SI ESTA historia que estoy a punto de contar no fue un sueño o una serie de alucinaciones, entonces aquel viajero del cuadro de las figuras de tela tenía que estar loco. O incluso puede que, en realidad, mis ojos captaran por un instante un rincón de otro mundo, como a través de un cristal mágico, del mismo modo que un sueño suele transportarnos a los dominios de lo sobrenatural, como un demente ve y oye cosas que nosotros, los cuerdos, somos del todo incapaces de percibir.
Un día cálido y nublado de un pasado remoto me dirigía a mi casa de regreso de un viaje turístico a Uotsu, esa ciudad del mar del Japón famosa por sus espejismos. Siempre que cuento esta historia, quienes me conocen suelen contradecirme, asegurando que jamás he puesto mis pies en Uotsu. Esta circunstancia me sume de forma invariable en un gran dilema, ya que no poseo la menor prueba de haber estado realmente allí, y entonces empiezo a preguntarme si, después de todo, aquello no sería más que un sueño.
Pero, si no fue más que eso, ¿cómo explicar los vívidos colores que era capaz de distinguir en el «sueño»? Es un lugar común, como reconocerán todos los que sueñan, que las escenas que aparecen en el subconsciente carecen por completo de color y se muestran de un modo similar al de los destellos de una película en blanco y negro. Sin embargo, la escena en el interior del vagón del tren regresa nítida hasta mi mente incluso en este preciso instante, sobre todo el estridente cuadro de telas de colores chillones, púrpura y rojo carmesí, con aquellos oscuros y penetrantes ojos de serpiente que poseían las dos figuras representadas en él.
Muy poco antes había presenciado un espejismo por primera vez en mi vida. En un principio esperaba que un espejismo fuera algo semejante a una pintura antigua. Quizá un hermoso palacio que flotara majestuoso en un mar de niebla, pero la visión de un espejismo de verdad me dejó, cuando menos, desconcertado. Allí, en Uotsu, bajo las retorcidas ramas de los viejos pinos alineados junto a la playa argentina, un nutrido grupo de turistas, entre los que me encontraba yo, miraba atento el mar y el ancho cielo. Jamás el mar había ofrecido una sensación tan sobrenatural de vacío. Era de un inquietante gris lleno de malos augurios, sin una sola ondulación, con un aspecto que más bien recordaba al de un pantano infinito.
Yo tenía la vista fija en el punto más lejano que me permitían los ojos. Me di cuenta de que la línea del horizonte no existía, de que cielo y mar se fundían en una densa bruma gris. Y sobre esa bruma de pronto surgió, fantasmagórico, un enorme e imponente lienzo blanco que se deslizaba suave y sereno.
En lo que al espejismo como tal se refiere, daba la impresión de que hubieran vertido unas gotas de tinta china sobre la superficie de una película blanca como la leche, para después realizar una proyección de enormes dimensiones con el cielo en calidad de pantalla. Los bosques de la lejana península de Noto aparecían aumentados en una imagen a un tiempo vaga y gigantesca, como gusanos negros a través de la lente mal enfocada de un microscopio. En ocasiones también adquiría el aspecto de una nube de extraña forma. Pero la posición de una nube auténtica se distingue con claridad, mientras que en este caso descubrí que la distancia entre el espejismo y el observador era, curiosamente, imposible de calcular. Esta incertidumbre con respecto a la distancia confería al espejismo una sensación incluso más misteriosa de lo que jamás había imaginado.
De cuando en cuando el espejismo adquiría la forma de un horrible ogro flotando en el cielo lejano; apenas un instante después cobraba otra monstruosa e indefinida apariencia que se alzaba a escasos centímetros de mi rostro. En otros momentos era como un punto gigante y negro situado exactamente delante de mis ojos. Acto seguido empezaba a crecer poco a poco un trémulo triángulo de colosales dimensiones; luego, de pronto, este también desaparecía sin previo aviso. De nuevo volvía a surgir la misma masa indescriptible a toda velocidad, esta vez estirándose en un plano horizontal y corriendo como si fuera un tren. Pero, una vez más, aquella forma se dispersaba antes de que pudiera quedar bien enfocada, y terminaba convertida en algo semejante a una hilera de abetos.
Y aun así, a pesar de todas estas transformaciones, cada una de las transiciones mencionadas era tan sutil y tan gradual que se hacía imperceptible. Puede que el poder mágico de ese espejismo nos hubiera hechizado a todos. De haber sido así, quizá yo seguía sometido a esa misma fuerza asombrosa mientras viajaba en el tren de regreso a casa. Tras haber permanecido durante dos horas seguidas sin apartar la vista de las misteriosas escenas que se proyectaban en el cielo, debo admitir que al abandonar Uotsu para volver al hogar me hallaba en un estado mental bastante peculiar.
Eran las seis en punto de la tarde cuando cogí el tren con destino a Tokio en la estación de Uotsu. Por alguna extraña razón (¿o acaso era algo habitual en esa línea férrea?) el vagón de segunda clase donde me encontraba estaba casi tan vacío como una iglesia después de misa. Al subir no vi más que a un pasajero solitario cómodamente acurrucado al fondo.
