Estaba todavía dentro de la cama, pero lo había despertado el repiqueteo de unos pasos. Un movimiento extraño en mitad del silencio de la casa. Hubieron de pasar unos segundos hasta que André supo dónde se encontraba. Sobre la percha del galán colgaban objetos ajenos, que le conferían el aspecto de un monstruo de tentáculos informes. Se dio cuenta de que hacía rato que oía el ruido en el pasillo, puede que incluso antes de despertarse. La puerta se abrió y los pasos se adentraron en el dormitorio. Una sombra se situó delante de sus ojos. André sintió algo ascender entre sus piernas. La silueta le estaba dando la espalda, se inclinó sobre la cómoda, rebuscó y cogió alguna cosa. Cuando se encontraba agachada, él estuvo a punto de alargar el brazo para tocar la porción de piel desnuda que había quedado a la altura de su cara, pero su embotamiento le impidió reaccionar a tiempo. Ella salió del cuarto y reinstauró el ir y venir de sus pasos por el pasillo. Gemma tenía la costumbre de trabajar de pie, leyendo los guiones mientras caminaba por el piso y deteniéndose de vez en cuando para hacer alguna anotación. Su teoría era que de esa forma ni un gramo de más iría a parar a su culo. En el edificio había un sistema de calefacción central que obligaba a pasar calor en invierno, así que daba sus paseos en camiseta de tirantes y en tanga. Aquella era una de las pocas cosas que compensaban a André tantos cambios en su casa; por lo demás, aquel ajetreo hacía que se levantara con aún mayor dolor de cabeza. Hizo fuerza con los brazos y trató de incorporarse sobre la cama. Las abrasiones de la pierna todavía le punzaban al moverse. Agarró una muleta y accionó el interruptor de la persiana automática para que la luz entrara en el dormitorio. Resopló molesto. Sobre el galán se derramaban blusas, faldas, pañuelos y otros muchos complementos. Los collares, con grandes cuentas de madera y piedras bruñidas, pendían de la percha como si sujetaran un cetáceo varado en la orilla. Se aproximó y acarició la textura de un tanga de algodón antes de acercárselo a la cara. Luego lo dejó caer y cojeó ya más animado hacia la cocina.
Esa mañana podía ser crucial, podía significar el primer hito en el mundo real que recompensara sus muchos esfuerzos y desvelos. Por eso, en cuanto se sentó en uno de los taburetes altos de la barra americana, atrajo hacia sí el periódico que descansaba sobre el tablero y comenzó a leer todos los titulares. Era el periódico del día. No obstante, lo hojeó de cabo a rabo y allí no encontró lo que buscaba. Dejó escapar un suspiro ahogado, y permaneció con la vista perdida en la viguería del techo hasta que apareció Gemma y le preguntó si quería un café.
—Sí, por favor —dijo, apretándose el ceño con la pinza de los dedos.
Aquello no significaba nada. En realidad, no contaba con que las filtraciones le hubieran puesto las cosas tan fáciles. Su verdadero as en la manga, la única carta segura, estaba en sus propios informativos. Se rascó la barba incipiente y procuró no perder la calma mientras desayunaba, tratando de concentrarse de nuevo en el diario.
—La pandemia de Asia sigue extendiéndose. Ha alcanzado los países intercontinentales. —Ahora pasaba las páginas con desgana, como si su mente estuviera en otra parte—. De seguir así, pronto llegará a Europa.
—Un compañero de trabajo me ha dicho que van tres millones de muertos. O trescientos millones, no lo recuerdo bien. Me pierdo con esas cifras.
Gemma tenía el cuadernillo del guión sobre la encimera y deslizaba un vertiginoso dedo índice sobre los renglones. Él no le prestaba atención.
—Según la gráfica, si no se le pone freno, dentro de once semanas estaremos todos infectados.
—Es terrible. Yo he empezado a usar mascarilla.
El olor de las tostadas que había preparado la joven todavía flotaba en el aire. Las noticias devastadoras continuaban. Un grupo terrorista yihadista había volado de forma simultánea tres embajadas europeas en Bagdad. En las últimas veinticuatro horas, otras tantas embajadas estadounidenses habían sido atacadas en Yakarta, en Túnez y en Lima. En la cumbre del Banco Mundial, la policía había arrestado a un total de mil seiscientos cuarenta presuntos alborotadores entre la multitud de manifestantes. André cerró el periódico. Parecía que el mundo se hundía al fin. O eso querían hacer creer. Dio el último sorbo al café, miró el reloj y se levantó aparatosamente.
—¿Me ayudas a ir al salón? Tengo que ver algo importante.
Ella lo acompañó tan solícita como cualquier enfermera, sosteniéndolo por el codo y por la cintura. Y no dejó de sujetarlo mientras el director de informativos intentaba con dificultad sentarse en el sofá en forma de l, a la vez que encendía la pantalla de plasma con el mando a distancia.
—Todavía faltan unos minutos para que emitan el primer avance —dijo él.
