El día de su regreso, que se postren en el suelo del oratorio y supliquen las oraciones de todos, a cuenta de los pecados que pudieran haberlos sorprendido en el camino.
Regla de san Benito, capítulo 67
Dientenegro sólo había visto dos ciudades en su vida: Valana, construida de madera y piedra, y Ciudad Hannegan, hecha de madera y barro. La Ciudad Santa, Nueva Roma, era una ciudad construida de piezas viejas de antiguas ciudades; era una mezcla de viejo y nuevo, más parecida a una abadía que a una ciudad, con pilares de ladrillo y piedra construidos sobre pilares de ladrillo y piedra, todos mezclados e igualados con madera, hierba y paja. Todo inflamable, todo como yesca, y, según parecía, todo ardiendo.
Se hallaba en una calle ancha y derecha, con montículos de escombros y torres truncadas, las «grandes casas», a ambos lados, Al principio estaba solo, pero a medida que se fue internando hacia el este, hacia el sol naciente, apartándose del fuego, la calle se fue llenando cada vez más de gente asustada y silenciosa. Dientenegro sintió un indeseado arrebato de igualdad con estos aterrados comedores de hierbas, que de pronto surgían de los sótanos y de los restos de los edificios (igual que había hecho él), arrastrando sus penosos andrajos y trastos y ollas y animales y niños consigo. Todo el mundo abandonaba la ciudad.
Tras él, en la distancia, oyó disparos, pocos y entre cortados. Si los nómadas estaban luchando en la ciudad, no se dejaban ver. No había caballos de guerra, sólo mulas y viejos percherones. Sólo perros vagabundos.
La gente que huía estaba extrañamente silenciosa. Lo normal habría sido oír gemidos o gritos, pero Dientenegro no oía nada; era como si la ventana de su celda le hubiera hecho salir a un mundo donde sólo los niños lloraban o se quejaban. Los adultos guardaban un sombrío silencio mientras avanzaban trabajosamente. Tal vez pensaban que sus acentos los traicionarían, o tal vez no había nada que decir.
Nueva Roma estaba ardiendo.
Dientenegro se había preparado para ser ejecutado, y ahora incluso su hambre había desaparecido. Una mano le tiró de la manga, una mano de niño, y se encontró, por algún proceso que ni entendía ni advirtió del todo, formando parte de un pequeño grupo que arrastraba a una mula asustada para sacarla de un sótano. Cómo había llegado allí, a quién pertenecía y quién la quería… eran cuestiones que pertenecían a otra realidad. Lo único cierto era la necesidad de ayudar a la bestia aterrorizada a subir los estrechos escalones.
Entonces escapó entre la multitud, mientras su dueño y el niño la perseguían. Dientenegro se puso a correr tras ellos. Se había levantado viento y ahora había una muralla de fuego directamente detrás, al oeste.
Cuatro hombres y cuatro mujeres, todos desnudos y cogidos de la mano, avanzaban entre la multitud, cantando histéricamente. Dientenegro trató de apartar la mirada de los pechos de las mujeres, pero no pudo. No era deseo lo que sentía, sino otra sensación casi olvidada: ansia, o esperanza. Dos hombres de uniforme, con rifles de repetición, pasaron corriendo, luego otros dos más, marcando el paso. Era casi cómico. Dientenegro se quitó el sombrero y lo escondió bajo su hábito. Una mula, atrapada entre las riendas de un carro, gritaba penosamente, tratando de levantarse. Un anca estaba manchada de sangre.
El fuego estaba más cerca, o era más caliente, o ambas cosas. El final de la calle era un muro de llamas, más alto que las «grandes casas». Dientenegro tenía ahora dos sombras, una que caminaba ante él y otra detrás.
«Prendo fuegos», pensó Dientenegro, recordando la inscripción azul y dorada del carruaje del sharf Saltamontes.
Un granjero se arrodilló junto a la mula herida y sacó su cuchillo. Dientenegro lo detuvo, colocándole una mano en el brazo.
—Déjala vivir —dijo en hablaiglesia.
—¿Eh?
El granjero miró las ropas de Dientenegro y cortó las riendas. La mula se levantó cojeando y el granjero volvió a guardarse el cuchillo en el cinturón.
—Ayudaré con la carreta —ofreció Dientenegro en saltamontes.
