Igual que hay un maligno sesgo de amargura que separa de Dios y conduce al infierno, lo mismo hay un sesgo bueno que separa de los vicios y conduce a Dios.
Regla de san Benito, capítulo 72
Dientenegro Cardenal San Jorge, diácono de Santa Margarita, estaba en la falda de la colina defecando larga y dolorosamente, la primera de las muchas veces del día, cuando oyó el pop pop pop de las armas de repetición. El sonido procedía del campamento principal, en un recodo boscoso de un ancho y poco profundo riachuelo, al otro lado de la colina.
Dientenegro no podía ver el campamento desde el lugar donde se encontraba agachado. Para su ritual de la mañana, que era el único del que podía disfrutar en la intimidad, prefería la pendiente occidental del pequeño promontorio, una colina tan poco elevada que apenas rebasaba los árboles. En realidad, Dientenegro sentía añoranza de un hogar. No se trataba de un sitio concreto: nunca había tenido nada que se aproximara siquiera remotamente a un hogar, excepto la Abadía Leibowitz, y aunque a veces (de hecho bastante a menudo) echaba de menos la compañía de los hermanos y la seguridad de la rutina y de la Regla, nunca echaba de menos a la abadía en sí misma. Añoraba el desierto, las praderas, el país del Cielo Vacío.
Aunque al oeste no podía ver más que árboles, Dientenegro sabía que había terreno descubierto más allá: ondulantes llanuras interminables, desprovistas de árboles y de ciudades, como la propia Eternidad. Y el cielo parecía decididamente mas grande al oeste.
Desde aquí te saludo, Ciclo Vacío. Pop pop pop.
Dientenegro se tambaleó al levantarse, se limpió rápidamente con una hoja de hierba… y entonces se detuvo ya sin alarma, al reconocer el sonido. Era una celebración, ceremonial, no fuego real: no se trataba de un combate. Los guerreros del sharf Saltamontes, disciplinados para disparar los preciosos cartuchos de latón pero aburridos por la falta de acción militar, habían perfeccionado el arte de imitar el sonido de los nuevos «rifles de repetición del Papa». Como con todo lo que intentaban los nómadas, habían aprendido rápidamente a hacerlo bien.
Dientenegro había visto hacerlo por primera vez a los jinetes que regresaban de una misión de exploración unos cuantos días antes. Le hizo observar a su jefe, Perro Apaleado, que los guerreros imitaban el sonido de los rifles que disparaban balas de latón del otro lado del mar:
—Imitan el sonido de las cacerolas al fuego, Su Eminencia —gruñó Perro Apaleado.
El pop pop pop fue acompañado por el sonido de perros. No eran ladridos sino el alarmante medio aullido medio gruñido de los perros de guerra al ser soltados de su trailla. Todo procedía del campamento de los ejércitos del Papa, en el borde del bosque, en la curva del arroyo llamado Problema o Problemático. Mientras trataba de cubrirse los ojos del sol mañanero de finales de septiembre, y atarse el hábito con su cordón de nudos, Dientenegro cruzó la cima de la colina y empezó a bajar hacia el campamento. Se quitó las sandalias y las llevó en la mano, para poder caminar descalzo sobre la agradable hierba fresca. A través de los árboles, podía ver a los caballos pateando inquietos, mientras los perros los rodeaban como un remolino.
El pop pop pop era recalcado por alaridos y gritos, y Dientenegro pudo ver que los Saltamontes, pintados, disparaban sus armas al aire. También era algo más que una pequeña fiesta.
Algo se estaba cociendo en el aire.
Dientenegro casi se alegró. Desde hacía varias semanas, en el tramo final hacia Nueva Roma, la tensión se había ido acumulando entre los guerreros nómadas que se habían unido a la causa del Pontífice. A medida que los mil doscientos hombres, tan sólo a un día de marcha, se habían ido acercando al este, los brazos de bosque, que se extendían hacia las praderas, se habían vuelto más numerosos, más largos y gruesos, hasta que se convirtieron (en un día, y Dientenegro recordaba el día) en brazos de pradera que se extendía hacia los bosques. Era como una ilusión óptica; una cosa convirtiéndose en su contraria, con un truco visual.
Mientras dejaban el país de las altas hierbas y empezaban a internarse en los bosques, los guerreros esperaban resistencia por parte de las tropas texarkanas que, supuestamente, el Hannegan II había dejado para proteger los caminos de acceso a la Ciudad Santa. No hubo ninguna. Los guerreros esperaban resistencia por parte de los granjeros Saltamontes semiasentados y de los colonos que Filpeo había enviado a vivir entre ellos. No hubo ninguna. Los jinetes no habían encontrado más que granjas abandonadas, graneros quemados o ardiendo, ganado muerto o animales dispersos, que dejaban detrás sólo sus pisadas o sus deposiciones aún blandas. Las casas de troncos estaban quemadas o saqueadas, hogares de aspecto triste, sin puertas ni cristales en las ventanas.
Los Saltamontes anhelaban romper cristales, y esto los impacientó aún más. Los repugnantes comedores de hierbas habían roto sus propias ventanas o se las habían llevado consigo.
El nuevo cardenal estaba tan firmemente unido al carro del cocinero como lo había estado el antiguo monje, pero varias veces Dientenegro abandonó sus cacerolas y pucheros, y exploró una o dos de las casas abandonadas, esperando quizás (aunque nunca se lo admitía a sí mismo) encontrar signos de Librada, su puma glep que se había liberado sola antes de que pudiera hacerlo él. Pero Librada no comía carroña y los pocos granjeros y familias campesinas que Dientenegro había encontrado casi lo eran. Varias veces había visto cómo grupos de jinetes nómadas, cantando canciones de muerte y muy derechos sobre sus ponis, se internaban en los árboles… nerviosamente al principio, luego con creciente confianza y finalmente con aburrimiento. El paisaje alrededor de Nueva Roma había sido vaciado de gente. No había guerreros contra los que luchar, ni mujeres que violar o siquiera atar. Nada más que árboles, más aburridos que los caballos y más quietos que la hierba. Los granjeros (muchos de ellos de origen Saltamontes) habían abandonado sus granjas, y las tropas que Hannegan II pudiera haber dejado en la región para defender la ciudad, habían desaparecido también.
De hecho, algunos decían que eran los soldados los que habían expulsado a los granjeros. Un viejo a quien encontraron herido en su granero y trajeron al campamento para que muriera allí, le dijo al Papa y su Curia que fueron los soldados de Texark quienes rompieron los cristales de sus ventanas e incendiaron sus campos y los de sus vecinos, pero Dientenegro pensó que estaba mintiendo. O al menos mintiendo en parte. En tiempo de guerra, la verdad era tan rara como la belleza. Ocurría por accidente, en lugares insospechados; como el reflejo del sol en el botón de un cadáver.
