En tiempos de hambre, cuando el huerto falla, cuando los hermanos comen raíces de yuca, hojas de cacto, ramas de chaparral, serpientes y a las gallinas ponedoras, y sin embargo están a punto de morir de inanición, que el abad rece por la bendición de san Benito y permita que coman el ganado de cuatro patas, a menos que haya cazadores capaces entre ellos para perseguir a las cabras salvajes de cabeza azul.
Regla de san Leibowitz, desviaciones 17
No todos los abades eran iguales. Jerome de Pecos, abad antes de la Conquista, en la época del papa Benedicto XXII y el alcalde Hannegan II, había abierto al mundo las puertas del monasterio, y había permitido que sus hijos escucharan conferencias de filosofía natural a cargo de ateos materialistas y que jugaran con máquinas eléctricas en el sótano. El abad Olshuen sólo podía preguntarse qué había sucedido con la vocación religiosa en aquella época. Los monjes de la Abadía Leibowitz, bajo su guía, se habían mantenido lo más apartados posible del cambiante mundo, incluyendo los controvertidos pontificados de los dos Amén. Sin ofender al Papa, tal aislamiento no habría sido posible con el abad Jarad, que también era cardenal, pero Dom Abiquiu había puesto fin a la política de Jarad de permitir que los monjes estuvieran al corriente de los asuntos eclesiásticos de fuera del monasterio. Siempre conservador en su interpretación de la Regla de san Leibowitz, el abad impedía que su rebaño enclaustrado se enterara de la mayoría de las noticias, incluidas las eclesiásticas. Los únicos monjes a los que había hablado de la encíclica Scitote Tyrannum eran el secretario del abad y aquellos hermanos nativos de Texark o la Provincia cuyas familias estaban en el camino de los ejércitos, y a éstos les dijo que se mantuvieran callados.
Pero Amén II, cuando salió de Nueva Jerusalén para conquistar Nueva Roma, envió a Olshuen dos cartas. La primera le decía que él, el Siervo de los Siervos de Dios, emprendía una Cruzada para corregir los errores de su amado hijo, el Emperador, y que necesitaba las oraciones de todos los monjes de Leibowitz para apoyar esta santa causa. La segunda carta le ordenaba que ofreciera santuario en la abadía a una tal sor Clara de Asís por si elegía solicitar la clemencia del Papa y regresar de su exilio en el monasterio de las monjas de Nuestra Señora de San Pancho Villa de Montaña Cucaracha, al sur del Río Bravo. Ponymarrón no mencionaba que la hermana Clara era la antigua amante de Dientenegro, pero el abad lo sabía de todas formas. Iridia Cardenal Silentia había visitado la Abadía Leibowitz camino del sur. Olshuen se sorprendió al observar que la joven hermana que la acompañaba era la misma muchacha que se había alzado impúdicamente las faldas ante él, desde la carretera; la pasada estación, antes de seguir al viejo judío a la meseta. Se agitó, incómodo ante el recuerdo, pero la orden de ofrecerle refugio temporal procedía del Papa.
Olshuen era estricto en la observación de la regla, pero no era un rebelde ni un hombre especialmente valiente. Si tenía que dirigir a su congregación en las oraciones por los objetivos del Papa, consideró que debía hablarles de la Cruzada. Y si tenía que conceder santuario a una puta descalza con hábitos de monja, debía empezar a construir inmediatamente una celda nueva.
El mensajero que trajo las cartas del Papa había cabalgado lo más rápido posible desde Nueva Jerusalén, y al día siguiente tenía que continuar su camino hasta el convento de San Pancho Villa, evidentemente con un mensaje de clemencia para la muchacha.
Tras recibir las cartas del Papa, el abad envió inmediatamente un mensaje propio a Nueva Jerusalén llamando de vuelta a Vaca Cantora. También esto era irregular. Pero el abad necesitaba saber cómo podría afectar la marcha del Papa de su santuario en las Montañas Suckamint a las relaciones entre el gobierno de Nueva Jerusalén y los monjes del priorato de San Leibowitz en los álamos, una misión de la Orden.
