11

Algunos de los viandantes ocultaban su rostro tras una mascarilla. En parejas, en grupos, o como peatones solitarios, aquellos seres grises parecían formar parte de un ejército de clones que se expandía y dispersaba por todos los rincones de la ciudad. Hacía un momento, varias ambulancias habían irrumpido en la calzada haciendo sonar las sirenas y Xavier aprovechó el tumulto para cambiar de posición. Llevaba allí apostado toda la mañana y debía ir variando de lugar si pretendía pasar inadvertido. Volvía a estar de nuevo en la calle de su exmujer. Como la otra noche. Estaba situado justo frente a la entrada de su edificio, parapetándose tras la hilera de automóviles estacionados en la otra acera. Ahora se daba cuenta de que utilizar una mascarilla habría sido una manera muy sencilla de no ser reconocido. No obstante, tampoco se podía decir que fuese a cara descubierta: le habían inmovilizado la nariz con un entablillado de escayola, que luego habían reforzado con grandes cintas de esparadrapo que le atravesaban los pómulos.

A pesar de lo que había ocurrido, se había sentido obligado a regresar. Asumía que era arriesgado, pero había notado a Carlota demasiado nerviosa, demasiado fuera de sí, al menos para como ella solía ser en otro tiempo, y ante todo tenía que velar por la seguridad y el bienestar de su hijo. No sabía quién demonios era aquel hombre, ni qué hacía dentro del piso, cómo había logrado tan pronto el acceso a la casa de ella, a su intimidad. A su familia. De manera que se había visto en la obligación de vigilar que todo fuese bien.

Por ese motivo estaba allí desde primera hora, desde antes de que hubiese amanecido. A las ocho y diez minutos de la mañana había visto salir del portal a su hijo con su madre, y los había seguido hasta las inmediaciones de la escuela infantil de Lucas. Tuvo que poner especial cuidado en no perderlos de vista ni por un instante, porque de lo contrario no habría podido asegurar que hubiera sabido llegar por sí solo. Últimamente empezaba a olvidar las calles, como si los mapas cognitivos de su mente se estuvieran difuminando. En cambio, aquellos días había comenzado a recordar nombres concretos de algunas avenidas del mundo de Bodoc. Nunca nada demasiado útil, nada que lo condujera a ninguna parte. Decenas de datos inservibles invadían su cabeza, y cada vez que alguno de aquellos nombres de calles lo hacía pensar en alguna ciudad real, de inmediato surgían otros que lo obligaban a descartarla. Helena se empeñaba en no entender nada de aquello. La desconcertaba que se pasara los días investigando cuestiones que pertenecían a los sueños y decía no comprender su insistencia en encontrar aquella ciudad. Para ella sus sueños recurrentes no eran más que el fruto de sus deseos velados.

—Así lo veo yo —afirmaba—. No estás pasando por el mejor de tus momentos. Y ese hombre de tus sueños es atractivo, ¿verdad? Un tipo interesante, madurito, con dinero, presentador de televisión, lo tiene todo. Y parece que además no para de follar. ¿Por qué no reconoces que tienes fantasías y sueños eróticos como todo el mundo y dejas de complicarte tanto?

—No sé, Helena, no sé —le contestaba él a veces, cuando no optaba por permanecer en silencio, con la cabeza hundida, como si examinara el polvo que acumulaban sus zapatos.

—¿Qué quieres decir con que no lo sabes? —volvía ella a la carga—. Xavier, céntrate. Tienes que poner algo de tu parte si quieres aportar soluciones a tu vida.

—Quiero decir que no lo sé. Que no sé si me dirías lo mismo si tú soñaras lo que yo sueño.