Pop pop pop.
Y por fin, algo de acción. Dientenegro se sentía como si fuera dos hombres: uno que temía la excitación y otro que la deseaba, un hermano que bajaba ansiosamente la colina hacia los caballos, y otro que se contenía, clavando los talones en la tierra suave. Le gustaba la colina porque lo ponía por encima, o casi por encima de los árboles. Descender hacia ellos era como descender a una prisión.
Pop pop pop. Uno de los disparos, al menos, sonó real. Quizá las principales fuerzas texarkanas habían sido localizadas por los oteadores, y se planeaba una batalla para ese mismo día. Tendría que librarse al este. Mientras medio resbalaba y medio caminaba colina abajo, Dientenegro se esforzó por ver entre las filas de árboles iluminadas por el sol. Tras ellas estaba Nueva Roma, como mucho a un día a caballo. Y detrás de la ciudad, también invisible, estaba el Río Grande… el Misspee lo llamaban los comedores de hierbas. Dientenegro había temido la llegada de la Cruzada durante meses, pero ahora la anhelaba, aunque significara tener que batallar. Para su eterno pesar, Dientenegro entendía de batallas, y sabía que aún peor que luchar, era la larga espera, la tensión constante y los densos olores de los hombres en movimiento.
El campamento olía a mierda y humo. Olía a la fiebre de Hilbert, la enfermedad que vaciaba las entrañas, que Dientenegro compartía con al menos un tercio de los hombres, nómadas y cristianos por igual. El olor había aumentado a medida que la alta hierba se iba convirtiendo en árboles, a medida que el mundo del Cielo Vacío daba paso a un mundo envuelto en ramas. Oscuridad y lodo y tocones y mierda… en profusión cada vez mayor, mientras la Cruzada del Papa se acercaba a Nueva Roma. La Madre Iglesia regresaba a casa.
¡Pop pop pop!
En el campamento, se había vuelto a encender la gran hoguera nocturna. Troncos, tan grandes como cadáveres, crepitaban y humeaban, reacios, también como cadáveres, a volver a la vida. Todo en los bosques estaba húmedo. Con el borde del hábito mojado por la hierba, Dientenegro se unió a la multitud congregada alrededor del fuego en el centro del campamento. Caballos, personas y perros formaban una inquieta mezcla. Llegaron más guerreros de las hogueras Saltamontes y Perro Salvaje, junto con el Qaesach dri Vordar y su guardia personal. Los guerreros nómadas pisoteaban y escupían en el suelo, y disparaban sus armas imaginarias hacia el impenetrable gris del cielo. Otra vez parecía a punto de llover; ya llevaba una semana amenazando lluvia.
El sharf Saltamontes, Eltür Bram, salió de entre los árboles, empuñando su rifle de repetición, seguido a lomos de una mula de un chamán grueso con un complicado sombrero.
Pop pop pop.
La ausencia de Ponymarrón era evidente, pero un pequeño contingente de la Guardia Papal se unió a la fiesta, montado en nerviosos caballos. Sus rifles eran idénticos a los que llevaban los guerreros Perro Salvaje. Dientenegro se sorprendió al ver a Aberlott con ellos.
—No estés tan triste, Eminencia —dijo el rechoncho estudiante valano, empuñando atrevidamente un rifle de repetición.
—¿Adonde vas? —preguntó Dientenegro, ignorando el sarcasmo de su viejo amigo.
—A buscar una galleta. —Aberlott señaló hacia la carreta donde había una cola de Saltamontes y Perro Salvaje, o más bien, de todos los hombres armados—. Ven.
Wooshin, el Hacha, estaba en la cola y dejó que Aberlott y Dientenegro se pusieran a su lado. Dientenegro sabía que eso era una práctica aceptable entre los nómadas, quienes consideraban que cada hombre era una extensión de sus amigos y familiares. Si un hombre estaba en la cola, sus relaciones estaban en la cola también.
—Buenos días, Hacha.
—Buenos días, cardenal Nimmy. ¿Por qué tan triste?
«¿De verdad parezco triste?», se preguntó Dientenegro. Se encogió de hombros. Quizás era la enfermedad. Parecía que llevaba años enfermo, aunque sabía por las marcas que había hecho en el interior de la carreta que sólo eran dos semanas.
—Tal vez sea la guerra —suspiró—. La guerra entristece a los hombres.
—A algunos hombres —replicó Aberlott. Metió la mano por debajo de su largo pelo y tocó, como para darse suerte, la gruesa cicatriz que le había quedado cuando la caballería texarkana le había rebanado la oreja derecha.
—A todos los hombres —insistió el Hacha. La línea avanzó despacio, los pies hundidos en el barro siempre presente, incluso bajo lo que parecía hierba seca.
—Tal vez Su Eminencia lamenta esta mañana la pérdida de su pequeña gata —se burló Aberlott al Hacha.
—No es tan pequeña —repuso Dientenegro—, y me gustaría que dejaras de llamarme Su Eminencia.
—Lo siento, cardenal —contestó Aberlott. Era su turno. Cogió dos galletas y le dio una a Dientenegro. Al parecer, distribuían galletas extra sólo a los hombres con rifles. Dientenegro la cogió a regañadientes. La vida ya era bastante difícil sin el continuo sarcasmo de Aberlott.
Siguió al Hacha y Aberlott de vuelta a la hoguera, que por fin había prendido.
—Es una fiesta de guerra —explicó Aberlott—. Las primeras patrullas, creo que Perro Salvaje, entraron en la ciudad ayer. No hubo resistencia. Hoy vamos a entrar con Eltür Bram y su chamán. —Hizo un gesto hacia el viejo de la mula blanca—. Tal vez lleguemos a ver la basílica de San Pedro.
—¿Tú vas a ir? —preguntó Dientenegro.
—Tengo permiso. Junto con la mayor parte de la Guardia Papal —respondió Aberlott, mirando a Wooshin, el sargento general del Papa, quien se encogió de hombros.
Wooshin iba a quedarse atrás con su amo.
Aberlott alzó su rifle, agitándolo ante el cielo como hacían los nómadas.
—Pop pop pop —imitó, pero no de modo convincente. Sonrió, mostrando a Dientenegro sus feos dientes, y abrió la mano para revelar tres casquillos de bala—. Su Majestad el Sharf no quería llevarnos, pero Su Santidad el papa Amén II insistió. Somos sus ojos y oídos.