El tren ganó el túnel enseguida en medio de los monótonos resoplidos de la locomotora, que arrastraba su pesada carga a lo largo del deshabitado litoral para después rugir y silbar al iniciar la ascensión. Envuelto por la bruma de un mar de aspecto pantanoso, el fulgor carmesí del crepúsculo se hacía apenas perceptible en aquellos momentos. Un velero blanco de un tamaño asombrosamente grande se deslizaba con suavidad entre la neblina. La noche era sofocante y el aire parecía carente de oxígeno: incluso la brisa que de vez en cuando se colaba en el vagón a través de la ventana abierta era débil, muy tenue. Veía pasar, como una sucesión de resplandores, breves túneles e hileras de postes de madera erigidos como fogonazos de nieve, dando así la sensación de que el escenario del mar y del cielo jugaba al escondite conmigo.
Al tiempo que el tren dejaba atrás con gran estruendo el barranco de Oyashirazu, el anochecer se cernía sobre nosotros. En ese preciso instante, el otro pasajero del vagón en penumbra se desperezó en su rincón y se puso de pie. Lo observé sin ningún propósito en particular. Y lo vi extender sobre su asiento un lienzo grande de satén negro, de los que se utilizan para envolver. Con él comenzó a cubrir un objeto plano, de un tamaño aproximado de noventa por sesenta centímetros, que hasta ese momento había estado apoyado en la ventanilla. Por alguna razón, los movimientos de aquel hombre me causaron una sensación escalofriante.
El objeto plano, que me pareció una especie de tablero, había tenido hasta entonces la parte delantera contra el cristal de la ventana, y empecé a preguntarme por qué. Ahora, al mover el el objeto, pude ver de forma fugaz el frontal y supe que se trataba de una pintura hecha con telas de colores chillones, de una rara viveza, distinta a los ejemplos al uso de esa modalidad artística menor.
Me picó la curiosidad y me fijé con mayor atención en el dueño de aquel extraño objeto; me llevé una gran sorpresa al comprobar que su aspecto era incluso más extraño. Delgado y de largas piernas, vestía un amplio abrigo pasado de moda con solapas estrechas y hombreras caídas, así como pantalones ceñidos igualmente anticuados. A primera vista se trataba de una figura un tanto cómica. Pero, después de mirarlo durante un rato, comencé a darme cuenta de que aquel atuendo de otra época era, de un modo misterioso, el adecuado para él.
Tenía un rostro fino y pálido cuyos rasgos indicaban bien a las claras que aquel hombre poseía una inteligencia por encima de la media. Pero lo que más me impresionó fueron sus ojos, que parecían brillar con una luz fuera de lo común. Deduje por su cabello negro y lustroso, peinado con una nítida raya en medio, que rondaba los cuarenta años de edad. Pero no tardé en añadir veinte años al descubrir las numerosas arrugas que surcaban su cara. De hecho, quizá fuera esa completa disparidad entre el pelo moreno y brillante, y los abundantes pliegues de su rostro, lo que tanto me inquietaba.
Al terminar de envolver la placa, de pronto dirigió la vista hacia donde yo me hallaba. Me pilló por sorpresa y no tuve tiempo para desviar la mirada, de modo que nuestros ojos se encontraron. Hice un ligero movimiento de cabeza para responder al saludo que me dedicó acompañado de una tímida sonrisa.
Mientras el tren pasaba con su atronador ruido por dos estaciones más, regresamos a nuestros asientos, situados en extremos opuestos del vagón, y de cuando en cuando nos observábamos fugazmente el uno al otro para apartar la vista al instante, azorados siempre que nuestras miradas coincidían.
Afuera estaba ya bastante oscuro. Apoyé la cara contra el cristal de la ventanilla para mirar, pero no vi más que la titilante luz solitaria de un barco de pesca en alta mar. Era como si a través de la infinita oscuridad nuestro largo y sombrío vagón fuera el único mundo existente, un mundo que avanzaba sobre sus ruedas chirriantes sin variar la velocidad, en medio de un intenso fragor y con mi peculiar compañero y yo como las únicas criaturas vivas. No había subido ningún pasajero al vagón de segunda clase, y, es extraño recordarlo, ni siquiera el revisor o algún otro empleado habían hecho acto de presencia.
Mientras contemplaba al desconocido del extremo opuesto, me empezaron a venir a la cabeza extraños pensamientos. Por un instante me pareció un hechicero pagano y extranjero, y poco a poco un terrible miedo fue invadiendo mi corazón. Cuando no hay ninguna distracción para mitigarlo, el miedo es una emoción cuya intensidad crece sin remedio. Al final no pude aguantar más aquel suspense y me levanté para dirigirme hacia el desconocido caminando por el pasillo. Daba la sensación de que era el propio temor que me causaba lo que me arrastraba hasta él.
Llegué a su asiento, me senté en el de enfrente y, con los ojos medio cerrados, escruté su arrugado rostro. Me encontraba al borde de la asfixia, ya que casi no era capaz de respirar.
Todo ese tiempo había sido plenamente consciente de que aquel hombre me había estado observando desde el instante en que abandoné mi asiento. Y luego, de pronto, antes de que yo pudiera recobrar el aliento, habló con una voz seca.
—¿Es esto lo que quiere ver? —preguntó, haciendo con la cabeza un gesto despreocupado en dirección al paquete de forma plana que estaba junto a él.
La pregunta fue tan sorprendente que me dejó totalmente sin habla. El tono de su voz había sido muy natural…, tan natural que, en realidad, no tuve capacidad de reacción.
—Estoy seguro de que se muere de curiosidad por verlo —señaló de nuevo, provocándome un sobresalto que me hizo volver a la realidad.
—Sí…, sí, si usted me lo permite —balbucí, poniéndome colorado.
—Sería un gran placer —replicó el anciano con una sonrisa irresistible. Después añadió:
—Llevaba un rato esperando que me lo pidiera.
