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Que todas las cosas se hagan con moderación, por el bien de los débiles de corazón.

Regla de san Benito, capítulo 48

Fue un buen año para los buitres. Siguieron a Dientenegro todo el camino hasta la Abadía de San Leibowitz, pequeños puntos como motas contra la extensión del Cielo Vacío. Dientenegro renunció a buscar las píldoras de Hilbert, la enfermedad gradualmente renunció a él, quemándose hasta las ascuas. Si tenía fiebre, era la misma fiebre que le había plagado toda la vida, la quemazón que Amén y Ponymarrón habían advertido, cada uno desde su perspectiva particular.

Ya no había una ruta segura a través de las praderas. Ya no se podía evitar al Imperio viajando al norte del Nady Ann, ni evitar a las hordas viajando hacia el sur. Ambos grupos se habían entremezclado y los territorios en disputa a ambos lados del Nady Ann eran franqueables, pero inseguros. Al sur del Río Bravo, el reino de Laredo se había desplomado sobre sí mismo.

La misma hierba parecía replegarse dentro de la tierra. Había extensiones de arena y polvo que tardaba medio día en cruzar. El Cielo Vacío parecía aún más vacío que antes. Dientenegro volvió a ponerse los hábitos, y decía su rosario mientras caminaba. ¿Pero había comido? ¿Y dónde había encontrado agua? Las pocas personas que veía iban a caballo, en el horizonte.

Un día llovió. Pero fue una lluvia rápida y seca, «deis» que se producen en las altas llanuras y apenas tocan el suelo, oscureciendo el polvo y levantándolo en grandes vaharadas, y luego se evapora con los destellos del sol que asoma, como un lento relámpago, después de que las nubes se hayan marchado cabalgando en sus largos ponis.

Cielo Vacío.

No había carretera, y más tarde no hubo camino. Dientenegro siguió hacia el sol poniente. En los lechos secos de los ríos se trenzaban huellas de carros, extendiéndose en todas direcciones. Las pocas personas con las que Dientenegro se encontró eran pacíficas y compartieron su comida; enterró los cadáveres que halló, usando la espada corta que le había prestado el Hacha.

Caminó solo la mayor parte del tiempo, acompañado tan sólo por su sombra que avanzaba ante él por la mañana y quedaba rezagada por la tarde. Sólo al mediodía, con el calor, le abandonaba por completo. Reducido a lo esencial, cielo y tierra, el mundo parecía más intrincado y complejo que nunca.

Dientenegro echaba de menos al pequeño puma glep con sus orejas azules. Se preguntó qué habría sido de Aberlott, que tanto amaba los pequeños cartuchos de latón de la guerra. ¿Se habría convertido en uno de los sin madre? ¿O habría encontrado su última morada bajo el suelo de la pradera?

Se le ocurrieron otros pensamientos, uno con cada paso… llegaban y partían sin hablar, como pájaros. En otros momentos, Dientenegro caminaba con la mente vacía, un don, como el Cielo Vacío, donde cada paso era una oración.

Fue un buen año para los buitres. Dientenegro lo notaba por lo fácilmente que se dejaban espantar. Siempre había otros festines esperando, más allá de la siguiente colina.

Dom Abiquiu Olshuen había muerto tras otro colapso y el prior Devendy ocupaba su puesto hasta que pudiera elegirse un nuevo abad según la regla benedictina, honrada por el tiempo. Cuando llegó, Dientenegro sintió pocos deseos de quedarse en el monasterio, aunque la mayor parte de sus buenos recuerdos (además de muchos malos) se encontraban entre estas viejas murallas de adobe. Las historias de la estancia de Ædra como sor Clara casi se habían convertido en leyenda y Dientenegro oyó varías versiones. Estaban relacionadas con la aparición de la Santa Virgen en el cielo del este, según decían haber visto varios de los hermanos.

—Esa es la Bruja Nocturna —dijo Dientenegro—. Busca la guerra y la muerte, no la paz y la esperanza.

