TRAS HABERSE dado un baño con agua muy caliente, los dos hombres se relajaron jugando al ajedrez japonés, pero al acabar una larguísima primera partida apartaron el tablero y comenzaron a conversar. La tenue luz invernal templaba aquella estancia de ocho esterillas e iluminaba sus lujosas mamparas de papel. En el enorme brasero de carbón, tallado en madera de paulonia, ante el que ambos hombres se hallaban sentados sobre cojines de seda y con las piernas cruzadas, una tetera de plata silbaba alegre lanzando hacia el ajardinado entorno su apacible melodía, como una nana dedicada a las crías de gorrión que dormitaban en las ramas de los pinos.
Era una tarde de absoluta tranquilidad, monótona, sin ningún acontecimiento, completamente apacible, y la errática conversación de aquellos hombres poco a poco se fue centrando en los recuerdos del pasado. Saito, el invitado, empezó relatando sus desgarradoras experiencias en la batalla de Tsingtao durante la Primera Guerra Mundial. Mientras su voz zumbaba, insistente, con un sonido similar al de los insectos, Ihara, el anfitrión, escuchaba atento y de cuando en cuando se frotaba las manos al calor del brasero. En las breves treguas que se daban en la narración se oía débil y lejano el trinar de un ruiseñor, como un paréntesis musical cuyo propósito fuera el de llenar los silencios.
Cuando hablaba, el rostro terriblemente desfigurado de Saito producía una sensación horrible; y aun así, al avanzar en su apasionante relato lleno de acciones valerosas, aquellos grotescos rasgos se adecuaban a su persona de un modo extraño. De pronto señaló un tic nervioso en el lado derecho de su cara y explicó que se lo había causado la metralla de una granada enemiga.
—Sin embargo —continuó—, este no es mi único recuerdo de aquellos agitados días. ¡Mira! ¡Echa un vistazo al resto de mi armazón!
Con esas palabras se desnudó hasta la cintura y mostró sus viejas cicatrices.
—Y pensar —suspiró poniendo fin a su historia— que en mi juventud era bastante bien parecido y mi corazón bullía con románticas ambiciones… ¡Hoy, por desgracia, todo ha terminado para mí!
Ihara no hizo comentario alguno durante unos instantes. Por el contrario, se llevó la taza de té a los labios dos o tres veces seguidas, mientras que las profundas arrugas de la frente indicaban que se hallaba sumido en sus pensamientos. ¡La batalla de Tsingtao! Ah, qué trágicos y violentos tiempos… ¡Pero él también había quedado, como el otro, incapacitado de por vida, condenado a no caminar erguido nunca más, a no ser amado jamás si no era debido a la compasión! Al compararse con el otro, con su amigo, a Ihara le invadía la envidia. ¡En cierto modo él se había ganado con honor sus cicatrices! En su caso…, el simple recuerdo de su propia historia le producía escalofríos que le recorrían toda la espalda. De pronto alzó la vista y vio los ojos de Saito clavados en los suyos.
—Bien, Ihara —señaló Saito—, ahora te toca a ti. Creo que nunca me has contado tu historia.
Ihara se humedeció los labios con té verde; después se aclaró la garganta.
—Yo casi no lo llamaría historia —comenzó—. Más bien se trata de una confesión. Aunque al lado de tus hazañas me temo que mis palabras te parecerán en extremo aburridas.
—A pesar de todo, insisto en oírlas —pidió Saito con los ojos iluminados por un ávido interés.
Ihara captó el brillo de aquellos ojos y durante un fugaz instante se sintió desconcertado. Imaginó que en algún lugar, en algún momento del pasado, había percibido esa misma mirada, la misma oscilación de las pestañas. Se habían conocido hacía apenas diez días. ¿Fue entonces? ¿O quizá sucedió mucho, mucho tiempo atrás?
Ihara estaba realmente perplejo. En algún recóndito rincón de su mente sospechaba que existía una razón sobrenatural para haber conocido a ese hombre en aquella posada hacía diez días, para haber trabado amistad con él con tanta rapidez. No era capaz de convencerse de que su casual encuentro fuera una mera coincidencia…, de que dos inválidos se juntaran así como así, sin más. Sin embargo, había algo de lo que sí estaba absolutamente seguro: ya conocía a aquel hombre. Pero ¿dónde exactamente…, y en qué circunstancias? Aquella fastidiosa y vaga sensación de que ya se habían visto le resultaba intrigante. Puede que hubieran jugado juntos de niños…, o puede que…
—Sigo esperando tu historia —le recordó de repente Saito.
