El test psicológico

FUKIYA podría haber llegado muy lejos si hubiera puesto su notable inteligencia al servicio de objetivos más nobles. Joven, brillante y diligente, orgullo constante de sus profesores de la Universidad de Waseda de Tokio, cualquiera era capaz de darse cuenta de que se trataba de un hombre con un prometedor porvenir. Pero, por desgracia, el destino llevó a Fukiya a dejar en mal lugar a quienes lo conocían. En lugar de esforzarse por seguir una carrera académica normal, lo echó todo por tierra de pronto al cometer… ¡un asesinato!

Todavía hoy, transcurridos muchos años desde que se produjera su desconcertante crimen, hay todo tipo de conjeturas acerca del extraño y misterioso motivo que pudo llevar a un hombre joven de tan gran talento a poner en práctica su violenta trama. Hay quien sigue insistiendo en que detrás de todo está la codicia por el dinero, el móvil más común que existe. Esta explicación es verosímil en cierta medida, ya que el joven Fukiya, que trataba de abrirse camino en la universidad, se veía más que limitado por las penurias económicas. Por otro lado, se debe tener en cuenta que un intelectual de su talla quizá se sintiera tan humillado por tener que perder su precioso tiempo trabajando, que bien pudiera haber considerado el crimen como única salida. Así y todo, ¿acaso son suficientes todas estas razones para explicar de forma convincente la brutalidad casi sin parangón del crimen que cometió? Otros han aventurado una teoría más probable: que Fukiya era un criminal nato y que perpetró el crimen por puro placer. En cualquier caso, y al margen de los motivos ocultos que pudiera tener, es innegable que Fukiya, al igual que otros criminales intelectuales antes que él, albergaba la firme determinación de cometer el crimen perfecto.

Desde su primer día de clase en Waseda, Fukiya se sintió inquieto y preocupado. Una fuerza perniciosa parecía roerle el cerebro, lo empujaba, lo incitaba a poner en práctica una «trama» que por entonces no era más que un vago bosquejo de su mente, como una sombra en la niebla. Un día sí y otro no, mientras asistía a las clases, cuando charlaba con los amigos del campus, o en los extraños trabajos que le permitían hacer frente a sus gastos, no dejaba de dar vueltas a lo que lo sumía en aquel estado de agitación. Y entonces, un día, hizo buenas migas con un compañero de clase llamado Saito, y ahí fue cuando la «trama» empezó a tomar cuerpo.

Saito era un estudiante tranquilo de edad similar a la de Fukiya, y, como él, necesitado de dinero. En esa época llevaba casi un año viviendo de alquiler en la habitación de una casa propiedad de una viuda que disfrutaba de una saneada situación económica gracias al legado de su marido, un importante cargo del gobierno. Aquella mujer, que rozaba los sesenta años, era en extremo avariciosa y tacaña. A pesar de que los ingresos obtenidos por el alquiler de varias viviendas le permitían vivir con desahogo, ella no dejaba de incrementar su riqueza mediante la mezquina práctica de prestar pequeñas sumas de dinero a gente de su confianza. Sin embargo, se daba la circunstancia de que no tenía hijos y, en consecuencia, desde los inicios de su viudedad el dinero se había ido convirtiendo en un consuelo para sustituirlos. En lo que a Saito se refiere, sin embargo, lo había aceptado como inquilino más a modo de protección que como fuente de ganancia económica: al igual que toda la gente inclinada a acaparar dinero, ella escondía una importante suma en algún lugar de su casa.

En cuanto su amigo Saito le contó todo esto, Fukiya se sintió tentado por el dinero de la viuda.

—¿Qué provecho le va a sacar ella, en cualquier caso? —se preguntaba sin cesar, tras haber realizado dos o tres visitas a la casa—. Cualquiera puede darse cuenta de que a esa bruja vieja y mustia no le queda mucho de vida. Sin embargo, ¡aquí estoy yo! Soy joven, estoy lleno de vida y ambición, y tengo un brillante futuro por delante.

El asunto no dejaba de martillearle el cerebro hasta que llegó a una conclusión: ¡Tenía que conseguir aquel dinero! Pero ¿cómo? La respuesta a esta pregunta surgió en medio de la tela de araña de un horrible plan. En primer lugar, sin embargo, Fukiya decidió que el éxito de cualquier plan dependía de un factor importante: una preparación inteligente y cuidadosa. De ahí que, de un modo sutil y casual, se pusiera manos a la obra para sonsacar a su colega Saito la mayor cantidad de información posible acerca de la anciana y el dinero oculto.

Un día, de forma inesperada, Saito hizo cierta observación que dejó de una pieza a Fukiya, ya que se trataba exactamente de lo que llevaba tanto tiempo deseando saber.

—¿Sabes una cosa, Fukiya? —preguntó Saito riéndose, sin sospechar en absoluto la vileza que anidaba en la mente de su amigo—, yo creo que la vieja se ha vuelto loca con lo del dinero. Casi todos los meses lo cambia de escondite. Hoy he descubierto por accidente la última «cámara de seguridad», y tengo que admitir que es muy original. ¿Adivinas dónde está?

Fukiya logró reprimir su agitación con el refinamiento de un actor y, tras lanzar un bostezo, observó con desgana:

—Me temo que ni se me pasa por la imaginación.

Saito cayó con facilidad en aquella astuta trampa.

—Bueno, entonces te lo diré —señaló de inmediato, algo decepcionado por el poco interés que mostraba su interlocutor—. Como seguramente ya sabes, cuando alguien quiere ocultar dinero, lo suele colocar bajo el suelo o en alguna cavidad o agujero secreto en la pared. Pero mi querida patrona es mucho más ingeniosa que todo eso. ¿Recuerdas aquel pino enano que había en la alcoba de la habitación de invitados? Pues ese es el nuevo lugar que ha elegido para esconder el dinero: en la tierra de la maceta. ¿Acaso no es terriblemente lista? A ningún ladrón se le ocurriría siquiera mirar en un sitio así.

A medida que pasaban los días Saito pareció olvidarse de esta conversación, pero no sucedió lo mismo con Fukiya. Tras haber devorado hasta la última palabra que Saito le había dicho, tomó la firme decisión de hacerse con el dinero de la anciana. Sin embargo, aún existían ciertos detalles que resolver antes de realizar el primer movimiento. Uno de los problemas cruciales consistía en el modo de alejar de su persona cualquier clase de sospecha. Tampoco pudo dejar de lado otros aspectos del problema, como los remordimientos de conciencia. Toda esa cháchara de Raskolnikov, en Crimen y castigo, de Dostoievski, torturado por el terror invisible de un corazón angustiado, a Fukiya le resultaba absurda. En realidad, reflexionaba, todo dependía del punto de vista que se adoptase. ¿Había que condenar a Napoleón como asesino de masas porque fuera responsable de la muerte de tanta gente? Era evidente que no. De hecho, él sentía una gran admiración por el ex cabo que se convirtió en emperador, y no le importaban los medios que hubiera empleado para ello.

Para entonces Fukiya, definitivamente decidido a lograr su objetivo, pensó que debía aguardar con paciencia una oportunidad. Como iba a ver a Saito con frecuencia, ya conocía la distribución de la casa, y alguna que otra visita más le permitió enterarse de todos los detalles que precisaba. Por ejemplo, no tardó en saber que la anciana rara vez salía a la calle. Eso suponía un problema. Día tras día permanecía sentada y en completo silencio en su salón privado, situado en una de las alas del edificio. Sin embargo, en caso de que una necesidad imperiosa la obligara a abandonar su cómodo refugio, lo primero que hacía era apostar a su criada, una sencilla campesina, en calidad de «centinela» para vigilar la casa. Fukiya comprendió en seguida que, a la vista de las circunstancias, su previsión de aventurarse en el mundo del crimen no sería tarea fácil. Muy al contrario, si quería salir con éxito, debería utilizar lo más refinado de su astucia.

