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Llevamos esperándote más de veinte minutos —le dijo el productor.

—Lo sé —contestó él.

—Es en directo. ¿Sabes lo que significa en directo?

—Guardo un remoto recuerdo. Casi lo había olvidado.

—¿Y me puedes explicar qué habría ocurrido si te hubieras retrasado diez minutos más?

—Por cómo lo dices, supongo que el fin del mundo. ¿Por qué te preocupas tanto? Soy yo quien rinde cuentas a los de arriba. La que rodaría sería mi cabeza.

—Seguro. Sólo la tuya. —El productor ejecutivo hizo el gesto de ponerse los cascos que llevaba alrededor del cuello, aunque no estaban conectados a ninguna parte, y le dio la espalda.

La ayudante de producción se le acercó por detrás, le colocó una botella de agua en la mano y le anunció que el invitado ya estaba sentado en el estudio.

—¿Esperándome a mí? Qué maravilla. Me siento una estrella.

El productor se volvió de nuevo hacia él.

—¿No pensarás salir con esa chaqueta, verdad, André?

—¿Qué le pasa a mi chaqueta?

—Pues que parece que te has sonado con ella. Mira —dijo, y mostró una bola de papel en su mano—. Este kleenex está menos arrugado. ¿Has estado de juerga toda la noche y no te ha dado tiempo de volver a casa?

—No ha sido de juerga precisamente. Y sí he vuelto a casa, quería ducharme y desayunar, joder. Pero debo de haber perdido la llave. No he podido entrar.

—Cualquiera diría que llevas meses sin poder entrar.

André ignoró el último comentario del productor. Se limitó a quitarse la chaqueta de pana, con la mirada fija en el suelo y farfullando alguna cosa. Antes de que se diera cuenta, tenía de nuevo detrás a la ayudante de producción sosteniendo en el aire una chaqueta azul marino.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó él, mucho más concentrado en la forma en que ella intentaba estirarse la minifalda que en la respuesta.

En el plató, en efecto, los focos estaban encendidos y los operadores de cámara y el resto del equipo se giraron para mirarlo cuando apareció por uno de los pasillos. Un panel de cristal los separaba del plató contiguo, donde estaban terminando de detallar la actualidad para dar paso inmediato a su sección. Antes también presentaba él mismo las noticias, hasta que se acabó cansando de aquello y fichó a un antiguo compañero de facultad para que se hiciera cargo de parte de sus funciones. Lo cierto era que tampoco le gustó nunca demasiado el formato del director de informativos que es al mismo tiempo el presentador. Pero todavía era más cierto que en los últimos diez años la trayectoria profesional de André Bodoc no había hecho sino abismarse en el vacío, siguiendo la pauta de una serie de decisiones autodestructivas que parecían estar planificadas. Del todo distinto era el caso del actual presentador, Eduardo Campra, que si había accedido a ser contratado por una cadena regional fue sólo por una cuestión de amistad. André lo saludó moviendo el botellín de agua sobre su cabeza, mientras avanzaba hacia su plató. Incluso ahora, cuando su viejo amigo parecía mirar directamente a los ojos de la audiencia, podía sentir que lo estaba observando con su visión periférica, pendiente, como todos aquella mañana, de su retraso. Atravesó la zona de las cámaras, pasó por encima del cableado y estrechó la mano del invitado que estaba sentado en uno de los dos sillones. Apenas habían podido intercambiar unas palabras cuando un técnico de sonido lo agarró por la cintura, tratando de colocarle la petaca del micrófono, y la realizadora le apuntaba en el oído que faltaban treinta segundos para empezar. Se sentó en el sillón. Veinte segundos. Desde su asiento, junto con las indicaciones de la realizadora, también pudo oír perfectamente al productor ejecutivo comentando que tenía un aspecto horrible y que no se había pasado por maquillaje porque no le había salido de las narices.

La emisión dio comienzo, los dos hombres volvieron a saludarse con estudiada cortesía y en aquel momento ninguno de los allí presentes habría podido imaginar que lo que había costado tanto esfuerzo de organización, y acababa de arrancar en un ambiente profesional y distendido, iba a sufrir un giro tan drástico e iba a terminar como en muy poco tiempo lo haría.