—Solo trataba de ordenar todos los datos que hay en mi cabeza antes de empezar. Has de tener en cuenta que es la primera vez que voy a contar esta historia a alguien.
Así dio inicio Ihara a su extraño relato, mientras que el otro se inclinaba hacia delante con el gesto propio de quien no está dispuesto a perderse una sola palabra.
Soy (recordó Ihara) el primogénito de un tendero de la localidad de Onuki. Mis padres me consintieron demasiado desde el principio, y creo que por ese motivo desarrollé un carácter tan débil en mi niñez. Mis carencias no tardaron en quedar en evidencia en la escuela primaria, y en poco tiempo me vi dos cursos por detrás de los niños de mi edad. Poco a poco, sin embargo, dio la sensación de que iba superando mi apatía.
Los años pasaron deprisa, y al final entré en la Universidad de Waseda, en Tokio. Con una salud espléndida, y deseoso de sacar adelante los estudios, encontré la vida en la gran ciudad mucho más placentera de lo que había imaginado. Cierto es que tuve que soportar diversas incomodidades al vivir en pensiones baratas, pero me tomaba las vicisitudes cotidianas con buen ánimo en lugar de amargarme por los inconvenientes que conlleva la dura vida de estudiante.
Al recordar ahora aquellos lejanos días me doy cuenta de que en realidad fue la mejor época de mi vida. En cualquier caso, apenas llevaba en Tokio un año cuando tuvo lugar un perturbador incidente.
(Llegado a ese punto, Ihara tuvo un ligero temblor, pero no a causa del frío. Saito dejó caer un cigarrillo todavía a medias al brasero sin perder de vista un solo instante el rostro del narrador).
Una mañana (siguió Ihara) me estaba preparando para ir a clase y un amigo que vivía en la misma pensión entró en mi habitación. Para mi sorpresa, me dio una palmada en el hombro y me felicitó por mi «elocuente discurso de la noche anterior».
Más que intrigado por sus palabras, le pregunté:
—¿Qué quieres decir con mi «elocuente discurso»? ¡No tengo ni idea de lo que estás diciendo!
Mi amigo puso los brazos en jarras y soltó una risotada misteriosa.
—Vamos, no seas tan modesto —me espetó—. ¿Es que no te acuerdas de lo de anoche? Irrumpiste en mi habitación mucho después de que me fuera a la cama, me despertaste sin miramientos y me enredaste en una complicada conversación. Seguro que lo recuerdas. No creo que estuvieras borracho.
—Debes de estar equivocado —contesté de inmediato—. Por lo que yo sé, anoche ni siquiera me acerqué a tu dormitorio, y menos aún me puse a charlar contigo.
—Oh, deja de tomarme el pelo —respondió el otro—. Sabes perfectamente que viniste a mi habitación anoche para discutir, y que hasta citaste con profusión las ideas de Platón y Aristóteles. De todos modos, no he venido aquí para reprocharte tu conducta, sino para decirte que tu argumentación me impresionó profundamente. De hecho, cuando te fuiste, algunas de tus afirmaciones se mantuvieron durante tanto tiempo en mi mente que ya no pude dormirme de nuevo. Como consecuencia, me puse a leer y después escribí esta postal.
Mi compañero de pensión me puso ante los ojos una postal escrita al tiempo que me preguntaba si acaso podría haberla redactado de no haberle despertado alguien en medio de la noche.
Admití que tenía razón, pero cuando se hubo ido me sentí triste y confundido. La verdad es que se trataba de un hecho inquietante donde los hubiera, ya que, tan cierto como que estoy sentado aquí ahora, vivo y coleando, no tenía el menor recuerdo de haber realizado discurso alguno la noche anterior. Minutos más tarde me dirigí a la universidad, aún presa de una profunda perplejidad.
Estábamos esperando al profesor en la sala de conferencias cuando alguien de pronto me dio unos golpecitos en el hombro. Me di la vuelta y allí vi a mi compañero de pensión.
—¿Por casualidad tienes la costumbre de hablar en sueños? —me preguntó con aire despreocupado. Aquel comentario me desconcertó, porque lo cierto es que en mis tiempos del instituto había tenido ese hábito.
