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Puso la palma de la mano sobre la superficie de la puerta. Y percibió de inmediato las palpitaciones. A juzgar por la magnitud de aquel rugido, al otro lado de la puerta debía de refugiarse un monstruo devastador. El preciso monstruo que todos esperamos que alguna vez acabe con nosotros. A pesar de todo, Xavier la empujó y entró.

Allí dentro lo aguardaban más de treinta pares de ojos, pero apenas alguno le prestó atención. Avanzó moviéndose despacio. Soltó el maletín sobre la mesa y se subió al entarimado. Xavier esperó a que los alumnos se callaran. Si él no los apremiaba, eso llevaría un tiempo. Pero no pensaba hacer nada, nada en absoluto. Se quedó de pie donde estaba, sin más. Los alumnos de las primeras filas comenzaron a sentarse y la mayoría de las chicas también. Tuvieron que pasar varios minutos para que dejaran de jugar con sus teléfonos móviles y el volumen del estrépito disminuyera significativamente. Los únicos que todavía hablaban en voz alta eran los estudiantes que se habían sentado sobre las mesas del fondo y se estaban pasando una revista pornográfica, haciendo como si allí no estuviera el profesor. Era parte del pulso diario a la autoridad. Como agentes infecciosos tanteando las defensas del sistema inmunitario. Pero él no tenía ninguna prisa. Nada que perder. Hacía tan sólo unas semanas no se habría atrevido siquiera a imaginar hacer algo así, dejarlos allí riéndose y gritando sobre las mesas, permitir que la clase se le escapara de las manos; le habría horrorizado la posibilidad de que cualquier otro profesor entrara en el aula pensando que aquellos alumnos estaban solos y lo descubriera allí de pie, como un pasmarote, blando e incompetente. Sin embargo, ahora que su vida se hundía todo aquello quedaba muy lejos.

Al cabo de un rato los alumnos del fondo también dejaron de hablar, aunque permanecieron sentados sobre los pupitres. Probablemente nunca antes se había hecho un silencio tan intenso en una de sus aulas desde que comenzó a trabajar allí. Incluso algunos de los jóvenes que habían estado hojeando la revista comenzaron a regresar a sus asientos, tratando de no llamar la atención. Intuir lo que nos amenaza es algo que proviene de los confines remotos de la especie. A través de las ventanas entraba una luz que quemaba las retinas; en el exterior sonaba un helicóptero. Las aulas del colegio no tenían aire acondicionado y el calor era sofocante. Aquello estaba siendo demasiado. Demasiado silencio durante demasiado tiempo. Aun así Xavier continuó de pie sobre el entarimado, con la boca entreabierta, sin mover un músculo. Llevaba una camisa de manga corta y bajo sus axilas se dibujaban unos círculos de sudor oscuros. No se había propuesto atormentar a nadie, simplemente su mente estaba en otro sitio. O en dos sitios a la vez. Cualquiera podría pensar que estaba mirando a algún alumno del centro del aula, pero en realidad no miraba a ninguna parte, a nada que estuviera allí. De pronto, tragó saliva. Su gesto debía de ser en esos momentos el de un perfecto imbécil. Carraspeó y se subió las gafas con el dedo en un movimiento reflejo.

—No sé si voy a poder seguir con vosotros el resto del curso —dijo.

El bullicio volvió al aula, como una explosión.

Lo cierto era que tampoco él sabía por qué había dicho aquello. No pensaba decirlo. No le había comentado nada a nadie, ni a los compañeros ni a la dirección. Lo dijo sin más, puede que tan sólo porque sentía que no era capaz de seguir. En medio de un gran alboroto, los alumnos comenzaron a manifestar su preocupación y a hacerse preguntas los unos a los otros. Supuso que pensarían que era por lo de su padre. Mejor así, eso facilitaría las cosas. Desde las últimas filas empezaron a abuchear, alguna bola de papel cruzó el aire. Por un instante Xavier volvió en sí y pensó que no podía permitir tanto escándalo, pronto podrían oírlo desde abajo.

—Silencio —pidió.