Notó, por la forma en que el hermano Aguilucho y los demás se santiguaban, que no querían oír hablar de ello… aunque se preparaban para la guerra a su modo. Habían sellado las santas reliquias en su cámara original y limpiado el cañón del contrabandista Conejo. El hermano carpintero estaba en el sótano, preparando tablones para una puerta más pesada. La derrota de los planes de Ponymarrón para un nuevo orden señalaba el principio de una nueva era de oscuridad. De algún modo, Dientenegro ya no la temía, ni pensaba siquiera en ello. La sangre y los gritos eran el agua donde la humanidad nadaba.

Habían traído cuatro niños de la aldea. Dos habían muerto ya. Parecía que había nuevas enfermedades sueltas por el desierto.

Tras visitar la tumba de Jarad, Dientenegro se quedó contemplando la fosa vacía que siempre estaba esperando. La paja alrededor de la abertura apenas era necesaria, ya que este año había llovido menos que de costumbre, según explicó el prior Devendy. La tumba era tan profunda que a Dientenegro le pareció que podía ver hasta el fondo de, de…

Se tambaleó y estuvo a punto de caer. «La aflicción de Gerard», lo llamaban los hermanos, por el amado monje que así se desmayaba hacía casi mil años.

—Pareces un poco mareado —dijo el prior Devendy—. Ven.

Condujo a Dientenegro a través de la atestada sala del monasterio, bajo las viejas y familiares vigas, hasta el despacho de Olshuen. Usando una llave que colgaba de un cordón que llevaba al cuello, Devendy abrió un cajón, y de él sacó otra llave, con la que abrió un mueblecito de botellas polvorientas. Sirvió un vaso de brandy. Dientenegro estuvo a punto de rechazarlo, hasta que vio que Devendy se servía también uno.

—Oregón —explicó—. Lo dejaron aquí como regalo para Ponymarrón cuando se convirtió en el papa Amén II. Se llevó el papado a Nueva Jerusalén y nunca lo bebió.

—Y ahora está muerto —respondió Dientenegro. No le había contado a nadie la escena en la basílica de San Pedro; sólo que el Papa había muerto.

—Te nombró cardenal —dijo Devendy—. ¿Dónde está tu sombrero?

—Mi solideo. Dejé todo eso detrás. Sospecho que quien sea nombrado Papa deshará todos los nombramientos de Ponymarrón, de todas formas:

—No tienes por qué ser cardenal aquí —repuso Devendy. Sonrió tentativamente—. Sólo sacerdote.

—¿Sólo qué? —Dientenegro miró al viejo cura con cautela.

—Los hermanos quieren elegirte abad. Para eso, tendrás que ser ordenado.

—Eso no es posible. Non accepto.

—Exactamente lo que yo pensaba —replicó Devendy, con aspecto aliviado—. Pero prometí que te lo preguntaría.

—No tengo ninguna vocación para eso —insistió Dientenegro—. Mi vocación me la dio el papa Amén II. Me quedaré un par de noches y luego me marcharé.

—¿A la Meseta del Ultimo Refugio?

—Pensé que podría ir hacia allí.

—Allí fue ella —dijo el prior Devendy—. Estaba, uh, herida, sabes, y se alojó con el viejo judío después de marcharse de aquí. Pero estoy seguro de que debe de haberse ido.

Dientenegro contempló la Meseta a través de la ventana. Titilaba en la distancia como un espejismo de roca.

—¿Sigue allí el viejo judío?

El viejo judío seguía allí. Dientenegro dejó la abadía a la mañana siguiente, con un breviario y una manta, una cantimplora y una hogaza de pan que le regalaron. Fue recibido con una andanada de piedras, a medio subir el sendero que conducía a lo alto de la meseta. Las ignoró; sólo eran guijarros. Logró auparse hasta la cima y allí estaba Benjamín Eleazar bar Joshua, con aspecto de no ser más viejo que diez años antes, o cien años antes, por lo que sospechaba Dientenegro.

—Tú —exclamó el viejo—. Sospechaba que podrías ser tú.