Se puso de nuevo el sombrero y empujó.
Era un carro de dos ruedas de diseño vagamente Saltamontes, cargado con artículos caseros y chatarra, incluyendo una mujer negra, anciana y diminuta, con dos gatitos, a los que besaba por turnos. Dientenegro empujó y el granjero tiró, luego dos hombres más se les unieron, lanzando sus posesiones al interior del carro junto a la vieja abuela. Todos hablaban saltamontes, mezclado con un poco de hablaiglesia y palabras sueltas de ol’zark. Huyeron hacia el este, en dirección al Río Grande.
Dientenegro se quedó con el granjero del carro todo ese día. Tira Pelos era su nombre, o tal vez fuera una descripción, o incluso una confesión. El hombre era calvo. Fue tan solícito, compartiendo su comida y su agua, que Dientenegro supuso que era cristiano; hasta que advirtió que el granjero pensaba que el sombrero rojo de Dientenegro significaba que era un soldado. Aunque vivía en la Ciudad Santa, nunca había oído hablar de la Iglesia. Para el granjero sólo había dos tipos de personas granjeros y soldados de Texark. Aunque era uno de ellos por sangre, los nómadas Saltamontes, «el pueblo» que procedía de la llanura «donde no llegan los árboles» eran menos que humanos, o más, quizás. Un ser elemental, como un rebaño o una tormenta.
Incluso después de escapar de la celda, Dientenegro seguía sintiéndose prisionero, entre el fuego al oeste y el río, aún invisible, al este. A mediodía, el humo se había tragado al mismo sol y una terrorífica oscuridad roja cayó como un velo sobre las calles. El hilillo de refugiados se convirtió en un torrente, todos en dirección este. Las calles se hicieron más anchas y, al mismo tiempo, se abarrotaron de refugiados, todos granjeros. Las «grandes casas» al este eran aún más grandes y no había árboles; Dientenegro nunca había imaginado que los echaría de menos.
Ya era muy tarde cuando llegaron al río. Al principio, Dientenegro no supo lo que era. La multitud se replegó sobre sí misma, luego empezó a dar vueltas, a girarse. Había fuego al oeste y fuego también al norte. Hubo una refriega, un rápido pánico, y Tira Pelos se perdió entre la multitud. Una vez, a Dientenegro le pareció oír el familiar crujido de la carreta, luego lo volvió a perder. Por suerte, había conseguido salvar su manta de la cárcel.
Empezaba a oscurecer. A excepción del llanto de unos pocos niños, los refugiados volvieron a guardar silencio, agitándose en su sitio, tomando decisiones a través de algún tipo de proceso lento y visceral, como un gusano. La corriente principal giró al sur, siguiendo la orilla del río hasta las afueras de la ciudad. Sospechando qué era lo que les había hecho volverse, Dientenegro se subió a un pequeño muro de piedra. Unas cuantas personas estaban encaramadas en lo alto, como él, contemplando el Río Grande.
Dientenegro nunca había visto antes, ni imaginado siquiera, tanta agua. Era una sustancia distinta al agua que había conocido en las montañas o en las Llanuras. No bailaba, ni giraba, ni caía. Se extendía como una capa de cristal sucio, medio marrón y medio plateado. Era una llanura de agua. Pensó que podría atravesarla caminando, aunque sabía que no era posible.
Tras abrirse paso entre los demás, Dientenegro caminó a lo largo del muro hasta un embarcadero derruido, al borde del agua. Había barcas en el agua, alejadas de la orilla. No había visto muchas barcas antes, sólo los transbordadores de quilla plana del río Rojo, pero sabía lo que eran. Eran barcazas, algunas con cobertizos con chimeneas y ventanas con cristales, y largas palas que las hacían girar y moverse sobre el agua. La gente de los muelles y los tejados contemplaba la ciudad arder. Las barcas trazaban pequeños círculos en la corriente, quizás esperando a intervenir más tarde para saquear. Unos cuantos granjeros refugiados trataron de nadar o de chapotear hasta las barcas, pero fueron rechazados con los remos.
Hubo unos cuantos disparos. La gente de las barcazas iba vestida de harapos, igual que los granjeros, pero Dientenegro supuso que eran de la otra orilla.