Pero todo aquello había quedado atrás. Todo aquello había cambiado desde que vio la ciudad. Debía de ser medianoche, estaba a punto de quedarse dormido, frente al televisor, tan próximo a entrar en el mundo de Bodoc que cuando la vio lo primero que pensó fue que ya estaba allí, como cada noche. Y sin embargo no era así, todavía era él, Xavier, acostado en el sofá de su salón, y la ciudad sólo había aparecido enmarcada en la pantalla, detrás de una joven pareja a la que entrevistaba un reportero. Se incorporó conmocionado. No daba crédito. Había visto ese fondo de edificios recortados contra las montañas, ese encuadre dominado por los dos rascacielos, cientos de veces, cada vez que soñaba ser aquel director de informativos. No había duda, era aquella ciudad. Y había comenzado a plantearse muy en serio partir en su busca. Así se lo dijo a Helena. Le dijo que estaba considerando viajar hasta allí, que no podía equivocarse, que no había otra ciudad en el país que cumpliera con todas las características.

—¿Y quién te dice que sea este país?

La temperatura no había dejado de aumentar en la calle de su exmujer. Mantenerse de pie y vigilante en aquella acera estaba resultando una tarea difícil de sobrellevar. Xavier trataba de secarse el sudor con un pañuelo sin rozarse la férula nasal, enjugándose con cuidado por debajo de las gafas; unas gafas ligeras, de montura al aire, con una graduación que le agrandaba los ojos hasta hacerlos ocupar casi toda la lente. Había visto regresar del trabajo a Carlota hacía un buen rato. Pero lo había hecho sola, sin Lucas, y no había vuelto a salir. Si seguían transcurriendo los minutos sin que apareciera de nuevo, tendría que pensar que se había olvidado de recoger a su hijo de la escuela. Empezó a caminar nervioso bajo la estrecha sombra que arrojaba un edificio, ni un paso más allá, como si midiera las dimensiones de una celda. No estaba acostumbrado a exponerse a los rayos del sol. Hacía tiempo que no veía la luz del día más que durante las noches, en sus sueños. De manera que cuando estaba despierto intentaba procurarse el alivio de la oscuridad. Definitivamente, era probable que no tuviera el aspecto de un hombre atractivo, ni interesante, ni de éxito, pensó. Entonces, casi por casualidad, o quizá guiado por el instinto, reparó en que aquel pequeño niño que acababa de pasar de largo de la mano de un extraño era su hijo.

Xavier corrió tras ellos sin saber muy bien qué hacía. Se apresuró hasta casi alcanzarlos y sólo se detuvo cuando estuvo a menos de un metro de distancia. El amante de su exmujer vestía un traje marrón oscuro, de boutique de barrio, surcado de arrugas por la parte baja de la espalda. Era un individuo alto, de hombros anchos, que gesticulaba estúpidamente mientras agarraba la mano de su hijo y le contaba algo pretendidamente gracioso, usando un tono didáctico. Como si a su hijo pudieran interesarle sus memeces. Aquel hombre era un usurpador. Un usurpador que había venido a ocupar su lugar. Que lo había reemplazado en su propia vida. Casi de un día para otro él había desaparecido de su propia vida, como desaparecen tantas personas, y aquel sustituto se había quedado con todo lo que era suyo. Podía notar los latidos de su corazón en su cuello y la respiración desbordándole por la boca. Iba a golpearlo en la cabeza, ahora, a golpearlo con fuerza con cualquier cosa que pudiera agarrar, con una piedra del suelo, con la primera piedra que apareciera en el suelo. Y estuvo a punto de hacerlo, hasta que oyó canturrear a Lucas. Su hijo estaba allí. Allí mismo. Lo presenciaría todo, su canción recién aprendida quedaría suspendida en el aire y se transformaría en llanto y en desconsuelo. Qué estaba haciendo. Aquello era un despropósito, otro de sus desvaríos. Así fue como lo supo. Así fue como supo que tenía que marcharse a aquella otra ciudad, aunque fuera sólo por mantenerse un tiempo alejado de su hijo.

En la habitación había una luz blanca que llenaba todos los huecos y borraba los contornos. Provenía de una gran ventana, que daba a la parte posterior del complejo del hospital y a través de la que se podían ver los pabellones más antiguos, un jardín descuidado y los depósitos de agua de esa parte de la ciudad. Unos depósitos cilíndricos, amarillentos y oxidados, dispuestos en torno a una enorme esfera con un listón rojo alrededor. Tanto el marco de aquella ventana como el alicatado del suelo de la habitación delataban una construcción en torno a los años setenta. También la máquina de diálisis a la que estaba conectado su padre parecía un artilugio de otro siglo. Grande, azul, con una textura que recordaba al plástico de los juguetes infantiles, y con unos discos en la parte delantera que se movían lenta y ruidosamente, como si estuvieran a punto de dejar de funcionar en cualquier momento.

