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En la recepción que se haga a pobres y peregrinos debe mostrarse el mayor cuidado y solicitud, porque es especialmente en ellos donde se recibe a Cristo; pues en lo que a los ricos respecta, el miedo que inspiran les gana el respeto.

Regla de san Benito, capítulo 50

Esa noche, mientras Dientenegro soñaba, un pequeño grupo de granjeros montaron en sus caballos, la mayoría de ellos animales de tiro, y cabalgaron hacia el campamento de los cruzados. Eran los granjeros que habían sobrevivido después de ver cómo los soldados de Texark mataban a sus familias y su ganado. Ahora querían venganza y la única que podían encontrar era a costa del Antipapa, cuyos ejércitos se dirigían al sur, según habían comunicado los exploradores, hacia Ciudad Hannegan y el Río Rojo. Sabían que Dientenegro estaba mintiendo. Habían visto sólo a un par de observadores, habían herido a uno y matado a otro. Querían lo que querían los nómadas Saltamontes y Perro Salvaje: sangre y venganza.

Era finales de septiembre y no había luna. Partieron, cuarenta jinetes en total, poco después de anochecer, guiándose por la luz de las estrellas y su conocimiento del camino. Después de todo, era la carretera por la que habían venido; la carretera que llevaba a sus granjas abandonadas y derruidas.

El Papa, mientras tanto, empezaba a perder toda esperanza de paz. Los guerreros Saltamontes estaban sedientos de sangre, después del largo y ruidoso funeral del chamán. Muchos de ellos estaban borrachos, y aunque la ceremonia había tenido lugar fuera de su vista, Ponymarrón sospechaba que muchos más se habían alimentado del hígado y los sesos del chamán.

—Tienes que comprender que mi emisario ha ido a la ciudad para firmar la paz —le dijo a Eltür Bram.

—Te refieres a Nyinden. Nimmy.

—Mi cardenal —dijo Ponymarrón—. Un miembro de mi Curia.

—El cardenal Nimmy, entonces —replicó el sharf Saltamontes. Estaba sentado junto al carro del Papa con Su Santidad, viendo a los guerreros aullar y saltar alrededor de la hoguera principal. Para los nómadas, era una novedad disponer de leña ilimitada, aunque estuviera húmeda. Las llamas se alzaban más y más.

—Buscan venganza —afirmó Eltür Bram—. ¿Puedes reprochárselo? ¿Puedo yo negársela? La necesitan. Es como la hierba para los ponis.

—La victoria de la Iglesia será su venganza —respondió Ponymarrón, pero incluso mientras lo decía, sabía que ni siquiera él mismo lo creía. El suelo fangoso estaba cubierto de sombras en movimiento; el cielo estaba surcado de árboles. Ponymarrón ansiaba los rudos contornos y los horizontes abiertos de las praderas y del desierto. Aquí, en el bosque, los ruidos y olores estaban demasiado cerca.

Pop pop pop. Los guerreros apuntaban sus rifles al cielo, apenas visible como un tapiz de estrellas a través de los árboles. El sharf Saltamontes había conseguido darles sólo dos balas por cabeza, pero sabía que Ponymarrón tenía más, dejadas como concesión de los almacenes de la caravana del Magister Dion.

—Debes entregar a los hombres el resto de las balas de latón… Su Santidad —añadió Luz Demonio, con una leve sonrisa.

Amén II sacudió la cabeza.

—Deben esperar a que regrese mi emisario. Entonces tus guerreros podrán entrar en la ciudad, triunfantes.

De hecho, Ponymarrón ya estaba preocupado. Sabía que si Dientenegro no había regresado por la mañana, eso probablemente significaría que lo habían matado. Quizás incluso lo habrían colgado, cumpliendo con el interdicto que los dos habían firmado cuando los liberaron del zoo de Ciudad Hannegan.

—Mañana, entonces —ordenó Eltür Bram. Miró al cielo sin luna, recortado por los árboles.