Esa misma mañana, cuando el invitado llegó a la redacción de informativos lo habían recibido entre aplausos. Hacía tan sólo unos días que había tomado posesión del cargo de presidente de la principal organización mundial de ayuda humanitaria, no mucho después de que Amnistía Internacional le hubiera concedido un premio de excelencia por su labor más reciente. Sin duda, era el hombre del momento, y aquella era la primera entrevista que concedía desde su nombramiento. Conseguirla les había supuesto semanas de trabajo, habían tenido que hacer innumerables llamadas al patronato y al comité de dirección de la fundación, habían tenido que gestionar traslados y alojamientos, habían tenido que negociar los tiempos en una apretada agenda para poder adelantarse a la competencia, y, con todo, el éxito sólo había sido posible gracias a los muchos contactos que el director de informativos todavía conservaba de sus años en la primera línea nacional. Nadie en el programa ni en la cadena habría apostado por aquella entrevista ni habría movido un dedo para cerrarla, si no fuese por la fama que tenía André Bodoc de lograr lo imposible. Y sin embargo, en esos momentos el entrevistador parecía cualquier cosa menos interesado en su entrevistado. En el lado derecho del plató, el invitado vestía un impecable traje oscuro y lucía una sonrisa radiante. En cambio, en el flanco contrario, André se había dejado caer en el sillón con aspecto desaliñado, la melena cana aplastada contra el cráneo y una sombra de turbación en el semblante, y se estaba limitando a leer una por una las preguntas que aparecían en el teleprompter.

De esa suerte habían ido hablando de cooperación para el desarrollo, de comercio justo y de movilización social durante toda la primera parte de la entrevista. Sin mostrar todavía apenas un mayor interés, mirando absorto la corbata del hombre, André le preguntó si de verdad hoy era posible dar una solución definitiva al hambre en el mundo.

—Por supuesto que sí. Es sólo una cuestión de voluntad política. —El entrevistado pareció crecerse aún más en el asiento—. Cada día mueren veinticinco mil personas a causa del hambre en nuestro planeta. Cada seis segundos muere un niño menor de diez años. Y nosotros estamos dejando que ese niño muera.

La cámara asignada al invitado se desplazó unos metros para conseguir un primer plano frontal. André buscó al operador de cámara que se ocupaba de sus propios encuadres y le guiñó un ojo; luego bostezó, se abanicó con los folios y buscó con la mirada las piernas de la ayudante de producción.

—La actual agricultura mundial podría alimentar sin problemas a doce mil millones de personas, casi dos veces la humanidad —continuaba el hombre del traje—. Así que los niños que están muriendo, y los que van a morir mientras mantenemos esta conversación, son responsabilidad de todos los que no están haciendo nada por impedirlo. Todos tienen las manos manchadas de sangre.

El director de informativos levantó la vista y, ahora sí, miró directamente a los ojos de su interlocutor.

—Se refiere usted a los líderes mundiales que no están tomando las decisiones necesarias para acabar con el problema, ¿verdad? No a los ciudadanos concretos.

A través del microauricular de su oído, André pudo oír que el productor le decía a la realizadora que algo iba mal, que intuía que algo no marchaba bien.

—Lo cierto es que me refiero a nuestros gobernantes, que están secuestrados por las grandes multinacionales y por las políticas neoliberales, y no tienen el mínimo interés en sacar la agricultura de los tratados de libre comercio. Pero también me refiero a todas las personas que nos están viendo y que cuando apaguen el televisor seguirán con sus vidas como si nada. Como si el niño que muere cada pocos segundos no tuviera nada que ver con ellos.

—Sólo quiero asegurarme de que estoy comprendiendo bien lo que está diciendo. Usted les pide a los ciudadanos que actúen, que intervengan para que sus líderes dejen de mirar a otro lado…

En la sala de control estaban cada vez más nerviosos, y nadie allí se molestaba en evitar que él oyera sus comentarios.

—Es aún más sencillo. Actualmente es muy fácil hacer algo gracias a que existen organizaciones como la nuestra. Basta con una sencilla donación para poder limpiar la conciencia y estar ya actuando. No puedo entender que haya personas que hablen de vidas humanas como si hablaran de la caída de la bolsa, de ideologías de izquierdas o derechas, o del tiempo que va a hacer mañana, mientras se dan un banquete con alimentos inalcanzables para la mitad de la población. ¡Estamos hablando de vidas y de sufrimiento reales, por Dios!

André Bodoc tosió. Se incorporó, comprobó algo en sus papeles y los dejó a un lado. Por primera vez desde que comenzaron la entrevista parecía estar verdaderamente despierto.

—Sin embargo, como nuevo presidente de su organización, usted va a cobrar un sueldo anual de seis cifras —dijo—. Para ser exactos, un sueldo que duplica, por ejemplo, el del presidente de este país.

Los operadores de cámara empezaron a cruzar miradas furtivas.

—No veo la relación —respondió el hombre con naturalidad—. Los sueldos de nuestros directivos son equivalentes a los de cualquier profesional cualificado de otro ámbito. Todos los trabajadores expertos tienen derecho a un sueldo digno, acorde a su valía, en ese principio creemos y por él nos regimos.

—¿Cree que usted merece el doble que el dirigente de todo un país? —atajó André.

El invitado no respondió. Hasta ese instante no parecía haber tomado conciencia del calor que desprendían los focos. Se giró para beber un poco de agua, volvió a mirar hacia el entrevistador y sonrió, como si estuviera esperando una auténtica pregunta.

André también arqueó media sonrisa. Bajo sus ojos abultaban unas bolsas de carne oscura.