El fuego se acercaba. Desde el agua, era casi hermoso: fuego, el más bello de los cuatro elementos del mundo y, sin embargo, un elemento que también existía en el Infierno. Dientenegro encontró un lugar al final del embarcadero y se envolvió en su manta; paradójicamente, le mantuvo fresco. Bajo la muralla de humo y llamas, pudo ver el fluir de refugiados que se encaminaba hacia el sur a lo largo de la orilla.
—Tantos —murmuró Dientenegro.
El hombre que se encontraba junto a él gruñó, indicando algún tipo de asentimiento. Empuñaba una escopeta, pero no de repetición. Era del tipo que disparaba piedras a través de un grueso cañón de hierro. Por algún motivo, Dientenegro se sentía a salvo junto a él. No tenía ningún deseo de reunirse con los refugiados e ir hacia el sur.
—Podrían haber defendido la ciudad —le susurró Dientenegro, y el hombre volvió a gruñir. Podrían haberlo hecho, pensó Dientenegro, pero no habían querido. Nueva Roma no era su ciudad. Habían sido obligados a venir aquí por los soldados de Texark y luego las llamas los habían expulsado. Pocos estaban armados y, los que lo estaban, tenían armas antiguas, del tipo de la que había matado al chamán del sharf.
Quizás el hombre que estaba a su lado había disparado ese tiro.
El ululante viento rizaba el agua. Soplaba desde el este, atraído a la ciudad por las llamas. A medida que fue cayendo la noche, la corriente de refugiados se fue reduciendo a un hilillo, todos dirigiéndose al sur, hacia Texark, como atraídos por un antiguo e instintivo impulso. Más tarde, esa misma noche, el fuego de sus hogueras pudo verse en la baja línea de las colinas, al sur. Para entonces, Dientenegro ya estaba dormido. Durmió durante horas, solo en el extremo del embarcadero. Al amanecer, el fuego casi se había apagado.
Y la Santa Ciudad de Nueva Roma había ardido.
El olor a comida lo despertó. Dientenegro había dormido envuelto en su manta, apoyado contra un tronco, en el fondo del embarcadero. Si el incendio hubiera seguido avanzando, habría alcanzado el embarcadero y lo habría consumido a él junto con el resto del mundo. Pero se había salvado. Se había quitado las botas y las había escondido bajo su manta; todavía estaban allí, igual que su sombrero, con las tres píldoras que le quedaban. En cuanto se enderezó, sintió que la fiebre de Hilbert regresaba. Pero ¿no podía ser hambre? No había comido nada desde hacía días.
Olió a pescado cocinándose. Al final del embarcadero, había una barca atada a la orilla. Un grupo de hombres estaba congregado alrededor de una pequeña hoguera. Dientenegro se levantó, cubriéndose con la manta para ocultar sus hábitos de monje. Estos barqueros estaban probablemente menos cristianizados aún que los granjeros Saltamontes, quienes eran de por sí poco cristianos. Y recordó la observación de su carcelero: que el Antipapa estaba incendiando la ciudad.
Algo en el aspecto del grupo, su pose o el tono de sus voces, le dijo a Dientenegro que podía unirse a ellos sin problemas. Con todo, se acercó con cautela, caminando lentamente por el borde del embarcadero de madera.
Un cadáver pasó flotando, hinchado por sus propios gases. La cara de una mujer sonreía hacia arriba, hacia un palio de humo y cielo. Dientenegro apartó la mirada y pisó sobre el barro. Alguien le pasó un trozo de pescado, envuelto en grandes y suaves hojas. El olor era tan abrumador, tan delicioso, que tuvo que sentarse para comerlo. Nadie le prestó atención ni le hizo ninguna pregunta. Los hombres congregados en torno a la hoguera parecían unidos por una especie de burda caridad; eran barqueros y hablaban una versión de ol’zark que Dientenegro apenas podía entender. Los extraños, dos o tres vagabundos como él mismo, no hablaban nada. Su silencio parecía esencial para la ruda paz que prevalecía.
Después de terminar el pescado, Dientenegro miró alrededor. Ahora que el humo se había aclarado, pudo ver las grandes torres del antiguo puente. Pudo distinguir los bajos farallones del otro lado del río. El río era inimaginablemente ancho. El Río Grande, el Misspee, desembocaba en el mar. ¿Qué tamaño, entonces, tenía el mar? Esto era ya más agua de lo que Dientenegro había imaginado jamás.