El Papa cogió al sharf por el brazo.

—¡Y tú debes controlarlos! —dijo. Al otro lado del claro, en el brillo de la hoguera, pudo ver el carruaje del sharf, con «PRENDO FUEGOS» pintado en la puerta—. No habrá más fuegos, Luz Demonio. Los granjeros se rendirán cuando vean tus fuerzas. Ya deben de haberse rendido a Nimmy.

—Yo creo que no… Su Santidad.

—No quiero ningún incendio en Nueva Roma. Estoy aquí para restaurar la ciudad, no para destruirla.

El Papa retorció el brazo del sharf. Era como un pulso: el objetivo no era derrotarlo, sino simplemente mostrarle que conocía y comprendía las costumbres nómadas.

—Nada de incendios, ¿entendido?

—Entendido —murmuró Eltür Bram, zafando su brazo. Se dirigió hacia la hoguera.

—He liberado una tormenta y no puedo controlarla —se lamentó el Papa. Entró en su carruaje y preparó sus ropas para dormir.

Le hablaba a Wooshin, que permanecía en las sombras junto al carro. El Guerrero Amarillo se encogió de hombros. Esa era, en su experiencia, la naturaleza de todas las tormentas y todas las guerras.

El Papa dormía cuando llegaron los granjeros. Habían desmontado y ayudaban a sus caballos a cruzar el arroyo cuando los perros se despertaron, despertando a su vez a los guerreros que dormían alrededor de las moribundas hogueras. La lucha fue breve y cruel, y a excepción de los gritos y las salpicaduras, casi silenciosa. Los Saltamontes se sintieron reacios a emplear sus escasas balas, pero estaban ansiosos por probar los cuchillos y palos con los que dormían, ocupado el lugar donde podrían haber estado sus mujeres.

Cuando llegó el amanecer, el agua seguía formando charquitos ensangrentados por toda la orilla. Matar a cuchillo es un asunto feo y sucio; algunos de los granjeros aún se agitaban como peces. Cuatro habían sido capturados y estaban ilesos, a excepción de la cuerda de cuero que les atravesaba las mejillas. Estaban atados a la sombra del carro de provisiones, uno gimiendo, los otros esperando estoicamente lo que fuera a sucederles.

El Pontífice se despertó y encontró el campamento casi desierto. Los guerreros Saltamontes se habían marchado, con sus caballos y sus perros.

—¡Dijiste que iban a esperar! —se quejó cuando encontró a Eltür Bram desayunando junto a su hoguera.

—No nos dieron elección. —El sharf de guerra se encogió de hombros—. Trataron de robar nuestros caballos.

Ponymarrón le dio una patada a la hoguera.

—Sólo eran unos cuantos idiotas. Podríais haberlos repelido.

Eltür Bram volvió a encogerse de hombros. —Los perros los siguieron. Mis hombres tuvieron que seguir a los perros. Pero tienen órdenes de no incendiar la ciudad.

Ponymarrón no le creyó. Antes del mediodía el humo se alzaba sobre la muralla de árboles al este, desde la ciudad que nunca había visto.

El cerdo volvió por la mañana, pero el carcelero no. Asomó el hocico por entre los fríos barrotes y se puso a mirar a Dientenegro, que trataba de rezar sin éxito.

Mientras la mañana pasaba lentamente, Dientenegro oyó disparos en la distancia, gritos más cerca, y el roce de pies en la estrecha calle de fuera. Todavía le quedaban seis píldoras, pero no tenía con qué tomárselas. Tenía miedo del agua caliente del cubo junto a la puerta, así que tragó una con su propia saliva. Hacia mediodía, se bebió el agua.

Hambriento ya cuando lo encerraron en la celda, su hambre aumentó. Era difícil calcular la hora porque no había sol y estaba lloviendo: un suave chaparrón que tamborileó en el callejón todo el día, encharcando los pasos de algún transeúnte ocasional, siempre un perro, nunca un humano.