—Y rifles —dijo Dientenegro.
—Eso también.
Cada vez amenazaba más a lluvia. Dientenegro aseguró su sombrero de cardenal bajo el toldo de la carreta (temía que el rojo se estropeara si llovía), y recogió las ollas y sartenes de la mañana que Perro Apaleado le había dejado. Su elevación a décimo cardenal de la Cruzada no le había liberado de sus deberes como ayudante del ayudante del cocinero. Ni había reducido la intensidad de las fiebres que consumían su cuerpo.
Un tercio del campamento, unos mil hombres, estaban enfermos. El fuerte olor a excremento humano se mezclaba con los habituales olores del campamento, a caballos y humo. La sensación general era ominosa. «Tal vez llueva», pensó Dientenegro, mientras, cargado de ollas y sartenes, pasaba por encima y esquivaba las ubicuas cagadas de perro. Mejor la lluvia que la amenaza de lluvia. Impermeables a casi cualquier clase de adversidad; los nómadas parecían calmarse con la lluvia.
Acabó de limpiar las ollas con arena, en un arroyuelo que corría bajo una losa, en una zanja que tenía mil años. Regresó a la carreta dando un rodeo, entre el carruaje del Papa («y un infierno») y los brillantes carros de metal de la caravana del Magister Dion, que se habían unido a ellos dos días antes, donde los largos brazos de los límites de las praderas se convertían en una franja de hierba, cada vez más y más estrecha, interrumpida por trozos de hormigón y piedra destrozada.
Era la primera vez que Dientenegro veía los carros de Dion tan de cerca, a la luz del día. Parecían estufas sobre ruedas. «Tanques», los había llamado Aberlott, ¿pero quién traería agua de las secas llanuras hasta el lluvioso este? Obviamente, eran armas de algún tipo.
Un glep dormitaba en el pescante de uno de los carros. Cuando vio a Dientenegro sonrió como un idiota y se santiguó, riendo. Dientenegro pensó que el hombre se estaba burlando de él, hasta que vio a Ponymarrón con Dion, casi invisibles más allá de uno de los carros de metal. Daban la impresión de estar discutiendo y Dion parecía llevar la peor parte. Dientenegro no podía ver la cara de Ponymarrón, pero reconoció los lentos movimientos de persuasión leguleya que se convertían en compulsión papal. El monje, ahora cardenal, se dio la vuelta y se apresuró a regresar al centro del campamento. Sabía que se metería en un lío si Ponymarrón lo veía sin su sombrero.
Finalmente, empezó a llover hacia última hora de la tarde. Las nubes, que se habían estado acumulando en el noroeste todo el día como jinetes en la cima de una colina, descendieron justo cuando regresaba la partida del sharf Saltamontes. Esta vez, no hubo ningún pop pop pop, ni ningún caballo al trote. Los guerreros parecían sombríos y mojados. Uno de los caballos llevaba a dos hombres y la mula blanca traía un cadáver, atado como un paquete, al descubierto bajo la lluvia. El costado de la mula estaba rosa de agua y sangre.
—El chamán del sharf —informó Aberlott a Dientenegro cuando éste le ayudó a desmontar. Tendió su rifle al monje, pero Dientenegro no quiso cogerlo.
—¿Tropas de Texark?
Aberlott se encogió de hombros.
—Francotiradores. Dispararon contra nosotros desde las grandes casas.
—¿Grandes casas?
—Pilares de piedra, en realidad, aunque algunas de ellas aún tienen ventanas. Nosotros tenemos mejores armas, pero no podíamos verlos. No hemos visto a ningún soldado de Texark.
Cuatro mujeres desataron al chamán y se lo llevaron. Los perros aullaban, debatiéndose contra sus correas y saltando para olisquear el costado de la mula blanca, que estaba manchado de sangre.
—Deben de haber sido soldados de Texark —insistió Dientenegro.
—No lo creo. Hubo un montón de disparos pero sólo alcanzaron a dos hombres, y estábamos todos al descubierto. Yo estaba justo detrás del chamán cuando cayó. Cantaba una canción Weejus y le atravesaron la garganta de un disparo. Creo que fue un tiro de suerte.
—¿De suerte? —exclamó Dientenegro—. De suerte para alguien, no para él.
Aberlott le mostró a Dientenegro tres cartuchos vacíos, acunados en su palma como tres huevos vacíos.
—Pero yo disparé mis tres tiros. Me gustó esa parte. No como a ti.
Se refería a la depresión de Dientenegro, después de haber matado al guerrero glep en la batalla, casi un año antes.
—Disparé las tres, pop pop pop. Era el turno de Dientenegro de encogerse de hombros.
—Me gustó esa parte —insistió Aberlott. A Aberlott le había impresionado más la ciudad que la lucha. La ciudad de Nueva Roma no era un agujero en el suelo como Danfer, dijo, o una colección de barracas como Valana. Era casi toda de piedra, aunque cubierta de malezas y árboles.
—El centro de la ciudad es todo casas grandes, de las que sacan piedra y acero. No les importa no defenderla. ¿Qué hay que defender? ¿Qué te puedes llevar? No se puede luchar contra hombres que no quieren pelear.
—Pelearon contra vosotros —dijo Dientenegro.
—Eso no fue pelear —respondió Aberlott—. Y tampoco hubo tantos disparos. Se escondieron en la ciudad y nos dispararon desde lejos.
—¿Encontrasteis la catedral? Aberlott negó con la cabeza.
—Cabalgábamos detrás del sharf. Los quemará, dice, y arrojará sus hígados a los perros.
Sonrió sardónicamente, haciendo gestos hacia el centro del campamento, donde los nómadas desmontaban y deambulaban furiosos, confusos, avergonzados. Un gemido brotó de las mujeres que atendían al hombre herido. Se estaba muriendo. Había sido alcanzado en el costado por un arma que disparaba piedras.
Dientenegro dejó a Aberlott y se encaminó hacia el carro de las medicinas, donde estaban vendando al hombre herido. Se preguntó si los texarkanos habrían conseguido copiar ya las armas de repetición, e imaginó que podría saberlo examinando la herida del hombre. Pero la herida era sólo una herida, y no un cartel: no decía nada. El feo corte atravesaba la piel y el pelo del nómada como una carretera que se interna implacable en la llanura. Al fondo del carro, estaban preparando el cadáver del chamán Saltamontes para enterrarlo. La herida del cuello del anciano había sido rellenada con barro del color de la piel del chamán.