La nueva celda se adosó contra la muralla norte de la casa de invitados, pero no había puerta que las conectara. Comparada con las celdas de los monjes, la choza de la puta (como la consideraba Olshuen) era lujosa, pues tenía agua corriente, una estufa de carbón para cocinar o calentarse, una bañera de madera y un excusado de un agujero a sólo tres pasos de una puerta lateral. Al igual que las celdas de los monjes, tenía un jergón con colchón de paja, una silla, una mesa para escribir o comer, un reclinatorio para rezar y un crucifijo al que hacerlo. En la estantería había un misal, un salterio y una copia de la Regla de san Leibowitz. Si el cocinero le traía la comida, la buscona no tendría que salir del cuarto de invitados ni siquiera para comer, a menos que fuera a misa, cosa que el abad consideraba improbable.
El abad ya tenía dos huéspedes. Uno era Nieve Fantasma, un hermano menor del sharf Oxsho, que quería convertirse en postulante. El otro era Thon Elmofier Santalot, Sc. D., Vaq. Ord., quien, además de ser profesor asociado en la Universidad de Texark, era mayor de la Caballería de Reserva. Su unidad había sido llamada para cumplir servicio activo, pero él estaba de permiso para continuar sus estudios en la abadía, donde se pasaba todo el tiempo en las criptas y en la sala de lectura del piso superior, reuniéndose con los monjes sólo en las comidas y en la misa del domingo. Nadie, ni siquiera el abad, sabía el propósito de sus estudios en la abadía. Setenta y dos años antes, el abad Jerome le habría suplicado que se lo contara a todos. Ahora Dom Abiquiu le suplicó que no hablara de nada con los monjes.
Nieve Fantasma no hablaba ol’zark. Santalot no hablaba perro salvaje, aunque había aprendido un poco de conejo mientras servía en la Provincia. Ambos sabían un poco de hablaiglesia. Tenían problemas para comunicarse, pero como eran enemigos, tanto mejor. Nieve Fantasma asistía ya a misa y cantaba las horas con los otros monjes del coro, aunque todavía le estaban cosiendo los hábitos. El abad le había advertido severamente que no discutiera de política con el erudito texarkano, pero la advertencia resultó innecesaria. Nieve Fantasma parecía tenerle verdadero temor.
Thon Santalot, cuya vida parecía impulsada por la curiosidad, sintió esta vez interés por saber por qué se estaba construyendo la nueva celda cuando la casa de invitados estaba casi vacía. Nieve Fantasma no pudo decirle nada; el hermano carpintero dijo que era para un visitante especial y que eso era todo lo que sabía.
Sin embargo, la buscona no llegó a ocupar la nueva celda. Á finales de junio, el viejo judío que no moría nunca llegó del este y se desplomó ante las puertas. El abad ordenó que lo llevaran a la casa de invitados, pero cuando empezó a gritar en hebreo, Thon Santalot se asustó, y por eso Dom Abiquiu lo albergó en la choza de la puta y le dio de comer pan y leche de cabra hervida.
El hermano médico fue incapaz de diagnosticar la enfermedad del viejo ermitaño, que pareció remitir al día siguiente de su llegada. Insistió en regresar a su meseta, pero al cuarto día, antes de ponerse en camino, se volvió otra vez salvaje y tuvieron que retenerlo. Cuando se recuperó temporalmente de sus fiebres, le insistió a Olshuen que era un peligro para la comunidad, y consiguió una promesa de que se tomarían medidas sanitarias. Dijo que había contraído la enfermedad mientras viajaba tras las líneas, en la Provincia, donde había vendido información militar a ambos bandos. Insistió en que, para impedir el contagio, las puertas y ventanas de su celda tenían que ser cubiertas con tela para espantar a los insectos. Sabiendo que el viejo Benjamín tenía experiencia médica, el abad consintió rápidamente.
Cuando Elmofier Santalot se enteró de la naturaleza de la enfermedad del viejo Benjamín y dónde la había contraído, el erudito se fue directo al despacho del abad. Éste se encontraba fuera, así que le dio al secretario un frasco de píldoras, explicando lo que tenía que hacer para evitar pillar la enfermedad de Hilbert de los soldados de la Provincia. El erudito desayunaba tarde en el refectorio a la mañana siguiente cuando Dom Abiquiu se sentó junto a él, colocando el frasco de píldoras sobre la mesa de roble.
—Si se toma una píldora al día, es un preventivo —dijo el erudito—. Se toman doce al día, durante cinco días, y es una cura. Debería ser suficiente con darle dos píldoras a cada monje que haya estado en contacto con él.