—Antes…, antes me ocurría —me apresuré a responder—, pero ya no. Algunas personas me han dicho que de niño a veces me comportaba de un modo extraño, y que con frecuencia parecía estar en trance. Y mis padres dicen que solía hablar en sueños, y que cuando alguien me seguía la corriente y se ponía a hablar conmigo mientras estaba profundamente dormido, yo contestaba de forma clara y nítida, pero a la mañana siguiente no recordaba nada. No obstante, a nadie pareció preocuparle aquello; incluso el médico a quien consultaron fue rotundo al afirmar que no había ningún motivo para alarmarse. «Es el típico caso del niño que habla en sueños, un ligero toque de sonambulismo», fue su diagnóstico. Por supuesto, aquello se convirtió en la comidilla del barrio, ya que hablar en sueños no es demasiado habitual, pero a medida que me hacía mayor aquellas conversaciones nocturnas fueron cada vez menos frecuentes, hasta que al final pareció que me había curado del todo.
Tras escuchar mi historia, mi compañero observó que quizá hubiera vuelto a las andadas.
—Hablando de sonambulismo —señaló—, ahora recuerdo que anoche estabas un poco raro. Por ejemplo, tenías la cara pálida y la mirada perdida. Las pupilas de tus ojos se habían dilatado, pero acerqué la lámpara y se contrajeron al instante. Además, los ojos se te cerraban parcial o totalmente de cuando en cuando, y solo los abrías de forma muy breve, con un parpadeo, como si estuvieras registrando el entorno en tu mente con una precisión fotográfica.
Aquellas palabras me intranquilizaron todavía más. No sabía muy bien cómo tomarme el término «sonambulismo», ni qué trágicas implicaciones albergaba con exactitud. Por lo que había oído en el pasado acerca de levantarse en sueños, tenía la idea de que se trataba de un estado en el que el cuerpo se hallaba bajo control del subconsciente. Me puse a pensar qué podría significar aquello para mí y me eché a temblar. Supongamos —decía para mis adentros— que cometiera un crimen durante uno de esos trances…
Dos días después estaba hecho un lío. No podía comer, y, desde luego, era incapaz de dormir por miedo a llevar a cabo algún tipo de acto violento mientras me encontrara en los misteriosos dominios del subconsciente. Comprendí que no volvería a disfrutar de un solo momento de paz a menos que recibiera ayuda médica. Por consiguiente, decidí visitar a un especialista al que conocía.
Cuando acabó de examinarme, aquel doctor me dijo con toda franqueza que yo era sonámbulo.
—Pero no hay por qué asustarse —añadió, con un optimismo que consideré injustificado—. En realidad tu caso no es demasiado grave, siempre y cuando no lo hagas empeorar sometiendo tu mente a tensiones excesivas. Debes relajarte en la medida de lo posible; intenta vivir una vida ordenada, normal y sana, y estoy seguro de que te curarás.
Con esas palabras dio por terminada la consulta, pero yo estaba muy lejos de sentirme tranquilo. Muy al contrario, ahora que ya sabía a ciencia cierta que era sonámbulo comencé a preocuparme aún más. Desapareció todo mi interés en los estudios y me dediqué a perder el tiempo tratando de imaginar cuál sería mi destino, deseando con frecuencia no haber nacido.
El tiempo pasaba despacio y cada una de las horas del día era como un siglo de agonía, aunque no eran nada comparadas con las torturas que me esperaban al caer la noche. Tenía tanto miedo de lo desconocido que solo me atrevía a dormir a ratos. Al final, sin embargo, pasó un mes completo sin que tuviera lugar ningún contratiempo y empecé a sentirme algo más seguro.
—Puede que el médico estuviese en lo cierto, después de todo —decía para mis adentros—. Si soy capaz de olvidar las preocupaciones, no tendré problemas.
Estaba casi convencido de que había hecho una montaña de un grano de arena, y de que, en todo caso, eran mis nervios los que me habían jugado una mala pasada, cuando sucedió algo espantoso que una vez más me arrojó a los profundos abismos de la desesperación.
Una mañana, poco después de levantarme, hallé un objeto que no me resultaba familiar, un reloj, sonando a pocos centímetros de mi almohada. Todos los miedos que ya conocía me invadieron de nuevo como enloquecidas olas del océano, y cogí el reloj en mi trémula mano tratando de adivinar a quién podría pertenecer. De pronto, a modo de respuesta al temor que sentía, oí un grito procedente de la habitación contigua.
—¡No encuentro mi reloj! ¡No encuentro mi reloj! —gritaba alguien, e inmediatamente reconocí la voz de otro inquilino de la misma casa, un administrativo empleado en una firma comercial.
—¡Así que por fin ha ocurrido! —concluí para mí—. Tal y como me temía, he terminado cometiendo un delito… sin saberlo.
