El precipicio

ES PRIMAVERA. En la cima de un precipicio, a algo más de un kilómetro del balneario de K, hay dos personas sentadas sobre una roca. En el fondo del valle que se encuentra debajo de ellos se oye el débil murmullo del agua de un río. El hombre tiene unos veinticinco años, la chica alguno más. Ambos llevan puesto el quimono acolchado que se utiliza para salir al exterior de un hotel de aguas termales.

CHICA: ¿No es raro que en todo este tiempo no hayamos hablado de esos incidentes que no dejan de rondarnos por la cabeza? A veces creo que me voy a asfixiar si no lo hacemos. Como hoy disponemos de tanto tiempo libre, podemos ocuparnos de esos asuntos del pasado. No te importa, ¿verdad, querido?

HOMBRE: Claro que no, querida. Empieza tú, que yo intervendré de vez en cuando.

CHICA: Bien, veamos… Hay que empezar por el principio: fue aquella noche en que yo estaba acostada en la cama junto a Saito. Él lloraba como siempre, con su cara pegada a la mía, y sus lágrimas no dejaban de gotear sobre mi boca…

HOMBRE: ¡No seas tan explícita! No me apetece escuchar esas intimidades con tu primer marido.

CHICA: Pero es que se trata de un aspecto importante de la historia, porque fue entonces cuando vi por primera vez con claridad sus planes. De todos modos, de acuerdo…, te ahorraré los detalles… Pues fue exactamente al percibir el sabor salado de sus lágrimas cuando de pronto me dije a mí misma que sucedía algo extraño. Aquella noche él lloraba de un modo más intenso de lo habitual, como si hubiera alguna razón oculta. Me aparté sobresaltada y miré sus ojos bañados en lágrimas.

HOMBRE: Se te helaría la sangre… al ver que la felicidad de su matrimonio de repente se transformaba en miedo. Recuerdo, según me dijiste, que te pareció percibir una gran pena en sus ojos cuando me devolvió la mirada.

CHICA: Sí, sus ojos transmitían con una enorme elocuencia la pena que sentía por mí. Creo que los más íntimos secretos de un hombre se pueden leer en sus ojos. Y en aquella ocasión, no me cabía duda, los ojos de Saito eran tan elocuentes que al instante me di cuenta de lo que pensaba.

HOMBRE: Estaba planeando matarte, ¿verdad?

CHICA: Sí. Pero, por supuesto, todo aquello no era para él más que una especie de juego. Como ya sabes, en cierto modo era un sádico, mientras que yo era justo lo contrario. Estoy segura de que esa es la razón por la que deseábamos jugar a aquel juego. Es innegable que nos amábamos, pero al mismo tiempo ambos sentíamos una irresistible necesidad de hallar más emociones.

HOMBRE: ¡Ya lo sé! ¡Ya lo sé! No hace falca que digas nada más.

CHICA: Aquella noche fue la primera vez que me di cuenta de que podía leerle el pensamiento con toda claridad. Durante algún tiempo me había sentido inquieta a causa de algunas vagas sospechas, pero ahora había caído en las garras del miedo en su versión más tangible. Me estremecía al pensar que él fuera capaz de llegar tan lejos. Y sin embargo, a pesar de mis temores, estaba entusiasmada.

HOMBRE: Aquella mirada de pena que viste en sus ojos… también formaba parte del juego, ¿no es cierto? Quería atemorizarte; era su forma de insinuar lo que esperaba. Y luego…

CHICA: Luego viene el hombre del abrigo azul.

HOMBRE: Sí, con un sombrero azul de fieltro, gafas oscuras y un tupido bigote.

CHICA: Tú ya lo habías visto antes, ¿verdad?

HOMBRE: Sí, ahí entro yo, un pintor en busca de trabajo que se alojaba en tu casa y que hacía el papel de payaso en medio de vuestros asuntos. Fue un día en que yo vagaba por las calles cuando ese hombre me llamó la atención por primera vez. Y la dueña de la casa de té de la esquina me dijo que aquel desconocido no dejaba de hacer preguntas acerca de tu lugar de residencia.