Fukiya pensó en diversos planes a lo largo de todo un mes, pero los fue descartando uno tras otro por considerarlos defectuosos. Al fin, después de exprimirse el cerebro hasta quedar casi exhausto, Fukiya llegó a la conclusión de que solo había un camino: ¡Debía matar a la anciana! Creía que la fortuna oculta de la vieja sería sin duda alguna lo bastante grande como para justificar su asesinato, y se recordó a sí mismo que los ladrones más célebres de la historia siempre habían eliminado a sus víctimas siguiendo la contundente teoría de que «los muertos no hablan».

Fukiya comenzó a preparar con todo cuidado los pasos que pensaba seguir de la manera más segura. Le llevó su tiempo hacerlo, pero gracias al inocente Saito supo que el escondite seguía siendo el mismo; y tuvo la certeza de que era capaz de diseñar cada detalle a la perfección, incluso el más nimio que pudiera presentarse.

Un día, de forma más bien imprevista, Fukiya comprendió que había llegado el momento deseado desde hacía tanto tiempo. En primer lugar, se enteró de que Saito iba a ausentarse de la casa durante toda la jornada porque tenía que permanecer en la universidad. La criada, asimismo, tenía que hacer un recado y no regresaría hasta la noche. Dos días antes, por casualidad, Fukiya se había tomado la molestia de verificar que el dinero seguía oculto en la maceta del pino enano. Se había cerciorado de ello con gran facilidad. Aprovechó la visita a Saito para acercarse con aire indiferente a la habitación de la anciana y «presentarle sus respetos»; en el transcurso de la conversación se las ingenió para dejar caer alguna que otra referencia al escondite del dinero. Como astuto estudiante de psicología que era, se fijó en los ojos de la mujer cada vez que mencionaba la palabra escondite. Su previsión se reveló acertada y comprobó que ella, sin querer, siempre dirigía la vista hacia la maceta con el árbol que había en la alcoba.

El día del asesinato Fukiya iba vestido con el uniforme y la gorra que siempre llevaba en la universidad, además de su capa negra de estudiante. También se puso unos guantes para asegurarse de que no dejaría huellas dactilares. Hacía tiempo que había descartado la idea del disfraz, ya que era consciente de que ese tipo de atuendos constituían una pista fácil de seguir. Tenía la plena convicción de que cuanto menos se ocultara y más sencillo fuera el crimen, más difícil resultaría detectarlo. En los bolsillos llevaba una navaja más bien larga, aunque dentro de lo normal, así como una bolsa de gran tamaño. Había adquirido estos objetos de la vida cotidiana en unos pequeños almacenes a una hora en la que estaban llenos de clientes, y los había pagado sin regatear el precio. Por lo tanto, confiaba en que nadie lo recordaría haciendo aquella compra.

Fukiya, absorto en sus pensamientos, se encaminó sin prisa hacia la escena del crimen que tenía planeado. A medida que se acercaba al barrio en cuestión, recordó por décima vez que era fundamental que nadie lo viera entrar en la casa. Pero ¿y si se encontraba con algún conocido antes de llegar a la puerta de la víctima? En ese caso no habría ningún problema, siempre y cuando lograra convencer a esa persona de que solo estaba dando un paseo, algo habitual en él, por otro lado.

Quince minutos más tarde llegó a la entrada de la casa de la anciana. Aunque había tenido la suerte de no cruzarse con nadie conocido, se dio cuenta de que respiraba con el aliento entrecortado. La sensación le resultó desagradable. Comenzaba a sentirse, en cierto modo, más como un vulgar ladrón o un merodeador que como el frío y refinado príncipe del crimen que siempre se había imaginado que sería.

Mientras se esforzaba por controlar los nervios, Fukiya miró furtivamente en todas direcciones. Al final, satisfecho tras comprobar que nadie lo había visto todavía, centró su atención en la casa. Se hallaba encajonada entre otras dos, aunque convenientemente aislada de ellas mediante dos filas de árboles a ambos lados árboles de follaje denso que formaban una especie de cercado natural. Frente a la casa, por el lado opuesto, un largo muro de cemento delimitaba una rica propiedad que ocupaba toda una manzana.

Abrió la puerta despacio y sin hacer ruido, y sujetando la pequeña campana clavada en ella para que no sonara. Una vez en el patio, avanzó a hurtadillas hasta una de las entradas laterales y llamó sin armar escándalo.

—Buenos días —saludó, alarmado al darse cuenta de que aquella voz no parecía la suya.

La inmediata respuesta se vio acompañada por el crujir de la tela de un quimono, y acto seguido la anciana abrió la puerta.

—Buenos días, señor Fukiya —contestó ella, arrodillándose al tiempo que hacía una cumplida reverencia—. Me temo que su amigo Saito no se encuentra en casa.

—Es… usted con quien quiero hablar —se apresuró a aclarar Fukiya—, aunque es acerca de un tema que tiene que ver con Saito.

—Entonces, adelante —invitó ella.

Una vez que él se hubo despojado de los zapatos, ella lo guió hasta el recibidor, donde le pidió disculpas por hallarse sola en casa.

—La criada ha tenido que salir hoy —señaló—, de modo que debe usted disculparme mientras preparo el té. No tardaré nada.

Se incorporó y se dio la vuelta para abandonar la sala.

Allí estaba la oportunidad que Fukiya estaba esperando. Cuando la anciana se agachó un poco para abrir la puerta de papel, se abalanzó sobre ella por la espalda y empezó a estrangularla con sus manos enguantadas. La mujer luchó débilmente, y uno de sus dedos arañó un biombo que había al lado.

Una vez inerte la anciana, Fukiya examinó con atención los desperfectos. El biombo tenía dos hojas cubiertas con escamas doradas y una pintura que representaba a Komachi, célebre belleza de la era feudal. El rostro de Komachi estaba en el lugar exacto que la anciana había arañado en su agonía.

Fukiya no tardó en recobrar la compostura al considerar que aquello carecía de importancia. Se olvidó del asunto y se dirigió a la alcoba, donde agarró el pino por el tronco y lo sacó de la maceta. Tal y como esperaba, halló un bulto situado en el fondo y bien envuelto en papel vegetal. Se deshizo de este con gesto ávido y sonrió satisfecho al ver que contenía un grueso fajo de billetes.

Sin perder tiempo, Fukiya cogió la mitad del dinero, lo introdujo en la bolsa que sacó del bolsillo, envolvió de nuevo el resto en el mismo papel vegetal y lo colocó otra vez en el fondo de la maceta. Consideró este acto como el toque maestro, ya que estaba seguro de que con él la policía no sería capaz de seguir su rastro. Si se tenía en cuenta que la anciana era la única persona que sabía cuánto dinero tenía escondido, nadie sería capaz de adivinar que la cantidad original se había reducido a la mitad.

A continuación clavó la larga navaja en el corazón de la mujer con gran precisión. Después limpió la hoja en el quimono y la volvió a meter en el bolsillo. El objetivo de tan extraña acción no era otro que el de asegurarse de que la anciana no reviviría, posibilidad que con frecuencia se daba en las novelas policíacas que había leído. No la había matado con la navaja por miedo a que la sangre le salpicara la ropa.

Fukiya puso de nuevo el árbol en la maceta, alisó la tierra y también se cercioró de que no había dejado huella alguna. Luego salió de la estancia. Cerró la puerta y se dirigió con gran sigilo a la entrada lateral. Allí, mientras se ataba los cordones de los zapatos, se preguntó si su calzado no habría dejado alguna marca delatora. Pero en seguida decidió que no había peligro, ya que el camino de entrada estaba pavimentado. Salió al jardín y se sintió incluso más seguro, porque el día era soleado y el suelo se hallaba firme y seco. Solo necesitaba caminar hasta la puerta de entrada, abrirla y desaparecer de aquel escenario.

El corazón le latía a toda velocidad, porque era consciente de que a esas alturas cualquier desliz podría ser fatal. Aguzó los oídos para captar la menor señal de peligro, como pasos aproximándose, pero lo único que percibió fueron las melodiosas notas de un arpa japonesa que alguien tañía en la distancia. Se irguió todo lo que pudo y se encaminó con decisión hacia la puerta, la abrió sin miedo y abandonó el lugar.