—¿Y quieres que le de el resto a Benjamín?
—Si quiere salvarle la vida. Normalmente no es letal, pero es tan viejo y débil…
—Viejo sí, débil no. Pero no comprendo cómo es que tienes estas píldoras. ¿Dijiste que era la enfermedad de Hilbert?
Thon Santalot miró alrededor. Era casi la hora del almuerzo. Además del abad, sólo el hermano cocinero y el hermano reconciliador estaban escuchando.
La enfermedad de Thon Hilbert ya no es realmente un secreto, supongo. Nuestras fuerzas tienen la profilaxis: estas píldoras, y los invasores no.
—Id a hacer vuestro trabajo —ordenó el abad a los otros monjes.
Cuando se marcharon, le preguntó a Santalot:
—¿Estás diciendo que los militares del Hannegan están esparciendo deliberadamente la enfermedad en la Provincia?
—Desde luego. Los que hacen la guerra siempre han usado la enfermedad, Domne. La peste es uno de los jinetes del Apocalipsis, ¿no es cierto?
Olshuen sacudió la cabeza.
—No. Bueno, hay varias interpretaciones.
—Debe usted recordar que una enfermedad sexual fue una de las armas utilizadas en el llamado Diluvio de Fuego. El siglo pasado, una enfermedad fue empleada por el Hannegan Segundo en las Llanuras.
—Pero la del Hannegan era una plaga para el ganado, no para los seres humanos.
—Bueno, sí, vuelve a usarse contra el ganado. Y contra los caballos también. Eso fue parte del trabajo de Hilbert. Aisló los microorganismos. Hoy, podemos infectar los animales nómadas directamente, sin tener que introducir entre ellos rebaños enfermos. —¿Cómo se hace?
—No estoy seguro. La caballería lo lleva en botellas. Puede esparcirse con el viento, creo.
—La has llamado enfermedad de Hilbert —murmuró el abad, quien a menudo se quedaba sin voz cuando se sorprendía—. ¿Quién es Hilbert?
—Thon Brandio Hilbert es, o era, un brillante epidemiólogo, que antiguamente ocupaba la cátedra de Ciencias de la Vida en la universidad del Hannegan.
—¿Era? ¿Antiguamente? ¿Está muerto?
—No, está vivo, pero en la cárcel. Se negó vehementemente al uso militar de su trabajo. Bueno, ahí vienen a almorzar, Domne, y yo debo regresar a mí investigación. Gracias, hermano cocinero, por darme de comer a esta hora intempestiva.
Mientras salían del refectorio, el abad se arrodilló para rezar a los pies de la figura de madera de otro objetor de conciencia que había fundado la Orden. Olshuen se las arregló para rezar por el alma del Papa y el amado hijo descarriado del Papa, el Emperador, sin mencionar la victoria en la batalla. Rezó sólo un instante, luego regresó al refectorio con su rebaño para consumir su pan diario, habichuelas rojas y leche. Después, le llevó las píldoras al viejo judío.
La cura fue efectiva. Una semana más tarde, el paciente regresó a su meseta tras dejar instrucciones para la descontaminación de la celda que había ocupado. El procedimiento implicaba quemar sulfuro y dejar la celda libre durante varios meses, durante los cuales no podría servir para su propósito, cuando hiciera falta, si lo hacía, de albergar a una puta.
Si Vaca Cantora lamentó la llamada del abad en medio del verano, se lo guardó para sí, pero su regreso de Nueva Jerusalén no le pareció un feliz regreso al hogar. Olshuen contuvo su ansiedad por noticias de la Cruzada de Ponymarrón, pues Vaca parecía medio muerto de calor y cansancio, y le dejó descansar durante un día antes de interrogarlo. Pero al día siguiente, el prior de San Leibowitz en Los Alamos dijo ignorar lo que sucedía en la Corte Papal. Aún más, dijo el padre Muu, las relaciones entre su priorato y el gobierno del Magister Dion no podían verse afectadas por la Cruzada, porqué tales relaciones no existían, según deseo de Ponymarrón. Cuando Olshuen quiso discutir sobre sor Clara de Asís, Vaca Cantora dijo conocerla sólo como la Ædra de Dientenegro; y como este conocimiento le había llegado a través del secreto de confesión, no quiso decir nada sobre ella ni escuchar pacientemente las reprimendas del abad.