CHICA: Dio la casualidad de que, después de que me informaras de ello, yo misma lo vi. La primera vez fue en el exterior de la cocina, y las dos siguientes cerca de la puerta de entrada. En todas esas ocasiones se hallaba de pie como una sombra, con un abrigo muy amplio y ambas manos hundidas en los bolsillos.

HOMBRE: Al principio creí que era un ratero, y, además, varios criados del barrio me previnieron acerca de él.

CHICA: Pero resultó ser mucho peor, un personaje con bastante más peligro que un simple ratero, ¿no es así? Por algún inexplicable motivo, aquella espantosa noche mi mente se vio asaltada por su siniestra silueta en el instante en que fijé la vista en los ojos anegados de lágrimas de mi marido.

HOMBRE: Y después tuviste un tercer indicio de sus planes, ¿verdad?

CHICA: Sí, aquellas historias policíacas que tú empezaste a traernos. Habíamos leído ese tipo de relatos con anterioridad, claro está, pero fuiste tú quien realmente despertó nuestro interés en el arte del crimen. Todo comenzó unos meses antes de ver al misterioso desconocido, y casi todas las noches nuestra conversación solía girar en torno a diversos crímenes llevados a cabo con éxito. Saito, mi marido, por supuesto, era el que mostraba más entusiasmo, como bien recordarás.

HOMBRE: Sí, eso fue más o menos cuando a él se le ocurrió la mejor idea de todas las que tuvo.

CHICA: Te refieres al truco de la doble personalidad. La verdad es que había un montón de formas distintas de crear una doble personalidad, ¿no? Recuerdo aquella lista tan larga que hiciste.

HOMBRE: Treinta y tres modos diferentes, si estoy en lo cierto.

CHICA: Pero a Saito lo que más le atraía era la posibilidad de inventar un personaje que no existiera en absoluto.

HOMBRE: La teoría era muy sencilla. Por ejemplo, si alguien decidía llevar a cabo un asesinato, mucho antes del crimen crearía un personaje imaginario. Ese personaje sería su doble. Se correspondería con una descripción sencilla: un bigote falso, gafas oscuras y ropa llamativa. Después situaría a ese doble en un domicilio muy lejano al suyo, y se dedicaría a vivir dos vidas. Mientras se suponía que el personaje real estaba trabajando, el doble estaría en su casa, y viceversa. Todo sería incluso más sencillo si uno de los dos personajes tuviera que hacer un largo viaje. Una vez diseñado el escenario, el asesinato podría perpetrarse en el momento oportuno, pero justo antes del crimen el personaje imaginario debería dejarse ver ante diversos testigos. Y luego desaparecería por completo de la faz de la tierra. Previamente, por supuesto, tendría que eliminar hasta la última prueba que pudiera incriminarlo, como por ejemplo el disfraz. De modo que se hallaría ausente de casa de forma permanente, y el personaje real solo necesitaría retomar su forma de vida anterior. Es evidente que, al tratarse de un crimen cometido por un personaje inexistente, nos hallaríamos ante el crimen perfecto.

CHICA: Saito no dejaba de hablar de ese asunto y yo creí que me iba a volver loca. Mientras le miraba a los ojos, me acordaba de todo esto. Pero aún había una pista más que conducía a sus pensamientos ocultos. Era un diario, que él había «escondido» con la finalidad expresa de que yo lo encontrara. Aunque, al pretender que yo lo leyera, es obvio que no mencionaba sus auténticos secretos. Por ejemplo, no decía una sola palabra acerca de su amante.

HOMBRE: Era como subrayar determinadas líneas de una carta para asegurarse de que las leían.

CHICA: Leí el diario de cabo a rabo. Había algunas páginas dedicadas a la idea de la doble personalidad. Sus ingeniosas ideas me dejaron impresionada. Y debo decir que era un mago con la pluma.

HOMBRE: Continúa.