Sudaba de manera abundante y el corazón me latía a toda velocidad; corrí a la habitación de mi compañero de clase y le pedí ayuda para devolver el reloj, ya que era evidente que se lo había robado al oficinista. Mi amigo estuvo de acuerdo y le dio el reloj a su dueño. Cuando le explicó que yo era sonámbulo, el empleado mostró una gran comprensión y dio el incidente por zanjado y olvidado.
Tras aquel desconcertante caso, no obstante, se corrió enseguida la voz de que yo era un sonámbulo incurable. Sabía que incluso en mi clase los otros estudiantes hablaban de mí a mi espaldas.
Deseaba con toda mi alma curarme de aquella horrible dolencia. Tenía que haber una solución, alguna solución, y estaba decidido a encontrarla sin importarme el sacrificio que pudiera conllevar. A diario leía montones de libros, probaba diversos tipos de ejercicios gimnásticos para mejorar la salud, y consulté a varios médicos. Sin embargo, mi estado, lejos de progresar, iba de mal en peor.
Al principio los ataques me llegaban solo una o dos veces al mes, ataques en los que mi subconsciente era dueño y señor de todo lo que hacía. Y siempre me enteraba de lo que había sucedido al ver lo que me había llevado o lo que me había dejado en algún lugar poco habitual. Si al menos esas pruebas de mis andanzas nocturnas no hubieran existido, pensaba yo, la situación no habría sido tan grave. Aunque, por otro lado, si no dejaba ningún rastro, ¿cómo sabría qué clase de felonía había cometido de forma inconsciente?
Una noche me alejé de mi pensión alrededor de la medianoche y empecé a vagar por los alrededores del cementerio de un templo del barrio. Se produjo la coincidencia de que uno de los oficinistas que se alojaba en la misma casa que yo regresaba de una fiesta a altas horas de la noche. Y cuando caminaba por la calle situada junto al cementerio percibió mi silueta que se movía silenciosa al otro lado de la valla de escasa altura. No tardó en divulgar la noticia de que había un fantasma en los terrenos de la iglesia. Más adelante, al descubrirse que yo era el «fantasma», pasé a ser el hazmerreír de todo el vecindario.
Pero, como bien puedes imaginar, para mí no era cosa de risa. Al revés, se trataba de una horrible tragedia de la que ya no parecía tener escapatoria. En lo que se refiere a las noches, esos tranquilos momentos de oscuridad y calma que anuncian el descanso para cualquier ser humano normal, para mí no significaban más que una cosa: miedo. Al final me vi en un estado mental de tal naturaleza que llegué a temer la misma palabra «noche»… y todo lo que tenía relación con el ritual del sueño.
Entretanto, yo seguía escarbando más y más en los entresijos de la mente humana. Me preguntaba sin cesar qué extraño mecanismo lleva a alguien a conducirse de una forma tan fuera de lo normal. Me sentía agradecido porque, a pesar de toda mi angustia, hasta ese momento no había llevado a cabo ningún delito grave. Pero no podía dejar de pensar qué sucedería si llegara a convertirme en responsable de alguna tragedia fatal. Según los abundantes libros acerca del sonambulismo que había acumulado y leído con la devoción más intensa, había crímenes horrendos perpetrados por sonámbulos. Por tanto, ¿acaso no era posible que yo también pudiera llevar a cabo una acción tan violenta como lo era un asesinato?
Una vez atrapado en la tela de araña de aquellos pensamientos, no fui capaz de contenerme por más tiempo. Tras decidir que lo mejor sería abandonar mis estudios y regresar a casa, escribí una carta a mis padres donde explicaba todas las circunstancias y les pedía consejo… Y fue mientras esperaba impaciente la respuesta cuando tuvo lugar la catástrofe que más había temido…
Durante todo este tiempo, Saito había permanecido sentado e inmóvil encima de su cojín cuadrado sin perderse una sola palabra, como hipnotizado. Afuera el sol comenzaba a ocultarse, y, tras la desaparición del bullicio causado por las celebraciones de Año Nuevo en aquel conocido balneario de aguas termales, la absoluta quietud no parecía presagiar nada bueno.
Ihara aprovechó aquella breve interrupción para mirar fijamente a Saito en un intento por captar la reacción del otro ante su relato, y al mismo tiempo trataba de recordar a qué rostro, conocido en otro lugar y en otro tiempo, se parecía el de su interlocutor… Como no logró acordarse, decidió retomar el hilo de su narración:
Como iba diciendo, el momento más estremecedor de mi vida se produjo en el otoño de 1907…, hace mucho tiempo, en cualquier caso. Sin embargo, tengo presente cada detalle como si hubiese sucedido ayer.