El abad había aceptado a siete refugiados Conejo como postulantes esa estación, así que la antigua celda de Vaca Cantora estaba ocupada. El abad lo metió en la casa de invitados con el postulante Perro Salvaje y Thon Elmofier Santalot, después de contarle lo que Santalot le había dicho sobre la enfermedad de Hilbert. El padre Muu permaneció inexpresivo. Dom Abiquiu se marchó con una sonrisita. No le había pedido a Vaca Cantora que interrogara al erudito.
Pasaron tres semanas y nadie se contagió en la abadía. Vaca Cantora solicitó permiso para regresar a San Leibowitz en Los Alamos. Olshuen se dio cuenta de que llamarle había sido un pequeño error, pero se sintió reacio a dejarlo marchar sin hacer antes buen uso de él.
—Quiero que examines todo el trabajo que dejó el hermano San Jorge, no sólo la Boedullaria, sino también manuscritos de Duren, y veas si puedes hacer un glosario,…
Una nube de polvo se alzó en la lejanía al sur de Sanly Bowitts. En ese momento había tres novicios en el parapeto, donde estaban registrando la altura y el acimut del sol para compararlo con una efemérides; el objetivo era volver a poner en marcha el reloj del monasterio. Un carruaje escoltado por dos hombres a caballo surgió de la distante nube y entró en la aldea, luego volvió a reaparecer unos minutos más tarde, dirigiéndose hacia el monasterio. Los novicios observaron, asombrados, mientras el carruaje ricamente decorado se detenía ante la puerta y dos soldados uniformados del rey de Laredo abrían las portezuelas, de donde salieron sor Clara de Asís, una monja desconocida y la propia cardenal, la madre Iridia Silentia, O. D. D.
—Cinco para la casa de invitados —exclamó alguien.
Era después de la cena y casi la hora de completas. Iridia Silentia apareció en el despacho del abad, pero al principio pareció reacia a sentarse. Se la veía nerviosa, pero entusiasmada.
—Sor Clara es un vehículo del Espíritu Santo, Domine. Estoy segura. El motivo por el que estoy segura es que ella no puede dominar este talento y no pretende curar cuando no puede. Es profundamente compasiva, y en algunos casos podría ser útil pretender que sana a alguien cuya enfermedad es en parte emocional. Pero ella no quiere fingir.
—¿Lo atribuye a Dios?
—Creo que no sería prudente preguntarle eso —repuso la cardenal bruscamente, y Dom Abiquiu se ruborizó. Iridia se sentó por fin—. Si dijera que sí, se convertiría en un problema para la Iglesia. Si dijera que no, también. Por eso no podemos aceptar un tesoro semejante en nuestra comunidad. Ha tomado nuestros votos, caminado sobre nuestras piedras con sus pies descalzos, rezado con nosotras, comido el cuerpo de Dios con nosotras y, en poco tiempo, hemos llegado a amarla. Pero es un tesoro, y tiene que ser liberada.
—¿El hermano San Jorge sabía de su talento?
—Ella me dijo que le había hecho bromas acerca de él. Creo que quiso decir que le enseñó su don, pero no en serio. Ya puede ver cómo no podemos tener a nadie especial entre nosotros, excepto al Señor.
—Así que me la ha traído a mí.
Le tocó a la cardenal el turno de sonrojarse.
—Porque el Papa me lo dijo… No, no del todo. El Papa me dijo que la enviara aquí si deseaba abandonarnos. Decidí que debería irse y la ayudé a desearlo, y yo misma la traje. Si la enviaba, no podría hablarle de ella.
—Podría haber escrito una carta.
—No podía hacerlo, ni escribir nada acerca de ella a menos que quiera usted destruirla. ¿No lo ve?
Dom Abiquiu guardó brevemente silencio.
—¿Cómo el preguntarle si su don es de Dios o no?
La cardenal sonrió cálidamente, haciendo que el corazón del abad se estremeciera.
—Ella necesita ir a casa, si el hijo del alcalde la deja. Usted tiene que retenerla aquí sólo hasta que el Santo Padre pueda arreglarlo.
—¿Es usted consciente de que el Santo Padre está ocupado?
Silentia ignoró la ironía de Olshuen.