CHICA: Bien, yo ya tenía tres pistas. Primero, su mirada; luego, el hombre del abrigo azul; y, por fin, el diario que describía el truco de la doble personalidad. Pero, por alguna extraña razón, tenía la sensación de que el cuadro estaba incompleto. No parecía existir ningún móvil. Tú me diste la idea al contarme lo de su amante. Después de eso nunca pude volver a mirarle a los ojos sin ver el reflejo de una mujer hermosa, tal y como yo imaginaba a esa amante. A veces incluso creía oler su perfume en él.

HOMBRE: En otras palabras, aquellas pistas te convencieron de que él planeaba matarte para hacerse con la fortuna que tú heredaste de tu padre, y después disfrutarla con su amante.

CHICA: Sí, pero al mismo tiempo yo sabía que no era más que un juego para asustarme.

HOMBRE: Sí, quizá es lo que tú pensaste, pero su móvil era bastante real. Su plan era entrar a robar disfrazado en tu habitación, matarte y desaparecer. El auténtico Saito regresaría un poco más tarde, «descubriría» tu asesinato, y luego adoptaría el papel de marido afligido por la pena.

CHICA: Sí, pero como ya dije antes, todo formaba parte del mismo juego para amedrentarme, y para disfrutar de la emoción del suspense. ¡Imagínate qué juego tan horrible! Esa emoción era lo que él buscaba. Es sorprendente la meridiana claridad con la que todos esos detalles acudieron a mi mente en la fracción de segundo en que le miré a los ojos.

HOMBRE: Pero ¿hasta dónde se supone que pensaba llegar Saito? ¿Cuál era el verdadero propósito de su disfraz del abrigo azul?

CHICA: Creo que realmente pretendía robar disfrazado en mi dormitorio y asustarme para sacarme de quicio. Después, tras haber disfrutado con mi estado de histeria, se hubiera echado a reír a carcajadas.

HOMBRE: Sin embargo, eso no es lo que al final sucedió, ¿verdad?

CHICA: ¡Claro que no! Hasta entonces todo había sido en cierto modo una broma. Pero lo que ocurrió más adelante casi me heló la sangre. Tiemblo solo de pensarlo.

HOMBRE: No más que yo. Pero continúa…, quítate ese peso de encima ahora que nadie puede oírnos.

CHICA: De acuerdo… El llanto histérico se repitió en varias ocasiones en que estábamos en la cama, y poco a poco me fui dando cuenta de que ya no me sería posible adivinar nada mirándole a los ojos. En realidad, ya no sabía si estaba fingiendo o…

HOMBRE: Empezaste…, empezaste a sospechar que planeaba matarte de verdad, ¿no es así?

CHICA: Sí. Su vidriosa y extraviada mirada parecía decir: «Al principio me inventé un personaje imaginario para que vivieras una situación distinta y emocionante. Pero una vez que el juego ha llegado tan lejos, estoy confuso. Qué sencillo sería matarte de verdad y, a pesar de todo, quedar libre de toda sospecha. Además, eres dueña de una enorme fortuna… que pasaría a mis manos. ¡Qué tentación! Y es que, la verdad sea dicha, hay alguien a quien amo más que a ti. Pero siento lástima por ti, créeme». En la tortura de aquellas noches, mis temores se iban haciendo cada vez más intensos. Y fue por entonces, con la cabeza hecha un lío mientras nos abrazábamos con fuerza en la oscuridad de la habitación, cuando de nuevo comencé a sentir el sabor salado de sus lágrimas al gotear en mi boca.

HOMBRE: Ahí fue cuando viniste a hablar conmigo.

CHICA: Sí, aunque tú dijiste que era una histérica y te tomaste a broma mis temores. Pero, a pesar de tus risotadas, percibí una sombra oculta en tu mirada y empecé a sospechar que compartías mi miedo.

HOMBRE: Quizá tú pensaras eso, pero no era el caso en absoluto. Siempre has tenido esa mirada penetrante para leer la mente, ¿verdad? No hay mucha gente que posea el poder de leer incluso el subconsciente como te sucede a ti.