—Ponymarrón ha muerto —dijo Dientenegro.

—El no era —fue todo lo que contestó el viejo Benjamín. Le dijo a Dientenegro que Ædra se había quedado con él durante varios meses, hasta que sus heridas sanaron, y que se marchó sin revelar sus planes.

¿La había encontrado muy cambiada?

—¿Cambiada? —el viejo judío sólo sonrió y sacudió la cabeza, como si no entendiera—. Nunca estuvo mejor y nunca estará mejor. Sólo será más rica o más pobre, más triste pero no más sabia, hasta el último día.

Irritado, harto de oráculos y parábolas, Dientenegro se envolvió en su manta y se fue a dormir. Se quedó dos noches con Benjamín, durmiendo en la tienda donde había dormido Ædra, El viejo fabricante de tiendas nunca se alojaba en una si podía evitarlo. Dientenegro se despertaba cada noche por la lluvia que golpeaba la tienda, un gran redoble de gotas. ¿O era un sueño enviado para anunciar su habilidad para hacer tiendas y lluvia? Había un relámpago seco al este cada noche: la Mujer Caballo Salvaje, reprendiendo a sus hijos en las Llanuras.

Se marchó al tercer día. El viejo judío llenó su cantimplora en un charco oculto tras una roca. El agua estaba fría y clara, y Dientenegro se sorprendió al descubrir que le duró todo el camino hasta Nueva Jerusalén.

—Aunque hubiera venido —le dijo el prior Vaca Cantora a Dientenegro en San Leibowitz en Los Alamos—, la habría rechazado. Ya oíste lo que le sucedió.

—Sí.

Dientenegro había seguido el camino papal al norte, luego atajado por Arco Hueco, hacia las Suckamint. El asentamiento de Nueva Jerusalén estaba muy disminuido. El Magister Dion no había regresado de la «guerra del Antipapa» (como la llamaban incluso los aparecidos), y nadie sabía nada de Ædra, la de Shard, excepto que se había marchado a Laredo a causa de un interdicto. Nadie creyó a Dientenegro cuando les dijo que el interdicto había sido revocado por el Papa que no era un Papa, en Nueva Roma que ya no era Nueva Roma.

Tampoco estaba en Valana.

Pero sí estaba Aberlott, trabajando como escriba seglar en la plaza de San Juan, bajo los muros del Gran Salón de San Ston y al lado del viejo Palacio Papal donde Amén había pronunciado su legendario discurso de diecisiete horas. El aire de Valana estaba cargado con los familiares olores urbanos de mierda de caballo, comida y humo. Las calles rebosaban; tras la derrota de la Cruzada, muchos de los nómadas habían venido a asentarse en la estrecha franja de granjas regadas por las montañas. Compraban y vendían caballos y ganado, cambiando sus costumbres para adecuarlas a las cambiantes costumbres del mundo.

—Me cansé de ser soldado —dijo Aberlott—. ¿Te cansaste de ser cardenal, Su Excelencia?

—Ya no soy cardenal —respondió Dientenegro, encontrando el sarcasmo de su viejo compañero tan agotador como siempre. Aberlott tenía una larga cicatriz bajo un ojo, que dijo haber «ganado» ante las puertas de Ciudad Hannegan, cuando los soldados de Texark rodearon por el flanco y emboscaron a los guerreros de Hongan Osle. Le quedaba bien con la oreja que le faltaba.

—Casi me morí desangrado —explicó Aberlott—. Acabé en Ciudad Hannegan. Cuando la lucha terminó, el Imperio nos absorbió, como si fuéramos pasas en un pastel. Muchos de los nómadas del Qaesach dri Vordar son ahora parte de la guardia del Emperador. Vagabundeé durante unas semanas, luego conseguí el puesto de secretario de un cura de N’Ork que llegó para el cónclave y no sabía hablar ol’zark.

—¿Cónclave?