Desenvolvió cuidadosamente el enorme lienzo con sus largos dedos y sostuvo el tablero delante de la ventana, esta vez con el frontal hacia mí.
Cerré los ojos sin darme cuenta, aunque no podría decir cuál fue el motivo. Simplemente creía que debía hacerlo. Pero finalmente, con un esfuerzo supremo, me obligué a abrirlos y, por primera vez, vi… ¡aquello!
No era más que un tablero de madera normal y corriente cuya superficie contenía una pintoresca escena. Mostraba una serie de estancias con el suelo cubierto por esterillas de paja color verde pálido, y el techo, de diversas tonalidades, daba la impresión de extenderse en la distancia, como el telón de fondo típico del teatro Kabuki[6]. A la izquierda, en primer plano, había un ventanal clásico realizado a base de enérgicas pinceladas, y detrás se veía un escritorio bajo y negro que parecía por completo fuera de lugar.
Este decorado albergaba dos figuras, cada una de treinta centímetros de altura y en un relieve muy marcado, que habían sido recortadas de alguna tela y pegadas en la superficie del tablero. Una de ellas era un anciano de cabello blanco ataviado con un desgastado traje de terciopelo negro y de un obsoleto corte al estilo europeo; estaba sentado en el suelo con una actitud muy rígida. Y, lo que era más curioso, aquella figura poseía una extraordinaria semejanza con el viejo que tenía a mi lado. Sin perder un segundo examiné la otra silueta, la de una chica de una belleza impactante que tendría unos diecisiete años. Llevaba un peinado clásico y su quimono de manga larga e intrincado diseño combinaba el rojo carmesí con otras tonalidades en artística disposición, todo ello sujeto mediante una magnífica cinta de satén negro. Su postura transmitía una delicada pasión, ya que estaba apoyada levemente sobre el regazo del anciano, como en las típicas escenas amorosas del teatro japonés.
En agudo contraste con la crudeza del decorado, la elaboración de los muñecos de tela pegados en el tablero era asombrosa. Los rostros eran de seda blanca y sus arrugas poseían un realismo sobrenatural. En lo que al pelo de la chica se refiere, era auténtico, fijado cabello a cabello tras una compleja labor que sugería gran habilidad. Asimismo, el pelo del anciano no era menos real. En cuanto a su ropa, comprobé que hasta las costuras se habían realizado a conciencia. También estaban allí los botones, pequeños como semillas de mijo.
Además percibí el volumen de los pechos de la chica, el cautivador contorno de sus muslos, el tejido escarlata de la ropa interior que se veía bajo el quimono, la natural y carnosa textura de su blanca piel, las uñas semejantes a conchas… De hecho, todo era tan perfecto y parecía tan vivo que incluso llegué a pensar que, de haber seguido aquel minucioso análisis por medio de una lupa, hubiera podido ver sus poros y su vello aterciopelado.
El propio tablero parecía muy viejo; los tintes del fondo se veían muy atenuados en diversas áreas, y la vestimenta de la pareja estaba descolorida. Al margen de aquellos defectos, no obstante, el aspecto tan misteriosamente real de ambas figuras hacía pensar que en cualquier momento podrían cobrar vida.
En el teatro clásico de títeres he experimentado con frecuencia la sensación de que una de las marionetas, manipulada por un genuino maestro de esa modalidad artística, adquiría vida durante unos instantes. Sin embargo, aquellas dos figuras de tela del tablero no albergaban una capacidad vital simplemente pasajera, sino permanente.
Estaba tan asombrado que casi había olvidado al anciano que tenía al lado. Pero, de repente, se le escapó una socarrona y gozosa carcajada.
—¿Ahora comprende usted la verdad, buen hombre?
Tras realizar aquel críptico comentario, cogió la cartera de cuero negro que llevaba colgada del hombro mediante una correa, y procedió a abrirla sin prisa con una pequeña llave. Luego sacó unos viejos prismáticos y me los acercó.
—Mire por aquí —propuso.
Ya estaba tendiendo la mano para hacerme con los anteojos, cuando de pronto se detuvo.
—No, no, está usted demasiado cerca. Dé unos pasos hacia atrás… Ahí, eso está mejor.
Aunque se trataba de una invitación un tanto extraña, me vi atrapado por una intensa curiosidad. Los prismáticos tenían una forma bastante rara, la funda de cuero estaba desgastada por el paso del tiempo y por el uso, y en algunas zonas asomaba la capa metálica que había debajo. Al igual que la ropa de su propietario, los anteojos eran, en gran medida, una pieza de museo.
Cogí los prismáticos y me los llevé con calma a los ojos. Pero el viejo gritó súbitamente con tanta fuerza que casi se me cayeron al suelo.
—¡No, no, no! ¡Espere, espere! ¡Los tiene al revés! —chilló fuera de sí—. ¡No…, no se le ocurra hacer eso nunca más!
Sorprendido por aquella protesta y por la desquiciada luz que salía de sus ojos, bajé los anteojos y musité una rápida disculpa, aunque juro por lo más sagrado que no tenía ni idea de por qué se había disgustado tanto.
Alcé los prismáticos de nuevo, esta vez del modo adecuado. Empecé a ajustar las lentes y poco a poco se fue formando la imagen sorprendentemente grande de la chica del tablero: el lustre de su piel era absolutamente natural y todo su cuerpo parecía dotado de algún tipo de movimiento.