CHICA: A partir de entonces ya me daba miedo mirarle a los ojos. Y lo que más temía era que él también pudiera leer en los míos. Poco a poco, la idea de hacerme con su pistola se fue apoderando de mi pensamiento… Una noche volví a ver al hombre del abrigo azul junto a la puerta de entrada. Casi había oscurecido, pero tuve la sensación de que me estaba dedicando una mirada lasciva. Un escalofrío me recorrió la espalda. Y en aquel instante me acordé de la pistola de nuevo: el arma que estaba escondida en el cajón del escritorio de Saito.

HOMBRE: Yo también conocía la existencia de esa pistola. Él sabía que tener armas de fuego iba contra la ley, pero aun así la tenía, completamente cargada, y la guardaba en uno de los cajones de la mesa…, por el mero hecho de tenerla, creía yo.

CHICA: De repente se me ocurrió que el hombre del abrigo azul podía tener esa pistola en el bolsillo. Acto seguido me dirigí a la mesa de Saito y miré en el cajón. Pero la pistola estaba allí y sentí un inmenso alivio. Luego tuve otra idea. Me dije a mí misma: «Seguro que si ese hombre es Saito disfrazado no iba a ser tan estúpido como para utilizar su propia pistola. Eso significa que tiene en mente emplear un arma distinta». Y así mis temores no hicieron otra cosa que aumentar.

HOMBRE: Entonces decidiste coger la pistola para tu propia protección.

CHICA: Sí, la saqué de la mesa y la guardé. Por la noche incluso dormía con ella.

HOMBRE: Que esa pistola existiera fue un hecho poco afortunado. Porque de no haber sido así…

CHICA: Fue cuando te pregunté qué me ocurriría si un hombre entrara a robar en mi habitación de noche y yo le disparase, aunque no tuviera pensado matarme. ¿Recuerdas?

HOMBRE: Sí, y si no recuerdo mal te dije que se consideraría legítima defensa y no un asesinato. Después lamenté haberte dicho eso.

CHICA: Y al final vino, como era de esperar. Era más de medianoche. Saltó el cercado y entró a hurtadillas en la casa por la ventana de la cocina. Lo primero que vi fue que la puerta de mi dormitorio se abría lentamente, y luego apareció él. Era él, sin duda. Llevaba puesto el mismo abrigo azul. Tenía bien calado el sombrero y las gafas oscuras le tapaban los ojos… ¡y aquel horrible bigote! ¡Había llegado el momento! Fingí que estaba dormida, pero lancé una furtiva mirada a su figura… y agarré con fuerza la pistola…

HOMBRE: ¿Y luego?

CHICA: Casi podía oír los latidos de mi corazón. Deseaba… ¡Oh, cómo lo deseaba! Deseaba apretar el gatillo, pero esperé. Él estaba de pie en el umbral de la puerta con las manos en los bolsillos. Tuve la impresión de que sabía que yo estaba fingiendo. Nos miramos el uno al otro durante un tiempo que pareció una hora. Yo quería gritar, saltar de la cama y salir corriendo, pero apreté los dientes y me mantuve vigilante.

HOMBRE: ¿Y después?

CHICA: De repente empezó a andar hacia mí. Eché un vistazo desde debajo de las sábanas y vi el gesto amenazador de su rostro junto a la lámpara de la mesilla. Se había disfrazado muy bien, pero no tuve ninguna duda de que se trataba de Saito. Los ojos tras los cristales oscuros parecían sonreír. Su cara se iba aproximando poco a poco… No vi el cuchillo que llevaba en la mano, pero era evidente que pretendía matarme. Giré despacio la pistola bajo la colcha y le apunté al corazón. Luego apreté el gatillo… El ruido fue lo que os hizo venir a ti y a la criada, aunque para entonces yo ya me había desmayado.

HOMBRE: Tan pronto como vi al muerto, supe lo que había sucedido. El cuchillo estaba en el suelo a su lado.

