quienes viven en la aldea?
—Tiene sólo siete habitantes, por cierto. Quizá podríamos hablar de eso.
—Claro, qué más da.
André volvió a sentarse y resopló con fuerza. La ayudante de producción entró en ese momento en la sala con una bandeja entre las manos. Ambos cruzaron una mirada furtiva y ella dejó escapar una pequeña risita. Después comenzó a pasear sus piernas, bronceadas incluso en invierno, alrededor de la mesa y a repartir el café entre sus colegas. Cuando llegó a la altura del director de informativos, le puso delante un vaso de cartón y al inclinarse dejó que su pecho rozara sus hombros. A él no le acababa de gustar que tardaran tan poco tiempo en tomarse aquellas confianzas. Miró a los otros. Al fondo de la mesa, un joven redactor levantó la mano.
—No, por favor —negó André—. No más accidentes de carretera. Tampoco quiero saber nada de explosiones de gas, de agresiones entre vecinos, ni de tornados en la otra punta del planeta. Y al próximo que vuelva a escribir escena dantesca, al próximo que siquiera fantasee con la posibilidad de volver a usar esa expresión en alguna parte, juro que lo mando a medir temperaturas mínimas a la maldita aldea de siete habitantes.
—Vuestra humilde marioneta —coincidió el presentador— también os lo agradecería.
Un hombre carraspeó y se removió en su asiento a la derecha de Bodoc.
—Creía que eso ya lo habíamos hablado, André —dijo. Vestía un traje gris oscuro, una camisa a cuadros sin corbata, y de su cuello colgaba un teléfono móvil.
—Dime, ¿qué habíamos hablado? ¿Que teníamos que rebuscar toda la basura entre las noticias de agencia y montar con ella la mitad del programa?
—Esos temas interesan a más espectadores de los que piensas. La gente no quiere sólo análisis profundos, cuestiones serias y noticias internacionales. También necesita ver cosas más cotidianas, con las que pueda identificarse, calor humano. —El hombre parecía muy molesto—. De eso habíamos hablado, de que teníamos que acercar los informativos a las personas y salir con los micrófonos a la calle.
—¿Y tú por qué has cogido la costumbre de venir a estas reuniones? —le preguntó André—. Imagino que tendrás otras cosas más importantes que hacer.
—La audiencia secunda que…
—Ni se te ocurra empezar a hacer otro de tus desgloses, y menos delante de mi equipo. No voy a hacer un informativo pensando en las audiencias.
El responsable de comunicación de la cadena le devolvió a André Bodoc una mirada indignada, más cercana al resentimiento que a la amenaza. Él lo ignoró. Lo único que le faltaba era que sesgara aún más el criterio de su consejo de redacción. Así no había manera de trabajar. Hizo tamborilear los dedos sobre su paquete de tabaco y se dirigió de nuevo a la reportera que había hablado hacía unos minutos.
—¿Por qué no recuperamos aquel asunto del virus de la depresión? Hemos sido los únicos en darlo. ¿Te gustaría encargarte a ti? Empieza por la web del grupo de investigadores. He visto que incluye mucha información y con suerte puede que incluso consigas algún vídeo.
—¿Y eso a ti te parece de interés? —preguntó el productor ejecutivo.
—Es una cuestión de puntos de vista. Todo depende de cómo se mire. Lo que está claro es que no quiero más noticias de relleno.
—Eres una pura contradicción, André. Al final va a ser verdad que los informativos ya no son lo que eran.
—La realidad no es la que era.
No se podría decir que André Bodoc fuese alguien a quien le gustara coincidir con gente en según qué espacios. No utilizaba el metro, no trababa amistad con los dependientes de los comercios, no se detenía a hablar con nadie en los vestuarios del gimnasio. Pero había ocasiones en las que era algo inevitable. Aquella noche, al volver a casa, cuando esperaba el ascensor en el portal del edificio, percibió el forcejeo de una llave en la cerradura de la puerta de entrada. A través de la vidriera comprobó que se trataba de su vecino de planta. En circunstancias normales, habría preferido subir los cinco pisos por las escaleras y se habría apremiado a marcharse de allí antes de que nadie hubiera podido reparar en él. Sin embargo, la pierna todavía le molestaba demasiado.