Una mañana, de repente, vi interrumpido mi agitado sueño por culpa de un fuerte ruido en la casa. Muy asustado, me levanté de la cama a toda prisa. ¿Había tenido otro ataque durante la noche?, fue la primera pregunta que me vino a la cabeza. De haber sido así, ¿qué había hecho? Mientras rogaba en silencio que no fuese nada grave, eché un rápido vistazo por el dormitorio y, de pronto, en la parte interior de la puerta de mi habitación vi un bulto misterioso envuelto en alguna clase de tela.
En circunstancias normales hubiera examinado el contenido de aquel paquete desconocido, pero en este caso concreto el miedo y los malos presentimientos ejercían tal influencia sobre mí que me impedían actuar con racionalidad. Por lo tanto, en lugar de satisfacer siquiera mi curiosidad, agarré el bulto y lo arrojé al interior del armario. Después miré a mi alrededor con aire furtivo, como un ladrón, y solo cuando estuve seguro de que nadie me había visto dejé escapar un suspiro de alivio. En ese preciso instante alguien llamó a la puerta y, al abrirla, me encontré con un compañero de pensión de pie en el estrecho pasillo, con la cara pálida como una sábana.
—Verás, Ihara —saludó temblando—, ¡ha pasado algo terrible! El viejo Murata, el encargado, ha sido asesinado. Todo el mundo cree que ha sido obra de algún ladrón, pero será mejor que vengas a reunirte con los demás. Han llamado a la policía, ¡y no tardarán en llegar!
Puedes hacerte una idea de cómo me sentí al oír aquella trágica noticia. El corazón me dejó de latir, la lengua se me pegó al paladar, y me resultaba imposible decir ni una palabra. Como en una pesadilla, seguí a mi compañero hasta el escenario de la tragedia.
La espantosa visión con que se coparon mis ojos allí casi hizo que me desmayara. Incluso hoy, después de veinte largos años, aún puedo ver la desquiciada y penetrante mirada del viejo encargado de la pensión, muerto, clavada en mis ojos… como una silenciosa acusación.
(Ihara hizo una nueva pausa y con la manga del quimono se secó las gotas de sudor que salpicaban su frente).
Sí (continuó con un escalofrío), puedo recordar con nitidez hasta el último detalle. Gracias a la excitada conversación que los demás tenían en la estancia, logré enterarme de lo que sin duda alguna había ocurrido. Al parecer, la noche de la tragedia el viejo encargado de la pensión había dormido solo en su habitación. A la mañana siguiente, una de las asistentas consideró extraño que aún no se hubiera levantado, ya que siempre era el primero en hacerlo, de modo que fue a despertarlo y entonces se encontró con el macabro hallazgo. Cuando lo encontraron, el viejo Murara yacía de espaldas, estrangulado mientras dormía con la bufanda de franela que no se quitaba ni en la cama.
La policía llegó enseguida al escenario del crimen. La búsqueda de pruebas les llevó a descubrir que habían desaparecido varios objetos pertenecientes al muerto, como por ejemplo las llaves que siempre guardaba en su monedero, además de una gran fortuna en otros depositados en calidad de fianza por los huéspedes y que se habían esfumado junto con la caja en la que estaban a buen recaudo. Asimismo, las investigaciones posteriores demostraron que la puerta principal no se había cerrado con llave, ya que el fallecido esperaba que su mujer y su hijo llegaran tarde. Por consiguiente, entrar en la casa había resultado muy fácil para el asesino o los asesinos. En cuanto a las pistas halladas in situ, no había más que un pañuelo usado que los agentes de policía se llevaron para una inspección minuciosa en el laboratorio.
Mientras tanto, yo había tenido ya bastante en lo que se refiere al escenario del crimen y no deseaba ver nada más, de modo que me retiré a mi habitación sin que nadie se diera cuenta. Cerré la puerta con llave y mi primer pensamiento fue para el armario donde había escondido el misterioso bulto.
—¿Qué hay dentro? —me pregunté horrorizado—. ¿Estaré ante eso que llaman un cadáver oculto en el armario?
Antes incluso de sacar el bulto y ver su contenido ya sabía lo que me iba a encontrar. En el interior del paquete estaban las desaparecidas fianzas de la víctima.
Poco después me detenía la policía. Aunque no hubiera existido la prueba de las fianzas robadas que los agentes descubrieron en mis manos, mi culpabilidad parecía obvia: el pañuelo hallado en la escena del crimen era mío.
