Se removió bajo las sábanas. Apenas era un bulto bajo el cobertor de la cama. Apenas nada. Tras su último movimiento, el bulto adquirió cierta forma de cuerpo humano. Se giró hacia un lado y un pinchazo de dolor lo terminó de despertar. Poco a poco fue tomando conciencia de dónde estaba. Asomó la cabeza. Unos ojos empequeñecidos, aprisionados bajo el pliegue de unas bolsas y unos párpados hinchados, miraban hacia el techo. André produjo un sonido abrupto y prolongado con la garganta, y apartó las sábanas. Con mucho cuidado fue sacando de allí la pierna vendada, hasta posarla en el suelo. Luego agarró las muletas y comenzó a andar hacia la cocina apoyando todo su peso sobre el pie izquierdo.
Necesitó dos tazas de café para despejarse del todo. Últimamente tardaba mucho en despertarse, quizá fuese por los antibióticos, y por las pastillas para dormir. Sentía como si su cabeza estuviese llena de un líquido espeso, cuya densidad impidiera la circulación de sus pensamientos. Todavía sentado sobre uno de los taburetes altos de la cocina, tiró hacia sí de un extremo del periódico que había sobre la barra americana, hasta colocárselo delante. Lo desplegó, lo observó sin levantarlo, y torció el gesto al confirmar que se sabía de memoria todos aquellos titulares. Dejó escapar un gruñido. Había pasado otra mala noche. Una más.
Fue hasta el salón caminando con una sola muleta. Se dejó caer en el sofá y marcó un número en el teléfono.
—No sabes cuánto necesito verte, cariño.
—¿Quién es?
—Soy André. ¿Cuántos hombres te llaman cariño, amor?
—¿André? Pues mira, no los he contado. Pero podrían haber sido muchos desde la última vez que hablamos.
—Antes de que sigas, te diré que he estado seis días en el hospital. Y cada noche me dormía pensando que al día siguiente irías a verme.
—No sé cómo podría haber ido a verte, ni siquiera sabía que hubieras estado en el hospital. Entre otras cosas porque hace, ¿cuánto?, ¿seis semanas?, ¿dos meses que no sé nada de ti?
—¿Tanto? El tiempo se pasa volando cuando se está tan liado. Pero entonces, ya va siendo hora de que nos veamos, ¿no?
—No lo sé. Tú sabrás. Esta semana me viene mal, tengo pendiente la corrección de varios guiones… ¿Por qué has estado en el hospital?
—Un accidente. Me jodí un poco el pie. ¿Y no podemos vernos hoy?
—¿Hoy? Pero si te he dicho que tengo mucho trabajo. Además hoy tenía…
—No seas tonta, Gemma, puedes traerte los guiones a casa. Y así sigues avanzando y no por ello tenemos que dejar de vernos.
—¿A tu casa?
—Sí. De todas formas no puedo andar mucho. Tampoco podríamos ir muy lejos.
—No sé, André. Me pilla un tanto fuera de lugar, tendría que hacerme una recomposición mental.
—Te echo de menos.
—Y hoy tenía que…
—Te echo de menos.
—Deja que me reubique. Lo pienso y te llamo más tarde, ¿vale?
Colgaron. André se pasó los dedos de la mano abierta por el pelo plateado, hasta agarrarse la nuca. Aquella conversación lo había dejado agotado, de lo último que tenía ganas esa mañana era de mostrarse agradable. Cogió la carpeta que había sobre la mesa del sofá, se levantó y cojeó a lo largo de un pasillo. Los suelos de la casa estaban revestidos de mosaicos hidráulicos, con dibujos coloreados en el cemento, como los de la mayoría de las fincas de la época modernista que quedaban en el centro de la ciudad. Los techos eran altos y las estanterías cubrían de arriba abajo de libros las paredes del pasillo. Llegó a una galería exterior con seis ventanas, subió los estores y se sentó con la carpeta en un sillón. En la calle aullaban las sirenas de los coches de policía, había convocadas varias manifestaciones aquella mañana.