—En realidad —continuó él—, hasta donde he podido investigar, usted es además consejero de otras dos grandes empresas, relacionadas con energías renovables. Sólo por su asesoramiento en cada una de ellas cobra un sueldo similar al que mencionaba. Lo que hace un total de ingresos seis veces superior a los del presidente de un país. Unas dieciocho veces más que el ciudadano medio.

El hombre del traje se removió en el asiento, algo se había tensado en los músculos de expresión de su cara.

Unos metros más allá, el productor ejecutivo había salido de la sala de control y se había colocado detrás del entrevistado, haciendo grandes aspavientos con los brazos en dirección a Bodoc, como si estableciera señales con el tráfico aéreo. Los operadores de cámara lo miraban esperando alguna indicación, pero no dio la orden de dejar de grabar.

—No sabía que fuésemos a hablar de mis asuntos personales —dijo al fin el hombre. Sus palabras comenzaban a reprimir cierta ira, aunque todavía lo dominaba la sensación de desconcierto—. Ni veo qué relación guarda todo esto con el tema que nos ocupa.

Al otro lado del panel de cristal, en el plató contiguo se iban agolpando los curiosos.

—¿No la ve? Yo en cambio creo que es relevante cuestionar si es ético que los responsables de una organización para combatir el hambre vivan con tanto lujo. Y desde luego me parece fundamental que los donantes sepan dónde va a parar su dinero.

—Nuestra gestión de fondos es completamente transpa… ¿Se hace usted una idea, señor Bodoc, del daño que usted está haciendo en este momento? ¿Sabe las miles de vidas que está poniendo en peligro? ¿El esfuerzo y la dedicación que está tirando por tierra? ¡Usted es un irresponsable!

El entrevistado comenzó a mirar a uno y otro lado del plató, buscando alguien que lo sacara de allí. Tenía las manos rígidas sobre los reposabrazos, como si estuviera luchando por no aflojarse el nudo de la corbata o por no frotarse la cara.

—Si el espectador fuese cortito de luces y no hubiera comprendido nada, entonces soy un irresponsable. Pero no se preocupe, yo no hago televisión para imbéciles. —André dejó de hablar y se llevó el dedo índice al oído. El productor le daba instrucciones para que se despidiera, dejarían de emitir en menos de un minuto.

Entonces, el director de informativos se reclinó hacia atrás, extendió los brazos sobre el respaldo y cruzó las piernas.

—Permítame una última pregunta —dijo—. ¿No es cierto que el dinero que no llegan a emplear cada año en proyectos lo invierten en acciones del mercado bursátil?

—¿Y cuál es el problema? Dígame. Las organizaciones tan grandes como la nuestra tienen que funcionar como las multinacionales. El dinero que no se destina a los programas sociales no puede dejarse inactivo. Sólo tratamos de rentabilizarlo.

—Y eso es estupendo. Pero ¿cómo explica usted que una de las empresas de la que su organización posee miles de acciones sea la principal fabricante de bombas de racimo de este continente? Unas bombas prohibidas por el Tratado de Oslo que causan más bajas civiles y mutilaciones que cualquier otra arma, especialmente entre los niños.

Mientras André intentaba completar su frase, el invitado se había levantado y se estaba quitando el micrófono del cuello de la camisa.

—¿No va a contestarme?

Las cámaras se habían apagado. Al fondo del plató podía verse al productor, derrumbado sobre una silla plegable, con la cabeza hundida entre los hombros. El equipo técnico empezó a desconectar los focos y a recoger sus cosas. Nadie se acercó a André Bodoc. La gente se marchaba sin hablarse, como si buscara algo que hubiese perdido entre los cables del suelo.

El director de informativos se levantó con un impulso, se quitó la chaqueta azul marino y se secó la frente con un pañuelo. Luego dijo:

—Ya está. Otra entrevista lista. Ya las dejo bordadas, ¿eh? ¿Es que nadie va a traerme mi chaqueta?

Abandonó el plató tarareando la sintonía de la cabecera del programa, sin ni siquiera dirigirse al productor, que seguía sentado en la silla plegable y que ahora sostenía una mirada desconsolada a la realizadora de los informativos. Tampoco se acercó a Eduardo Campra, a pesar de que llevaba rato de pie en una esquina del estudio, con las cejas levantadas y un portafolios colgándole de la mano, siguiéndolo con los ojos sin acabar de reaccionar.

Unos minutos más tarde André Bodoc estaba por fin en la calle, a los pies del edificio. Se subió a su BMW color gris granito aparcada sobre la acera y salió de la sede de los estudios de la cadena. Condujo la moto por la autopista hasta llegar al centro de la ciudad, sin superar la velocidad permitida ni cometer ninguna de las imprudencias de la noche anterior, y al doblar la esquina en la intersección de la Diagonal con la avenida Duque de Arana, tratando de esquivar otro vehículo, se estrelló contra la parte baja de un camión cisterna, quedó encajado debajo del bastidor, cerca del eje delantero, y fue arrastrado a lo largo de quince metros.