Dentro del campo de visión de aquellos decimonónicos prismáticos que sostenía en mis trémulas manos existía otro mundo ajeno por completo al mío. Y en ese territorio vivía la hermosa joven que, de forma incongruente, disfrutaba de una conversación con el anciano del pelo blanco que sin duda alguna podría ser su abuelo.
«¡Esto tiene que ser cosa de brujas!» pensé casi sin darme cuenta, a modo de advertencia. Pero, al igual que una persona sumida en un trance hipnótico, me resultaba imposible desviar la mirada.
A pesar de que la chica se hallaba absolutamente inmóvil, daba la sensación de que su apariencia general había sufrido una transformación total. Ahora parecía una criatura distinta, desde cualquier perspectiva, a la que yo había contemplado a simple vista. Sin embargo, fueran cuales fueran los cambios que se hubieran operado en ella, habían sido para bien. Ahora podría pensarse que un estremecimiento de vida recorría todo su cuerpo. Su pálido rostro había pasado a ser sonrosado. Y en cuanto a sus pechos…, en ese momento daban la impresión de agitarse de verdad bajo el fino quimono de seda.
Tras haberme regalado la vista con cada centímetro de su delicioso cuerpo exquisitamente moldeado, dirigí los prismáticos hacia el feliz anciano de cabellos blancos en quien se apoyaba la chica. Él también parecía cobrar vida dentro de los dominios de los anteojos. Al contemplar la escena, estupefacto e incapaz de pronunciar una palabra, tuve la sensación de que él trataba de abrazar a aquella mujer que, comparada con sus venerables años, no era más que una niña. Pero al mismo tiempo percibí otra expresión en su rostro surcado de arrugas: una terrible mezcla de dolor y desesperación.
En ese preciso instante empecé a imaginar que había caído en las garras de una terrorífica pesadilla, y gracias a un esfuerzo descomunal logré bajar los prismáticos y miré a mi alrededor. Pero nada había cambiado. Allí seguía yo, de pie en medio del vagón mal iluminado, con el cuadro de los muñecos de tela pegados en el tablero y el viejo, además de la oscuridad del exterior, ocupando todo mi campo de visión, y el mismo estruendo de las ruedas del tren vibrando monótono en mis oídos.
—Está usted terriblemente pálido —señaló mi extraño acompañante con los ojos clavados en mi persona.
—¿Acaso podría ser de otro modo…, después de lo que acabo de ver? —repliqué nervioso—. Por un momento creí que me había vuelto loco.
Hizo caso omiso de mis palabras y siguió observándome con atención, de manera que intenté ocultar mi incomodidad mediante una obviedad.
—Aquí dentro se ve todo muy de cerca, ¿no cree? —mascullé. Pero este absurdo comentario también cayó en saco roto. Él se inclinó hacia delante, aproximó su cara a la mía y, frotándose con fuerza los largos y huesudos dedos, habló con un débil susurro.
—Estaban vivos, ¿no es cierto?
Antes de darme cuenta de lo que hacía, asentí moviendo la cabeza. Aquel reconocimiento pareció proporcionarle una gran satisfacción.
—¿Le gustaría escuchar la historia de esas dos personas? —preguntó de repente.
—¿Su…, su historia, dice usted? —solté sin pensar, incapaz de interpretar el significado de aquellas palabras.
—Sí, su historia. Eso es lo que he dicho —repitió sin variar el tono—. Sobre todo la del viejo del pelo blanco.
—Pero…, es que no lo comprendo —empecé a decir, pellizcándome para asegurarme de que estaba despierto, y notando con claridad el daño que me hacía—. ¿Quiere decir…, quiere decir… su historia… desde que era joven?
—Exacto —respondió con rotundidad, al tiempo que sonreía de un modo enigmático—. Desde el día en que cumplió veinticinco años.
Y al oír esas palabras descubrí que deseaba con todas mis fuerzas que me contara la historia de principio a fin.
—Pues no espere más y dígame lo que sucedió —le pedí impaciente, sentándome sobre el borde de mi asiento—. No omita ni un solo detalle.
Acto seguido, el anciano volvió a sonreír y se puso a relatarme la siguiente historia:
—Lo recuerdo todo con absoluta nitidez —comenzó—, ¡incluso el día en que mi hermano mayor se convirtió en eso!
Hizo un gesto en dirección al tablero.
—Fue la tarde del veintisiete de abril de mil ochocientos noventa y cinco… Pero empecemos por el principio.
»Mi hermano y yo éramos hijos de un mercero que vivía en el distrito de Nihonbashi, en el centro de Tokio. Estoy hablando de una época cercana a la de la construcción, en el parque de Asakusa, de la torre de doce plantas conocida como Junikai, que, hasta que fue destruida por el Gran Terremoto, era la gran maravilla arquitectónica que cautivaba a todos los visitantes de provincias llegados a la capital. Mi hermano solía ir casi todos los días a ver la torre, ya que poseía una enorme curiosidad y le gustaba todo lo que procedía del extranjero. Estos prismáticos (sí, los que usted ha utilizado) no son más que un ejemplo de esa peculiar manía suya. Los compró en una pequeña tienda de objetos curiosos en el barrio chino de Yokohama. Recuerdo que mi hermano me contó que habían pertenecido al capitán de algún barco foráneo, y que había pagado una suma considerable por ellos.
Cada vez que decía «mi hermano», aquel anciano miraba o señalaba al viejo del cuadro de las figuras de tela, como queriendo hacer hincapié en su presencia en el mismo. No tardé en comprender que identificaba los recuerdos de su hermano real con el anciano del pelo blanco del cuadro, y en consecuencia hablaba como si también el cuadro estuviera vivo y atento a su relato. Lo más extraño de todo es que eso no me causaba sorpresa alguna. Estoy casi seguro de que en aquellos momentos los dos vivíamos en algún raro territorio que escapaba a las leyes de la naturaleza.