—Vienen los nómadas —avisó uno de los barqueros. La palabra que en su dialecto definía a los nómadas era «gentecaballo». La implicación era «¡entonces tenemos que huir!».
Entre los barqueros no había mujeres; pero justo cuando Dientenegro se daba cuenta de ello, varias mujeres llegaron caminando por la orilla, saltando de roca en roca, y soltaron su carga, que parecía hecha de harapos, sobre la gabarra y en el camarote-cobertizo. Las siguieron otras mujeres con bolsas que tintineaban; ¿quizá platos?
Alguien pasó a Dientenegro otro trozo de pescado y una jarra de agua caliente que parecía algún tipo de té suave.
—Vienen los nómadas —gritó otra mujer, que llegó a la carrera. La «gentecaballo».
Hubo un grito, y Dientenegro y los otros «invitados» se levantaron mientras uno de los barqueros apagaba la hoguera con un palo. Antes de que Dientenegro se diera cuenta de lo que pasaba, la barcaza giraba en la corriente. Los otros «invitados» en torno a la hoguera apagada se dispersaron rápidamente… y Dientenegro se encontró con la jarra de agua del barquero, otra vez solo. Por primera vez en días, sintió la llamada de sus entrañas, así que fue un placer encontrar un lugar oculto junto al borde del agua, bajo el embarcadero, donde defecó. Luego se limpió y regresó a la ciudad.
Dientenegro supuso que los guerreros Saltamontes llegarían en cuanto el incendio se apagara, y empezarían a saquear y violar, y con ellos vendrían Ponymarrón y la Curia. Pero era mediodía y las calles aún seguían vacías. Había doblado su manta, y se sentía expuesto y vulnerable con su hábito y su sombrero, mientras caminaba de esquina en esquina por las calles, esperando a que los nómadas lo encontraran y lo llevaran ante Ponymarrón.
No vino nadie. Era como si la Ciudad Santa hubiera sido purificada. Incluso los cadáveres en las calles, ennegrecidos como cenizas, parecían de algún modo limpios, como si el fuego se hubiera llevado sus miserias dejando sólo una carcasa purificada.
No había mucho que saquear. El fuego lo había consumido todo menos el ladrillo y la piedra, reduciendo la ciudad a los escombros que debió ser antes de que los Harq-Hannegans la reconstruyeran. ¿Cuántas veces habían caído estos ladrillos?, se preguntó Dientenegro. ¿Cuántos conquistadores habían pasado bajo este dintel, esta piedra? La Ciudad Santa, con su entramado de calles entre ennegrecidas pilas de escombros y restos de edificios quemados, era como un palimpsesto de la civilización y la miseria, todo entremezclado y entreverado, una época cayendo sobre otra como caen las hojas; como la corteza de álamo, los restos de los siglos sólo servían para mantener un fuego de veinte minutos o veinte horas.
No llegó ningún nómada; ningún bárbaro aullador rebuscaba entre el destrozado y humeante centro de toda la cristiandad. No hubo disparos ni gritos ni caballos relinchantes ni risas locas ni gritos de placer o gritos de terror. Un gran incendio trae consigo una tregua en el orden natural de las cosas, un epicentro tranquilo; y ni siquiera había saqueadores en las calles. Los cadáveres eran poco frecuentes, uno cada manzana aproximadamente, y yacían en silenciosa dignidad mientras Dientenegro los sorteaba. Sólo había buitres congregándose en las alturas, como ceniza volando.
San Pedro no fue difícil de encontrar. El techo había ardido y caído, pero la cúpula, manchada de humo, aún se alzaba sobre las ruinas. La mayor parte del interior estaba destruido. Dientenegro se sentó al fondo, en uno de los largos bancos que había sobrevivido a la lotería de la destrucción. Era curioso, pensó, lo que quedaba y lo que había sido consumido por el tiempo además de por el fuego. Le quedaban unos pocos recuerdos de su infancia: los duros meses entre los nómadas, los primeros días en la abadía. Pero años enteros habían desaparecido, sin dejar nada más que cenizas, como las largas filas de ceniza gris que marcaban el lugar donde habían estado los bancos de roble. Donde un banco había desaparecido, su reclinatorio podía haber sobrevivido. Era como los restos de la Magna Civitas, quemada hasta las raíces hacía más de mil años. Partes de ella aún permanecían casi intactas, como la Iglesia; otras partes ni se recordaban siquiera.