«Cenizas a las cenizas, polvo al polvo». Ambos hombres serían llevados fuera del bosque para ser enterrados bajo la altiva mirada del Cielo Vacío. Pero no hasta que hubiera dejado de llover.
Las mujeres y los hombres medicina echaron al cardenal Dientenegro, aunque llevaba puesto su sombrero.
Al día siguiente salió una partida más pequeña, mientras el sharf de guerra Saltamontes se reunía con el Qaesach y el Pontífice. Como miembro de la curia, Dientenegro fue invitado a tomar parte en la discusión, después de que hubiera terminado de fregar las ollas y cacerolas, por supuesto, y dejando a Perro Apaleado libre durante un día para beber vino de yegua y jugar a las tabas. La sospecha de Ponymarrón de que el Emperador había retirado todas sus tropas regulares de la Ciudad Santa, se vio confirmada cuando la retaguardia de la partida de guerra de Eltür Bram regresó con un único cautivo, un granjero armado con un mosquetón que disparaba piedras. Lo habían sacado de una de las «grandes casas» junto a dos colegas, que no habían sobrevivido los quince kilómetros del viaje de vuelta hasta el campamento cruzado. Tras ser interrogado, el comedor de hierba reveló que él y los otros granjeros habían sido arrastrados a la ciudad por los regulares de Texark, que luego les habían entregado sus armas de sobra y los habían atrincherado en las ruinas más altas. Les habían dicho que, si se rendían, serían cruelmente torturados por los fanáticos Perro Salvaje, Saltamontes y Conejo del Antipapa; pero si resistían serían rescatados por los refuerzos texarkanos que vendrían de Ciudad Hannegan.
Ponymarrón, al igual que el resto de la Curia, dudaba que esta última parte fuera cierta. En cuanto a la amenaza de tortura, el granjero murió antes de poder convencerse de que era sólo propaganda.
Aberlott pensaba que era una trampa.
—Pero tú piensas que todo es una trampa —le recordó Dientenegro. Estaban sentados en el costado de un carro, bajo un sol poco familiar, escuchando los interminables discursos marciales de los nómadas. Aunque los discursos no decidían nada, el Papa y la Curia tenían que soportarlos.
—Todo lo es —susurró el antiguo estudiante valano. Su largo pelo estaba untado de grasa y recogido atrás para mostrar su oreja perdida: un emblema de honor. Tenía su rifle de repetición entre las piernas. Aunque era, al menos técnicamente, miembro de la Guardia Papal, llevaba los zarcillos de hueso y los brazaletes en el pelo de los jinetes Perro Salvaje. Dientenegro pensaba que parecía un hombre que había evitado la trampa de la Madre Iglesia para caer en la trampa de la guerra.
—Podemos sitiarlos —proponía Ponymarrón. Su nómada había mejorado y ya no necesitaba a Dientenegro como traductor—. Si fueron obligados a atrincherarse en la ciudad, es muy posible que no tengan comida suficiente para soportar el invierno.
—¿El invierno? —replicó el sharf Saltamontes—. El invierno está muy lejos. Nuestras mujeres están muy atrás, y, al igual que las Perro Salvaje, están amenazadas por los sin madre que atacan desde más allá del Misery. Sin las Weejus, nuestra medicina es débil, pero nuestro poder bélico es fuerte. Debemos atacar ahora que podemos. Podemos tomarlos con sólo unos pocos hombres. Podemos quemarlos.
Gruñidos de placer y asentimiento saludaron estas palabras. Dedos humedecidos se alzaron al aire, como para confirmar que los vientos dominantes llegaban del oeste. Los dedos también eran, para los nómadas, una señal de fuego inminente, de su voluntad de ver arder al mundo.
Amén II se puso en pie, con aspecto inusitadamente etéreo y espiritual. Cuando Dientenegro lo había visto el día anterior, no se había dado cuenta de lo enfermo que parecía. Ponymarrón había perdido casi todo el pelo. Su cara parecía algo dibujado sobre un huevo, un huevo malo.
—Esta es la Santa Ciudad de Nueva Roma —exhortó en medida hablaiglesia—. Es sagrada para la Madre Iglesia. No habrá ningún incendio. Estamos aquí para tomar la ciudad, no para destruirla.
Volvió a sentarse. Sus palabras fueron recibidas con gruñidos, cuando las tradujeron a saltamontes y perro salvaje. Los gruñidos se apagaron cuando el Qaesach dri Vordar, el Sharf de Guerra de las Tres Hordas, se puso en pie para hablar.
—Íbamos a desviarnos al sur, hacia Ciudad Hannegan —dijo Chür Hongan Osle—. Allí está el corazón del Imperio, no en Nueva Roma, que no es nada más que una ruina. Seguiremos dirigiéndonos al sur. Pero ahora, en vez de desviarnos podemos atacar directamente. Ahora que sabemos que hay pocos defensores en Nueva Roma, tenemos más hombres para atacar Ciudad Hannegan al sur. La guerra terminará antes. Podremos regresar con nuestras mujeres y a nuestros pastos de invierno.
Habló en perro salvaje con sólo unas pocas palabras de monrocoso y ninguna de hablaiglesia. Dientenegro pensó que eso era un mal presagio. La Cruzada se convertía cada vez menos en una cruzada y más en una acción depredadora de las Tres Hordas.
Hubo gruñidos y expresiones de aprobación por parte de los nómadas mientras el Qaesach se sentaba. Tenía a un muchacho tras él para arreglarle la túnica cuando se sentaba; otro vigilaba las plumas de su casco, por si hacía viento. El número de oyentes había aumentado, de modo que ahora había hombres (y también unas cuantas mujeres y niños) rodeando la carreta donde Dientenegro estaba sentado. Había pasado de ser una reunión de la Curia a ser un encuentro público al que asistían guerreros, conductores y curiosos. También eso era un mal presagio. El cardenal Dientenegro San Jorge se sentía atrapado. Sus entrañas gruñían como la multitud y empezó a buscar una ruta de escape.
—¡Qué se queden aquí unos cuantos cientos de hombres! ¡Serán suficientes para expulsar a los granjeros de Nueva Roma! —exclamó Eltür Bram.
Wooshin sacudía la cabeza pero, como de costumbre, permanecía en silencio. Ponymarrón se levantó para responder a los sharfs. Se tambaleó al incorporarse, y Dientenegro se sorprendió y escandalizó un poco al ver que llevaba una pistolera vacía sobre su sotana, bajo la túnica.
Agarrándose al costado del carro, el papa Amén II hizo una última súplica.
—Necesitamos a los guerreros aquí —dijo—. Con un alarde de fuerza, podemos obligar a los granjeros a abandonar la ciudad sin pelear.