A cuatro o cinco manzanas de la casa de la anciana se alzaba un alto muro de piedra que guardaba un antiguo santuario sintoísta. Fukiya tiró la navaja y los guantes ensangrentados por una grieta que daba a una zanja; luego reanudó la marcha sin prisa hasta llegar a un parque por el que solía pasear. Se sentó en un banco y observó indiferente a varios niños que jugaban en los columpios.

Tras pasar bastante tiempo en el parque, se levantó, bostezó y se desperezó, y después recorrió la distancia que lo separaba de la comisaría más cercana. Saludó al sargento, que estaba sentado en su mesa, con un gesto del todo inocente, y finalmente sacó la bien repleta bolsa que portaba.

—Agente, acabo de encontrar esta bolsa en la calle. Está llena de dinero, así que pensé que lo mejor sería entregarla aquí.

El policía cogió la bolsa, examinó el contenido y le hizo varias preguntas de rutina. Fukiya, sin perder la calma en ningún momento, y con plena confianza en sí mismo, respondió sin rodeos acerca del lugar y la hora en que había llevado a cabo su «hallazgo». Ni que decir tiene que toda la información era falsa, con una excepción: el nombre y la dirección que dio eran los auténticos.

Tras haber rellenado varios formularios, el sargento le entregó un recibo. Fukiya se lo guardó y, durante un instante, volvió a preguntarse si estaba actuando de modo inteligente. Sin embargo, se mirase como se mirase, era evidente que había elegido el camino más seguro posible. Nadie sabía que el dinero de la anciana había quedado reducido a la mitad. Además, Fukiya estaba convencido de que nadie reclamaría el botín. Según la ley japonesa, aquella cantidad terminaría siendo suya si nadie la exigía de forma legítima en el plazo de un año. Suponía esperar bastante tiempo, desde luego, pero ¿qué se le iba a hacer? Era como tener el dinero en el banco: algo con lo que se podía contar para el futuro.

Por otro lado, de haber escondido el dinero con la intención de aguardar la oportunidad de gastarlo, habría corrido un riesgo constante. La forma elegida, sin embargo, eliminaba hasta el más remoto peligro de ser descubierto, incluso en el caso de que la anciana llevase algún registro de los números de serie de los billetes.

De vuelta a casa desde la comisaría de policía, Fukiya no dejó de regodearse con el ingenioso plan de su crimen.

—Un caso digno de un genio absoluto —señalaba para sus adentros y riéndose entre dientes—. Y qué ridículo para la policía… ¡Increíble! ¡Un ladrón que entrega el botín! En circunstancias así, ¿cómo podrían siquiera sospechar de mí? ¡No, ni el mismísimo Gran Buda adivinaría la verdad!

Al día siguiente, tras despertar de un sueño profundo y sereno, Fukiya leyó el periódico matinal que le había llevado a la cama la asistenta de la pensión. Ahogando un bostezo, echó un vistazo a las noticias de interés humano. De repente se topó con un breve artículo que le hizo abrir los ojos de par en par. La primera parte de la historia se centraba en el descubrimiento del cuerpo de la anciana. Este hecho no le resultó a Fukiya asombroso ni alarmante. Pero el informe también daba cuenta de la detención por parte de la policía de su amigo Saito como principal sospechoso, ya que había sido sorprendido con una gran suma de dinero en su poder.

La verdad, pensó Fukiya, es que seguía sin tener motivos para preocuparse. Muy al contrario, el curso de los acontecimientos le proporcionaba una ventaja indiscutible con respecto a su seguridad. No obstante, en calidad de amigo íntimo de Saito, cayó en la cuenta de que debía acercarse a la comisaría para interesarse por su situación.

Fukiya se vistió a toda prisa y llamó a la comisaría mencionada en la noticia del periódico. Resultó ser la misma en la que él había informado del «hallazgo» de la bolsa.

—¡Qué mala suerte! —se lamentó al darse cuenta de ese detalle. ¿Por qué no había elegido otra comisaría para entregar el dinero? De todos modos, ya era demasiado tarde para cambiar las cosas.

Tuvo la habilidad de mostrar una enorme inquietud con respecto a la difícil situación en que se encontraba su amigo. Preguntó si le permitirían ver a Saito, pero recibió una amable negativa por respuesta. Trató de indagar acerca de las circunstancias de la detención, pero tampoco sirvió de nada.

De todos modos, a Fukiya no le importaban demasiado aquellas evasivas, ya que, aunque no se lo contaran, le resultaba sencillo imaginar lo que había sucedido. Lo más probable es que aquel fatídico día Saito hubiera regresado a casa antes que la criada. Para entonces él ya había cometido el horrible crimen y se había marchado de allí. Después Saito debió de encontrar el cuerpo. Sin embargo, seguro que antes de llamar a la policía recordó el dinero escondido en la maceta. Si aquello era obra de un ladrón, el dinero habría desaparecido. La curiosidad por saber si estaba en lo cierto le hizo examinar la maceta y allí encontró el dinero envuelto en papel vegetal. Y a Fukiya no le costó un gran esfuerzo imaginar lo que probablemente ocurrió a continuación.

No cabe duda de que Saito tuvo la tentación de quedarse con el dinero. Era una reacción lógica, al mismo tiempo que una estupidez. Convencido de que todos pensarían que el asesino de la anciana había robado el dinero, Saito se lo guardó. ¿Y qué hizo después? También era fácil adivinarlo. Se apresuró a informar del hallazgo del cadáver de la anciana con el dinero aún encima, sin imaginar siquiera que él sería uno de los primeros sospechosos a quienes interrogarían. ¡Un completo idiota!

Pero, un momento, reflexionó Fukiya después, seguro que Saito trataría por todos los medios de quedar libre de toda sospecha. ¿Y luego qué? ¿Acaso su declaración llegaría a incriminarle a él, a Fukiya, de algún modo? Mientras Saito insistiera en que el dinero era suyo todo iría bien. Y es que una cantidad tan grande, demasiado para un estudiante como Saito, impedía que tomaran en serio sus afirmaciones. La única alternativa que tenía era la de decir la verdad: toda la verdad. Aquello llevaría al fiscal, mediante un hábil interrogatorio por su parte, a descubrir que Saito también había dicho a Fukiya el lugar donde la anciana dama tenía oculto el dinero.

—Solo dos días antes del crimen —Fukiya casi podía oír a Saito declarar en el juicio—, mi amigo Fukiya tuvo una conversación con la víctima en la misma habitación en la que esta fue asesinada. Sabedor de que tenía el dinero escondido en la macera del árbol, ¿no pudo ser él quien la matara? ¡Además, me gustaría recordar a este tribunal que los problemas de dinero de Fukiya eran un secreto a voces!

Aunque este soliloquio le reportó una notable sensación de incomodidad, el optimismo de Fukiya tardó muy poco en desplazar al desánimo inicial. Salió de la comisaría con un gesto del todo indiferente, regresó a la pensión y, aunque ya era algo tarde para ello, desayunó. Mientras comía recuperó su original bravuconería, hasta el punto de contar a la asistenta algún que otro detalle del caso.

Poco después se fue a clase, donde comprobó que, tanto en las aulas como en el resto del campus, el principal tema de conversación era la detención de Saito como sospechoso de asesinato.

La persona encargada de la investigación de este sensacional caso fue el fiscal del distrito, Kasamori, célebre no solo por su excelente formación jurídica, sino también por sus valiosos conocimientos en diversos campos, en especial el de la psicología. Siempre que se encontraba con un caso que no podía solucionarse mediante métodos convencionales, utilizaba sus conocimientos en el ámbito psicológico con resultados deslumbrantes. Con un hombre de la reputación de Kasamori ocupándose del caso del asesinato de la anciana, la opinión pública tuvo claro desde el principio que aquel misterio se resolvería en breve.