Su vecino entró y le dio las buenas noches. Él le respondió mascullando algo indescifrable y subieron al ascensor. En la estrechez de la cabina los dos hombres permanecieron rígidos, convenientemente separados. De reojo, André trató de calcular cuántos años menos que él aparentaba aquel hombre. Podría parecer unos quince años más joven; aunque en realidad André sabía que se llevaban bastante más de veinte. No tenía mal aspecto, no olía a alcohol, como le había dicho Gemma hacía unos días. Tampoco era un maleducado, como le había dicho la ayudante de producción ayer mismo. Tenía toda la pinta de ser hijo de una buena familia, alguien a quien habían comprado el piso sus padres. Todo el aspecto de ser justo lo que era. En los brazos sostenía una bolsa de papel llena de naranjas. El olor impregnaba el ascensor.
—Es un buen edificio este, ¿verdad? —dijo André.
—Sí —concedió su vecino con un silbido entre dientes.
—Bien construido. Todo muy amplio. En uno de los mejores barrios del centro de la ciudad… —André se iba sintiendo más ridículo según continuaba hablando. Odiaba las conversaciones banales—. Lástima que las paredes sean de papel. Es el único inconveniente. Se oye todo.
El vecino lo miró a los ojos por un instante. Luego enarcó una sonrisa, sacó una naranja brillante y perfectamente redonda de la bolsa, la frotó contra el logotipo bordado en hilo de su camisa, y se la ofreció.
—¿Ah, sí? A mí no me lo había parecido. Yo no oigo nada. No es que ande pegando la oreja a la pared, claro, como un metomentodo… Pero en cualquier caso nunca he oído nada.
Los dos hombres salieron de la cabina del ascensor. Bodoc no estaba seguro de si aquella conversación se estaba dando a dos niveles, o si era sólo lo que parecía. Las cosas rara vez son lo que parecen.
—Prueba la naranja, André —le dijo el vecino a modo de despedida, mientras se alejaba hacia su extremo del descansillo—. A Aitana le encantan para desayunar.
Después desapareció tras la puerta de su apartamento.
Él sacó sus llaves y las introdujo en su propia cerradura. Cuando entró en casa, la ayudante de producción estaba esperándolo en el recibidor.
—¿Con quién hablabas? —le preguntó nada más verlo—. ¿Era ese cerdo?
—¿Ya has llegado? Es un tipo encantador —dijo—. Le trae a su mujercita naranjas para el desayuno.
—Sí, el hombre ideal. Menudos vecinos tienes.
—Deberíamos limitarnos a meternos en nuestros asuntos —zanjó él.
Avanzó por el pasillo quitándose el abrigo y, en cuanto se aseguró de que ella no podía verlo, se deshizo de la naranja arrojándola a una papelera.
Un poco más tarde, André comenzó a improvisar una pequeña cena con velas y una botella de vino en la galería del fondo del piso. Allí nada les importunaría. Tras la segunda copa, poco acostumbrada al alcohol, la ayudante de producción comenzó a experimentar un sueño incontenible y casi no logró acabar el postre. A pesar de todo, la chica le pidió que le dejara sus pastillas para dormir y se tomó un par de ellas antes de ir a la cama. Como era de esperar, en tales condiciones apenas llegaron a consumar nada que se pareciera remotamente al coito aquella noche. Fue por esa misma razón por la que, cuando empezaron los gritos en la vivienda contigua, ella no oyó ruido alguno. Ni las piezas de la vajilla estrellándose contra el suelo. Ni la silla arrojada contra la pared. Ni el estúpida, estúpida, estúpida, eres estúpida. Ni el todavía no sabes quién soy yo. Ni el esta vez te mato. La respiración de la joven que solía vestir minifalda fue constante y profunda durante toda la noche, sin sobresaltos, como si sus sueños la envolvieran en una burbuja esterilizada, como si la mantuvieran a salvo de todas las agresiones del exterior, de las enfermedades, del desgaste y los peligros. Y André, que esperaba a que terminasen de una vez los golpes y los gritos para internarse en los abismos de su otro mundo, no pudo evitar sentirse gratamente aliviado.