Ahora pueden, sin más ayuda que la de Dios, luchar a manos desnudas contra los vicios de la carne y sus propios malos pensamientos.
Regla de san Benito, capítulo 1
Llovió al día siguiente, y al otro. El cielo estaba cubierto y pesado, no como el brillante Cielo Vacío de las praderas, y a Dientenegro se le hacía opresivo, aún más que la lluvia, que era poco más que un chaparrón persistente. Siguió a Wooshin, y el Hacha se unió a una pequeña caravana de carretas y ganado que se dirigía hacia la Nación Watchitah. Era un destacamento informal, pero parecía mejor que viajar solos. Los granjeros hablaban una forma degradada de saltamontes, mezclado con ol’zark sazonado con antiguo hablaiglesia inglés, un dialecto que, supuso Dientenegro, estaba confinado a las inmediaciones de Nueva Roma. Al principio tuvo problemas para entenderlo, pero su talento para los idiomas lo ayudó y se sorprendió al encontrar un dialecto tan rico en fuentes e influencias, tan pobre en sutilezas y matices, aunque podía ser su comprensión lo que era pobre; o quizá lo eran los propios granjeros.
Había pocas mujeres. El líder de la caravana era un aparecido (según sospechaba Dientenegro) llamado Pfarfen. Tenía una hija, hermosa a excepción de sus grandes orejas de glep y sus manos, que mantenía cuidadosamente cubiertas con harapos. Pfarfen la mantenía siempre dentro del carro, donde cosía y cantaba todo el día, y (Dientenegro se alarmó al descubrirlo) entretenía a su padre sexualmente por la noche, cuando la carreta se detenía junto a las demás a lo largo del fangoso camino.
La Ciudad Santa ya quedaba muy atrás, aún ardiendo, una mancha en el horizonte sólo visible cuando las bajas nubes se alzaban. El ejército que había acompañado al sur a Hongan Osle había sido derrotado, y el escaso caudal de refugiados que se dirigían al sur se fue mezclando con un caudal más amplio de otros refugiados que se dirigían al norte, lo que, en las estrechas carreteras, producía la impresión de grandes rebaños que no iban a ninguna parte. En esos lugares, los refugiados dejaban las carreteras a cambio de los campos aún verdes, que rápidamente se convirtieron en lodazales por culpa de las ruedas, los cascos y los pies.
Aunque todos hablaban versiones del saltamontes, no era difícil diferenciar a los guerreros nómadas de los granjeros semicivilizados del Hannegan: muchos de los refugiados que se dirigían al norte estaban heridos y la mayoría iba aún armada. Unos cuantos habían conservado sus caballos y a veces miraban los hábitos sacerdotales de Dientenegro con alarmante furia.
—Vamos, Nimmy —decía el Hacha cada vez que Dientenegro mostraba signos de querer preguntar por la campaña del Qaesach. Tenía prisa por llegar a Ciudad Hannegan. Desde que Dientenegro se había negado a actuar como su keisaku y ayudarle a sacarse las entrañas, el viejo guerrero había redescubierto su propio sentido de la vida. Dientenegro sospechaba cuál era, pero no quería preguntarlo. El Hacha tenía la peculiar habilidad de pasarse días sin comer y nunca parecer desnutrido. Esto no era así con Dientenegro, que ansiaba la comida como suele suceder a los monjes; pero como ayudaba con los carros cuando se atascaban, lo aceptaban en las exiguas hogueras donde cenaban y desayunaban.
El río era sólo un recuerdo, perdido al este. Ahora había arroyos que cruzar, al menos dos cada día, demasiado profundos para vadearlos. En cada cruce había montones de cadáveres sin enterrar, agrupados en posturas grotescas como si estuvieran a punto de levantarse del suelo, en vez de lo contrario. Los refugiados pasaban de largo, fingiendo no verlos, y les ordenaban a sus hijos que miraran hacia otra parte. Pero los niños siempre han comprendido la guerra mejor que los adultos. La muerte no les interesa mucho; no sienten ni el horror ni la fascinación que tiene para los adultos, que ya casi pueden oír sus alas.
En lo alto, el cielo estaba negro, lleno de puntos que trazaban círculos.
La fiel Burregun.