No tenía demasiado tiempo. En un rato lo llamarían desde la redacción para celebrar una reunión por videoconferencia; aunque tuviera que mantener reposo no pensaba renunciar a decidir los temas del informativo. Abrió aquel archivador rojo y desgastado y comenzó a revisar su contenido. Pasaba las fichas y los recortes con suma delicadeza, como si los acariciara. Hacía años que reunía aquellas notas. Todo comenzó como un juego, en la época ahora remota en la que André Bodoc era un hombre de éxito, catapultado casi de improviso, y sin llegar a tener apenas oportunidad de asumirlo, a un puesto de máxima responsabilidad en la primera cadena de televisión del país. Por aquel entonces incluso mantenía una relación estable, lo más parecido a una relación sentimental estable que había llegado a tener en toda su vida. Ella era sólo unos años menor que él, pero no pertenecía a aquel mundo y se dejaba impresionar con facilidad por todo lo que un atractivo, impetuoso y encantador directivo de la tele como André hiciera o dijera. Aunque no guardaba conexión alguna con el periodismo, era una joven de una inteligencia desconcertante y con un talento especial para reconocer los sucesos que se convertirían en grandes noticias y los que no. Le bastaba echar un vistazo fugaz a la pantalla del televisor para distinguir un gran reportaje de un rumor, una especulación o un tema de relleno. No fallaba jamás. Una noche, mientras contemplaban el techo de su dormitorio tumbados sobre la cama, con la luz aún encendida, como si pudieran proyectar sus sueños y su futuro contra aquel lienzo en blanco, comenzaron a inventarse noticias tontas, noticias frívolas con apariencia de verdaderas, por pura diversión. Y así fue como comenzó el juego. En cualquier momento, uno de ellos podía improvisar una noticia posible y el otro tenía que decir si era falsa o auténtica. Para evitar que su pequeño pasatiempo se hiciese rutinario, cada vez se retaban con construcciones más complejas y elaboradas, que debían seguir pasando inadvertidas entre las que en efecto eran titulares de prensa. A él no dejaba de maravillarle la sofisticada sencillez con la que ella iba refinando su divertimento, sin proponérselo, y cómo de repente las normas habían cambiado, y entonces de lo que se trataba era de conseguir engañar al otro con noticias reales que parecían del todo inverosímiles. En aquellos años el tiempo transcurría mucho más despacio, aunque en un período no superior a ocho meses a André le ofrecieron otros dos ascensos consecutivos. Cuando no estaba trabajando, pasaban las veladas de fiesta en fiesta, inaugurando locales de moda, descubriendo un selecto bistró en el rincón más romántico de la ciudad, o tomando una copa en el último y exclusivo cocktail lounge club. André era un cliente conocido en las tiendas de flores de muchas manzanas a la redonda, y había comenzado también a visitar las joyerías en los escasos intervalos en los que no estaba en los estudios ni abrazado a la cintura de ella. Parecía que nada podía ir mejor. Por lo que todo pasó a ir a peor. No recordaba con exactitud qué fue antes y qué después, pero una de aquellas madrugadas de trabajo, tras una larga jornada, entre las paredes de un despacho le hicieron una propuesta que no supo rechazar, y, o bien los días previos, o quizá los que siguieron, ella simplemente desapareció, como desaparecen tantas personas. Aquella madrugada los dueños de la cadena le propusieron conservar sus últimos ascensos profesionales siempre y cuando ninguno de sus informativos divulgara una noticia concreta, la relacionada con el escándalo financiero que acababa de estallar en la cara de uno de los candidatos a la presidencia del gobierno, el líder del partido de la oposición, a tres semanas de las elecciones. Todas las demás cadenas nacionales dieron la noticia y pusieron en marcha un amplio dispositivo de cobertura, todos los informativos se hicieron eco del caso de corrupción menos los que estaban bajo su cargo. A ella no la volvió a ver. Todavía hoy no era capaz de discernir si ella se marchó por lo que él hizo, o si en realidad nada de aquello habría ocurrido si la hubiera tenido a su lado dándole su fuerza y su apoyo. Fueron unos días confusos y a su memoria abotargada le costaba demasiado recordar. No obstante, desde entonces, nunca había dejado de alimentar su pequeño juego de amantes, ni un solo día había olvidado pensar en ello, y aquella vieja carpeta parecía no poder contener más noticias inventadas.