El cerdo regresó de nuevo por la tarde, o lo que parecía ser la tarde.

Dientenegro guardaba las píldoras en su sombrero de cardenal, que sus captores le habían permitido conservar, junto con su cruz y su rosario. El sombrero mantenía las píldoras secas. Parecían hacerle efecto. La fiebre había desaparecido; Dientenegro no echaba de menos los calambres y los estertores que le habían mantenido ocupado, sobre todo por las mañanas, durante días. Pero se sentía solitario sin las visiones de Ædra y Amén, los compañeros que habían caminado a su lado y le habían acompañado, no sólo durante sus sueños sino a través de la interminable duermevela que parecía últimamente su vida.

Dientenegro nunca se había sentido tan solo. Recordaba con cierto afecto a Ponymarrón y a la cárcel zoo de Ciudad Hannegan, cuando los espiaba el prisionero Perro Salvaje y los ciudadanos los observaban divertidos. Recordó al melancólico y taciturno Wooshin. Recordó al insolente y grueso Aberlott, contemplativo fracasado y amante de ciudades. Los echaba de menos a todos; echaba de menos a Vaca Cantora. Desde su solitaria celda en el sótano, Dientenegro examinó su vida en la Abadía de San Leibowitz y se maravilló por la inteligente y perfecta mezcla de soledad y compañía que era la vida monástica. Algunos hombres estaban hechos para la soledad, pero no la mayoría; desde luego él no. Pajaromoteado había amado la soledad porque la llenaba de espíritu. Nunca estaba solo. La soledad de Mátz era la soledad de los aparecidos: aceptada por ninguno, despreciada por todos.

Deseada por uno.

Los dos, en su soledad, habían hecho compañía a Dientenegro. «Pero claro», —pensó—, «tampoco exijo mucho por compañía».

—¿Verdad? —le preguntó al cerdo cuando asomó de nuevo la cabeza entre los barrotes. Y como Ædra, como Amén, no le ofreció ninguna respuesta.

Por la tarde, no le había llegado ninguna comida y la lluvia había cesado. ¿No iba a haber última cena? Morir parecía bastante malo, pero morir hambriento parecía el insulto final, definitivo. ¿Estaría hambriento para toda la eternidad?

Sorprendido por su propia falta de piedad, Dientenegro se hincó de rodillas y rezó pidiendo perdón.

La puerta era de madera gruesa, probablemente roble. Parecía más sustancial que los negros barrotes de hierro de la ventana. Dientenegro llamó a la puerta, luego comenzó a darle patadas, tímidamente al principio, luego más y más fuerte. No hubo ninguna respuesta. No podía decir si había alguien allí fuera o no. ¿Y qué había allí… un pasillo? No podía recordarlo. Estaba oscuro cuando lo trajeron. Había transcurrido sólo un día, ¿no? Dientenegro deseó haber hecho marcas en las paredes de piedra encalada, como habían hecho los anteriores ocupantes.

En su pequeña celda no había más que la cama, dos tablas tendidas sobre bloques de piedra, una burda manta de lana, un taburete y dos cubos: uno junto a la puerta y otro en un rincón. El cubo de agua caliente junto a la puerta estaba todavía casi lleno; el del rincón estaba aún vacío. La habitación había sido al parecer utilizada antes como prisión por los texarkanos; las paredes estaban llenas de dibujos intrincados pero incultos: caras, sonrisas y ceños fruncidos, un sol, diversas interpretaciones del cuerpo masculino y femenino. La pared le parecía a Dientenegro la superficie del cerebro de un monje, los arañazos en el alma con los que un hombre aprende a vivir y normalmente, con suerte, a ignorar.