Los días siguientes fueron como una pesadilla. Me encerraron en una celda y me interrogaron sin cesar durante horas y horas. Al final trajeron a un especialista en cuestiones mentales (creo que era un psiquiatra), y, después de solicitar su opinión de experto, la policía también llamó a declarar a varios huéspedes de la pensión. Muchos de los que mejor me conocían afirmaron que, por lo que ellos sabían, yo procedía de una familia respetable y que no podían imaginar que me hubiera convertido en un asesino despiadado solo por obtener dinero. Otros juraron que era sonámbulo, y acto seguido citaron diversos ejemplos en los que, aseguraban, había mostrado un comportamiento anómalo, aunque sin conciencia aparente de mis actos.
Otro de los testigos citados fue mi padre, que vino de casa única y exclusivamente para salvarme de la horca. Recuerdo que contrató a tres abogados para mi defensa.
También actuaron como testigos a mi favor Kimura, mi amigo, el que primero se dio cuenta de que era sonámbulo, y varios de mis compañeros de clase. Mi corazón aún se conmueve de gratitud hacia aquellas leales amistades que no ahorraron esfuerzos a la hora de defenderme.
Como era de esperar en un caso tan complejo, el juicio que por fin se celebró se fue alargando cada vez más en medio de una enconada lucha entre la acusación y la defensa. Por suerte para mí, sin embargo, el testimonio de muchos de los testigos favorables a mi causa fue tan convincente que al final el veredicto fue el de no culpable.
Pero se equivocan ustedes de cabo a rabo si piensan por un solo instante que con este veredicto mi espíritu recuperó la paz. Lo cierto es que, a pesar de haber sido declarado inocente, el asesinato seguía sin resolverse. ¿Quién lo había hecho? En el interior de mi torturada mente una voz no dejaba de repetir:
—¡Eres un asesino! ¡Eres un demonio! ¡Has burlado a la soga de la horca, pero no puedes escapar a tu propia conciencia!
En cuanto me dejaron en libertad, me fui a casa de mi padre y poco después caí gravemente enfermo. Si la dolencia hubiera sido de carácter físico, no me cabe duda de que habría tenido una pronta recuperación. Pero esto era algo distinto: una enfermedad mental, con connotaciones de tipo místico, para la que no parecía existir un remedio conocido. Por fin, a los seis meses, conseguí levantarme de la cama, pero en todo momento supe, al igual que mi familia, que había dejado de ser una persona corriente. En realidad era un hombre sin alma…, un tullido mental destinado a vivir el resto de su vida en la angustia y el sufrimiento. Así llegó a su fin mi vida normal.
Poco después mi hermano menor sucedió a mi padre en calidad de cabeza de familia, mientras yo seguía viviendo como un parásito, siempre a expensas del esfuerzo, la compasión y los recursos de los demás. Veinte miserables años han pasado lentamente en estas circunstancias…, y ahora soy la monstruosidad que tienes ante ti, de apariencia normal por fuera, pero un espantoso lisiado por dentro. En comparación con la fealdad de mi estructura mental, Sr. Saito, de tus rasgos físicos se puede decir, sin lugar a dudas, que son bellos.
El rostro del narrador dibujó una sonrisa y repitió:
—Sí, amigo mío, eres bello. Comparado conmigo, ¡tú eres bello!
Consciente de la ironía de su propia afirmación, Ihara se echó a reír con una estremecedora carcajada. Instantes después, sin embargo, se tranquilizó y acercó los utensilios para el té hasta donde estaba sentado.
—Perdóname —se disculpó al percibir el ceño fruncido del otro—. No me reía de ti; nadie excepto yo es capaz de captar el humor que alberga la historia de mi vida.
Saito se aclaró la garganta.
—Una trágica historia, sin duda —señaló—. Es extraño cuánto puede uno equivocarse con la primera impresión. Desde la primera vez que te vi, te tomé por alguien a quien solo le importa darse la gran vida. Pero, dime una cosa. ¿Todavía eres sonámbulo? ¿Aún caminas en sueños y…, esto…, cometes crímenes?
Ihara volvió a sonreír.
—Aunque parezca mentira —respondió—, desde que el anciano fue asesinado no he vuelto a tener otro ataque. Según la opinión de diferentes médicos, mis «nervios de sonámbulo» tuvieron que quedar paralizados debido a la impresión sufrida en la pensión. ¿Comprendes ahora por qué me reía de mí mismo hace un momento? ¿Te das cuenta de qué clase de cómica figura he compuesto en estos últimos veinte años, aterrorizado por algo que no iba a volver a suceder?
Ihara empezó a reírse una vez más, pero Saito lo interrumpió al instante.