—Oh, sí —continuó Aberlott—. Sorely Nauwhat convocó un cónclave y se hizo nombrar Papa, o tal vez podríamos decir que Filpeo lo hizo nombrar Papa. Urion Benefez se enfadó; todavía está enfadado, imagino. Sin Ponymarrón para resistir y hacer perder el tiempo y prevanear, los obispos y arzobispos fueron llegando, y Sorely anuló todas las anulaciones de Amén II, y luego Wooshin anuló a Filpeo.

—El Hacha.

—Ciertamente —dijo Aberlott—. Detuvo su carruaje en la calle. Le rebanó la cabeza cuando Filpeo se asomó a la ventana para ver qué pasaba. La guardia del Hannegan roció a tu amigo amarillo de balas pero él las agradeció, les mostró la garganta y el pecho y el vientre. Yo lo vi.

Cuando Dientenegro cerró los ojos pudo ver los estrechos ojos de Wooshin, reprochándoselo.

—Yo estaría muerto ahora si no fuera por él.

—¿No lo estaríamos ambos? De todas formas, ya no eres cardenal. El Papado ha sido trasladado a Ciudad Hannegan, que es gobernada por Benefez, como regente de varios de los hijos de Filpeo, que resolverán la sucesión entre ellos, al estilo sangriento, supongo, cuando tengan la edad. Mientras tanto, reina una paz precaria.

Aberlott se había casado con Anala, la hermana de Jaesis, y la había traído a Valana junto a sus dos hijos pequeños. Le ofreció a Dientenegro un lugar donde quedarse, pero la casa era pequeña y Dientenegro descubrió que no le atraía la vida doméstica.

—He sido monje demasiado tiempo —le dijo a Aberlott; se despidió de él y se encaminó al sur.

Fue un año muy bueno para los buitres. La generación más joven se crió fuerte, y volaba alto y lejos con sus negras alas, esperando que la fructífera tierra entregara su abundante carroña. Una noche, Dientenegro despertó lleno de sudor frío y pensó que le había vuelto la fiebre. Entonces miró al norte y vio el cielo oscurecido por la Nunshan, la Bruja Nocturna, enorme y fea. Pudo ver estrellas a través de sus brazos alzados.

—¿Quién está muriendo? —preguntó en voz alta; más tarde descubrió que era su viejo amigo Chür Osle Hongan. El plan de Ponymarrón había sido un desastre para los nómadas. Tras la derrota, las Tres Hordas se habían dado mutuamente la espalda. El Tratado de la Yegua Sagrada ya no estaba en vigor y las Llanuras estaban cubiertas de cadáveres derribados por la sequía, el hambre y los sin madre.

Dientenegro viajó hacia el sur, cruzando el Nady Ann, el Bahía Fantasma y por fin el Río Bravo. Como ya no era cardenal, esperaba ser rechazado en el convento de San Pancho Villa de la Montaña Cucaracha, pero la madre Iridia lo recibió casi como a un amigo. Sin embargo, no tenía noticias de sor Clara de Asís. Sospechaba que Ædra estaba en alguna parte con su propio pueblo.

—¿Su propio pueblo? —protestó Dientenegro—. Estuve en Nueva Jerusalén y no sabían nada de ella.

—Los gleps —dijo la madre Iridia—. Los aparecidos. El Valle de los Malnacidos.

El país Conejo siempre había sido áspero, pero después de dos veranos secos se había vuelto más áspero todavía. Los años húmedos se habían acabado. La arena estaba ocupando el lugar de la hierba. Pero Ciudad Hannegan prosperaba. El Imperio se había vuelto hacia el este, y miraba hacia los bosques y el creciente comercio de Río Rojo arriba, tras el Río Grande.

Dientenegro trabajó varios días en el mercado como escriba antes de ser llamado a una audiencia papal. Quien lo convocó le sorprendió más que la convocatoria, pues era Torrildo, que iba vestido de coadjutor, pluma incluida.

—Le dije a Su Excelencia que estabas aquí —dijo a Dientenegro el joven, todavía guapo—. Deberías tener más cuidado. Sigues estando bajo interdicto.