—Le diré a sor Clara que no hable con nadie de fuera de la casa de invitados.
—Hay uno de nuestros postulantes en la casa de invitados.
—Entonces debe…
—Pero lo sacaré de allí. ¿Quién es la otra hermana?
—Mi ayudante. Regresará conmigo a San Pancho.
El hermano cochero apareció en la puerta, miró al abad a los ojos, y en respuesta al gesto de éste, preguntó:
—Domne, ¿le dijo a nuestros invitados que eligieran sus propias habitaciones?
—Sí, por supuesto. ¿Hay algún problema?
—Sólo que una de las monjas ha escogido, ejem, la celda de aislamiento.
—¡Hay que sacarla de allí! Todavía no es segura.
—Ha dicho que la construyeron para ella. No sé a qué se refería.
La cardenal estudió la expresión del abad durante un instante.
—Creo que lo sé —dijo. Se levantó—. Bien, Domne. Estoy muy cansada y me gustaría retirarme. Si me disculpa, diré completas sola en mi habitación. Hablaré con mi estudiante. Le doy las gracias por todo.
¿Estudiante? La palabra flotó en el despacho del abad tras su marcha.
Esa noche, sor Clara abandonó la choza de puta del abad y se instaló en una celda en la casa de invitados, con los demás, diciendo que sabía que la habían construido originalmente para ella, pero que no tenía conocimiento de la cuarentena. Vaca Cantora reprimió la curiosidad que sentía por ella y no dijo nada.
Tres monjas, dos soldados, un erudito de Texark, un nómada que era un posible postulante y el padre Vaca Cantora compartían ahora la casa de invitados. Ædra permanecía en su celda excepto cuando todos iban juntos al refectorio o a misa. La cardenal, su ayudante y el nómada Nieve Fantasma se ausentaban a menudo del edificio, presumiblemente para cantar el Divino Oficio con los hermanos. Vaca Cantora estaba ocupado en el scriptorium haciendo un glosario del trabajo del hermano Dientenegro, y Thon Ehnofier Santalot se ocupaba de estudiar los archivos del sótano, o de leer y tomar notas en el piso de arriba. Los soldados de Laredo estaban solos la mayor parte del tiempo, con Ædra detrás de una puerta cerrada. Uno de los soldados cabalgó hasta Sanly Bowitts, el segundo día, y trajo una jarra de vino local. Cuando ambos soldados estuvieron totalmente borrachos, el más atrevido llamó a la puerta de la hermosa monja y le ofreció un trago.
Ædra abrió la puerta, cogió la jarra ofrecida, la alzó y tragó largamente.
—Gracias, cabo Browka —agradeció con una sonrisa, luego cerró la puerta y echó el pestillo.
Browka volvió a llamar, pero no hubo respuesta.
—¿Viste cómo me sonreía?
El padre Muu y el joven nómada regresaron de la iglesia, y poco después llegó Santalot. Los soldados ofrecieron un trago a todo el mundo, aunque quedaba poco en la jarra, pero ninguno aceptó. La cardenal llegó y se sentó en la sala de lectura durante un momento, antes de retirarse. Los soldados escondieron la jarra y fingieron estar durmiendo.
—Nos marcharemos mañana por la mañana, después de laudes —informó la madre Iridia—. Todos debemos darles las gracias a los monjes por su hospitalidad.
Hablaba en hablaiglesia, que era el único lenguaje común entre los invitados del monasterio. Los soldados lo hablaban mal, pero por su profesión sentían gran curiosidad por las campañas militares del actual Papa, y tenían muchas preguntas, contestadas y sin contestar. En dos días en la abadía, habían descubierto muy poco.
Por la mañana, después de una última charla con el abad, la madre Iridia se despidió entre lágrimas de su estudiante y se marchó con sus sirvientes. Ædra lloró en su celda durante una hora después de que se fueran. Y sólo compartía la casa de invitados con Vaca Cantora, Nieve Fantasma y Elmofier Santalot, el erudito. —El abad Olshuen le dijo a Nieve Fantasma que ahora podía trasladarse a una celda en el dormitorio, pero Nieve Fantasma se resistió, diciendo que aún no estaba preparado del todo para el silencio y la soledad. Sorprendido, el abad miró rápidamente a Ædra, y se preguntó si el nómada tampoco estaba preparado para la castidad, pero no insistió. Las vocaciones nómadas eran raras, y excepto cuando Vaca Cantora estaba presente, el hermano Aguilucho, el cocinero de la abadía, no tenía a nadie con quien hablar en su propia lengua o en algún dialecto relacionado.