Por primera vez en meses, Dientenegro cerró los ojos y rezó; no por obligación, sino porque quería. Cuando terminó, se quedó de rodillas. Podía sentir que la fiebre de Hilbert regresaba, como una vieja amiga. Le dio la bienvenida, pues allí estaba Ædra otra vez, en la cascada sin agua donde no caía agua. Y allí estaba Amén Pajaromoteado.
Amén I con su sonrisa de puma.
Amén lo sacudía por el hombro. Pero era Amén II.
—¿Nimmy, eres tú de verdad? ¡Creíamos que habías muerto!
—Aquí ves mi iglesia —suspiró Ponymarrón—. Su pelo había desaparecido por completo y sus ojos asomaban de oscuros huecos. Incluso la barba roja del Diácono Rojo era casi blanca. Por toda la basílica, las grandes ventanas vacías se abrían a las ruinas. Las calles desiertas estaban silenciosas y sólo se podía oír, en la distancia, el aullido de los perros.
—¡Oh, Dios, los Saltamontes! —Ponymarrón se arrodilló, ennegreció sus manos en las cenizas y las alzó hacia la cúpula tiznada de humo—. Qué idiota he sido, Nimmy. ¡Confiar en los Saltamontes!
—Santa Locura confió también en ellos, Santo Padre —replicó Dientenegro—. ¡Y también el Hacha!
—Confié en que Bram lucharía bien —replicó Wooshin—. Lo hizo, antes de desertar.
—Puede ser que no pudiera controlar a sus guerreros, una vez sintieron la furia de la batalla, otorgada por Cielo Vacío, como ellos dicen —dijo el Papa. Se limpió las manos en su sucia sotana blanca; encima llevaba una pistola de repetición en una canana al hombro—. Y los guerreros Saltamontes no sienten ningún amor por las propiedades de la Iglesia.
Wooshin permaneció inmóvil, todavía vestido con la tunica de cuadros y los galones de sargento general qué Ponymarrón había hecho para él. Parecía deprimido. A Dientenegro no le sorprendía. Todos los amigos de Whoshin, la Guardia Amarilla, estaban muertos o se habían marchado al sur con el Magister Dion y el Qaesach dri Vordar. Su amo, Ponymarrón, parecía más débil que nunca; destrozado.
—Nimmy —se lamentaba Ponymarrón—. Mira lo que le he hecho a mi iglesia. No quería este trono para mí. Y ahora míralo.
—No fuisteis vos… —empezó a decir Dientenegro. Pero no pudo terminar. ¿Quién más lo había hecho? Era Ponymarrón quien había unido a las Tres Hordas, quien las había armado con rifles de repetición, quien las había puesto en marcha a través del mar de hierba hacia Nueva Roma… y quien les había dicho que no prendieran fuegos.
«PRENDO FUEGOS», tenía inscrito el carruaje de Eltür Bram. No había hecho ningún secreto de ello «y un infierno», había respondido el Papa.
«Y un Infierno…» y ahora, mira alrededor. Ponymarrón puso la mano sobre el ceño de Dientenegro, dejando una mancha de ceniza.
—Tu fiebre parece mejor, Nimmy —dijo.
—Se me ha pasado —respondió Dientenegro—. Me capturaron y me dieron unas píldoras, las mismas que los de Texark utilizan al sur del Nady Ann. Pero casi las he acabado.
—No pareces febril.
—Puedo sentirla —dijo Dientenegro—. Puedo sentirla venir. Cuando tengo fiebre, veo a la chica, Ædra. Y al viejo Papa, Amén Pajaromoteado. Estaban conmigo ahora mismo, antes de que llegarais. —No tenía ningún sentido mentirle a Ponymarrón, ya no—. Me alegré de verlos.
—¿Los ves ahora? —preguntó Ponymarrón.
—No, por supuesto que no. La fiebre no es tan alta.
—La fiebre no es tan alta —repitió Ponymarrón. Parecía más distraído que nunca. Entonces desenfundó de pronto la pistola de su canana—. ¿Oyes eso, Nimmy?
—¿Oír qué, Su…? —¡Shhhh!
Wooshin desenvainó su espada corta del cinturón; dejó la espada larga en su vaina de acero.