Dientenegro sabía que Ponymarrón trataba de evitar una batalla. Se preguntó si era para salvar vidas, o para evitar daños a la ciudad y a San Pedro. En cuanto se hizo la pregunta, supo la respuesta. Las vidas eran baratas.
El Papa se sentó. Al parecer nadie había reparado en él. No hubo gruñidos, ni siquiera le concedieron el honor de llevarle la contraria. El poder que Dientenegro le había visto ejercer sobre el cónclave de Valana, había desaparecido. Quizás era por Meldown, o quizá su retórica era inútil con los sharfs de guerra y sus soldados, que sobresalían en oratoria cuando querían, pero que últimamente no estaban de humor para hablar.
O quizás eran los árboles. Parecían casi malignos, había tantos asomándose por todos los lados. Dientenegro tocó la cruz que llevaba bajo su hábito y convocó, como hacía siempre que sentía pánico, la imagen de san Leibowitz. Pero en vez de la dudosa sonrisa de san Isaac Edward, vio el duro resplandor del sol del desierto, y sintió una súbita oleada de añoranza, tan poderosa que casi se cayó del carro.
—¿Qué ocurre? —susurró Aberlott—. ¿Estás bien?
—¿Y tú? —respondió Dientenegro. Los guerreros del fondo empezaron a hacer pop pop pop. Estaban cansados de esperar la batalla. Y tampoco querían entrar cabalgando en una ciudad donde los defensores les disparaban desde las ventanas de las «grandes casas».
—Van a quemarla, no importa lo que diga Su Santidad —aseguró Aberlott—. ¿Adonde vas?
Eltür Bram había vuelto a levantarse para hablar. Dientenegro se escabulló entre la multitud, dirigiéndose a la letrina principal, que estaba, incluso a esta hora, incluso con toda la excitación del debate, llena de hombres que gruñían.
Cuando regresó a la hoguera, el lugar estaba demasiado abarrotado para acercarse. El sharf Saltamontes seguía hablando. La fiebre de Dientenegro aumentaba y se sentía débil. Se arrastró hasta el fondo de la carreta, se envolvió en la manta y se puso a dormir. En la distancia podía oír tambores y el marcial, festivo pop pop pop.
Esa noche, mientras Dientenegro dormía, Amén I vino a visitarlo, por primera vez desde hacía más de una semana. El viejo tenía la cara de un puma. ¿Había tenido siempre la cara de un puma?, se preguntó Dientenegro en sueños. ¡Por supuesto! Ædra estaba allí, sentada junto a Pajaromoteado, sonriendo, cabalgando un caballo blanco como la Fujae Go; pero no, su túnica estaba abierta y lo que había creído que era un caballo blanco era la luz que surgía del portal que él una vez…
Alguien lo sacudía, obligándolo a ponerse en pie. Era Aberlott.
—Nos marchamos —dijo.
—¿Marcharse? ¿Quién se marcha? —gruñó Dientenegro, y se incorporo. Aberlott se asomaba desde fuera del carro. Su pelo grasiento estaba recogido en un moño. Tras el, Dientenegro pude ver el cielo gris metálico. Pudo oír a los caballos cabriolar, y a los hombres maldecir y reírse. Más cerca, perros.
—Han estado despiertos toda la noche —explicó Aberlott—. Después de que te acostaras, hubo otra conferencia. Pero fue entre los sharfs. El Papa fue excluido.
—¿Excluido?
—Permitieron que Wooshin se quedara a escuchar, pero lo expulsaron cuando se mostró en desacuerdo.
Dientenegro se sintió anonadado. Nadie expulsaba a Wooshin de ningún sitio.
—¿Expulsado?
Dientenegro estaba todavía mareado, medio dentro y medio fuera del sueño del puma. Al sentarse, advirtió en un súbito e inusitado momento de claridad que toda su vida, desde que dejó la abadía, desde que había conocido a Ponymarrón, había tenido en realidad la cualidad de un sueño. ¿Entonces, por qué era Pajaromoteado y no Ponymarrón, quien se le aparecía en sueños? Ponymarrón estaba en el sueño real.
Aberlott sonrió y se encogió de hombros.
—No expulsado exactamente, pero le pidieron que se marchara.
Dientenegro salió del carro. Las nubes de lluvia que habían cruzado el cielo durante días habían desaparecido, y el campamento estaba casi tan brillante como de día, aunque el sol no había salido aún.
—Van a dejar sólo unos cuantos hombres de cada horda, unos trescientos en total —dijo Aberlott, en voz demasiado alta—. Los demás vamos al sur con el Qaesach dri Vordar para tomar Ciudad Hannegan. ¡Yo voy con ellos!
—¡Pero si eres de la Guardia Papal! —La Guardia Papal va también, todos menos Wooshin. Además… ¡el Papa no me dio esto!
Aberlott abrió la mano. En su palma, donde la noche anterior había tres casquillos vacíos, había ahora seis, y todos estaban llenos. Cada uno tenía una oscura bala asomando de un extremo, como ansiosa por ponerse en camino.
—¡Adiós, entonces! —gruño Dientenegro, furioso. Envolviéndose en su túnica para protegerse del frío de la mañana, medio anduvo medio corrió hacia la letrina.
Mientras se agachaba, pudo ver, a través de los matorrales, a cientos de hombres agitándose, gruñendo, vistiéndose, pediéndose, riendo. ¡Pop pop pop! Algunos tiraban de sus perros, otros de sus caballos.
La aflicción que había caído sobre el campamento en los últimos días, la aflicción de lluvia y bosque, se desvanecía a medida que el cielo se iluminaba por el este. Casi un millar de guerreros cruzaban el arroyo, y muchos de ellos golpeaban los costados de los carros de metal para oírlos resonar.
—Se lleva a todos los hombres sanos —murmuró Dientenegro para sí.
—No hay tantos hombres sanos —replicó el hombre que ocupaba la zanja junto a él, quien hablaba y olía bastante insano—. Yo no estoy sano y voy.
Hablaba en perro salvaje. Antes de que Dientenegro pudiera decir nada, se levantó y echó a correr, sin apenas limpiarse.
A través de los matorrales que cubrían la letrina, Dientenegro vio cómo los caballos cruzaban el arroyo; luego regresó arrastrándose a su cama. Aún faltaba alrededor de una hora para el desayuno y quería descansar un poco. Buscó a Ædra y Amén en su sueño, pero fue como rondar por una casa abandonada, vacía incluso de mobiliario. Cuando despertó de nuevo, la fiebre había vuelto. Se sentó, mareado. Pudo ver, por el sol, que era casi mediodía.