Fue durante la festividad de santa Clara, un año después de tomar sus votos, de los que ahora estaba liberada, cuando Ædra sor Clara de Asís realizó un milagro en la casa de invitados de la Abadía Leibowitz.
A finales de agosto el hermano Aguilucho recibió permiso para visitar a Vaca Cantora en la casa, y Ædra sor Clara de Asís se enteró de que el hermano cocinero tenía un cáncer royéndole la garganta. Su voz se había reducido a un ronco susurro. El llamaba a su cáncer hermano Cangrejo, y bromeaba al respecto. Ædra se puso tras él mientras charlaba sentado con su viejo amigo Muu. El se sorprendió cuando lo tocó, pero entonces se acomodó en su silla con una sonrisa y dejó que sus manos le exploraran la garganta. Dio otro respingo cuando ella apretó con las yemas de los dedos bajo su nuez de Adán.
—Relájate, hermano. ¿Duele?
—No mucho —susurró Aguilucho—. ¿Qué has hecho? Algo ha reventado.
Ella continuó acariciándole la garganta durante un rato, luego lo dejó y regresó a su celda. El padre Muu se persignó. El hermano Aguilucho se dio cuenta y lo imitó.
—Será mejor que no se lo digas a nadie —dijo Vaca Cantora.
Tres días después, Aguilucho empezó a recuperar la voz. La noticia se corrió. En una semana, sor Clara había sanado ampollas infectadas, una hernia, un diente picado y un probable caso de gonorrea del ojo. Todo esto podría haber pasado desapercibido, pero cuando curó la miopía del viejo bibliotecario, el hermano Obohl, y éste echó un vistazo a la hermosa joven que había puesto las manos sobre sus ojos, su grito de asombro fue seguido por el alegre alboroto de su agradecimiento y esto llegó a oídos de Dom Abiquiu.
Vaca Cantora estaba presente en la casa de invitados cuando el abad llegó ante la puerta cerrada de la celda de Ædra.
—Te dije que no te mezclaras con los monjes.
—No me he mezclado con los monjes.
—La cardenal Silentia te prohibió practicar tus trucos curativos.
Sor Clara abrió la puerta.
—Perdóname, Domne, pero no lo hizo. No tengo ningún truco curativo.
—¡Discutes conmigo! ¿Dónde está tu formación religiosa?
—¿Prefieres al hermano bibliotecario medio ciego?
—Fue culpa mía, Domne —intervino el padre Muu. Aventuró una mentira—. Yo se lo envié.
—¿Qué? —Olshuen abrió la boca y se detuvo para controlarse—. No le pondrás las manos encima a nadie mientras estés aquí. ¿Comprendido?
—Sí, Domne.
—¿Obedecerás?
—Sí, Domne.
El abad miró a Vaca Cantora.
—Creo que es hora de que regreses a casa.
—Gracias, Domne.
En cuanto Dom Abiquiu se marchó, exclamó:
—¡Aleluya!
Sor Clara sonrió.
—¿Quieres llevar un mensaje a mi familia y al alcalde cuando te vayas? —preguntó.
Pero Vaca Cantora no se había marchado aún cuando las heridas de Ædra empezaron a manifestarse. Cuando iba a misa, se arrodillaba en el fondo de la iglesia tras una columna, donde los monjes del coro no podían verla. Siempre salía la primera de la iglesia. Al seguirla de regreso a la casa de invitados, Vaca Cantora advirtió manchas oscuras en las pisadas de sus pies descalzos sobre la arena. Cuando cruzó el suelo de la casa de invitados, la sangre se hizo aún más evidente. La llamó y le preguntó cómo se había herido los pies.
La joven monja se detuvo, se subió las faldas de su hábito y miró hacia abajo. Se quedó mirando y luego miró al padre Muu. Cuando se llevó la mano a la cara, vio que la palma estaba sangrando. Parecía muy confusa.
—¿Quién te ha golpeado, hermana?
La voz de ella tembló.
—No lo sé. Estaba oscuro. Creo que fue el Diablo. Llevaba una túnica como la tuya.