El propio Kasamori confiaba en que terminaría solventando el misterio por muchas dificultades que surgieran en la primera etapa de la investigación. Comenzó por analizar todo lo relacionado con el caso de tal manera que, una vez comenzado el juicio, no hubiera la más mínima duda sobre ninguna de las fases del proceso. Sin embargo, a medida que avanzaba la investigación, el caso se le iba revelando más y más complicado. La policía sostuvo desde el principio que Saito era el único culpable posible. Incluso Kasamori admitía la lógica de la teoría policial, ya que en realidad se había investigado a toda persona que tuviera algo que ver con la mujer asesinada, por remota que fuera su relación, y nadie dio motivos de sospecha: es decir, nadie excepto el huésped que tenía alojado en casa, el desventurado Saito. También habían interrogado a Fukiya, así como a diversos acreedores de la anciana, inquilinos, e incluso simples conocidos, pero aquel había sido rápidamente descartado.

En el caso de Saito existía una circunstancia fundamental que operaba en su contra de modo notable: poseía una personalidad muy débil y, completamente aterrorizado por la implacable atmósfera del juzgado, era incapaz de responder a las preguntas más sencillas sin tartamudear o balbucear y mostrar todos los síntomas típicos de una conciencia culpable. Por si no fuera suficiente, y en el estado de nervios en que se hallaba, con frecuencia se retractaba de lo declarado anteriormente, olvidaba detalles cruciales, y después trataba de arreglarlo incurriendo en diversas contradicciones, algo que no hacía sino incriminarlo cada vez más. Al mismo tiempo había otro detalle que lo torturaba y lo estaba conduciendo hasta el borde mismo de la locura: ser realmente culpable de haber robado la mitad del dinero de la anciana, precisamente lo que Fukiya había vaticinado.

El fiscal del distrito reunió de forma cuidadosa las pruebas, de momento circunstanciales, que había contra Saito y sintió una enorme pena por él. Pero Kasamori no dejaba de preguntarse si aquel infeliz, con su debilidad y sus gimoteos, habría sido capaz de cometer un asesinato tan cruel, ejecutado con tanta sangre fría. Tenía sus dudas al respecto. Saito aún no había confesado y todavía no había pruebas concluyentes acerca de su culpabilidad.

Pasó un mes y seguía sin completarse la fase preliminar de la investigación. El fiscal del distrito se sentía claramente molesto e impaciente por la lentitud con que avanzaba el caso.

—¡Maldita sea la lentitud de la justicia! —explotó un día ante un subordinado, mientras revisaba los documentos relacionados con el asunto quizá por centésima vez—. A este paso tardaremos mil años en resolver el caso.

Luego se dirigió a grandes zancadas a otra mesa y cogió un montón de documentos rutinarios rellenados por el capitán de la comisaría a cuya jurisdicción pertenecía la anciana. En uno de aquellos papeles, por casualidad, vio que el mismo día del asesinato se había encontrado una bolsa con noventa y cinco mil yenes en un lugar próximo a la casa de la mujer. La persona que halló el dinero, leyó más adelante en el informe, era un estudiante de nombre Fukiya, ¡un amigo íntimo de Saito, el sospechoso clave del crimen! Por alguna razón (puede que debido a la necesidad de dedicarse a otros asuntos urgentes) el capitán de la policía había olvidado remitir antes ese informe.

Después de leer el documento, los ojos de Kasamori se iluminaron con un extraño fulgor. Llevaba un mes dando palos de ciego. Y ahora había llegado aquella información, como si de un delgado rayo de luz se tratase. ¿Tendría algún significado, algo que ver con el caso en cuestión? Decidió indagar sin perder un segundo.

Fukiya fue llamado a declarar inmediatamente, y el fiscal del distrito lo interrogó a fondo. Sin embargo, tras una hora entera de preguntas, Kasamori se dio cuenta de que así no iba a ninguna parte. Cuando le pidieron explicaciones sobre por qué no había comunicado el descubrimiento de la bolsa en el anterior interrogatorio acerca del asesinato, Fukiya aseguró con calma que no pensó que aquello tuviera ninguna relación con el caso.

Esta contestación, clara y directa, sonaba de lo más razonable, ya que el dinero que se creía propiedad de la anciana había sido encontrado en manos de Saito. Por tanto, era obvio, ¿a quién se le ocurriría imaginar que el dinero hallado en la calle también formaba parte de las posesiones de la mujer muerta?

No obstante, Kasamori estaba totalmente intrigado. ¿De verdad no era más que una mera coincidencia que aquel hombre, que tanta amistad tenía con Saito, el sospechoso principal, quien a su vez lo señalaba como la única persona, además de él, que estaba al tanto de dónde guardaba su dinero la anciana, se hubiera encontrado una cantidad tan grande de dinero en un sitio cercano al del asesinato? Se trataba de un misterio digno de la mente de un detective de primera.

El fiscal del distrito, contrariado, hacía denodados esfuerzos por dar con la solución, y lamentó amargamente que la anciana no tuviera registrados los números de serie de los billetes. De haber sido así, hubiera resultado muy sencillo verificar si el dinero hallado por Fukiya formaba parte del mismo lote o no.

—Ojala pudiera encontrar una sola pista —se repetía una y otra vez. En los días siguientes, Kasamori volvió a la escena del crimen y habló con la gente que tenía algún vínculo con la víctima, dando vueltas y más vueltas a los hechos ya conocidos sin llegar a ninguna conclusión. Tuvo que admitir que se hallaba en un callejón sin salida y ni siquiera tenía una pista a la que aferrarse para continuar.

En su opinión, la única explicación posible del hallazgo de la bolsa por parte de Fukiya era la de que este hubiese robado la mitad de los ahorros de la anciana, dejando el resto en el escondite y llevándose el dinero sustraído en una bolsa para, más adelante, fingir que se lo había encontrado en la calle. Pero ¿de verdad sucedió todo de un modo tan increíble? La bolsa, desde luego, había sido sometida a las pruebas más minuciosas, así como a la observación bajo el microscopio en busca de cualquier clase de pista, pero fue en vano. Además, según su propia declaración, Fukiya había salido a dar un paseo el día del asesinato y reconoció que había pasado por la casa de la mujer. ¿Alguien que se supiera culpable sería tan temerario como para admitir algo así? En cualquier caso, ¿dónde estaba el arma utilizada para apuñalar a la anciana? Habían peinado la casa y el jardín hasta el último rincón, así como el área circundante en un amplio radio, pero no apareció ni rastro de ella.

Ante la carencia de pruebas concluyentes, Kasamori tuvo que justificar que la policía señalase a Saito como sospechoso número uno. Pero entonces le surgía de nuevo la idea: si Saito podía ser culpable…, ¡igualmente podía serlo Fukiya! De ese modo, tras un mes y medio de investigación, lo único que estaba claro era la existencia de dos sospechosos, aunque sin la menor prueba que permitiera acusar a ninguno de ellos.

Llegado a este punto, Kasamori decidió que todavía podía emplear otro método en sus intentos por resolver el caso. Consistía en someter a los dos sospechosos a un test psicológico, algo que había resultado muy útil en otras ocasiones.

Tras ser interrogado por primera vez por la policía, dos o tres días después del asesinato, Fukiya se enteró de que el fiscal del distrito encargado del caso era el célebre Kasamori, conocido por su afición a la psicología: aquello le produjo un pánico enorme. Hasta entonces se había mostrado tranquilo y confiado, pero no tardó en sentirse atemorizado con solo escuchar el nombre del fiscal del distrito, sobre todo después de haber tenido que declarar una segunda vez ante el propio Kasamori. Intentaba hacerse a la idea, solo como posibilidad, de que lo sometieran a un test psicológico. ¿Qué haría entonces? ¿Sería capaz de defenderse en un experimento de esa índole, un experimento del que no sabía nada en absoluto?

Aquella eventualidad le produjo un impacto de tal magnitud que los nervios no le permitían asistir a clase. Se quedaba en su habitación con el pretexto de que se encontraba enfermo, y trató por todos los medios de hallar un modo de enfrentarse a aquel reto con inteligencia. Era obvia la imposibilidad de adivinar qué tipo de test psicológico decidiría utilizar Kasamori. Por tanto, Fukiya probó todos los tipos de pruebas que pudieran aplicarle para así descubrir la mejor forma posible de eludir sus consecuencias. Dado que un test psicológico, por naturaleza, es un método destinado a revelar la falsedad de cualquier declaración, el primer pensamiento de Fukiya fue que le resultaría del todo imposible salir airoso de una prueba así.