Se sentó en la cama. Se tumbó. Se plantó ante la ventana. Se subió en el taburete y se asomó a la ventana. Vio un callejón estrecho y desierto con una escala derruido apoyado en una pared donde no había ninguna puerta. Había manchas de sangre en la pared, sobre la escala. Mientras Dientenegro observaba, un perro llegó y olisqueó la sangre, luego se marchó. ¿Era esto el final? ¿El matadero? La escalera que no iba a ninguna parte, la pared sin puerta… Se estremeció. Tenía mucha hambre.

En la distancia, la calle desembocaba en otra calle más grande, y Dientenegro pudo ver a la gente pasar, llevando misteriosos paquetes y, ocasionalmente, armas. Los que llevaban armas caminaban en grupos de dos y tres. Más cerca, otro perro olisqueó los escalones manchados del callejón, luego se marchó trotando.

—Ahí es donde ejecutan.

Dientenegro se dio la vuelta y vio que la puerta de su celda se había abierto silenciosamente; más allá había una oscuridad indeterminada. Para ser una puerta tan grande colgaba de goznes silenciosos. Un granjero-guardián desconocido esperaba con un cubo. Joven, de veintitantos años; pelirrojo; un comedor de hierba.

—No puedes estar ahí arriba —dijo.

—Estoy rezando.

—¿Y tu sombrero?

El solideo estaba sobre la cama.

—No tenemos que llevarlo para rezar.

El guardia se acercó al rincón y recogió el cubo; lo soltó cuando notó que estaba vacío. Evitó cuidadosamente mirarlo.

—Se supone que tengo que vaciar esto —murmuró.

Era un reproche. —Supongo que eso significa que tengo que llenarlo— respondió Dientenegro—. ¿Pero no se supone que tú tienes que traerme comida? No cené, y ahora no he desayunado.

El granjero-guardia se encogió de hombros. Llevaba pantalones de cuero y un chaleco de lino, probablemente cogido del guardarropa de algún soldado. O de algún cadáver. Sus dientes ya estaban podridos.

—No me dijeron nada de comida. Sólo me dijeron que vaciara esto. Y que trajera agua.

—¿Van a… fusilarme? —preguntó Dientenegro, haciendo el signo de la cruz—. Volveré a mis oraciones.

Se subió de nuevo al taburete y miró al mundo, o a lo poco que podía ver del mundo desde su diminuta ventana. Oraciones, desde luego. ¿Pero qué otra cosa era rezar sino intentar asomarse a la diminuta ventana del alma? Tal vez debería intentar rezar más tarde, cuando se acercara el momento de la ejecución.

¿Dolería?, se preguntó. Parecía la pregunta equivocada, pero no se le ocurría otra más adecuada.

Otro perro llegó y olisqueó la oscura mancha de la escala. ¿También rezaba? En la distancia una vieja y un niño rebuscaban en la basura con un palo. Cuando la mujer encontraba algo, el niño se agachaba a cogerlo. Dientenegro no pudo ver qué estaban recogiendo.

Hubo más disparos en la distancia, y luego un extraño y sin embargo familiar olor salvaje. Incluso antes de que Dientenegro advirtiera de qué se trataba, su corazón empezó a redoblar.

Humo.

—Les dijiste a tus hombres que prendieran fuego —le reprochó el Papa, Amén II, a Eltür Bram. Luz Demonio lo negó, pero Ponymarrón sabía la verdad. Los Saltamontes están siempre en guerra… Prendo fuegos… ¿Y qué importaba si lo afirmaba o lo negaba? Estaba hecho.

Ponymarrón y el sharf estaban sentados en la cama de una carreta, viendo a los guerreros que regresaban atravesando el arroyo. Empezaba a llover otra vez. Ponymarrón no podía ver el cielo, pero sabía por su Curia (la mitad de los cuales estaban enfermos, y se pasaban la vida en la segunda letrina emplazada colina arriba) que una cortina de humo gravitaba sobre la ciudad, a unas pocas horas a caballo.