—¿Ha subido usted alguna vez al Junikai? —zumbó la voz del viejo—. ¿No? Qué lástima. Debo decir que no se trataba de un edificio al uso. Solía preguntarme qué clase de brujo lo había construido. Se decía que el diseño correspondía a un arquitecto italiano.
»He de explicar que, por aquella época, había incluso más espectáculos que ahora en el parque de Asakusa. En casi todos sus rincones podía verse una atracción tras otra. Por citar solo algunas de ellas, mencionaré al Hombre Araña, un espectáculo de danza con espadas realizado por un grupo de jovencitas, un conocido animador de circo que llevaba a cabo su número favorito, un baile sobre una pelota, y también cosmoramas en abundancia. Además estaba el Laberinto Misterioso, donde uno podía perderse con facilidad entre un montón de caminos distintos delimitados por hileras de biombos unidos entre sí.
»Y finalmente, por supuesto, estaba la torre hecha de ladrillo, que se alzaba bruscamente en el centro del distrito. Tenía setenta vertiginosos metros de altura (casi la mitad de una manzana de edificios) y su cima octagonal poseía la forma de una gorra china. Uno podía ver el Junikai desde casi cualquier lugar de Tokio donde se hallara.
»En la primavera de mil ochocientos noventa y cinco, poco después de comprar los prismáticos, algo extraño le sucedió a mi hermano. Mi padre llegó a pensar que se había vuelto loco y estaba muy preocupado por él. En lo que a mí se refiere, también quería a mi hermano con todo mi corazón y no podía evitar una intensa sensación de desconcierto a causa de su desacostumbrado comportamiento. Mi hermano se mantuvo durante días y días sin comer, apenas hablaba con su familia, y la mayor parte del tiempo que estaba en casa lo pasaba encerrado en su dormitorio.
»Poco después empezó a adelgazar a marchas forzadas, mientras que su rostro palidecía de un modo terrible, y, por contraste, solo los ojos le brillaban con fuerza. Sin embargo, todos los días estaba fuera desde mediodía hasta el anochecer, como si tuviera un trabajo fijo en una oficina. Y siempre que le preguntaban adónde iba cerraba la boca y se negaba a responder.
»También mi madre estaba preocupada por sus extraños hábitos e intentó por todos los medios sonsacarle la razón de su bajo estado de ánimo, pero no sirvió de nada. Aquella situación se prolongó durante más o menos un mes.
»Al final era tan grande mi deseo por saber a qué lugar iba todos los días que una vez lo seguí en secreto. Aquel día estaba nublado y el ambiente era bochornoso, al igual que hoy. Tal y como era ya su costumbre, mi hermano salió de casa poco después de mediodía vestido con su elegante traje de terciopelo negro y sus valiosos prismáticos al hombro.
»Lo seguí a una distancia prudencial y lo vi caminar a toda prisa por la senda que llevaba a la parada del tranvía de caballos de Nihonbashi. Luego se subió al que iba en dirección a Asakusa. Como pasaban con muy poca frecuencia, me resultó imposible seguirlo en el siguiente. Sin perder un instante, paré una de esas calesas de dos ruedas tiradas por un hombre.
—¡Rápido! ¡Siga a ese coche! —ordené.
»El hombre de la calesa demostró tener muy buenas piernas y gracias a él no perdimos de vista el coche de caballos. Al llegar al parque de Asakusa, vi bajarse a mi hermano. Pagué mi trayecto y continué a pie tras él. Y ¿hasta dónde piensa usted que llegó? Pues hasta el templo de Kwannon, en el parque de Asakusa.
»Sin saber que alguien lo estaba siguiendo, mi hermano se abrió paso entre la muchedumbre a lo largo de las rojas fachadas de las tiendas alineadas a ambos lados de la calle, dejó atrás el edificio principal del templo, luego avanzó entre una multitud todavía mayor que se agolpaba alrededor de las casetas de la parte de atrás, y por fin llegó al Junikai.
»Se dirigió con determinación hacia la puerta de piedra, pagó la entrada y desapareció en el interior de la torre. Ni que decir tiene que yo estaba completamente atónito, ya que ni se me había pasado por la cabeza que mi hermano hubiera estado viniendo a ese lugar tan conocido día tras día. Debido a mi juventud (aún era un adolescente por entonces), incluso llegué a pensar que mi hermano podía estar bajo el influjo de algún espíritu maligno que habitara en la torre.
»En lo que a mí se refiere, solo había subido una vez, con mi padre, y nunca había vuelto allí, y lo cierto es que no me hacía demasiada gracia entrar de nuevo. Pero, una vez que mi hermano se había aventurado en su interior, no tenía más remedio que seguir sus pasos y ascender por las oscuras escaleras de piedra, procurando mantenerme a distancia para que no me viera. Las ventanas eran pequeñas y los muros de ladrillo poseían un grosor considerable, de modo que dentro el ambiente era fresco, igual que en una cueva. De una de las paredes colgaban varios óleos de aire macabro y tema bélico: eran los tiempos de la Guerra Chino-Japonesa.
»La lúgubre escalera iba ganando altura, como los surcos en espiral del caparazón de un caracol. En la cima de la torre había una terraza con una barandilla a lo largo de todo su perímetro. Cuando por fin llegué a la terraza, me vi deslumbrado por una súbita claridad, ya que el tortuoso pasadizo que conducía hasta allí era largo y oscuro. Las nubes estaban suspendidas muy cerca de mí, muy bajas, tan bajas, de hecho, que pensaba que las tocaría con solo alzar las manos.