CHICA: Luego llegó la policía y, unos días después, nos llamaron a los dos a declarar a la oficina del fiscal. Les conté toda la historia desde el principio hasta el final, contigo como testigo, y no tardaron en dejarme ir. El cuchillo que hallaste tú era la prueba de que había matado a Saito en defensa propia… Al poco tiempo sufrí un ataque de nervios y me pasé un mes en cama. Qué importantes fueron para mí tus visitas diarias, ocupando el lugar de los amigos y familiares de los que yo carecía… Incluso solucionaste por mí el asunto de la amante de Saito…

HOMBRE: Y ahora, imagínate, ya ha pasado un año. Llevamos casados más de cinco meses… Bueno, volvamos al hotel.

CHICA: No. Aún hay algo más.

HOMBRE: ¿Sí? ¿Qué queda por decir? ¿Acaso no hemos repasado todos los detalles?

CHICA: Sí, pero hasta ahora solo hemos hablado de lo superficial.

HOMBRE: ¿Lo superficial? Yo creo que hemos analizado todo el asunto de un modo minucioso.

CHICA: Pero olvidas, querido, que tras una cortina siempre hay otra…

HOMBRE: Te juro que no tengo ni idea de lo que quieres decir. Hoy te estás comportando de una manera extraña.

CHICA: Tienes miedo, ¿no es así?

En el rostro del hombre se dibuja una mueca, pero sus ojos no muestran expresión alguna. Los de la chica brillan, mientras que sus labios se despliegan en una sonrisa maliciosa.

CHICA: Si a un hombre le fuera posible obligar a otro a cometer un crimen importante solo por medio de su capacidad de sugestión, qué gran placer obtendría de ello… Al servirse de una marioneta alejada de toda sospecha para llevar a cabo su objetivo, sería totalmente imposible que lo descubrieran. Este es, en mi opinión, el crimen perfecto del que nunca hemos hablado.

HOMBRE: ¿Qué…, qué demonios quieres decir?

CHICA: ¡Sólo estoy tratando de hacerte ver qué clase de hombre eres…! Pero no te asustes. No tengo intención de correr a contárselo a la policía. Ya sabes que soy una mujer muy comprensiva. Vamos, no nos andemos con rodeos.

HOMBRE: Escucha, se está haciendo tarde…

CHICA: ¿Lo ves? ¡Te dije que me tenías miedo! Y lo único que sucede es que odio dejar las historias a medias…, así que, por favor, deja que continúe… Saito era la marioneta idónea para ti. En primer lugar hiciste que se interesara por los relatos policíacos. Luego lo convenciste de que el truco de la doble personalidad era infalible. Y muy poco a poco, mediante tu capacidad de sugestión, lo fuiste hundiendo cada vez más en los abismos del crimen… El hecho de que Saito tuviera una amante no fue más que una coincidencia, pero también le sacaste partido a eso.

HOMBRE: Estás loca… Es muy fácil extraer las conclusiones que a uno le parecen bien para que encajen en cualquier esquema…

CHICA: Pero piensa un poco en lo que ocurrió. Sabes muy bien que siempre eras tú, y nadie más que tú, quien hacía que un acontecimiento condujera al siguiente…, hasta que al final yo maté a Saito. Fue todo idea tuya y te servías de tu capacidad de sugestión, ¡lo sabes muy bien!

HOMBRE: Pero olvidas algo. ¡Podrías no haber matado a Saito!

CHICA: En ese caso no hubieras tardado en adoptar una estrategia diferente. De todos los tipos de criminales que existen, tú eres el más astuto, ya que tu táctica está basada en probabilidades. Si un plan se desbarata, rápidamente se te ocurre otro… y otro… Alguno de ellos termina teniendo éxito…, y sin que nadie sospeche de ti. Sí, está claro que has conseguido cometer el crimen perfecto.

HOMBRE: Estoy empezando a enfadarme. Te has inventado por completo esa historia y no tiene el más mínimo sentido. Me voy al hotel.