—Los incendios estallan —repuso Eltür Bram—. Ningún hombre puede impedirlos. Ningún hombre debería hacerlo.

Los perros ladraban. Los caballos relinchaban. Los nómadas regresaban en grupos de dos y de tres, y llamaban a las mujeres para que prepararan vendajes y comida, y restituyeran los montones de leña. Gritaban triunfales, pero en verdad habían tenido pocos encuentros con el misterioso enemigo. Los pocos heridos se habían dañado cuando los caballos tropezaron en las calles desconocidas, o se quemaron al prender los incendios.

Nadie sabía aún cuántos defensores había en la ciudad, o si la defendían siquiera. Y Dientenegro no había regresado. Casi había anochecido.

—Quizás ha encontrado la paz que vosotros, los de las sotanas, siempre decís estar buscando —dijo Eltür Bram.

—Tal vez —replicó Ponymarrón, decidiendo ignorar el sarcasmo del nómada. Pero lo dudaba.

Humo. Oscurecía, ¿o era el humo? Las pocas personas que Dientenegro podía ver al fondo de la calle estaba corriendo.

Se apartó de la ventana y llamó a la puerta de roble. Pegó la oreja a la madera, pero no pudo oír pasos ni voces. Era un lugar extraño, esta habitación al final de su vida. Invertía la vida normal, que siempre se atraviesa mirando hacia atrás. En este momento, era el pasado lo que constituía un misterio. Dientenegro podía ver claramente el futuro. Demasiado claramente. Podía olerlo. Llenaba el aire… como el humo.

Tenía miedo de dejarse llevar por el pánico, y así fue. No era el miedo al fuego, ni siquiera el miedo a morir. Era sólo pánico, puro pánico animal. Lo llenaba, inundándolo desbocado, sin ningún pensamiento o emoción. Tan súbito e irresistible como la lujuria (que tan bien había llegado a conocer), le consolaba y a la vez lo aterraba con su intensidad. Como la fe que había buscado sin encontrar nunca, sustituía todas las dudas por certeza.

Dientenegro le dio rienda suelta, pateando y golpeando la puerta, gritando primero «¡Fuego!», luego «¡Socorro!», después «¡Por el amor de Dios!».

No encontró ningún consuelo. El dolor de su puño magullado y sus propios gritos lo devolvieron a una realidad distinta, una realidad más parecida a la de los monjes. Dejó de gritar, sorprendido de lo fácil que era pararse, y se arrodilló junto a la cama con su rosario. El humo era más denso, pero el aire seguía siendo respirable. Dientenegro ya no tenía hambre. El agua del cubo danzaba y en la distancia podía oír estruendos apagados… edificios cayendo o bombas estallando…

Debió de haberse quedado dormido. Se sentó y vio que todavía estaba oscuro más allá de la ventana. En la distancia pudo oír disparos. El granjero-guardia se hallaba de pie en la puerta abierta, con el cubo. Llevaba un pañuelo sobre el rostro. ¿Para el humo? Parecía haber disminuido.

Dientenegro empezó a toser.

—Discúlpame —dijo cuando terminó. El guardia— granjero todavía se encontraba en la puerta. —¿Qué sucede?— preguntó Dientenegro.

—Están luchando. Tu antipapa está quemando la ciudad. —Ah.

Entonces se marchó. No regresó jamás. Dientenegro nunca supo si lo habían matado o no. Los disparos no llegaron a acercarse y al final acabaron por apagarse.

Cuando llegó el amanecer fue extraño, pues parecía proceder de dentro de la celda y no de fuera, llenando la diminuta habitación del sótano de una extraña luz. La ciudad estaba ardiendo. El viento inundaba el callejón, revolviendo trozos de paja y hierba y polvo y ceniza y papel.