—Su Eminencia —le dijo Perro Apaleado—. Su Santidad o lo que sea, Su Eminencia el Papa quiere verte.
—¿Ponymarrón?
—Quiere tu culo en su carro de Papa ahora mismo.
Ponymarrón había dejado de afeitarse, pero su aspecto apenas había cambiado. No le quedaba mucha barba, sólo unos pocos mechones de pelo en la barbilla. Algunos eran oscuros y otros eran claros, lo cual daba la impresión de un boceto abandonado. Estaba terminando su desayuno de carne seca de caballo y pasas cuando Dientenegro lo encontró, ante una mesita que habían colocado a la sombra del carro papal.
—Nimmy —dijo—, ¿dónde está tu sombrero? Tengo una misión para ti.
—¿Cómo soldado? —preguntó Dientenegro. Estaba dispuesto a negarse.
—Como embajador —replicó Ponymarrón, ignorando el sarcasmo del cardenal novato—. Como legado papal ante los granjeros. Son todo lo que queda en la ciudad. Las tropas de Hannegan han abandonado el lugar y los han dejado allí para combatir. Podríamos haber evitado la lucha haciendo entrar pacíficamente a un millar de hombres en Nueva Roma.
—Un millar de nómadas no son pacíficos, Santidad —replicó Dientenegro—. Y además, los granjeros han mostrado su disposición a la lucha.
—Cierto. Quizá tengas razón —reconoció Ponymarrón—. Quizá todo esto sea lo mejor. De todas formas sólo tenemos trescientos hombres, casi todos Saltamontes.
El Papa agitó un brazo sorprendentemente huesudo hacia el campamento, que parecía desierto bajo la fuerte luz del sol, como un sueño sólo recordado a medias. Ponymarrón parecía más débil de lo que Dientenegro lo había visto jamás. Sin duda era por efecto de Meldown, pensó. Nunsban, la Bruja Nocturna reclamaba a su marido, llamándolo a su fría cama.
—El Sharf de Guerra de las Tres Hordas, el Qaesach dri Vordar, nuestro viejo amigo y compañero Chür Osle Hongan, se ha llevado a casi un millar de mis cruzados al sur, a Ciudad Hannegan. Incluso el Magister Dion y la gente de Nueva Jerusalén se han ido con él. Pretenden unirse a los guerreros Saltamontes y a los gleps que se preparaban para asediar la ciudad, y en vez de un asedio habrá una batalla. —Ponymarrón se sentó, cansado—. Quizá todo sea lo mejor.
—No —dijo Wooshin.
—Mi sargento general lo desaprueba —repuso Ponymarrón—. ¿Pero qué importa? Está hecho.
Las manos del Papa aletearon en el aire, como dos pájaros. Dientenegro observó, intrigado; con ese movimiento, este hombre mundano le recordó, de pronto, a Amén I.
—Estoy enfermo —le dijo Dientenegro.
—Todos estamos enfermos —le replicó Ponymarrón—. Excepto Wooshin, naturalmente. ¿Dónde está tu sombrero, Nimmy?
—Aquí. —Dientenegro sacó de su túnica el solideo rojo de cardenal—. No lo llevo en el campamento. El viento podría hacerlo volar y caer encima de una mierda de perro.
—No hay viento aquí —dijo Wooshin, que desaprobaba la actitud de Dientenegro hacia su amo.
—Ah, sí, los perros —mustió el Papa, distraído—. Tenemos que quedarnos con los perros. El Qaesach no quería llevárselos a la campaña del sur. Nos hemos quedado con trescientos hombres y casi el mismo número de perros. Y el sharf Saltamontes, por supuesto. Los granjeros no lo saben, todavía. Lo que quiero es que vayas a la ciudad, Nimmy, y les hagas una oferta de paz. Extiéndeles mi oferta de paz. La mano del Papa en paz.
—Antes de que descubran que vuestro número se ha visto reducido —dijo Dientenegro, despectivo.
—Bueno, sí. Ponte tu sombrero y tu túnica. Te daré el sello papal para que lo lleves.
—Me dispararán antes de verlo.
—Ponlo en un palo —sugirió Wooshin. Dientenegro pudo ver, por los ojos del guerrero amarillo, que no le iba a permitir negarse a cumplir la misión. Se resignó a ello. Sentía curiosidad por ver la ciudad, y estaba más que harto de ollas y sartenes. ¿Y si lo mataban, qué? ¿No era eso algo que tenía que suceder, de todas formas, tarde o temprano?
—Pareces muy enfermo, cardenal Nimmy —dijo Wooshin, casi con amabilidad—. Dile a los granjeros que no deseamos causarles ningún daño. Queremos zanjar las cosas de modo pacífico. El Imperio los ha abandonado, pero el Vicario de Cristo no.
—Y no debo mencionarles que el Vicario de Cristo se ha quedado con trescientos hombres y otros tantos perros —añadió Dientenegro.
—Basaré por alto tu insolencia ya que nunca ha sido un impedimento a tu vocación. De hecho, Nimmy, a veces pienso que es tu báculo. Espero por tu bien que no sea tu muleta. Pero será mejor que te pongas en marcha. Hay que hacerlo hoy, o al menos intentarlo.
—¿Tengo que caminar?
—Eltür Bram tiene una mula blanca que puedes utilizar —dijo Ponymarrón—. Y que Dios vaya contigo Nimmy.
Hizo el signo de la cruz y permitió que Dientenegro le besara el anillo.
El terreno, pantanoso y cubierto de hierbas, había sido una carretera mil años antes y ahora volvía a serlo. Las huellas fangosas de las carretas se entrecruzaban en la hierba. Quién sabía cuántos años esta «puerta pradera» había apuntado como una flecha desde las llanuras al bosque y luego a la ciudad… o, pensó Dientenegro, quizás al contrario. Aunque el monje nunca había pensado mucho en los planes de Ponymarrón para devolver el papado a Nueva Roma, últimamente la Ciudad Santa se le había estado apareciendo en sus sueños. Había llegado con la fiebre. En los sueños, se veía en el lejano horizonte, como pequeñas montañas empinadas. ¡Qué diferente a la realidad! No había horizonte alguno. La carretera se internaba directamente entre los árboles y las ruinas bajas, que eran sólo montones de tierra, algunas con aberturas, cuando eran usadas como minas, otras formando barricadas, cuando alguna criatura penosa las había elegido como guarida o como almacén. Las granjas eran más pequeñas aquí, cerca de la ciudad, normalmente sólo un jardincillo de verduras y un edificio o dos en ruinas; quizás un cobertizo para cerdos y gallinas, vacío.