Fukiya sabía que algunas pruebas psicológicas se servían de detectores de mentiras para registrar las reacciones físicas del sujeto. También había oído que existía un método más simple: un cronómetro para controlar el tiempo que tardaba un sospechoso en responder a las preguntas. Cuanto más pensaba Fukiya en la diversidad de métodos psicológicos útiles en la resolución de crímenes, más preocupado se sentía. En caso de que lo cogieran desprevenido con una pregunta lanzada a quemarropa del tipo «Usted es quien mató a la anciana, ¿verdad?», Fukiya confiaba en que sería capaz de replicar con calma: «¿Qué prueba tienen para realizar una suposición tan absurda?». Ahora bien, si lo sometían al detector de mentiras, ¿no desenmascararía este el agitado estado mental que sufría? ¿Acaso no le resultaría imposible a un ser humano normal evitar aquellas reacciones físicas?

Fukiya se puso a prueba haciéndose distintas preguntas hipotéticas. Curiosamente, al margen de lo inesperado de cualquiera de ellas, cuando se las dirigía a sí mismo, no se le pasaba por la cabeza que produjeran ningún cambio físico en su persona. Poco a poco se fue convenciendo de que siempre que evitara ponerse nervioso estaría a salvo, incluso ante el instrumento más preciso que le aplicaran.

Mientras llevaba a cabo aquellos experimentos, Fukiya de pronto tuvo la certeza de que los efectos de un test psicológico podían ser neutralizados mediante un entrenamiento adecuado. Estaba seguro de que la reacción nerviosa de una persona frente a una pregunta intencionada sería menos intensa cada vez que esta se repitiera. Si su razonamiento era correcto, se decía Fukiya, el mejor método de neutralización era el de acostumbrarse a las preguntas. Concluyó que las preguntas que se hacía no daban lugar a reacción alguna porque ya conocía tanto la pregunta como la respuesta antes de formularlas.

Fukiya comenzó a estudiar de manera concienzuda todas y cada una de las páginas de un grueso diccionario y se dedicó a anotar las palabras que pudieran ser empleadas en preguntas dirigidas a él. Durante una semana entera dedicó la mayor parte de su tiempo a esta tarea, entrenando sus nervios contra cualquier pregunta posible. Cuando hubo considerado que su mente ya estaba bien pertrechada en ese campo, pasó a otro: el de las pruebas de asociación de palabras, cuyo extendido uso entre los psiquiatras a la hora de examinar a los pacientes era bien conocido por Fukiya.

Por lo que Fukiya sabía, el paciente (o acusado) debía responder a una palabra con la primera que le viniera a la mente. El examinador empleaba una lista de palabras sin relación alguna con el caso: «biombo», «escritorio», «cinta», «bolígrafo», y otras por el estilo. La relevancia de la prueba consistía en que la palabra de réplica podía albergar alguna asociación mental con la citada previamente. Por ejemplo, si la palabra era «biombo», un sujeto culpable reaccionaría con vocablos como «ventana», «alféizar», «papel» o «puerta». Y en el transcurso del test aparecían términos con los que se pudiera incriminar al acusado, como «cuchillo», «dinero» o «bolsa», con el objeto de confundirlo en su proceso de asociación de ideas.

En el caso de Fukiya, por ejemplo, si no se andaba con cuidado podía responder «dinero» a «árbol enano», admitiendo de forma inconsciente su conocimiento de que el dinero había sido robado de la maceta del árbol. Por el contrario, si se hallaba previamente preparado para tan dura prueba, tenía la posibilidad de contestar mediante palabras inofensivas como «loza» en lugar de «dinero», quedando así al margen de toda sospecha.

Fukiya sabía que a la hora de poner en práctica este «diagnóstico léxico» siempre se registraba el tiempo exacto que pasaba entre la pregunta y la respuesta. Por ejemplo, si el acusado decía «puerta» en respuesta a «biombo» en un segundo, y después tardaba tres segundos al pronunciar «loza» como réplica a «árbol enano», la deducción lógica sería que el sujeto se había tomado más tiempo para idear la segunda contestación con el propósito de suprimir la primera idea que le hubiera venido a la cabeza. Ni que decir tiene que la gran diferencia entre ambos intervalos de tiempo haría sospechar a los investigadores.

Fukiya también pensó que si le sometían a una prueba de palabras, lo más seguro sería responder de la forma más natural posible. Decidió, por lo tanto, que como réplica a «árbol enano» debía contestar «pino» o «dinero», ya que incluso si él no fuera el culpable la policía sabía que estaba lo bastante al tanto de los hechos como para dar una respuesta de esa índole. Sin embargo, había un detalle que exigía una reflexión más profunda: el tiempo. Creía, de todos modos, que aquello también podía controlarse mediante una preparación rigurosa. Lo más importante era que si le lanzaban una palabra como «árbol enano», tenía que ser capaz de contestar «dinero» o «pino» sin dudar un solo instante.

Fukiya realizó una labor intensa de entrenamiento durante varios días, hasta que tuvo la certeza de que sería capaz de salir airoso de la prueba más estricta. También suponía un consuelo saber que Saito, aunque inocente, tendría que pasar por la misma batería de preguntas y, sin duda alguna, se mostraría más o menos igual de nervioso que él.

Cuanto más reflexionaba Fukiya en torno a todas estas posibilidades, mayor seguridad y confianza en sí mismo reunía. De hecho, una vez libre de tanta tensión, se atrevía a silbar y a cantar, e incluso deseaba con todas sus fuerzas recibir un requerimiento judicial por parte del fiscal del distrito Kasamori.

Al día siguiente de haber sometido a un test psicológico a los dos sospechosos, el fiscal del distrito Kasamori estaba en su casa, en su estudio, ocupado en examinar los resultados de las pruebas. De pronto la criada anunció que tenía visita.

El fiscal del distrito, literalmente enterrado entre los papeles, no estaba de humor para hacer de anfitrión, de ahí que gruñera impaciente a la criada:

—Dígale amablemente a quien sea que hoy estoy demasiado ocupado para recibir a nadie.

—Sí, señor —respondió obediente la criada, pero mientras se daba la vuelta la puerta se abrió de repente y alguien hizo aparecer su cabeza con aire juguetón.

—Buenas tardes, Sr. Fiscal del Distrito —saludó el alegre visitante sin prestar atención a la mirada de sobresalto que le dirigió la sirvienta—. No me diga que está tan ocupado que no puede ver a su viejo amigo Akechi…

Kasamori dejó caer los quevedos y alzó la vista con gesto adusto. Pero acto seguido una sonrisa de felicidad se dibujó en su rostro.

—¡Vaya, vaya! ¡Hola, Dr. Akechi! —contestó—. No sabía que fuera usted. Discúlpeme. Pase, pase, y póngase cómodo. La verdad es que me esperaba que viniese de un momento a otro.

Kasamori despidió a la criada con un nuevo gruñido y pidió a su invitado que tomara asiento. El Dr. Kogoro Akechi era un detective de mente afilada como una cuchilla y que poseía una técnica única para resolver problemas enmarañados: un hombre con el que el fiscal del distrito se detendría para charlar aunque estuviera camino de la estación para coger un tren a punto de salir. Varias veces en el pasado le había pedido ayuda al Dr. Akechi en casos que habían sido etiquetados como «imposibles», y aquel hombre siempre había hecho honor a su reputación como uno de los más notables detectives de Japón.

Tras encenderse un cigarrillo, el Dr. Akechi hizo un significativo gesto con la cabeza en dirección al montón de papeles que había en el escritorio del fiscal del distrito.

—Ya veo que tiene mucho trabajo —señaló con aire despreocupado—. ¿Se trata del caso de la anciana que fue asesinada hace poco?