—Un momento —advirtió—. Es acerca de ese amigo tuyo de la pensión, el que has llamado Kimura. Fue el primero en llamar la atención sobre tu sonambulismo, ¿no es así?
Ihara asintió.
—Sí, fue el primero en caer en la cuenta —contestó—. Pero también están los demás: el hombre que juró que le habían robado el reloj, y después el que dio la noticia de que me había visto merodeando como un fantasma por el cementerio.
—Pero ¿estos casos fueron los únicos que te hicieron pensar que eras sonámbulo? —preguntó Saito, cuyos ojos entrecerrados emitían un intenso fulgor—. ¿No hubo ningún otro incidente?
—Sí, muchos —respondió Ihara—. Una vez, otro huésped de la pensión afirmó que había oído pasos a altas horas de la noche por el pasillo, mientras que otro me acusaba de querer entrar por la fuerza en su habitación… Pero ¿a qué vienen estas preguntas? ¿Adónde quieres ir a parar?
La risa de Saito sonó forzada.
—Perdóname —se disculpó adoptando un tono más suave—. No trataba de someterte a un interrogatorio. El problema es que no puedo creer que un hombre tan inteligente como tú sea capaz de realizar determinadas acciones sin ser consciente de ello. Sí, ya lo sé, lo catalogamos como sonambulismo. Pero eso tampoco me convence. Ya sabes que la gente con algún tipo de deformidad y que vive al margen del mundo, como en mi caso, suele ser muy escéptica, por eso me resulta difícil admitir todo lo que rodea a este asunto. ¿Cómo saben los sonámbulos lo que hacen cuando se levantan? Solo pueden creer lo que los demás les cuentan. Hasta los médicos, acerca de un caso como el que nos ocupa, no saben más que aquello que otros les dicen. Si no les informan de lo que se supone que ha hecho el enfermo, les resulta imposible diagnosticarle sonambulismo. Y quizá yo no sea más que un estúpido desconfiado, un escéptico de nacimiento dispuesto incluso a poner en duda que el mundo sea redondo, pero hay algo que quiero preguntarte: ¿estás seguro, total y absolutamente seguro, de que era cierto que andabas dormido? Si no lo estás, ¿no piensas que has sido algo crédulo e ingenuo al tragarte con tanta facilidad lo que los demás te contaban?
Al oír estas palabras, Ihara comenzó a inquietarse y una desagradable sensación apareció de repente en el fondo de su estómago. La cuestión, en realidad, no era lo que el otro había dicho, sino el tono que había empleado. Se fijó de nuevo en la sombría expresión de su interlocutor y, una vez más, Ihara tuvo la sensación de que aquella fea máscara ya la había visto antes en alguna parte. Sin embargo, contestó:
—Al principio no lo creía, la verdad. Pero, poco a poco, a medida que aquellos ataques se fueron haciendo más frecuentes…
Saito interrumpió otra vez.
—Por favor, cíñete a los hechos —señaló con dureza—. ¿Cómo…, cómo sabías que tus ataques se iban haciendo más frecuentes?
—Porque era lo que me decían… —Ihara se calló de repente. Sí, el otro tenía razón. Con respecto a lo que había hecho, lo único que tenía era la palabra de los demás.
Saito aprovechó enseguida la ventaja que le ofrecía la duda de su amigo.
—¿Lo ves? —se regodeó con su triunfo—. ¡En ningún momento estuviste seguro! Siempre te veías obligado a creer en lo que otro te contaba…, ¡ese amigo al que has llamado Kimura, por ejemplo!
—Sí, pero también hubo otros —intervino Ihara—. El oficinista que me descubrió en el cementerio, el hombre que perdió el reloj, el que me vio entrar en su habitación… Además, ¿qué me dices de la gran cantidad de pistas que iba dejando tras de mí? No olvides que siempre que me daba un ataque me dejaba algo o me llevaba algún objeto. ¡Y está claro que las cosas no se mueven solas!
—Eso es lo más sospechoso de todo —insistió Saito—. Hasta un imbécil sabe que es fácil cambiar las cosas de sitio y ponerlas aquí o allí si con ello se logra algún beneficio. Y en lo que respecta a todos tus testigos, ninguno de ellos me inspira la menor confianza. Piensa, por ejemplo, en el hombre que te encontró merodeando por el cementerio. Después de oír una y otra vez que eras sonámbulo, ¿no le hubiera resultado fácil identificarte como el «fantasma», tanto si lo eras como si no? Y lo mismo sucede con los demás. Te digo, amigo mío, que, con todo lo que me has contado, me inclino a creer que has sido la víctima de un astuto engaño pergeñado por alguien que te utilizaba en su propio beneficio. ¡Incluso te puedo decir quién es el culpable! No es otro que Kimura, ¡ese que siempre se hacía pasar por tu amigo!