Dientenegro golpeó la puerta, pero esta vez no gritó. No esperaba que nadie viniera y nadie lo hizo. El fuego parecía estar acercándose; el viento era caliente como si fuera insuflado a través del fuego para alimentar otro fuego. Dientenegro permaneció todo el tiempo que pudo junto a los barrotes y sintió su rostro arder…, entonces se dio cuenta de que se había olvidado de las píldoras. Quedaban cuatro, guardadas dentro del sombrero. Cogió una y se echó por encima de la cabeza los restos del agua. Muerte en el fuego. Podía oler a combustible. Reconoció su olor de cuando era novicio y tocó las reliquias de la abadía por primera y última vez… Beatas Leibowitz ora pro me! Oyó pasos en el callejón.

—Socorro —gritó, pero no vino nadie. Ni siquiera el cerdo, al que probablemente se habrían comido ya. Dientenegro rezó el rosario, luego se puso el sombrero y se tendió en la estrecha cama de tablas, encima de la manta. Era mejor esperar sin más, pensó. Tarde o temprano llegaría el final.

—Una gota de rocío, el destello de un relámpago —había dicho Amén—. Polvo, cenizas…

Debió de quedarse dormido otra vez, pues de pronto volvió a estar en la cascada con Ædra. Sin embargo, el agua había dejado de caer. Colgaba como una cortina al sol. Ella estaba de pie, bajo el sol, maravillosa, hermosa, perfectamente desnuda.

—Eh —gritaba.

—¡Eh!

Dientenegro se incorporó. Había alguien en los barrotes. Al principio pensó que era el cerdo, pero se trataba de una mujer con un niño.

—¿Eres cura?

—No.

—¿Entonces de qué es el sombrero? —Era la vieja que había visto rebuscar con el palo entre los montones de basura.

—Soy cardenal —respondió, quitándoselo.

—¿Qué es un carnedal? —preguntó ella, invirtiendo las sílabas como a veces hacía la gente sencilla—. ¿Eso es como cura?

—Más o menos. Ayúdame a salir de aquí. Me temo que estoy atrapado.

—No puedo hacer eso —dijo la vieja—. ¿Bautizarás a mi hijo?

Ella acercó una cara a la ventana. El niño parecía demasiado pequeño para ser hijo suyo y, al mismo tiempo, demasiado viejo. Era calvo y su frente arrugada era azul. Un glep.

—No puedo hacer eso —repitió Dientenegro—. No soy un sacerdote de verdad.

—No es mi hijo de verdad —rió la vieja—. Lo compré.

—¡Me compró! —exclamó el niño glep—. Lamento la decepción. Soy.

—¿Qué?

Una campana sonaba en alguna parte, más y más rápida. Entonces Dientenegro oyó la andanada de disparos. La estaban tocando a balazos.

—Es muy fuerte —dijo la mujer.

—Fuerte —aseguró el glep—. Preciso soy la excepción.

—Dice que todo lo que tienes que hacer es mover este ladrillo.

—¿Qué ladrillo?

La mujer se levantó y raspó algo con su palo. Con una fiera mueca demente, el niño soltó un barrote, luego otro.

—¡Fuerte!

Lanzó los dos barrotes a Dientenegro, quien los esquivó. Resonaron en el suelo con sonido de campanas.

—¡Eh!

Dientenegro se aplastó contra la pared. ¿Habían estado sueltos los barrotes todo el tiempo? La cárcel era como la abadía: todo lo que tenía que hacer era salir andando y estaría libre.

Esperó hasta asegurarse de que la vieja y el niño glep se habían ido; entonces pasó su sombrero y la manta por los barrotes, y salió al callejón.

El aire estaba cargado de humo y Dientenegro se cubrió la nariz con la manga. Era más fácil respirar en la cárcel. Al fondo de la calle, vio a la mujer y al niño, rebuscando despreocupadamente entre la basura, como si el mundo no estuviera ardiendo. Parecían haberlo olvidado.

—Bendito seas, hijo mío —susurró, y se marchó apresuradamente en dirección opuesta.