Segundos más tarde, Dientenegro oyó lo que habían oído el viejo guerrero y Ponymarrón. Cascos sobre el pavimento, y luego sobre los escalones, y luego sobre la madera… resonando «dentro» de la catedral.
Era Ojos Negros, el agente doble nómada que estuvo brevemente encarcelado frente a Ponymarrón y Dientenegro en el zoo de Ciudad Hannegan. Iba vestido con todas las galas de un guerrero Perro Salvaje, y cabalgaba un poni roano.
—Su Santidad —dijo sarcásticamente. Saludó a Nimmy y evitó los ojos y la espada de Wooshin.
—Apártala —ordenó Ponymarrón en voz baja, aunque aún empuñaba la pistola de repetición. Wooshin retiró la espada corta, pero mantuvo la mano en el pomo de la larga.
—¿Qué estás haciendo aquí? Creía que estabas con el Emperador en Ciudad Hannegan. —Ponymarrón se enderezó, tratando de parecer regio. Ojos Negros no parecía impresionado.
—Como espía —repuso el nómada—. Cuando el Señor de las Tres Hordas vino al sur, con los tanques y el ejército glep, crucé el Río Rojo para unirme a ellos. Pero la batalla está perdida. Las armas del Hannegan hablaron demasiado alto y demasiado rápido. Los gleps han regresado a su valle, los aparecidos vuelven a las Suckaminty el sharf de guerra de las Tres Hordas vuelve a casa.
—¿Hongan Osle? —Ponymarrón parecía asombrado—. ¿El Qaesach dri Vordar vuelve a casa?
—Las Weejus llaman —contestó el nómada. Su poní cabriolaba entre los bancos calcinados, estropeando sus líneas rectas—. El texarka Nariz de Madera está quemando nuestras casas, matando a nuestras mujeres, robando nuestros caballos. Cabalgamos hacia la hierba corta. Yo estoy aquí sólo para asegurarme de que ninguno de los hijos de la Mujer Gran Cielo queda en la ciudad cuando lleguen los comedores de hierba.
»Vosotros deberíais marcharos también. Eres también su hijo y ella es también tu madre, con perdón, Santidad. La caballería de Texark viene de camino.
—¿Desde el sur? —El Papa señaló con la pistola—. ¿Desde Ciudad Hannegan?
—Y del norte también. Del mar de hierba. Les dejaremos la ciudad. Buena suerte, Su Santidad.
Se marchó ruidosamente, haciendo que los cascos de su montura repicaran; Ponymarrón cayó de rodillas, maldiciendo su destino.
—Vexilla regis inferni produent!
—¿Qué está diciendo? —susurró Wooshin.
—Ahí vienen los estandartes del rey del infierno —tradujo Dientenegro.
—No es su ciudad —murmuró Ponymarrón—. ¡Nunca la quisieron!
Miró al cielo y sólo vio la cúpula ennegrecida y estropeada. Lanzó la pistola a las cenizas.
En el centro del santuario derruido, el trono de san Pedro se había salvado milagrosamente. Detrás había una estatua de madera policromada de la Santa Virgen, que también se había salvado. Dientenegro y Wooshin siguieron en silencio a Ponymarrón mientras éste avanzaba hacia el trono, sorteando su camino entre los escombros. Ponymarrón se detuvo delante del trono y lo contempló largamente antes de alisarse la sotana y sentarse. Su piel moteada estaba pálida y finos mechones grises asomaban por los bordes de su sucio solideo blanco. Todavía llevaba al hombro la canana vacía.
—Tomad.
Wooshin trató de entregarle la tiara papal, pero Ponymarrón sacudió la cabeza, así que el Guerrero Amarillo la colocó en las cenizas al pie del trono. Empezaba a oscurecer. Dientenegro no tuvo dificultad en encontrar unas ascuas vivas con las que encender unas cuantas velas. Colocadas detrás del trono, apenas iluminaban tenuemente el rostro de la Virgen. Ponymarrón tenía los ojos cerrados, como si rezara, y Dientenegro se alegró. Mirarlos era como mirar a la ventana de una casa en llamas.
Wooshin se sentó sobre sus talones tras el trono de san Pedro, en equilibrio sobre la vaina de su larga espada que aún llevaba al costado. Con la luz de las ascuas, Dientenegro vio que también él era un anciano. Se movía sin alegría ni seguridad.