—¿Kimura? —preguntó un asombrado Ihara.
—El mismo —aseguró el otro con gran convicción—. Ahora escúchame. Imaginemos que Kimura le guarda un gran rencor al encargado de la pensión y quiere matarlo. Como todos los criminales, sin embargo, teme que lo atrapen. En ese caso, por lógica, ¿cuál sería su primer paso? Buscar un chivo expiatorio, por supuesto, algún pobre y tonto inocente sobre quien recaigan todas las sospechas. En tales circunstancias, ¿no crees que le hubiera parecido adecuado escogerte a ti, un tipo crédulo y de carácter débil, para desempeñar ese papel tan importante? Una vez que lo hubiera decidido, el resto era sencillo. Después de hacerte admitir que habías sido sonámbulo de pequeño, comenzó a tejer su red de un modo minucioso. En primer lugar reavivó en ti la habitual aprensión que siempre habías albergado acerca de tu estado mental. Después robó pequeños objetos, como el reloj que has mencionado, y los colocó en tu dormitorio mientras dormías. También se disfrazó de ti y se dedicó a vagar por los alrededores del cementerio. Finalmente, una vez bien preparado el plan, y con todo el mundo al cabo de la calle de tu «sonambulismo» , asesinó al viejo, puso uno de tus pañuelos en el lugar del crimen y, al mismo tiempo, dejó las fianzas del anciano en tu habitación… Ahí tienes toda la historia desde otro punto de vista, un punto de vista que seguro nunca has tenido en cuenta, aunque, no obstante, ¡muy bien pudiera haber sucedido todo así!
Tras oír aquella desconcertante teoría, a Ihara comenzó a temblarle todo el cuerpo.
—Pero…, pero ¿qué hay de la conciencia de Kimura? —soltó indignado—. ¿Qué hubiera pasado si me declaran culpable de asesinato y me condenan a la horca? ¿Habría permitido que ejecutaran a un hombre inocente por el crimen que había sido obra suya?
Saito dejó escapar una extraña risita.
—En eso tienes parte de razón —admitió—, pero mi teoría también posee explicación para ello. ¿Puedes imaginar siquiera por un instante que condenen a un sonámbulo por un crimen que él no sabe que ha cometido? Quizá hubiera sido posible en la Edad Media, pero no en nuestros días. No, amigo mío, Kimura sabía muy bien que te absolverían, ¡y por ese motivo no le preocupabas!
Después de haber expuesto su teoría de este modo, Saito hizo una breve pausa y miró fijamente a su compañero. Luego prosiguió con un tono de voz distinto.
—Perdóname, Sr. Ihara, por haber insinuado todas estas posibilidades —se disculpó—. Solo he hecho referencia a ellas porque tu confesión me ha conmovido en gran medida. Si sigues creyendo que de verdad mataste a un hombre estando en trance, no hay nada que yo pueda hacer para que cambies de opinión. Sin embargo, espero que la teoría que acabo de esbozar ayude a mitigar de ahora en adelante la angustia a la que se ve sometida tu mente.
Ihara oía aquellas palabras de consuelo, pero sus pensamientos se hallaban en otra parte.
—¿Por qué? —musitó—. ¿Por qué mató Kimura al anciano? ¿Qué motivo tendría para hacerlo? ¿Por venganza? ¡Sólo él puede explicarlo!
Alzó la vista lentamente y sus ojos se clavaron en los de su interlocutor. Saito, por el contrario, miraba al suelo. Las sombras del invierno comenzaban a tomar con suavidad el follaje del jardín, y de repente el ex soldado lisiado sintió un escalofrío.
—Vuelve a hacer frío —señaló, incorporándose con gesto intranquilo—. Voy a darme otro baño.
En silencio y a hurtadillas, procurando evitar aún la penetrante mirada del otro, salió de la estancia como un animal que trata de pasar desapercibido.
A solas consigo mismo, Ihara seguía con la mirada fija en la puerta que terminaba de atravesar su compañero, los ojos inyectados en sangre a causa de la ira mientras agarraba con fuerza los palillos de acero del brasero y removía con ellos las cenizas. Tras un largo rato se serenó un tanto el adusto gesto de su rostro que, al final, se vio reemplazado por la amarga sonrisa que dibujó su boca.
—¡Maldita sea! —exclamó—. ¡Tenía que haber sabido desde el primer momento que era Kimura!