Los granjeros aparecidos con los que viajaban Dientenegro y Hacha toleraban la tonsura y el hábito del monje, incluso el sombrero que llevaba a la espalda sin ponérselo. Con todo, Dientenegro estaba preocupado. Por lo que sabía, todavía estaba bajo la sentencia de muerte del Hannegan. Era esa sentencia de muerte lo que le había procurado las píldoras de Hilbert, que casi se habían acabado. Salió de Nueva Roma con tres, redujo su dosis a una diaria, que tomaba por la mañana con sus gachas de maíz. Quedaban dos el día que Dientenegro vio a tres hermanos monjes, crucificados junto al camino, aunque era imposible decir si había sido por los soldados de Texark o por los furiosos nómadas derrotados, incapaces de saquear Ciudad Hannegan, como les habían prometido. La Burregun se había dado un festín y los cadáveres estaban irreconocibles.
—Vamos —dijo el Hacha, y tras una rápida oración Dientenegro corrió a alcanzar a sus compañeros. Quería enterrar a los muertos pero no quería unirse a ellos todavía. Por encima de todo, no quería estar solo.
Al día siguiente tomó su penúltima píldora. Esa tarde se topó con otros dos clérigos, colgados de unos postes junto al camino. Parecía que los habían ahorcado y luego los habían apedreado y asaeteado, una muerte piadosa con todo. Sus caras parecían casi pacíficas, como si sólo acabaran de franquear el umbral de la muerte. Dientenegro los observó durante largo rato. Le resultaban familiares; no era por sus rostros, aunque en verdad todos los hombres se parecían, y cada vez se parecían más, a los ojos del Reverendísimo Cardenal Dientenegro San Jorge, diácono de Santa Margarita, en estos días que empezaba a considerar cada vez más como el crepúsculo de su vida (aunque resultó ser un crepúsculo bastante largo). Le parecieron como le parecían todos los monjes, colgados de la cruz de la vida. Este no era su mundo. Había algo casi inspirador en todo aquello.
—Vamos —dijo el Hacha.
—Adelántate tú —repuso Dientenegro—. Yo te alcanzo.
«Dar de comer al hambriento, vestir al desnudo, enterrar a los muertos». Le pidió a Wooshin la espada corta y la usó para enterrar a los dos monjes junto al camino, usando piedras y palos para completar el trabajo. Cuando terminó, estaba oscuro. Como no quería viajar solo de noche, durmió en una estrecha zanja junto a la carretera, usando su sombrero manchado de barro como almohada.
A la mañana siguiente tomó su última píldora y, bajo el cielo despejado, se sintió casi abrumado por el terror. Se apresuró, esperando alcanzar a los granjeros aparecidos y al Hacha. Los pocos refugiados que vio en el camino lo miraron con curiosidad, pero lo dejaron en paz. Sin embargo, no dejaba de recordar a los eclesiásticos crucificados y tenía miedo. Escondió el sombrero rojo bajo un matorral y más tarde tuvo la oportunidad de librarse de su hábito, que cambió por las calzas y la túnica de un granjero que habían dejado tendido junto al camino, casi con ternura, un cadáver no demasiado viejo. El monje lo enterró y le quitó las ropas. «Enterrar a los muertos, vestir al desnudo».
Había sido fácil tirar el sombrero, pero dejar el rudo hábito leibowitziano no lo fue tanto. Tras unos momentos de vacilación, Dientenegro hizo un bulto con él y lo llevó consigo. Se sentía como un peregrino, o como un contrabandista.
Bajo el cielo claro, moteado de buitres, siguió avanzando hacia el suroeste.
La fiebre de Hilbert viajaba con él. Dientenegro no tenía hambre y, después de unos cuantos días, tampoco diarrea, pero tampoco tenía fuerzas. Cada vez había menos y menos viajeros en el camino, y los que Dientenegro veía hablaban ol’zark, o no hablaban nada. Algunos refugiados habían cruzado el Río Grande, contando con que el agua los protegiera de las depredaciones de los soldados de Filpeo y sus adversarios nómadas, aún considerados como el ejército del Antipapa. Otros habían desaparecido en el bosque para esconderse, para morir, o para esperar a sus vecinos o parientes.