»Miré a mi alrededor y vi todos los tejados de Tokio en una confusa mezcolanza, mientras que a lo lejos, hacia el horizonte, se distinguía con claridad la bahía que lleva el nombre de la ciudad. Justo debajo de mí el templo de Kwannon parecía una casa de muñecas, al igual que las numerosas casetas. Y daba la impresión de que la gente solo tenía cabezas y pies.
»Cerca del lugar en que me encontraba se apiñaban unos diez espectadores más con el objeto de disfrutar de las vistas. Mi hermano se había apartado del grupo y contemplaba ensimismado el complejo del parque de Asakusa con los prismáticos. Mientras lo observaba de espaldas a mí, noté que su ropa de terciopelo negro contrastaba de forma muy acusada con el gris de las nubes. Recordaba tanto a las figuras de los óleos occidentales, piadosas y austeras, que por un instante dudé incluso si llamar su atención, aunque sabía muy bien que se trataba de mi hermano.
»Pero me acordé de la misión que me había llevado allí y no pude permanecer más tiempo en silencio. Me acerqué a él y sin perder un segundo le pregunté:
»—¿Qué estás mirando, hermano?
»Dio un respingo y se giró con un gesto de profundo fastidio en la cara.
»—Tu forma de comportarte en los últimos tiempos tiene muy angustiados a nuestros padres —continué—. Todos nos preguntábamos adónde ibas todos los días. Pero ahora ya lo sé. Vienes aquí. Aunque, ¿por qué, hermano? ¿Por qué? Por lo que más quieras, tienes que decírmelo. Puedes confiar en mí, ¿no?
»Le supliqué una y otra vez que me lo contara.
»Al principio no quiso hablar del asunto, pero insistí tanto en lograr una explicación que al final cedió. Sin embargo, tras obtenerla me quedé más desconcertado que antes, ya que lo que me dijo era imposible de entender.
»Según me contó, un día, hacía más o menos un mes, estaba mirando desde lo alto del Junikai con los prismáticos hacia el templo de Kwannon cuando, de pronto, capeó el rostro de una chica entre la multitud. Era tan bella, explicó, de una belleza tan asombrosa, que se enamoró perdidamente de ella. Aquel repentino encaprichamiento era para él algo nuevo, ya que hasta entonces se había mostrado bastante indiferente a los encantos femeninos.
»Pero la sorpresa y la emoción del hallazgo le habían hecho mover los prismáticos con demasiada brusquedad. Desesperado, volvió a enfocar las lentes; sin embargo, el rostro ya había desaparecido, y por más que miró no fue capaz de encontrarlo de nuevo.
»A partir de entonces mi hermano no conoció un instante de paz: el hermoso rostro de la joven lo perseguía hasta en sueños. Y, claro está, aquella triste y vana esperanza de volver a ver a la chica en la zona del templo era lo que estaba consumiendo a mi hermano, sin permitirle siquiera pensar o comer…, y también era la fuerza que le empujaba a subir día tras día al Junikai con los prismáticos para buscar entre el mar de rostros que quedaba a sus pies.
»Una vez finalizada su confesión, mi hermano volvió a sus prismáticos y una vez más se sumió en el frenesí de aquella imperecedera esperanza. Al verlo en aquel estado, sentí una enorme lástima por él. No era más que un hombre buscando una aguja en un pajar.
»Desde mi punto de vista, aquella búsqueda era por completo inútil, pero no me atreví a desilusionarle. Con las lágrimas cayendo por mis mejillas, seguí allí contemplando aquella patética figura.
»Tras unos instantes empecé a ser consciente de la belleza de las vistas que tenía ante mis ojos. La delgada silueta de mi hermano se recortaba nítida contra las nubes que pasaban por encima, dando la impresión de que su cuerpo flotaba en el aire.
»De pronto, un montón de globos de colores, unos azules, otros verdes, rojos, púrpuras, y de más alegres tonalidades, surcaron el aire formando una fantástica escena. Me apoyé rápidamente en la barandilla y, al mirar hacia abajo, comprobé que aquel extraño fenómeno no había sido producto de mi imaginación. Lo que había pasado era que un vendedor de globos de colores se había tropezado sobre su puesto de venta, dejando escapar todo el material que tenía allí dispuesto.
»En ese preciso momento, mi hermano interrumpió la ensoñación con una voz trémula por la emoción.
»—¡Ven…! ¡Tenemos que darnos prisa o será demasiado tarde! —gritó a pleno pulmón, agarrando mi mano con un gesto brusco.
»Mientras corría tras él escaleras abajo para salir de la torre, le pedí que me explicara lo que pasaba.
»—¡La chica! ¡La chica! —gritó—. ¡La he encontrado!
»Tras salir a la calle, volvió a cogerme de la mano y me arrastró con él en dirección al templo.
»—Mi búsqueda ha terminado —aseguró jadeante en plena carrera—. La he visto… sentada en una gran habitación alfombrada con esterillas de paja. Ahora sé que puedo encontrarla. ¡Debo encontrarla! ¡Debo hacerlo!
»Mientras seguíamos nuestra apresurada marcha, mi hermano me explicó que ahora había que buscar el monumento en forma de pino de gran altura que había visto con los prismáticos, y que estaba en algún lugar por detrás del templo de Kwannon.