Justo cuando Dientenegro había renunciado a toda esperanza de ver Nueva Roma, cuando menos lo esperaba, la carretera se elevó un poco y allí estaba… igual que siempre había estado en su sueño.
—Sooo.
Dientenegro no tendría por qué haberse molestado; la mula blanca sólo se movía cuando él se montaba y sólo se detenía cuando se bajaba. Desmontó y la mula se detuvo a mordisquear unas coliflores podridas que había junto al camino. Se hallaban en una curva, en lo alto: la carretera bajaba por la colina hacia el valle del Río Grande, o Misspee, como lo llamaban en el lugar.
Dientenegro no podía ver el río pero sí las distantes torres de lo que antiguamente había sido un puente. También podía ver una línea de acantilados cubiertos por árboles, al otro lado, como una imagen reflejada de la colina en la que estaba. Y en medio, a unos pocos kilómetros de distancia, había torres cubiertas de matojos, como montes ligeramente empinados, igual que había visto en su sueño. Nueva Roma.
Pero ya era tarde y no había tiempo para disfrutar del panorama, aunque fuera el primer horizonte que Dientenegro veía en casi un mes. Volvió a montar en la mula blanca del chamán del sharf, y empezó a bajar la colina y pronto estuvo otra vez rodeado por árboles.
Aquí había hormigón y asfalto, mezclados con la hierba. A un caballo le habría resultado difícil pasar, pero la mula no parecía tener ninguna dificultad. Había menos granjas y más casas, aunque éstas no eran más que barracones unidos a los costados de las ruinas. Dientenegro incluso vio humo surgiendo de un par de ellos, y sombras oscuras que podrían haber sido niños jugando o sus padres escondiéndose.
—Vamos —le ordenó a la mula, sólo por oír su voz y hacer que quien pudiera estar observándolo supiera que tenía el control y estaba cumpliendo una misión. Deseó haberse aprendido el nombre de la mula.
Ya había caído la tarde cuando franqueó las puertas de la ciudad, una barricada baja abandonada. Un par de cadáveres en el puesto de guardia indicaban que los nómadas habían vengado a su chamán asesinado y lo poco que se preocupaban los comedores de hierbas por sus muertos.
Naturalmente, los cadáveres podían haber sido soldados de Texark. Dos cerdos mordisqueaban la puerta aparentemente ansiosos por averiguarlo.
—¡Vamos!
La mula blanca se internó entre los escombros y Dientenegro alzó el sello papal de Amén II. Estaba hecho de pergamino pegado a unos palos entrelazados, como si fuera una cometa, y lo llevaba en lo alto de una lanza decorada con plumas y los crípticos símbolos de las Tres Hordas. Una amalgama de lo sacro y lo profano, lo civilizado y lo bárbaro. Como el papado del propio Ponymarrón.
Había más cerdos en la calle desierta, pero no había ningún cadáver. Nueva Roma parecía desierta. Las calles eran rectas y anchas. Las «grandes casas» que Dientenegro había visto desde el horizonte eran menos impresionantes de cerca, pero, de algún modo, resultaban más opresivas: ruinas oscuras llenas de agujeros. No había ningún movimiento. Sin embargo, Dientenegro sabía que lo estaban observando. Podía sentirlo; podía sentir que cada vez había más y más ojos puestos sobre él, a medida que oscurecía.
—Soo —ordenó, pero la mula no se paró.
Dientenegro vio ante él una figura, en el centro de la calle. Era un hombre con un rifle.
—¡Vamos! —Dientenegro acicateó a la mula pero el animal caminaba al mismo paso, lo acicatearan o no.
—Espera —le gritó Dientenegro al hombre, pero éste se ocultó lentamente entre las sombras.
—Tengo un mensaje… —gritó Dientenegro, justo cuando el hombre se arrodillaba y disparaba.
Dientenegro saltó de la mula, ya que era la única forma de detenerla. Esperó tras el animal a que hicieran otro disparo. El silencio era angustiante.
El hombre se había ido.
El diálogo era demasiado unilateral. Dientenegro vio que su única oportunidad era avanzar hasta el centro de la ciudad y esperar encontrarse con alguien que tuviera algo de sentido común o algo de autoridad, y preferiblemente ambas cosas, antes de que le dispararan.
Volvió a montarse en la mula.
—Vamos.
Cuando abatieron a la mula estaba oscuro. Dientenegro casi había llegado al centro de la ciudad, bajo la mayor de las «grandes casas». Debieron de disparar desde muy lejos, porque el animal cayó casi antes de que Dientenegro oyera el disparo; el crack resonó justo cuando caía de lado, bajo la mula que se desplomaba tan pesadamente como un abad con un colapso.
Dientenegro se puso en pie, buscando el sello papal en el palo, que se había roto y yacía en parte debajo de la mula. Sentía los hombros tensos, esperando el siguiente disparo, que sabía que no llegaría a oír y quizá ni siquiera a sentir. No se produjo.
Con el sello papal, corrió hacia los escombros de la «gran casa» y se escondió bajo una losa de piedra. Desde allí podía ver la calle en ambas direcciones. Estaba casi oscuro; el cielo era de un rosa salmón que empezaba a enrojecer por el oeste, y de un azul más oscuro por delante, hacia el este.
La mula estaba de costado, rebuznando violentamente. No sangraba mucho, pero estaba acabada. Sus patas delanteras se agitaban, pero las traseras estaban inmóviles. Tai vez la habían alcanzado en el espinazo. Dientenegro sintió que le aumentaba la fiebre, y un súbito ataque de diarrea lo asaltó y se agachó tras la losa de piedra. ¿Debería alzar el sello papal, o eso lo convertía en un blanco más fácil?
—Ahora no —rezó en voz alta—. No de esta forma.
Cuando terminó, y como aún no le habían disparado, decidió continuar con su misión. Tenía que encontrar a alguien, y pronto, antes de que oscureciera, De lo contrario, tendría que dormir a solas en la oscuridad, dentro de una de aquellas grandes columnas de piedra. Sujetando en alto el sello papal, empezó a caminar. Sabía que aún estaba febril, porque podía sentir a Amén I junto a él, su cara de puma tranquila y quieta; libre de preocupaciones y de ansiedad. Amén no tenía nada que decir; últimamente, tenía poco que decir.
El problema era que la mula no se callaba. Seguía rebuznando más y más fuerte cuanto más se alejaba Dientenegro de ella.