Sacó un paquete de tabaco y se encendió un cigarrillo. Los resultados de su laborioso esfuerzo no se encontraban sólo archivados dentro de aquel clasificador. Además de las falsas noticias y de los historiales de fuentes inexistentes, había ido tejiendo todo un entramado de recursos que se extendía mucho más allá: había abierto perfiles falsos en las distintas redes sociales, había creado blogs completos que respaldaban sus noticias, e incluso había comenzado a filtrarlas entre algunos de los medios poco rigurosos que abundaban en internet. Todo había cobrado forma y estaba a punto, listo para ponerse en funcionamiento. Lo único que tenía que lograr era no volver a perder el control, como le venía ocurriendo los últimos días. No podía permitirse seguir perdiendo la cabeza. Debía aguantar un poco más y mantenerse lúcido y sereno. André soltó despacio el humo a través del estrecho círculo de sus labios, se levantó y se asomó a una de las ventanas. Abajo las sirenas seguían sonando aquí y allá, junto con el ruido de los autobuses y el revuelo de la gente. Tomó aire con ímpetu y gritó:
—¿Queréis callaros? ¡Mierda! ¡Callaos! ¡Callaos de una puta vez!
Con el dorso de la mano se secó la saliva que le había salpicado el mentón. Le parecía mentira que todas aquellas personitas que caminaban como si fueran a alguna parte todavía no supieran cómo era de verdad el mundo en el que vivían. En aquel mundo todo era una ilusión, pura apariencia. Había dos órdenes de cosas, las que parecían regirlo todo y las que de verdad lo regían. La realidad, la auténtica realidad, siempre es invisible. Levantó la mirada. En un primer plano se alzaban las fachadas oscuras de unos edificios de piedra, con balcones de hierro forjado y galerías de arcos en sus plantas superiores, y a su derecha, las copas de los árboles de un pequeño parque metropolitano, con las hojas opacas por la pátina de polución. Más arriba, al fondo, siempre dominando el horizonte, sobre los contornos montañosos se proyectaban las siluetas de dos rascacielos, coronados por los nombres de dos compañías aseguradoras cuyo negocio era el dolor y la muerte de los demás. Y arriba del todo, en el cielo, los helicópteros atravesaban las nubes de algodón gris. Un espejismo. Todo era un espejismo. Los fuegos de artificio de un mago. Lo cierto era que ni siquiera su trabajo ni el periodismo ni nada de lo relacionado con él le importaban demasiado, tan sólo eran una manera de mantener la mente ocupada. De no pensar en otras cosas. Dentro, en la casa, comenzó a sonar el teléfono fijo. En lugar de ir a buscarlo se sentó y extrajo una de las noticias de la carpeta. Era probable que la llamada fuese de la redacción, estarían a punto de dar inicio a la reunión para seleccionar los contenidos. Seis, siete, ocho timbrazos después, colgaron y enseguida volvieron a llamar. No pensaba levantarse, por supuesto que no. Con la ficha aún en la mano, abrió el ordenador portátil y lo colocó en su regazo. No daría ni un paso más de los necesarios teniendo la pierna como la tenía. Volvió a leer la noticia inventada. Por fin, el teléfono dejó de sonar y comenzó a vibrarle el móvil en el bolsillo. Descolgó.
—Mira que sois torpes.
—¿André? Soy Gemma. Te he estado llamando al fijo, pero no lo cogías.
—Lo sé. Estoy en casa —respondió, molesto.
—Ah… Oye, ¿a qué hora quieres que me pase?