»—Y cerca de él —balbució, excitado— hay una casa. ¡Allí está ella…, allí…!
»No tardamos en localizar el pino en cuestión, pero mi hermano sufrió una enorme decepción al no encontrar en sus alrededores nada semejante ni por lo más remoto a una vivienda. Aunque yo estaba convencido de que mi hermano era víctima de alguna ilusión óptica, me puse a buscar algún rastro de la chica en las casas de té de la zona, ya que sentía una lástima sincera y auténtica por mi hermano enfermo de amor.
»Creo que mi labor de búsqueda hizo que me alejara de él, porque cuando unos instantes más tarde me di la vuelta ya lo había perdido de vista. Mientras regresaba a toda prisa al pino, pasé por casualidad junto una hilera de puestos entre los que había un cosmorama al aire libre. Y entonces dejé de correr de repente, ya que allí vi a mi hermano mirando con gran atención por una de las mirillas.
»—¿Qué estás mirando? —pregunté de pronto, llamando su atención con unos golpecitos en el hombro.
»Jamás olvidaré la extraña expresión de su cara cuando se giró. Tenía los ojos vidriosos y parecía dirigir la vista hacia algún punto perdido en la lejanía. Su voz poseía un tono claramente irreal.
»—Hermano —suspiró—, la chica… está dentro.
»Comprendí de inmediato el significado de aquella afirmación y miré por el agujero que me había señalado.
»En cuanto pegué los ojos al orificio, ante ellos surgió la limpia imagen de un atractivo rostro. Al instante reconocí los rasgos de Yaoya-Oshichi, una famosa heroína inmortalizada en una tragedia romántica del teatro clásico Kabuki.
»Poco a poco, a medida que mis ojos fueron enfocando mejor la imagen, fui capaz de observar todo el decorado del cosmorama. El cuadro, pues eso es lo que era, representaba a la atractiva y joven Oshichi apoyada con gesto cariñoso en el regazo de su amante, Kichiza, en una sala de invitados del templo de Kichijo. Al estudiar con mayor detalle a la pareja descubrí que no eran sino los dos personajes principales de un cuadro de figuras de tela. Pero la gran maestría de aquella obra me sobrecogió.
»Oshichi, sobre todo, era una obra de arte que transmitía la sensación de auténtica vida hasta en el último de los detalles. No me sorprendió, por lo tanto, oír el comentario que hizo mi hermano detrás de mí:
»—Ya sé que la chica solo es una figura de tela pegada a un tablero cualquiera, ¡pero no soy capaz de abandonarla! ¡Oh, si al menos pudiera ser como su amante del cuadro, Kichiza, y hablar con ella!
»Mi hermano seguía allí inmóvil, petrificado, fuera de la realidad. Enseguida comprendí que tuvo que haber visto el cuadro del cosmorama desde lo alto del Junikai, a través de la parte superior de la caseta sin tejado.
»Ya había oscurecido bastante y la gente comenzaba a marcharse. Delante del cosmorama solo quedaban dos niños, que no parecían tener demasiadas ganas de irse. Sin embargo, al final, también abandonaron el lugar.
»Había estado nublado desde mediodía y ahora amenazaba lluvia. Llegó a mis oídos el débil y distante sonido de un trueno, y los relámpagos iluminaban a ráfagas el cielo plomizo. Pero mi hermano permanecía allí, inmóvil, con la mirada fija…, fija en la lejanía…
»La oscuridad descendió con rapidez como un velo negro. En las proximidades percibí la brillante iluminación de una lámpara de gas sobre un cartel que anunciaba un espectáculo de baile.
»De pronto, mi hermano recuperó el sentido de la realidad y me agarró del brazo.
»—Tengo una idea —exclamó—. Mira, ¡sujeta estos prismáticos al revés y mírame por las lentes más grandes!
»Esta petición me pareció, cuando menos, extraña.
»—Pero ¿por qué? —protesté.
»—¡Eso no importa! ¡Solo haz lo que te digo! —replicó gritando.
»Aquello no me resultaba nada agradable, de modo que cogí los anteojos a regañadientes. Que yo recuerde, siempre había sentido cierta aversión a los instrumentos ópticos. Por algún misterioso motivo, me parecían algo maléfico: los prismáticos, capaces de empequeñecer y alejar los objetos, o de acercarlos de forma asombrosa; el microscopio, que podía aumentar un pequeño gusano hasta hacer que pareciera un monstruo gigantesco. Pero no tenía elección y accedí con gran recelo al deseo de mi hermano.
»Al mirar a mi hermano con los prismáticos al revés, lo vi reducido a un tamaño de sesenta centímetros escasos y me dio la sensación de que se hallaba a unos seis metros de distancia. Seguí mirando y poco a poco se fue haciendo más pequeño. Al poco tiempo no medía más de treinta centímetros. Pero no me preocupé, ya que pensaba que simplemente se estaba alejando de mí, que caminaba hacia atrás.
»De repente, sin embargo, di un violento respingo al ver que su figura comenzaba a flotar en el aire. Y entonces ¡sorpresa! se desvaneció en la oscuridad.
»Imagínese el susto que me di. Bajé los prismáticos y empecé a correr en círculos chillando:
»—¡Hermano! ¡Hermano! ¿Dónde estás? ¿Dónde estás?
»Pero todos mis esfuerzos por encontrarlo fueron en vano.
»Y de este modo por completo inesperado y extraño, amigo mío, mi hermano abandonó para siempre este mundo.