Dientenegro nunca alcanzó las carretas. Había perdido a Ponymarrón; luego perdió al Hacha. Cuando el camino se bifurcó hacia el oeste lo siguió, dejando el sol matutino a su espalda, aunque sabía que Wooshin debía dirigirse al sur, hacia Ciudad Hannegan. Dientenegro anhelaba el Cielo Vacío. La fiebre era como un acompañante, otra conciencia. A menudo tomaba forma humana, como cuando al cruzar un pequeño arroyo (los arroyos se hacían cada vez más pequeños a medida que se dirigía al oeste) vio a Pajaromoteado esperándole en la otra orilla. Ansioso, Dientenegro lo cruzó, pero cuando llegó al otro lado el viejo negro de rostro de puma había desaparecido. En otra ocasión, vio a Ædra en la puerta de una choza abandonada. La ilusión, si ilusión era, fue tan perfecta que pudo oírla cantar mientras subía la colina. Pero en la choza sólo encontró a un viejo muerto con un bebé llorando en sus brazos.
Esperó a que el bebé muriera antes de enterrarlos juntos. «Entierra a los muertos».
El tiempo se mantuvo seco y caluroso durante días, y luego llegaron las lluvias, anunciadas por relámpagos y acompañadas por truenos, para convertir los caminos en lodo. La fiebre de Hilbert le fue útil, pues permitió a Dientenegro caminar durante kilómetros sin comer. Los largos días febriles le recordaron al ayuno cuaresmal de cuando era novicio, cuando estaba buscando su vocación y pensaba haberla encontrado entre los copistas albertianos de San Leibowitz. ¿Y no lo había hecho? Añoraba la abadía y los hermanos, ahora que tenía la libertad que quería. El propio Papa lo había liberado de sus votos. ¿O había encontrado simplemente nuevas cadenas?
«Ve, y conviértete en ermitaño».
El día en que Dientenegro vio a san Leibowitz y la Mujer Caballo Salvaje había estado viajando toda la mañana por llanuras despejadas entre zonas boscosas. Le preocupaban los forajidos porque había visto varias hogueras cerca del camino, aún humeando, aunque no había visto a nadie. Pensó en volver a ponerse los hábitos, pero decidió no hacerlo. Incluso aquellos que no odiaban a la Iglesia por lo que supuestamente había hecho a su mundo, a menudo pensaban que era rica, e incluso un pobre monje podía ser el blanco de un salteador de caminos.
A mediodía, tuvo la clara sensación de que lo seguían. Miró hacia atrás cada vez que encontró una elevación del terreno: la carretera estaba vacía y sólo vio a buitres, motas volantes al sur y al este. Dientenegro se alegró de ver que había cruzado la irregular frontera en donde el bosque empieza a ceder sitio a la hierba; pero la sensación de que lo seguían no desapareció. Se hizo tan fuerte que cuando cruzó el siguiente arroyo se escondió en la otra orilla tras el tronco descolorido de un sicómoro caído, para observar.
En efecto, una mula blanca con orejas rojas apareció entre los árboles y llegó hasta la orilla. Al principio, pensó que la mujer que montaba la bestia era Ædra, con los gemelos que habían engendrado bajo la cascada. Pero era la Fujae Go, la Doncella del Día en persona. Muy superior Ædra en belleza, llevaba un niño en cada brazo, uno blanco y otro negro, ambos mamando de sus generosos pechos. Incluso cuando hizo que la mula se metiera en el agua, ellos siguieron mamando.
Entonces soltó las riendas. La mula se detuvo en el centro del arroyo. Sus ojos negros miraban directamente a Dientenegro; no, a través de él.
Se levantó, sin tratar ya de esconderse. Al pasar por encima del tronco, advirtió que lo que estaba viendo no era de este mundo y no podía tocarlo. Supo con certeza que si hablaba, ella no le oiría, y que aunque lo mirara directamente, no lo vería. Sintió que había intercambiado el sitio con uno de sus propios sueños febriles y que eran éstos, y no él, quienes eran reales.
Que él era el sueño.
Fue entonces cuando san Leibowitz salió de entre los matorrales y cogió las riendas. Dientenegro lo reconoció por la estatua de madera del siglo veintiséis del hermano Fingo, la que estaba en el pasillo ante el despacho del abad; reconoció la sonrisa curiosa y los ojos dudosos. Dientenegro supo que el santo no era una visión por el dulzón olor a gasóleo que dejaba en el aire al pasar. Era Dientenegro quien era el sueño.