—Sí —respondió el fiscal del distrito—. Y la verdad es que estoy en un punto muerto.

—El pesimismo no le cuadra a usted en absoluto, Sr. Fiscal del Distrito —indicó el Dr. Akechi con una risotada algo sarcástica—. Vamos, cuénteme los resultados de las pruebas psicológicas que les hizo a los dos sospechosos.

Kasamori enarcó las cejas.

—¿Cómo demonios está usted enterado de lo de mis pruebas? —preguntó con brusquedad.

—Me lo dijo uno de sus ayudantes —explicó el Dr. Akechi—. Ya ve, yo también estoy muy interesado en el caso, por eso he venido a ofrecerle mis humildes servicios.

—Muy amable de su parte —agradeció Kasamori, lanzándose de inmediato a comentar sus complicados experimentos.

—Los resultados, como puede comprobar —señaló—, son bastante claros, pero hay algo que me tiene totalmente confundido. Ayer hice dos pruebas a cada uno de los sospechosos: una con el detector de mentiras y basada en las pulsaciones, y la otra un test de asociación de palabras. En el caso de Fukiya, las pulsaciones siempre estaban al margen de toda sospecha. Pero cuando comparé los resultados de la prueba de asociación léxica, hallé tremendas diferencias entre Saito y Fukiya. En realidad se trata de resultados tan distintos que no encuentro explicación alguna por ningún lado. Eche un vistazo a este cuestionario y analice las diferencias de tiempo que hay entre ambos sospechosos a la hora de responder a las mismas palabras.

Entonces Kasamori entregó al Dr. Akechi la siguiente tabla de resultados de la prueba de asociación de palabras:

  1. Palabra propuesta.
  2. (F):Respuesta de Fukiya e intervalo de tiempo.
  3. (S):Respuesta de Saito e intervalo de tiempo.

cabeza - (F) pelo 0.9s (S) cola 1.2s

verde - (F) hierba 0.7s (S) hierba 1.1s

agua - (F) agua caliente 0.9s (S) pescado 1.3s

cantar - (F) canciones 1.1s (S) geisha 1.5s

largo - (F) corto 1.0s (S) Cordón 1.2s

*matar - (F) cuchillo 0.8s (S) crimen 3.1s

barco - (F) río 0.9s (S) agua 2.2s

ventana - (F) puerta 0.8s (S) cristal 1.5s

comida - (F) filete 1.0s (S) pescado 1.5s

*dinero - (F) billetes 0.7s (S) banco 3.5s

frío - (F) agua 1.1s (S) invierno 3.2s

enfermedad - (F) frío 1.6s (S) tuberculosis 2.3s

aguja - (F) hilo 1.0s (S) hilo 1.2s

*pino - (F) árbol enano 0.8s (S) árbol 2.3s

montaña - (F) alto 0.9s (S) río 1.4s

*sangre - (F) fluir 1.0s (S) rojo 3.9s

nuevo - (F) viejo 0.8s (S) vestido 3.0s

odio - (F) araña 1.2s (S) enfermedad 1.5s

*árbol enano - (F) pino 0.6s (S) flor 6.2s

pájaro - (F) volar 0.9s (S) canario 3.6s

libro - (F) biblioteca 1.0s (S) novela 1.3s

*papel vegetal - (F) ocultar 1.0s (S) paquete 4.0s

amigo - (F) Saito 1.1s (S) Fukiya 1.8s

caja - (F) madera 1.0s (S) muñeca 1.2s

*crimen - (F) asesinato 0.7s (S) policía 3.7s

mujer - (F) amante 1.0s (S) hermana 1.3s

pintura - (F) biombo 0.9s (S) paisaje 1.3s

*robar - (F) dinero 0.7s (S) colar 4.1s

Nota: las palabras marcadas con un asterisco (*) están directamente relacionadas con el crimen.

—Ya lo ve usted, está todo bien claro —observó el fiscal del distrito una vez que el Dr. Akechi hubo examinado el documento.

Según esto, Saito ha recurrido al engaño de manera intencionada. Es la deducción obvia derivada del tiempo que tardaba en responder no solo a las palabras vinculadas al caso, sino también a las de relleno. Además, tardó mucho en contestar a «árbol enano», y eso quizá indica que trataba de eliminar palabras tan lógicas en ese contexto, aunque en su opinión muy peligrosas para él, como «dinero» o «pino». Pasemos ahora a Fukiya. Dijo «pino» en respuesta a «árbol enano», «robar» para «papel vegetal», y «asesinato» para «crimen». Si fuera culpable, seguro que hubiera evitado esos términos. Por el contrario, sus respuestas eran sosegadas y firmes, sin el menor atisbo de duda. De ahí que me sienta inclinado a descartarlo como sospechoso. Al mismo tiempo, no obstante, si hay que decidirse por considerar culpable a Saito definitivamente, lo cierto es que no soy capaz de hacerlo a pesar de lo que sugieren las pruebas.

El Dr. Akechi escuchó con calma el razonamiento del fiscal del distrito sin interrumpirlo una sola vez. Pero, concluida la recapitulación, los ojos del Dr. Akechi refulgieron y acto seguido comenzó a hablar.

—¿Se ha parado usted alguna vez a pensar en los puntos débiles de un test psicológico? —adelantó—. De Quiros ha afirmado, como crítica al punto de vista sostenido por Muensterberg, defensor de este tipo de pruebas, que, a pesar de que se trata de un sistema creado para sustituir a la tortura, al final puede incriminar al inocente al igual que hacía aquella, de modo que el auténtico criminal sigue teniendo muchas posibilidades de escapar. El propio Muensterberg ha reconocido en sus libros que un test psicológico es del todo eficaz para comprobar si un sospechoso conoce a una determinada persona, o un lugar, o un objeto, pero que es muy peligroso en otros aspectos. Sé que no es necesario que se lo diga, Kasamori, pero quería asegurarme de que tenía presente esta circunstancia fundamental.

El fiscal del distrito, con cierto halo de fastidio en la voz, contestó que era consciente de esa circunstancia.

—Bien, entonces —continuó el Dr. Akechi—, estudiemos el caso que nos ocupa desde una perspectiva totalmente distinta. Supongamos, solo supongamos, que un hombre inocente, aunque muy nervioso, es sospechoso de asesinato. Lo detienen en la escena del crimen y, por lo tanto, conoce todos los detalles que rodean al macabro acontecimiento. En ese caso, ¿sería capaz de permanecer tranquilo si lo sometieran a un test psicológico estricto? Lo más natural es que pensara: «Me van a someter a una prueba. ¿Qué debo decir para que no sospechen de mí?». Si se tiene en cuenta que su mente se hallaría, por lógica, en un estado de agitación enorme, ¿no llevaría una prueba psicológica aplicada en esas circunstancias a incriminar al inocente, como ha observado De Quiros?

—Supongo que se refiere a Saito —señaló el fiscal del distrito, todavía molesto.

—Sí —respondió el Dr. Akechi—. Por consiguiente, y siempre que mi razonamiento sea el correcto, ese joven sería totalmente inocente del crimen, aunque, desde luego, aún se mantendría la posibilidad de que hubiera robado el dinero. Y aquí es donde surge la gran pregunta: ¿Quién mató a la anciana?

En ese momento, Kasamori lo interrumpió de manera brusca.

—Vamos, Dr. Akechi —apuntó impaciente—. Me tiene usted en ascuas. ¿Ha llegado ya a alguna conclusión definitiva acerca de quién es el asesino?

—Sí, creo que sí —contestó el Dr. Akechi con una amplia sonrisa—. A juzgar por los resultados de sus pruebas psicológicas, pienso que Fukiya es nuestro hombre, aunque, por supuesto, con algunas reservas aún. ¿Sería posible tenerlo aquí? Si pudiera hacerle alguna que otra pregunta más, estoy seguro de que llegaría al fondo de este caso tan intrigante.

—Pero ¿qué pasa con las pruebas? —preguntó el fiscal del distrito, desconcertado por la frialdad de su interlocutor—. ¿Cómo va usted a conseguirlas?