Había descubierto que si apoyaba la pierna accidentada en la pieza del reposapiés, no sentía dolor al mover otras partes del cuerpo y la conservaba a salvo de los roces. Así que dejó caer la mano hacia delante, como por accidente, hasta rozar la parte interna del muslo de ella con la punta de los dedos y añadió:
—Tenemos algo de tiempo.
Comenzaron a besarse de forma apresurada. Como si sólo hubiera estado esperando la señal, Gemma le entreabrió la bata y se dispuso a hacer la mayoría del trabajo. Era una mujer práctica. Ni siquiera se desnudó más de lo que ya estaba, tan sólo desplazó parcialmente el tanga hacia un lado y se sentó a horcajadas sobre sus caderas. En la mano izquierda, que apoyaba sobre uno de los almohadones, mantenía aferrado el guión que estaba corrigiendo. André desprendió el cinturón de la bata, lo pasó por detrás de la espalda de ella y lo utilizó para estrecharla aún más contra su cuerpo. Le mordió el cuello con olor a almizcle. Ella le quitó las gafas y se sujetó a su cara con las dos manos. Así se encontraban cuando oyeron los ruidos.
Primero fue el sonido de una puerta cerrándose con violencia. Después siguieron muebles arrastrándose, algo cayendo, como si un pequeño torbellino se hubiera colado en el edificio. Y entonces comenzaron las voces. Dos personas se gritaban, un hombre y una mujer. El hombre parecía pedir algo, desesperadamente. La mujer negaba y suplicaba. Gemma dejó de moverse cuando algún objeto de cristal se estrelló contra el suelo.
—Sigue —dijo André.
—¿Cómo que siga? Eso no es el televisor del vecino, ¿no?
En el piso contiguo continuaban los insultos y las amenazas.
—Sí, es el televisor.
—¡André, cómo eres! Sólo piensas en ti mismo. ¿Qué está ocurriendo ahí?
—Pues chica, qué quieres que te diga. Una pareja normal discutiendo. Lo hacen constantemente.
—A mí no me parece una discusión normal. ¿Seguro que esa mujer no necesita ayuda?
André no contestó. Empezaba a estar harto de tanta riña de pareja. En lugar de eso, en aquel momento alzó el mando a distancia y volvió a subir el volumen de la tele.
—Se nos acabó el tiempo —resolvió—. Aquí está el avance.
André Bodoc se zafó de la joven y adoptó una expresión grave en el sofá. No pensaba perderse detalle de ninguna de las noticias que estaba comenzando a adelantar una de las presentadoras de sus informativos. Y ahora sí, cuando al otro lado los gritos del hombre y el llanto de la mujer aumentaron, André levantó su muleta y golpeó con fuerza la pared, una y otra vez, hasta que consiguió que se callaran por completo.
En la pantalla se iban sucediendo las imágenes y los titulares. La crisis macroeconómica seguía incrementando la tasa de desempleo en todo el mundo. Otros dos nuevos países declaraban su incapacidad para afrontar su deuda externa. Casi el ochenta por ciento de las pequeñas empresas estaban al borde de la quiebra por impagos, seiscientas noventa mil de ellas habían cerrado sus puertas en los últimos seis meses. El cambio climático hacía prever que ese año las temperaturas mínimas batirían todos los récords. No obstante, la moda de comer helados en invierno seguía ganando adeptos. Un accidente por colisión de turismo en la circunvalación del norte se saldaba con dos muertos, se exhibían imágenes sangrientas, el departamento de tráfico recordaba que no se debía utilizar el teléfono móvil durante la conducción, ni siquiera en los semáforos. Un grupo de científicos de la Universidad de Kioto había descubierto una nueva mutación de un antiguo virus latente en nuestro genoma, que podría llegar a ser responsable del treinta por ciento de los casos de depresión diagnosticados los últimos seis meses. Ahí estaba. Después de tanto tiempo. Su creación. Y aquello no había hecho más que comenzar. Cuando André oyó el titular de su noticia inventada, allí, por fin, entre todas las demás noticias que se suponía representaban los hechos verdaderos, las manifestaciones de la realidad, estalló en una carcajada de triunfo. Sin embargo, su risa no tardó en transformarse en algo parecido a un gemido, intenso y prolongado.
—¿Estás bien?
La cara de Gemma emergió entre sus muslos. Él asintió, sin aliento, y dejó caer hacia atrás la cabeza.
—Me encanta cómo quedan las plantas entre todos esos libros —dijo ella, mirando por encima de su cuerpo, todavía de rodillas en el suelo—. Es como añadir un poco de vida entre tanta hoja muerta.
Detrás de André se alzaban grandes estanterías que cubrían casi toda esa parte del salón. Con la cabeza aún volcada sobre los cojines, dejó escapar el resuello de su respiración por la boca entreabierta. Y desde esa extraña perspectiva invertida, como desde el otro lado del mundo, al tiempo que reanudaban su discusión los vecinos, recorrió con su mirada las repisas llenas de libros, de plantas y macetas.