Mientras pasaba, la Fujae Go miró al cielo. Dientenegro no había advertido lo majestuosos que podían ser los pequeños robles, una filigrana de ramas contra el cielo pálido. Un bebé resplandecía, blanco albino; el otro era negro como Pajaromoteado. Ambos tenían los ojos cerrados con fuerza, como pequeños puños que los defendieran del mundo. La mula miró a través de Dientenegro, al igual que la Doncella del Día. Sólo Leibowitz, con su túnica de arpillera con la cuerda al hombro, miró directamente al monje como diciéndole, igual que Hacha: «Vamos».
Entonces le hizo un guiño y siguió caminando.
Sánete Isaac Eduarde, ora pro me!
Dientenegro lo siguió; Dientenegro siempre había seguido a Leibowitz allá donde le guiara. Pero estaba débil y cayó dos veces antes de remontar la orilla. Para cuando llegó a la cima, los dos (¿los tres?, ¿los cinco?) se habían adelantado mucho por el estrecho sendero, casi perdidos en las sombras. Corrió tras ellos pero estaba febril y, aunque no caminaban rápido, gradualmente se fue quedando atrás. Tuvo que detenerse otra vez y debió de quedarse dormido, porque cuando despertó, estaba casi oscuro y ellos se hallaban muy lejos, como una mota en un ojo, un punto titilando en la distancia. Pero algo iba mal.
El sol se ponía tras su hombro derecho. San Leibowitz y la Mujer Caballo Salvaje no se dirigían al oeste a través del mar de hierba, sino al sur, hacia Ciudad Hannegan. La Hongín Fujae Vum siempre escogía al vencedor como su Señor, y el Hannegan había ganado la guerra. Al elegir un marido, elige un Rey, y ella era ahora de Filpeo. Leibowitz la llevaba junto a él.
Dientenegro siguió deambulando, esperando encontrarse con soldados de Texark que le dieran píldoras. Se acercaba el invierno; era el invierno de 3246. El Imperio y sus fronteras estaban siendo redibujadas, y los pocos viajeros con los que Dientenegro se encontraba eran cautelosos. Cada pocos días enterraba un cadáver mientras se dirigía al oeste. Ya no era cardenal, ya ni siquiera era monje. «Ve y conviértete en ermitaño».
No llovía. Los árboles se convertían en finas sombras en los barrancos y el camino subía cada vez más hacia un mundo completamente de hierba bajo la cúpula del cielo. La fiebre de Dientenegro se había convertido en un pequeño incendio que le debilitaba y a la vez lo mantenía. La mañana que dejó atrás el último de los árboles, vio un gran pájaro trazando círculos en las alturas. Era un Buitre Rojo, el pájaro del Papa. Por delante, en el camino, algo o alguien había caído. Dos buitres negros pequeños tiraban de él, pero la carne no estaba aún madura para sus picos. Nimmy se detuvo a contemplar cómo la Burregun, la esposa del Papa (como la consideraba), descendía. Espantados por su tamaño, los buitres más pequeños se retiraron, meneando las negras cabezas; pero ella los ignoró y pronto se le unieron en el festín. El Buitre Rojo era más fuerte y tuvo un poco más de suerte, pero el cadáver seguía siendo demasiado reciente para que pudieran comer su carne con facilidad.
Desde donde estaba sentado en la hierba, Dientenegro no podía decir si el cadáver era humano.
—Da de comer al hambriento, atiende a los enfermos, visita al prisionero —dijo en voz alta, recitando lasobras de piedad.
Entierro a los muertos.
Lanzó una piedra. Los pájaros se detuvieron y lo miraron con solemnidad funeraria, luego graznaron y siguieron comiendo. Arrojó otra piedra y ellos la ignoraron. Todavía llevaba la espada corta de Wooshin, pero no podía hacer acopio de fuerzas para pelear con la reina de los buitres.
Entonces observó cómo llegaba un águila de cabeza calva que los expulsó a todos, incluida la Burregun, el Buitre de la Batalla. El águila calva era el ave nacional de Filpeo. Picoteó el cadáver, luego perdió interés y se marchó, aprovechando una corriente cálida para alzarse en el cielo azul de porcelana.
Dientenegro San Jorge se puso en pie y fue a ver qué era lo que tenía que enterrar. Esperaba que no fuera otro niño.