—Lo único que necesita un hombre culpable es una soga lo bastante larga —respondió el Dr. Akechi con aire filosófico—, y él mismo proporcionará las pruebas suficientes como para colgarse de ella.

El Dr. Akechi pasó a continuación a detallar su teoría. Tras oírla, Kasamori llamó a la criada con varias palmadas. Luego cogió papel y bolígrafo del escritorio y escribió la siguiente nota dirigida a Fukiya:

Su amigo Saito ha sido hallado culpable del crimen. Debido a la existencia de ciertos detalles de los que quisiera hablar con usted, le ruego se presente inmediatamente en mi residencia particular.

Firmó el mensaje y se lo entregó a la criada.

Fukiya acababa de regresar de la universidad cuando recibió la nota. Sin darse cuenta de que se trataba del cebo de una trampa cuidadosamente tendida, se sintió eufórico por la noticia. No se molestó siquiera en comer y se dirigió presuroso a la casa del fiscal del distrito.

En cuanto hubo entrado en el estudio, el fiscal del distrito lo saludó de modo efusivo y lo invitó a tomar asiento.

—Le debo una disculpa, Sr. Fukiya —señaló—, por haber sospechado de usted durante tanto tiempo. Ahora que estoy seguro de su inocencia, pensé que le gustaría conocer algunas de las circunstancias relacionadas con su completa exoneración.

El fiscal del distrito pidió un refrigerio para todos y después hizo una ceremoniosa presentación del Dr. Akechi ante el estudiante, aunque utilizó un nombre distinto para referirse a él.

—El Sr. Yamamoto —explicó, señalando al Dr. Akechi sin pestañear— es el abogado elegido por los herederos de la anciana para ocuparse de su patrimonio.

Tras el té y los pasteles de arroz hablaron de diversos asuntos sin importancia: Fukiya se sentía totalmente relajado. En realidad, a medida que pasaba el tiempo, el joven iba siendo el más locuaz de los tres. Sin embargo, de repente, dirigió la vista a su reloj de pulsera y se levantó a toda prisa.

—No sabía que fuese tan tarde —anunció con gesto de disculpa—. Me tendrán que perdonar, pero debo marcharme.

—Claro, claro —concedió el fiscal del distrito con sequedad.

Sin embargo, el Dr. Akechi intervino sin perder un segundo.

—Un momento, por favor —anunció dirigiéndose a Fukiya—. Desearía hacerle una pregunta insignificante antes de que se vaya. Me pregunto si conocía usted la existencia de un biombo dorado de doble hoja en la habitación en la que fue asesinada la anciana. Ha sufrido un ligero desperfecto y eso ha dado lugar a un pequeño problema legal. Verá, al parecer el biombo no pertenecía a la mujer, sino que lo guardaba como garantía de un préstamo. Y ahora el dueño se ha presentado para exigir una indemnización por los daños causados. Mis clientes, por el contrario, no están dispuestos a acceder a tal demanda, ya que sostienen que quizá el biombo estuviera en malas condiciones antes de que lo llevaran a la casa. Ya sé que se trata de una nimiedad, pero si me prestase su ayuda en este asunto, le estaría muy agradecido. La razón de preguntarle a usted es que tengo entendido que visitaba la casa con frecuencia para ver a su amigo Saito. Puede que se fijara en el biombo. A Saito, claro está, también le hemos preguntado, pero en el estado de nervios en que se encuentra nada de lo que dice parece tener demasiado sentido. Asimismo, he intentado ponerme en contacto con la criada de la anciana, pero ya ha regresado a su casa en el campo, y aún no he tenido la oportunidad de escribirle.

Aunque el Dr. Akechi se había expresado con un tono de voz absolutamente neutro, Fukiya sintió un ligero estremecimiento en su corazón. De todos modos, no tardó en recuperar el control y pensó: «¿Por qué había de preocuparme? El caso ya esta cerrado».

Después le dio vueltas a lo que debía responder a aquella pregunta. Tras una breve pausa, decidió que lo mejor era hablar con franqueza, tal y como había hecho hasta entonces.

—Como sabe el fiscal del distrito —comenzó a explicar con una sonrisa inocente—, entré en la habitación solo una vez. Eso sucedió dos días antes del asesinato. Sin embargo, ahora que lo pienso, recuerdo muy bien ese biombo, y puedo asegurar que cuando lo vi no tenía ningún desperfecto.

—¿Está usted seguro? —se apresuró a preguntar el Dr. Akechi—. Le recuerdo que el desperfecto del que hablo es un arañazo en el rostro de Komachi que hay pintado en el biombo.

—Sí, sí, ya lo sé —confirmó Fukiya con rotundidad—. Y estoy convencido, y así se lo digo, de que no había ningún arañazo, ni en el rostro de la bella Komachi ni en ningún otro lugar. Si hubiera tenido algún desperfecto, seguro que no se me habría pasado por alto.

—De acuerdo, en ese caso, ¿tendría algún inconveniente en hacer una declaración jurada? —replicó el Dr. Akechi—. Compréndalo, el dueño del biombo se muestra firme en sus exigencias y me está planteando bastantes dificultades.

—En absoluto —señaló Fukiya, mostrándose dispuesto a colaborar—. Haré una declaración jurada en cuanto me lo pida.

El Dr. Akechi dio las gracias al estudiante con una sonrisa y luego se rascó la cabeza, como solía hacer siempre que estaba en tensión.

—Y ahora —continuó—, creo que debe usted admitir que sabe bastante acerca del biombo, ya que en su prueba psicológica vi que contestaba «biombo» a «pintura». Un biombo, como bien sabe usted, es un objeto poco común en una pensión de estudiantes.

Fukiya se sorprendió con el nuevo tono adoptado por el Dr. Akechi. Se preguntaba adónde diablos quería ir a parar aquel hombre.

El hombre al que le habían presentado como abogado se dirigió a él una vez más.

—Por cierto —prosiguió—, aún queda otro detalle que me llamó la atención. En el test psicológico de ayer la lista contenía ocho palabras con un significado de alto riesgo. Usted, en mi opinión, pasó la prueba sin la menor complicación. En realidad, por lo que a mí respecta, lo hizo con demasiada facilidad. Si no le importa, me gustaría que echara un vistazo a sus resultados en relación con esas ocho palabras clave.

El Dr. Akechi mostró la tabla y señaló:

—Tardó usted menos tiempo en responder a las palabras clave que a las que eran irrelevantes. Por ejemplo, como réplica a «árbol enano» dijo «pino» en solo seis décimas de segundo. Eso es señal de una inocencia más que notable. Fíjese en que tardó una décima de segundo más en responder a la palabra «verde», que de las veintiocho que había en la lista suele ser la más fácil a la hora de contestar.

Fukiya no terminaba de comprender el propósito del Dr. Akechi y empezó a pensar adónde podría conducir aquella conversación. Se preguntó, presa de un escalofrío, cuáles serían las intenciones de aquel parlanchín abogado. Tenía que descubrirlo, y cuanto antes mejor, porque bien pudiera tratarse de una trampa.

—«Árbol enano», «papel vegetal», «crimen», o cualquiera de las ocho palabras clave no son ni de lejos tan sencillas de asociar con otras como «cabeza» o «verde» —continuó insistiendo el Dr. Akechi—. Así y todo, usted fue capaz de responder a las palabras difíciles con mayor rapidez que a las fáciles. ¿Qué significa eso? Es lo que me sorprendió desde el primer momento. Pero permítame adivinar exactamente qué es lo que había en su mente en aquellos momentos. La verdad es que nos podemos divertir bastante. Ni que decir tiene que si estoy equivocado le presento de antemano mis más humildes excusas.

Fukiya sintió un escalofrío que le recorrió la espalda. Este extraño asunto estaba empezando a crisparle los nervios de verdad. Pero antes de que tuviera siquiera la ocasión de intervenir, el Dr. Akechi comenzó a hablar de nuevo.