—No veo por qué. Si me quitó mi cardenalato, ¿por qué no pudo quitar mi interdicto?

—Es Benefez —contestó Torrildo—. Piensa que tuviste algo que ver con la muerte de Filpeo.

«Lo tuve», pensó Dientenegro.

—Probablemente te de las gracias por ello —continuó Torrildo—. Pero no quiere tenerte por aquí.

Sorely Nauwhat se mostró de lo más respetuoso e incluso interesado en oír las aventuras de Dientenegro. Le interesaba especialmente la situación en las Llanuras, pero sabía más que Dientenegro. La aparición de la Bruja Nocturna se había visto por todas las Altas Llanuras. Las mujeres Weejus no estaban contentas.

Cuando el Qaesach dri Vordar regresó del sur, fue convocado ante ellas y sentenciado a muerte. Tras el festín funerario, sus huesos fueron enterrados en tres emplazamientos muy separados, decididos por cada una de las Tres Hordas.

«¿Por qué me está diciendo esto?», se preguntó Dientenegro mientras el grueso y grave Papa seguía hablando, sin preocuparse aparentemente por la hora. «Está enterrando los sueños de Ponymarrón». Los de Filpeo fueron enterrados a continuación: el Papa, que se hallaba en el carruaje del Emperador, describió con horribles detalles cómo había hecho Wooshin su trabajo. La guardia de Filpeo iba equipada con los primeros rifles de repetición y algunos fallaron. El Hacha le había cortado la cabeza al séptimo Hannegan de un solo golpe, y luego soltó la espada y se arrodilló para recibir las balas que se precipitaban hacia su pecho como abejas hacia un panal.

Dominus ex deu.

La audiencia duró toda la tarde y fue agotadora. Tras los prolijos y sangrientos asesinatos, el papa Sorely describió la situación imperial con gran detalle. Las armas de repetición habían sido decisivas. Con ellas, Texark controlaba por fin las Llanuras. La antigua forma de vida estaba muriendo, y aquellos que no podían ver venir el fin podían oírlo aullar en el viento. Incluso la hierba desaparecía. Dunas de arena en forma de media luna avanzaban lentamente de oeste a este. El Imperio, que había asegurado sus fronteras occidentales, miraba ahora cada vez más hacia el este. Nueva Roma siguió ardiendo durante años pero nunca fue reconstruida…

—Hijo mío…

Dientenegro se había quedado dormido. El Papa no pareció molestarse. Cuando dejó el Palacio Papal de troncos, Dientenegro recibió un saquito con monedas de oro en la puerta. El pago por escuchar, pensó; y luego, tras reflexionar, se dio cuenta que era dinero para sus viajes. No iba a quedarse aquí.

Esa había sido su intención todo el tiempo. Ciudad Hannegan, al igual que Valana, estaba sumida en el caos. Las calles estaban atestadas de caballos y hombres. El ejército estaba siendo licenciado, nuevos legados partían hacia el oeste y las tierras Saltamontes, al norte, se abrían a los sin madre y también a aquellos de entre los antiguos enemigos del Hannegan que quisieran celebrar la nueva paz criando ganado y cultivando…

Marcharse fue fácil. Dientenegro estaba cansado de ciudades y de viejos amigos y enemigos. Estaba cansado de la humanidad, así que utilizó el dinero del Papa para comprarse un burro, o para ser precisos, una mula, y se dirigió al norte a lo largo de la irregular frontera, donde los bosques se encontraban con las llanuras.

Hierba. Se extendía ininterrumpida hasta el horizonte por un lado, y serpenteaba entre los árboles bajos y oscuros por el otro. Las pequeñas montañas, llamadas Mirada Oscilante, estaban iluminadas con hogueras, pero Dientenegro no podía decir si eran de celebración o de duelo.