—Tengo que regresar —le dijo a Amén. Sabía que el viejo no podía, no quería contestar, pero quería oír el sonido de una voz humana, aunque sólo fuera la suya propia.
—Haré por ella lo que hice por el soldado glep —dijo en voz alta—. Será un pecado también.
Un pecado, pero tenía que hacerlo. ¿No era eso lo que era el pecado? ¿Algo que había que hacer?
«No, eso es el deber», —replicó Pajaromoteado, con su sonrisa inquieta y ambigua—. «A menudo los confundes».
El camino de regreso junto a la mula se le hizo largo, y las piernas le empezaron a temblar. Caminaba de espaldas, manteniendo en alto el sello, los hombros tensos contra el disparo que esperaba. La mula casi se había callado cuando la alcanzó; los rebuznos se habían convertido en roncos gemidos. Las patas delanteras seguían agitándose rítmicamente. Los grandes ojos miraron a Dientenegro sin curiosidad ni temor. Dientenegro se arrodilló y dijo una oración, una oración inventada, mientras acercaba el cuchillo a la garganta de la criatura, y dijo una segunda oración cuando lo sacó.
Fue como tirar de una cuerda y ver cómo el grano salía de una bolsa. La mula se hundió en un súbito y silencioso descanso.
Dientenegro limpió el cuchillo en la piel de la mula. Estaba a punto de incorporarse cuando sintió un cuchillo en su propia garganta.
—De pie —ordenó una voz, y Dientenegro hizo lo que iba a hacer de todas formas. Empezó a bajar el cuchillo cuando una mano se lo quitó.
Comedor de hierba, pensó, pero quizá lo dijo en voz alta, pues alguien lo golpeó desde atrás, casi derribándolo. Estaba aquel olor, el olor del comedor de hierba. Había demasiadas manos (pensó que quizá fuera un glep), y entonces advirtió que eran dos hombres los que lo sujetaban, y un tercero el que recogía el sello papal del suelo, donde Dientenegro lo había puesto antes de sacar el cuchillo para cortarle el cuello a la mula.
Lo hicieron caminar calle abajo, siguiendo los pasos que había rehecho para matar a la mula. Sintió una pistola clavándosele a través de la sotana. Al pasar por la esquina donde se había dado la vuelta, se preguntó por qué no lo habían sorprendido aquí. ¿Estaban esperando que se volviera?
—Tengo un mensaje para vuestro líder —dijo—. De Su Santidad, Amén II. Soy su…
—Calla —ordenó uno de los hombres, en una lengua que Dientenegro reconoció como una variante de saltamontes.
Lo llevaron a un sótano que le recordó la biblioteca de la abadía. Estaba iluminado sólo por lámparas de aceite, y dentro había varios hombres, armados con espadas de hierro y viejos rifles. La mayoría iban vestidos con harapos pero uno llevaba la chaqueta de la caballería de Texark del Hannegan. Le habló a Dientenegro en hablaiglesia.
—¿Estás enfermo? —fue su primera pregunta—. Hueles mal.
—Vengo de parte de Su Santidad el Papa, con un mensaje para vuestro líder —dijo Dientenegro—. Todos estamos enfermos. Todos olemos mal. Hay miles de guerreros nómadas enfermos, malolientes y sedientos de sangre en las afueras de la ciudad, preparándose para atacar. Estoy aquí para daros una oportunidad de…
—Calla —le interrumpió el soldado de Texark. Hizo un gesto a uno de los otros hombres, un granjero, que le tendió a Dientenegro un vaso de agua y un puñado de píldoras marrones que parecían mojoncillos de conejo—. Tómate una.
Dientenegro olió las píldoras. Sacudió la cabeza.
—Tómate una.
Una pistola se le clavó en la espalda.
Dientenegro tomó una.
—Estoy aquí para daros una oportunidad de entregar la Ciudad Santa pacíficamente —insistió—. El Imperio está acabado. El papado regresa a Nueva Roma. El Papa, Su Santidad Amén II, quiere sólo ocupar su legítimo lugar en el…
—Cállate. Sé quién eres.
—Para Su Santidad Amén II soy…
—Sabemos quién eres. El arzobispo nos envió un mensaje para que te buscáramos —dijo el soldado texarkano. Desenrolló un pergamino que ya estaba desatado—. ¿No eres Dientenegro San Jorge, secretario del Antipapa, desterrado bajo sentencia de muerte a los Lejanos confines del Bahía Fantasma y el Nady Ann?
Dientenegro no supo qué responder.
La pistola se le clavó otra vez en la espalda.
—Di «lo soy». ¿Y qué es ese sombrero? ¿Militar?
—Soy cardenal —respondió Dientenegro. De repente la seriedad y ridiculez de todo el asunto le asaltaron simultáneamente. La empresa era una locura. Quizás incluso toda la Cruzada. Aquí estaba, de vuelta en el zoo del Hannegan—. Un chiste, en realidad. Cardenal, papa. Soldado.
La píldora le estaba haciendo sentirse mareado. Se preguntó si debería tomar otra.
—Tenemos órdenes de fusilarte —dijo el oficial texarkano, enrollando de nuevo el pergamino y atándolo con un lazo—. Pero primero debes descansar un poco. Las píldoras te ayudarán a dormir. Llevadlo a las celdas de la muerte.
Hacía frío bajo la calle. Poniéndose de puntillas, a través de los barrotes de la ventana, Dientenegro podía ver un callejón y ocasionalmente a algún perro o cerdo.
Los perros llevaban medallones que, según supuso, identificaban a sus dueños. Un cerdo era especialmente amistoso: no paraba de regresar y asomar el morro entre los barrotes, quizá para sentir el frío del hierro.
A medida que caía la noche, Dientenegro sintió remitir su fiebre, como un arroyo que se hunde en la arena. El excusado de su celda esperaba, vacío como el cerdo. Un guardia vino después de medianoche con una jarra de agua, pero ningún alimento. Dientenegro tomó otra píldora. Esta vez iban a fusilarlo, tenía pocas dudas de que mantendrían su promesa. De algún modo, pensar en todo aquello le hacía sentirse soñoliento.
Esa noche, otra vez, soñó con Ædra, Le esperaba bajo la cascada mientras su vieja amiga, la mula blanca, pastaba entre las rocas. No había hierba, pero ésta brotaba cuando la mula comía. Tenía un agujero en la garganta, como una herida, y Ædra también tenía heridas. Se las mostró a Dientenegro.
—¿Dónde has estado? —preguntó ella en hablaiglesia—. ¿Adonde vas?
Como él sabía que ella no hablaba hablaiglesia, supo, en el sueño, que estaba soñando.