—Estoy seguro de que usted, desde el principio, conocía bien los riesgos que un test psicológico encierra —insistió dirigiéndose a Fukiya—. Doy por hecho, en consecuencia, que preparó la prueba con antelación. Por ejemplo, en lo que se refiere a las palabras vinculadas al crimen, ideó con cuidado varias respuestas para utilizarlas en el momento apropiado. No me malinterprete, Sr. Fukiya. No trato de criticar el método adoptado por usted. Solo deseo señalar que en ocasiones un test psicológico es un experimento peligroso. Con frecuencia supone una trampa para el inocente, mientras que permite escapar al culpable la mayor parte de las veces.

El Dr. Akechi hizo una pausa para que la implicación subyacente tras sus palabras calara hondo y después continuó con el razonamiento.

—Usted, Sr. Fukiya, cometió el terrible error de aplicar una astucia excesiva en sus preparativos. Contestó con demasiada rapidez en la prueba. Se trata de una reacción natural, por supuesto, ya que temía que si tardaba mucho tiempo en responder, se convertiría en sospechoso. Pero…, ¡se pasó de la raya!

El Dr. Akechi calló de nuevo y comprobó satisfecho que el rostro de Fukiya adquiría un tono grisáceo y enfermizo. Luego continuó con la disertación.

—Ahora me centraré en otra importante fase de la prueba. ¿Por qué decidió responder con palabras como «dinero», «ocultar» y «asesinato», todas ellas con claras posibilidades de incriminarlo? Yo se lo diré. Lo hizo porque intentaba comportarse con una deliberada ingenuidad. ¿Tengo razón, Fukiya? ¿Acaso no estoy en lo cierto?

Fukiya clavó su vidriosa mirada en el rostro de su torturador. Trató de apartar la vista, de evitar los fríos y acusadores ojos del Dr. Akechi; pero, por algún motivo, se dio cuenta de que no podía hacerlo. Kasamori tuvo la sensación de que Fukiya se había sumido en un trance hipnótico y ya no era capaz de manifestar ninguna emoción distinta al miedo.

—Su aparente inocencia —prosiguió el Dr. Akechi— no me llegó a convencer del todo. De ahí que pensara en preguntarle acerca del biombo dorado. Por supuesto, la respuesta que usted dio era exactamente la que yo había anticipado.

El Dr. Akechi, de repente, se dirigió al fiscal del distrito.

—Me gustaría hacerle una pregunta sencilla, Sr. Fiscal del Distrito. Simplemente, ¿cuándo llevaron el biombo a la casa de la anciana?

—El día anterior al del crimen, el cuatro del mes pasado —respondió Kasamori.

El día anterior al del crimen, ¿es eso lo que ha dicho? —repitió el Dr. Akechi alzando la voz—. Pero…, es muy extraño. Hace un momento el Sr. Fukiya ha afirmado que lo vio dos días antes de que se cometiera el crimen, es decir, el tres del pasado mes. Además, estaba totalmente seguro en cuanto al lugar donde lo había visto: ¡en la misma habitación en que fue asesinada la mujer! La verdad es que todo esto resulta de lo más contradictorio. ¡Seguro que uno de ustedes se ha confundido!

—Será el Sr. Fukiya quien haya calculado mal —observó el fiscal del distrito con una maliciosa sonrisa—. El biombo permaneció en casa de su dueño hasta el día cuatro por la tarde. ¡Está comprobado!

El Dr. Akechi no quitaba ojo al rostro de Fukiya, ya que la expresión del joven era muy similar a la de una niña pequeña a punto de echarse a llorar.

De pronto, el Dr. Akechi señaló al estudiante con su dedo acusador y preguntó con tono enérgico:

—¿Por qué afirmó que había visto algo imposible de ver? Es una lástima que tuviera que recordar esa imagen pictórica clásica, ¡porque al hacerlo se ha traicionado a sí mismo! Estaba tan preocupado por decir la verdad que incluso se excedió en los detalles. ¿No es así, Fukiya? ¿Pudo haberse dado cuenta de que no había ningún biombo en la habitación cuando entró allí dos días antes del crimen? No, sin duda no prestó atención alguna a un detalle que nada tenía que ver con sus planes. Además, creo que si hubiera estado allí tampoco se habría fijado en él, ya que la estancia poseía una profusa decoración gracias a otras pinturas y antigüedades de naturaleza semejante. De modo que no le resultó difícil asumir que el biombo que usted vio el día del crimen se hallaba en la sala dos días antes. Se ha sentido perplejo ante mis preguntas, y eso significa que aceptaba lo que implicaban. Ahora bien, de haber sido un criminal al uso, no hubiese respondido como lo ha hecho. Hubiera tratado de demostrar su ignorancia acerca de todo lo relacionado con el caso. Pero desde el principio he visto que era usted un auténtico intelectual, y como tal sabía que intentaría hablar cuanto más mejor, evitando siempre internarse en terreno peligroso. En cualquier caso, me he anticipado a sus movimientos y he jugado mis bazas de manera apropiada.

El Dr. Akechi estalló en una potente y escandalosa carcajada. —Es una verdadera lástima —señaló con aire sarcástico, dirigiéndose a un abatido Fukiya— dejarse atrapar por un humilde abogado como yo.

Fukiya permanecía en silencio, consciente de que era inútil tratar de defenderse para escapar de aquel atolladero. A un hombre de su inteligencia no se le podía pasar por alto que cuanto más intentara corregir el error cometido, más se hundiría en el pozo de la perdición.

Tras un largo silencio, el Dr. Akechi volvió a tomar la palabra.

—¿No oye usted el sonido de un bolígrafo rascando un papel, Fukiya? Se trata del taquígrafo de la policía que ha estado registrando desde la sala contigua todo lo que se ha dicho aquí.

Llamó a alguien que se encontraba en la estancia de al lado y al instante apareció en el estudio un joven taquígrafo que portaba un taco de papeles.

—Por favor, lea sus anotaciones —solicitó el Dr. Akechi.

El taquígrafo leyó toda la documentación, donde se recogía hasta la última palabra pronunciada en aquella habitación.

—Y ahora, Sr. Fukiya —hablaba de nuevo el Dr. Akechi—, le estaría muy agradecido si tuviera la amabilidad de firmar estos papeles y sellarlos con su huella dactilar. Estoy seguro de que no pondrá ninguna objeción, teniendo en cuenta su promesa de testificar acerca del biombo en cuanto yo se lo pidiera.

Fukiya, con gesto sumiso, firmó el documento y lo selló con el pulgar mojado en tinta. Instantes después varios detectives del cuartel general de la policía, requeridos por el fiscal del distrito, se llevaban al asesino confeso.

Una vez finalizado el espectáculo, el Dr. Akechi se dirigió al fiscal del distrito.

—Como señalé con anterioridad —explicó—, Muensterberg tenía razón al afirmar que el auténtico mérito de un test psicológico consiste en descubrir si un sospechoso sabe o no de la existencia de otra persona, o de un objeto, en un determinado lugar. En el caso de Fukiya lo fundamental era comprobar si había visto o no el biombo. Excepto en lo que a ese hecho respecta, ninguna prueba psicológica aplicada a Fukiya hubiera proporcionado resultados destacables. Tratándose como se trataba de un intelectual despiadado y frío, su mente también se hallaba preparada para ser derrotada por preguntas rutinarias del ámbito de la psicología. El Dr. Akechi se levantó del asiento como un profesor que abandona el aula después de una extensa clase, luego se puso el sombrero y, en el último momento, se detuvo para realizar una última alocución.

—Quisiera mencionar solo un detalle más —indicó con una sonrisa—. A la hora de llevar a cabo un test psicológico no es necesario servirse de tablas extrañas, de máquinas o de juegos de palabras. Tal y como descubrió el famoso juez Ooka, en el excitante Tokio del siglo dieciocho, en sus frecuentes pruebas basadas en simples preguntas y respuestas, no es muy difícil hacer caer a los criminales en trampas psicológicas. Eso sí, hay que hacer las preguntas adecuadas. Bien, buenas noches, Sr. Fiscal del Distrito. Y gracias por el refrigerio.