CHICA: ¡Mírate! Tienes el rostro cubierto de sudor. ¡No niegues que estás nervioso! Pero vas a tener que escucharme hasta el final. Cuando apreté el gatillo de aquella pistola, no vi que Saito tuviera cuchillo alguno. Solo suponía que pretendía matarme, por eso lo maté yo a él… Pero también había otra razón. Yo te amaba, y tú lo sabías… No vi el cuchillo hasta que recobré la conciencia después de desmayarme, y allí estaba el arma, junto al cuerpo de Saito. El caso es que tú fuiste el primero en llegar a aquel escenario después de que yo matase a Saito, y qué fácil te hubiera resultado marcar el cuchillo con las huellas dactilares del muerto y colocarlo a su lado. De ese modo no solo te librabas de Saito, sino que también creabas las pruebas necesarias para que yo saliera airosa de cualquier acusación.

HOMBRE: ¡Qué cosas tan divertidas salen de esa imaginación tuya! ¡Ja, ja!

CHICA: No creas que vas a engañarme con tus carcajadas. Mira, ¡estás temblando! No tienes por qué, créeme. No se lo voy a contar a nadie. ¿Cómo te iba a traicionar después de todas las molestias que te has tomado para conseguirme? Solo quería hablar de este asunto contigo, nada más que una vez… No se lo diré a nadie, no temas.

El hombre se incorpora en silencio, y la mirada que le dedica a la chica indica de forma elocuente que no tiene nada más de qué hablar con una lunática. La chica también se pone en pie y, sin prestar atención al hombre, que permanece inmóvil, comienza a caminar despacio hacia el borde del precipicio. Un instante después, el hombre va tras ella. Al llegar a un punto situado a menos de un metro del borde del precipicio, ella se detiene. Abajo, mucho más abajo, el débil murmullo de la corriente del río se eleva entre la niebla que cubre el abismo. Sin siquiera girar la cabeza, la chica continúa dirigiendo sus palabras al hombre que está detrás de ella.

CHICA: La verdad es que hoy hemos sacado a la luz nuestros pensamientos más íntimos, ¿no lo crees así? De todos modos, me gustaría decirte algo más. Yo te amaba, así, sin más, pero tú deseabas mi dinero tanto como a mí. Y ahora solo quieres mi dinero. Lo sé. Y tú sabes que lo sé. ¿O acaso estoy equivocada? Por eso me trajiste hoy a este solitario lugar… Al igual que Saito, no puedes vivir sin mi dinero, de modo que empiezas a desear que sufra algún accidente. Si me sucediera algo, por supuesto, tú heredarías todo mi dinero, ya que eres mi marido… Da la casualidad de que también sé que tienes una amante… y que me odias por entorpecer tus planes.

En ese momento la chica oye a sus espaldas la agitada respiración del hombre y se da cuenta de que ha ido acercándose a ella de forma sigilosa. Piensa que ha llegado la hora. De pronto siente que las manos del hombre la agarran por los hombros. Comienzan a empujarla con fuerza…, cada vez con más fuerza. En el instante exacto en que aquellas manos masculinas dan el golpe final, ella salta haciéndose a un lado en un abrir y cerrar de ojos. El hombre pierde el equilibrio, se tambalea mientras cae de frente arañando desesperado el espacio vacío. Acto seguido sus pies pisan el aire inconsistente y su cuerpo cae como un rayo en la inmensidad del abismo. Instantes después se oye el alegre piar de los pájaros desde lo más profundo del follaje circundante. En la distancia, el sol se va hundiendo como una bola de fuego que tiñe de un intenso rojo las nubes suspendidas en el aire. La chica permanece inmóvil en la cima del precipicio. Luego, de manera lenta y mecánica, comienza a musitar para sus adentros:

«Defensa propia otra vez. ¡Qué curioso! Hace un año que Saito intentó matarme. Pero el muerto fue él, no yo. Y ahora ese imbécil ha tratado de hacerme caer por este precipicio. Pero quien ha caído ha sido él… Yo he sido la auténtica asesina de ambos. Y sin embargo, la ley no me castigará… ¡Qué fácil es matar! Quién sabe, quizá sea de verdad la bruja que aparento ser…, quizá esté destinada a no detenerme jamás, a matar a un marido tras otro…»

Como un pino solitario, la chica sigue en pie sin moverse al borde del precipicio, desapareciendo poco a poco de la vista a medida que la oscuridad se cierne sobre ella.