Su padre estaba conectado a más aparatos. Una máquina medía el pulso y la tensión arterial, y otras variables complejas que Xavier no alcanzaba a interpretar. Otro dispositivo le suministraba un compuesto nutritivo con el aspecto de una papilla de color marrón claro. También tenía abierta una vía para la administración de un suero fisiológico y otra para practicarle eventuales transfusiones desde grandes bolsas de sangre. El tubo del sistema de respiración asistida le entraba por la boca desencajada hasta llegar a la tráquea; la pantalla de aquel aparato indicaba una proporción de un setenta por ciento de oxígeno puro.

Xavier sabía que desde que intubaron a su padre sus posibilidades de salir de allí con vida habían disminuido drásticamente. El tubo de ventilación le obligaba a mantener la boca y la laringe abiertas, a merced de los virus de hospital. Sin contar con las ocasionales lesiones en las vías respiratorias. Pero no hubo otra alternativa. Sus pulmones ya no daban más de sí. La neumonía los había invadido y afectaba casi todo el tejido. Xavier puso su mano derecha sobre la frente de su padre, estaba templada y húmeda. No tenía fiebre. Desde que lo intubaron, los médicos lo mantenían sedado y Xavier no había podido volver a hablar con él. No recordaba cuándo fue la última vez que se miraron a los ojos. Xavier le acarició la frente. Tenía el pelo casi por completo negro en la parte superior y muy blanco en los costados de la cabeza, marcando un acusado contraste, con una línea divisoria bien definida. No había nadie en la habitación ni en las salas contiguas separadas por cristales, así que Xavier se permitió hablarle. Le dijo que todo iba a salir bien, que no se preocupara, que tenía un virus en los pulmones, pero que pronto acabarían con él. No lo pensaba, pero pretendía darle ánimos, por si pudiera estar escuchando. Sabía que en el caso de los pacientes inmunodeprimidos una neumonía podía ser fatal. Observó su rostro, a la espera de alguna reacción que le revelara que estaba consciente. Le dijo que iba a marcharse unos días, que tenía que viajar por una razón importante, que no tardaría en volver. Creyó notar que movió la barbilla en un par de ocasiones cuando le decía aquello, pero ignoraba si eso podía significar algo. Sus mejillas estaban hinchadas, tenía bolsas bajo los ojos y un color extraño por la falta de drenaje. Pensó en decirle que lo quería. Pero, aunque estaba solo en la habitación, se sonrojó al pensarlo. No dijo nada.

Una de las máquinas comenzó a emitir un pitido, y Xavier se incorporó y miró a todas partes tratando de descubrir qué estaba pasando. Una enfermera llegó al cabo de un minuto. Lo miró un instante, como si dudara de que él mismo fuese un paciente a causa de aquel aparatoso entablillado, y a continuación comenzó a manipular una bolsa que extrajo de un mueble, mientras el pitido continuaba su frecuencia regular. Cuando la enfermera cambió la bolsa, se marchó y todo quedó en silencio, Xavier volvió a poner la mano sobre la frente de su padre. Justo donde tenía una pequeña cicatriz en forma de x, con sus finas aristas en relieve. Se preguntó qué estaría pensando. Qué habría dentro de su cabeza desde que fue sedado hacía más de un mes. Si los pensamientos transitarían por su mente como fotogramas de una película sin orden ni sentido. Si se renovarían de alguna manera a pesar de no contar con períodos de vigilia, o si serían pensamientos viciados, como el aire enrarecido de un piso con las ventanas cerradas. Si al despertar recordaría algo. Se preguntó si esos pensamientos serían como sueños y si su padre podría estar soñando la vida de alguien. Por un momento, dudó si todo aquello, si la enfermedad, si el hospital, si él, su mundo y el resto de las personas, no serían un sueño de su padre.