Que aquellos que reciben nuevas ropas siempre regalen las viejas de inmediato, para que se guarden en el armario de los pobres.
Regla de san Benito, capítulo 55
Justo al otro lado de la montaña, tras Puesto Cedro, había un convento donde vivía una monja conocida como sor Clara.
Se despertó una mañana con uno de sus «presentimientos» y supo que el ermitaño que vivía en el valle de al lado había muerto.
Hacía años que sabía de él, pero había decidido dejarlo en paz, pues conocía la dificultad del viaje en el que se había embarcado. Nadie le dijo que estaba muerto; nadie aparte de ella lo sabía aún, y sólo lo supo por el presentimiento, no muy diferente a la alegría y no muy distinto a la pena tampoco, que nunca la dejaba. Agradeció el presentimiento. El ermitaño había dejado a demasiada poca gente en el mundo para añorarlo.
Con permiso de la abadesa, sor Clara empaquetó una hogaza de pan, un poco de queso, y luego, como si lo hubiera pensado mejor, un ratón recién muerto de la trampa de la cocina. Recorrió el empinado y poco usado sendero hasta Puesto Cedro. Al otro lado del valle, frente al monasterio, halló el estrecho sendero que conducía a la caverna, justo donde sabía que iba a estar.
El anciano no llevaba mucho tiempo muerto. No fue su muerte, sino la edad, lo que llenó de lágrimas los ojos de sor Clara. De algún modo había esperado encontrar a un joven apuesto, aunque ella misma era una anciana, encorvada y manchada por los años.
Dientenegro estaba sentado contra una piedra con la cabeza de un pequeño puma en el regazo. El animal alzó su cabeza azul cuando ella se acercó. Era Librada. Ædra esperó, pero el puma no quiso marcharse, y finalmente tuvo que engañarla con el ratón para poder enterrar a Dientenegro y colocar en la cabecera de su tumba la pequeña cruz que ella había llevado todos estos años.
Se llevó consigo el rosario que sostenía en la mano y la burda g’tara que había dejado apoyada contra la pared trasera de la cueva.