Cabalgó sin ser molestado hasta el primer puesto de control de los gleps. Esperaba que el Valle de los Malnacidos lo aceptara y lo hizo. El Valle, o la Nación Watchitah como se llamaba ahora, había crecido hasta convertirse en un entramado de valles por todas las colinas Oíd Zarks. Dientenegro vagabundeó hasta encontrar una pequeña comunidad de copistas y memorizadores, llamada Puesto Cedro. Cambió su mula por una g’tara muy parecida a la que su padre le había regalado, y vivió en la falda de la montaña, sobre la abadía, ofreciendo sus servicios como escriba y tutor a cambio de comida.

Encontró refugio en una cueva horadada en la roca, muy parecida a la cueva donde había vivido Amén, excepto que estas cuevas del este eran anchas y abiertas, como una boca. Proporcionaban protección contra la lluvia y un poco contra el frío; pero nada contra los años.

Y así, Dientenegro San Jorge se hizo viejo, recitando el Divino Oficio y meditando sobre la Regla de san Leibowitz, que le enseñó la humildad que, curiosamente, le había estado esperando siempre. Era hermana de la profunda soledad que siempre había atesorado, una soledad que ya no deseaba llenar. Era un vacío tan tangible como el amor. Sin embargo, algunas noches, se encontraba rezando a quien pudiera responderle para que Ædra regresara con él. Había oído hablar de una aparecida rubia con hábitos de monja que ejercía la medicina en el valle de al lado. El cura local la llamaba bruja; a veces sanaba las mentes que el cura había maldecido, y a causa de esto, el cura la temía.

Dientenegro necesitaba sanar su mente, pero no era esto lo que temía de ella. Temía la puerta tras su clítoris, abierta por el dios negro y el dios blanco que había visto cabalgar con la Doncella del Día en su mula blanca. ¿O se lo había hecho el viejo judío? Estaba al otro lado de la colina esperándolo, la puerta mundana del Señor Jesús y de todos los santos, y él era un cobarde. A veces se sumergía en un momento de éxtasis al pensar en ello, y no escondía su vergüenza de la Santa Madre Doncella del Día Fujae Go, que lo observaba desde el rincón de la cabaña de su mente. Tampoco lo mencionó en su confesión anual al sacerdote leibowitziano que le visitaba cada jueves santo. El sacerdote siempre quería lavarle los pies, pero el ermitaño se negaba.

—¿No reconocerás tu pobreza? ¿No es eso orgullo?

Dientenegro suspiró, y dejó que el hombre le lavara los pies y le diera la comunión.

Había renunciado a Jesús varias veces, como le había aconsejado Amén Pajaromoteado, cuando el Salvador se convertía en una ocasión de pecado para él, pero siempre volvía, y eso, le parecía, hacía también el Salvador. Bueno, ¿qué has estado haciendo últimamente, Señor?

Durante tres horas cada semana, enseñaba a trece niños de diversas edades a leer y escribir en su propio dialecto; también les enseñaba un poco de música, y les enseñaba (a veces contra la incredulidad de sus padres) unas cuantas cosas sobre la geografía del continente, y tanto como sabía de la historia del mundo y la caída de la Magna Civitas. Algunos de los niños le creían y otros creían a sus padres; pero los padres que se reían también le traían comida como pago por la instrucción de sus retoños, y remendaban sus ropas, le suministraban mantas, y de vez en cuando le compraban un odre de vino para su debilidad.

Cuando estaba solo, se abría a sí mismo. A veces el éxtasis de Dios venía por la abertura, pero con frecuencia no. Decidió no dejar más aberturas a Dios. Eso era lo que había aconsejado Meister Eckhart: ser tan pobre que no hubiera lugar para que entrara Dios. Cuando Dios no tenía sitio por donde entrar, estaba en todas partes. No había nada más.

Pero Dientenegro no se consideraba un hombre religioso. No sabía si Dios era el Padre, o el creador del Cielo y la Tierra, y de todo lo visible y lo invisible. No podía ver qué importancia tenía, ya que Dios mismo, cuando se manifestaba como un remolino en los matorrales, nunca se molestaba en decirle, nunca decía:

—Dientenegro, soy tu Padre Todopoderoso, y creé esta Tierra en la que estás arrodillado y el cielo bajo el que te arrodillas.