Le gritaban que faltaba un mes para los exámenes. Uno de los cabecillas del fondo enrolló la revista pornográfica y comenzó a golpear la mesa y a insultarle. En el pasillo del centro, una chica levantó el brazo. Era la delegada de curso. Él le dio permiso para hablar con un movimiento de cabeza.

—Pero ¿cuánto va a estar sin venir, profesor?

—Ya veremos —le contestó.

El griterío seguía aumentando, imponiéndose por encima de la voz de la delegada. Una bola de papel cuché golpeó el hombro de Xavier. Los del fondo habían arrancado las hojas de la revista y se estaban abasteciendo de municiones, hileras de proyectiles esféricos a todo color en los que predominaba la tonalidad carne. Desde alguna parte saltó la luz de un flash. Alguien intentaba atrapar en su teléfono la instantánea del impacto.

—Por favor, silencio. No te oigo bien —le dijo a la chica—. Levántate.

Mientras la joven comenzaba a hablar, Xavier fue desenvolviendo la última pelota que le había golpeado en la cara. Extendió el papel sobre la mesa, lo alisó y se encontró con dos llamativas motos de competición ocupando toda la página. No era posible. No entendía cómo había ocurrido. Habría podido jurar que había visto con claridad las fotografías de una revista de desnudos, y no una de aquellas publicaciones de motor. A cualquiera que le hubiera preguntado en ese momento le habría asegurado que aquella imagen acababa de transformarse ante sus propios ojos, allí mismo. Notó el sudor acumulándose en su nuca, apelmazándole el pelo.

—Nos tiene que prometer que volverá en cuanto pueda —oyó rogar a la delegada.

Él levantó la vista.

—Os he dicho que ya veremos, eeeh…

—Es que ahora un sustituto sería una putada.

—Tranquilízate… Eeeh… No recuerdo tu nombre.

—Ya estamos acostumbrados a su forma de explicar.

—¡No recuerdo tu nombre! —repitió él.

Algunos estudiantes se rieron. Aquellas palabras habían sonado más alto de lo normal, desentonadas, y la última sílaba se había roto en un quiebro agudo. Algo del todo ridículo. En circunstancias normales, aquello habría sido motivo de muchas más burlas, una situación que celebrar y recordar durante mucho tiempo. Pero no era un día que se prestara a demasiada broma y no hubo más que unas cuantas risas nerviosas. La chica había quedado muda y de nuevo el silencio volvió a apoderarse de la clase.

—¿No te das cuenta? ¡No recuerdo tu nombre! —continuó él—. Ni siquiera puedo recordar tu nombre. Y se me vienen a la cabeza un montón de nombres de personas que nunca he conocido. Que nunca han formado parte de mi vida. ¿Y tú quieres que vuelva pronto? Pero ¿es que no te das cuenta de lo que ocurre?

La delegada de curso permanecía junto a su pupitre. La expresión de su cara había cambiado por completo y sus ojos temblaban.

—No te das cuenta de nada. ¡No veis una mierda!

La chica del asiento posterior al de la delegada se levantó, haciendo mucho ruido al empujar la mesa y la silla al mismo tiempo. Agarró a su compañera por los hombros y la acompañó fuera de aula. Todo eso llevó sólo unos segundos.

Xavier siguió allí de pie, sobre la tarima del profesor, mirando en dirección a los alumnos. Tenía pequeños y redondos espumarajos de saliva en las comisuras de la boca, las pupilas febriles y el gesto desencajado por la impotencia. El objetivo de un aparato de teléfono lo estaba apuntando y grababa toda la escena. No importaba. Todo aquello daba igual. En ese momento se encontraba infinitamente lejos de sí mismo. Sobrevolando por encima de su cuerpo y de sus circunstancias como si todo aquello le estuviera ocurriendo a otro. A otro que no era él, a un cuerpo ajeno, a un organismo vivo y extraño que no tenía nada que ver consigo mismo. Hay lugares de los que nadie puede rescatarnos. Lugares en los que, si se acaba fondeando, lo más sensato es reconocer cuanto antes que se está perdido. Del todo perdido.

Ninguno de los alumnos dijo nada ni se movió de su sitio hasta que no aparecieron otros dos profesores y lo sacaron de allí.