»Desde entonces los prismáticos me han parecido un instrumento terrorífico. Sobre todo tengo miedo de estos. Aunque pueda parecer simple superstición, siempre he tenido la sensación de que una súbita desgracia recaería sobre quienquiera que mirase a través de estas lentes puestas del revés. Ahora quizá comprenda por qué lo detuve con tanta brusquedad cuando hace unos instantes los colocó usted en esa posición.
»Volvamos a mi historia: pronto me cansé de buscar y regresé al cosmorama. De pronto se me ocurrió una idea que surgió en mi mente como si fuera un rayo.
»Me pregunté con un escalofrío si cabía la posibilidad de que mi hermano se hubiera empequeñecido a propósito, mediante la magia negra de los malignos prismáticos, con el objeto de unirse a la chica de su corazón en el cuadro de las figuras de tela.
»Sacudido por aquel pensamiento, llamé al dueño de la caseta y le pedí que me dejara mirar de nuevo la imagen del templo de Kichijo. En efecto, en cuanto vi el cuadro de las figuras de tela a la luz de una lámpara de aceite, me di cuenta de que mis peores temores se habían hecho realidad. Y es que allí, en aquel fantástico decorado, en lugar de Kichiza, se hallaba sentado mi hermano abrazando apasionadamente a la hermosa Oshichi.
»Es extraño, pero no sentí ni tristeza ni remordimiento. Por el contrario, me invadió una gran felicidad al saber que mi hermano había llevado a cabo por fin aquel deseo anhelado desde hacía tanto tiempo.
»Conseguí que el propietario del cosmorama me vendiera el cuadro (no sé cómo no se dio cuenta de que mi hermano, vestido con un traje de corte occidental, había usurpado el papel de Kichiza), y me di prisa en volver a casa y contar la historia a mi familia. Por supuesto, nadie me creyó, ni siquiera mi madre. Todos pensaban que me había vuelto loco de remate.
En el final de su relato, el anciano empezó a reírse entre dientes. Y, por alguna razón inexplicable, yo también, sonreía.
—Nunca logré convencerles —continuó de repente— de la posibilidad de que un hombre se convirtiera en una figura de tela en un cuadro. Pero el hecho verídico de que mi hermano se hubiera desvanecido de la faz de la tierra prueba que tal cosa es posible.
»Mi padre, por ejemplo, sigue pensando que mi hermano huyó de casa. Y en cuanto a mi madre, al final conseguí que me prestara el dinero para comprar el tablero que albergaría el valioso cuadro de figuras de tela. Poco después hice un viaje a Hakone y a Kamakura con el cuadro, ya que no estaba dispuesto a que mi querido hermano se quedara sin luna de miel.
»Ahora entenderá usted por qué siempre que viajo en tren apoyo el cuadro en la ventanilla: quiero que él y su amante puedan disfrutar del paisaje.
»Mi padre no tardó en vender su negocio en Tokio y mudarse a Toyama, su ciudad natal. Yo también he vivido allí los últimos treinta años. Hace unos días decidí que mi hermano debía disfrutar de las vistas del nuevo Tokio, y por eso estoy haciendo este viaje.
»Lo más triste de todo, no obstante, es que la felicidad de mi hermano tiene un inconveniente: mientras la chica se mantiene joven y lozana (después de todo no es más que una muñeca, a pesar de lo reales que resultan sus rasgos), mi hermano envejece y se marchita con el paso de los años, ya que es humano, de carne y hueso como usted y yo. Donde una vez hubo un atractivo y gallardo joven de veinticinco años, ahora solo queda un anciano de cabellos blancos, de miembros debilitados y desfavorecido por las arrugas.
»¡Ah! ¡Qué situación tan triste! ¡Y qué ironía!
El viejo se enderezó un profundo suspiro, como si se despertara de un trance de repente.
—Bueno, le he contado una historia muy larga —señaló—. Y le aseguro que cada palabra que he pronunciado es cierta. Usted me cree, ¿verdad?
—¡Desde luego! ¡Desde luego que sí! —aseguré.
—Me hace muy feliz saber —replicó— que no he perdido el tiempo contándoselo.
Entonces se volvió hacia el cuadro de las figuras de tela y empezó a hablar en voz baja, como el zureo de una paloma:
—Supongo que estaréis cansados los dos, mi querido hermano y mi estimada cuñada. Y también os sentiréis algo incómodos después de que haya contado esta historia en vuestra presencia. Pero no os preocupéis, ahora os llevaré a la cama.
Con esas palabras envolvió cuidadosamente el cuadro en el lienzo negro.
Mientra lo hacía capté una fugaz mirada de los rostros de ambas figuras. Y hubiera jurado que me estaban dedicando una sonrisa de amistoso agradecimiento. El anciano se había quedado en silencio.
El tren seguía su camino sin cesar. Unos diez minutos después se fue reduciendo el ritmo del estruendo que producían las ruedas, mientras que ya se veían algunas luces trémulas y dispersas a través de las ventanillas.
Momentos después, el tren se paró en una pequeña y oscura estación en lo alto de las montañas. Miré al exterior y solo vi a un empicado en el andén.
El anciano se puso de pie.
—Ahora debo despedirme de usted —masculló—. Tengo que bajarme aquí; pasaré la noche en este pueblo, en casa de unos familiares.
Tras pronunciar aquellas palabras, el viejo recorrió renqueante el pasillo y abandonó el vagón con el misterioso paquete bien sujeto bajo el brazo.
Miré por la ventana y la última vez que lo vi fue cuando entregaba su billete al empleado de la taquilla. Un instante más tarde lo había envuelto la oscuridad de la noche.