La tregua provocada por el incendio se había terminado. En la calle, Dientenegro vio a un perro espantar a un buitre para quedarse con un cadáver; a su vez, el perro fue espantado por un cerdo. ¿Su viejo amigo? Otro perro se detuvo ante la enorme puerta abierta y se asomó a la basílica. Olisqueó el aire, meó sobre la puerta de bronce y se alejó trotando hasta perderse en la oscuridad. Un caballo sin jinete pasó trotando, con parte de una pierna humana cortada colgando del estribo.
—Gloria a Dios en las alturas.
Era la voz débil y cansada de Elia Amén II Papa Ponymarrón, hablando como si la esposa de Job le hubiera dicho que maldijera a Dios y muriera, y estuviera obedeciendo cansinamente.
—Me parece que oigo la caballería de Texark acercarse. Dientenegro, sé sensato y huye.
—Era sólo un caballo sin jinete —dijo Dientenegro. Pero ladeó la cabeza y oyó algo en la distancia. Pudo sentirlo además de oírlo: un bajo rumor que podría haber sido un trueno lejano.
—Ahora no hay nada que los mantenga alejados de la ciudad —dijo Wooshin.
—Pero vos, mi señor… —Dientenegro estaba confuso—. ¿Dónde iréis?
Si Ponymarrón lo oyó, no dio muestras de ello. Dientenegro miró la estatua de la Santa Virgen tras el trono de san Pedro. Ella le sacó la lengua. Era negra y bífida.
La fiebre vuelve, pensó Dientenegro. Buscó alrededor a Pajaromoteado y Ædra, los compañeros de sus delirios, pero no los vio por ninguna parte.
Ponymarrón se volvió y miró a la Virgen. Sus ojos brillaron.
—Así que eres tú, después de todo.
—¿Eh? —preguntaron al unísono Dientenegro y Wooshin.
—Madre, Madre de la noche y de las yeguas de la noche, los sueños.
—¿Mi señor? —Dientenegro cogió al Papa por el brazo.
—¡Mira! ¡Mírala! —Ponymarrón se soltó y señaló a la Virgen. La mancha oscura salió reptando de su labio inferior.
—U-un gu-gusano —tartamudeó Dientenegro.
—¡La Bruja Nocturna! ¡Mi verdadera Madre! —exclamó Ponymarrón—. Dientenegro, escapa mientras aún hay tiempo. La lealtad hacia mí se acaba aquí. ¡Obedéceme: vete!
Dientenegro dio un paso atrás.
—¿Por qué habría yo de empezar a cumplir mis votos obedeciéndoos ahora?
Ponymarrón se rió débilmente, pero repitió:
—Vete. Conviértete en ermitaño y habla de Dios a aquellos que acudan a verte. Sé tú mismo. Ésa es Su llamada.
Dientenegro pudo oír levemente el sonido de cascos de caballos, cada vez más fuertes.
—¡Vete!
Wooshin estaba aún agachado junto al trono, sus estrechos ojos cerrados como si rezara. Detrás del trono, el rostro de la Virgen brillaba con los aleteos de las velas. Dientenegro caminó ante ella, trazando lentamente un círculo hacia la pared trasera de la catedral, aún en pie. Decididamente, había un gusano en su labio. O una lengua que se movía. Bifurcada, negra. Tal vez era una sombra producida por la vela. Ora pro nobis nunc et in hora mortis nostrae!
Había una puerta al fondo. A medio camino, Dientenegro oyó un brusco hisssss, como si alguien tomara aire. Reconoció el sonido de la espada de Wooshin al salir de su vaina. Luego oyó un murmullo en latín. Para sorpresa de Dientenegro, el menos ortodoxo de todos los Papas estaba rezando el credo. A su pesar, Dientenegro se detuvo y escuchó. Comenzaba como el credo de Nicea:
—Creo en un solo Dios, Padre Todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, y de todo lo visible e invisible, y en nuestro Señor Jesucristo…
Pero antes de que Ponymarrón acabara, el credo de Anastasio se interpuso, diciendo: «… y en una Iglesia Romana Santa Católica y Apostólica, fuera de la cual no hay salvación ni remisión de los pecados: unam sanctam Ecclesiam Romanun etiam Apostolicam, extra quam ñeque safas est ñeque remissio peccatorum…».
—¿Ahora?
Era la voz del Hacha.
Dientenegro se detuvo, temeroso de mirar, y oyó el roce de la seda. Hubo un leve gruñido de afirmación mientras Elia Ponymarrón, Amén II, caía de rodillas al pie del trono.
El susurro de la espada al cortar el aire terminó en el choque de carne y hueso, y el golpe de la cabeza y el salpicar de la sangre sobre el suelo sucio.
Dientenegro corrió hacia la salida tan rápido como pudo. Casi había llegado a la puerta cuando la voz vacilante de Wooshin le llamó.
—¡Ayúdame antes de irte, por favor!
Se detuvo de nuevo y esta vez se volvió. Vio al Hacha sentado en el suelo junto al cadáver. Wooshin había sacado su otra espada, la corta, y la mantenía apretada contra su vientre. Mientras apretaba lentamente con una mano, con la otra cogió del suelo la espada larga manchada de sangre y la arrojó hacia el monje. Cayó a poca distancia, resonando como una campana sobre el suelo de piedra.
Dientenegro pasó por encima, sacudiendo la cabeza. Con largas zancadas, se acercó al guerrero.
—¡No! —dijo ferozmente—. ¿Abandonarías ahora a tu amo?
Wooshin miró al montón de seda ensangrentada que tenía al lado, miró a Dientenegro y apretó la hoja contra su vientre hasta que asomó la sangre. Gruñó y se detuvo y volvió a mirar a Dientenegro, suplicante.
Nimmy recogió la espada larga. Pero en vez de alzarla para golpear, se apoyó en ella como si fuera un bastón.
—El enemigo de tu amo todavía vive —dijo—. Abrete el vientre si quieres, Wooshin, pero quiero oírte decir «¡Larga vida a Filpeo Harq!», antes de ayudarte a morir.
Wooshin extrajo la espada de su carne y dijo algo en una lengua extraña, claramente una maldición. Dientenegro se arrodilló y examinó la herida.
Sangraba profusamente, pero parecía no haber penetrado mucho en la cavidad abdominal. Ayudó a incorporarse al viejo guerrero, luego se arrodilló y arrancó un trozo de seda de la sotana blanca del Papa. Se lo dio al Hacha para que se sujetara la herida.
Wooshin recogió la cabeza de Ponymarrón y la colocó junto al cuerpo; luego lo cubrió todo con la manta, olvidando quizá que era de Dientenegro.
—¿No deberíamos enterrarlo?
Wooshin sacudió la cabeza.
—Así fue como lo quiso. «Dejadme para la Burregun, el Buitre de la Batalla».
—Su esposa —murmuró Dientenegro. Buscó a la Bruja Nocturna, pero se había marchado. La Virgen había vuelto, con su bebé resplandeciente y su amable sonrisa.
Al mirar a Ponymarrón, muerto bajo la manta, una forma inmóvil, Dientenegro se sintió extrañamente impasible. Gran parte de su vida, desde que dejó la abadía, había estado al servicio de este hombre mundano. ¿Pero a quién o a qué servía Ponymarrón? ¿Sabe alguno de nosotros, en el fondo, a qué sirve?, se preguntó Dientenegro. Entonces se sintió inmediatamente avergonzado. ¿No era hermano de la Orden Albertiana de San Leibowitz?
¿Por qué había querido durante tanto tiempo ser liberado de sus votos, si los votos no significaban nada?
El sonido de los cascos de los caballos estaba ya más cerca, resonando en la plaza ante la catedral y luego en los anchos escalones. Por un momento Dientenegro pensó en salir a la calle y entregarse. Así le darían las píldoras que necesitaba y tal vez la muerte.
Pero no. Wooshin se recuperó y envainó su larga espada. Dientenegro lo siguió por la puerta trasera de la catedral. No había nada más que hacer en San Pedro. Los perros regresaban a la ciudad, oliendo a sangre nueva y muerte. ¿Dónde estaba escrito? Y los perros devoraron a Jezabel en el campo de Jezrael…
Mientras seguía a Wooshin por el callejón hacia el río, Dientenegro pudo oír los cascos de los caballos dentro de la catedral de San Pedro, y luego las voces al descubrir el cadáver de Amén II.