—¿Qué? ¿Entonces alguien te ha atacado?
—Es como un sueño. Había un martillo…
Se detuvo, lo miró mansamente, entonces corrió hacia su celda y corrió el pestillo. Vaca Cantora pudo oírla rezar. Fue a buscar a Dom Abiquiu, a quien encontró rezando ante el Leibowitz de madera en el pasillo.
—Dijo que era como un sueño —le informó el padre Muu—. Pero piensa que alguien con un martillo, tal vez el Diablo…
—¿Fue violada?
—No dijo nada al respecto.
—Vamos. ¿Has avisado al hermano boticario? —Viene de camino.
El boticario ya había llegado cuando ellos entraron en la casa de invitados. La puerta de la celda de Ædra estaba abierta y ella estaba tendida en su jergón.
Cuando empezaron a entrar, el boticario los hizo salir, se reunió con ellos y cerró la puerta tras él.
—¿Sus heridas? —susurró el abad.
—Las heridas de Cristo —respondió el médico suavemente.
—¿De qué estás hablando?
—Las heridas de los clavos. La herida de la lanza.
—¿Los estigmas? ¿Estás diciendo que la hembra, la, uh, hermana, tiene los estigmas?
—Sí, los tiene. El corte en el costado es limpio. Las heridas de las manos y pies tienen bordes azules magullados. Ella habla de un martillo.
—¡Diablo! —era lo más parecido a un juramento en boca de Olshuen. Se dio la vuelta y salió de la casa de invitados con Vaca Cantora pisándole los talones.
—¡Venganza! —escupió—. ¡Desquite!
—Disculpa, ¿a qué te refieres, Domne?
—Le prohibí usar sus poderes curativos. Esta es su respuesta.
Vaca Cantora guardó silencio durante unos instantes mientras se dirigían hacia el convento, luego sacudió la cabeza.
—Domne, mañana me marcho a casa.
El abad Olshuen se detuvo.
—¿Sin pedir permiso?
—Ya lo diste, ¿recuerdas?
—Por supuesto.
El abad se giró sobre sus talones y se marchó, solo.
Unas cuantas horas después, cuando el hermano Aguilucho Santa María fue a preguntar por un cambio en la dieta de la enferma, encontró a Abiquiu Olshuen tendido en el suelo de su despacho. No podía mover la pierna derecha. Cuando trató de hablar, su voz era ronca.
El hermano boticario fue directamente a la enfermería donde Aguilucho había llevado a Olshuen.
—¿Es un colapso, hermano? —preguntó Aguilucho.
—Sí, me temo que sí.
La abadía tenía su propio prior y llamaron inmediatamente al padre Devendy, que llegó con Vaca Cantora. Aguilucho regresó a la cocina.
El prior Devendy se volvió hacia el prior Vaca Cantora.
—¿Puedes hacer que venga la hermana que cura?
—¿Lo sabes?
—Dom Abiquiu me dijo lo que le contó la madre Iridia. Sé que estaba alarmado, pero… podría morirse, lo sabes.
—Iré a pedírselo. Ella está, uh, herida, ¿sabes? Te lo ha dicho el hermano médico.
—No —intervino el boticario.
—Descríbele las heridas al padre Devendy —le dijo el padre Muu—, pero no las interpretes.
—Comprendo. Asegúrate de que lleve algún tipo de calzado y que no camine sobre las vendas.
Vaca Cantora miró al abad. Dom Abiquiu sacudía la cabeza de un lado a otro con los ojos cerrados. Muu decidió que no significaba nada.
Vaca encontró un pequeño par de mocasines en el almacén. Eran muy viejos y podían haber pertenecido a él o a cualquier otro nómada adolescente cuyos pies no hubieran terminado de crecer. Se los llevó a sor Clara y le dijo que podrían haber sido de Dientenegro. Ella no dijo nada, y se los puso sin protestar.
—¿Adonde vamos, padre?
—A ver a Dom Abiquiu. Te necesita.
Ædra se había acostumbrado a la obediencia y acompañó al padre Muu sin preguntar por qué la necesitaban. Cuando entró cojeando en la enfermería y se acercó a la cama, Dom Abiquiu gruñó con fuerza y se apartó de ella, los ojos muy abiertos y el rostro convertido en una máscara de espanto. Usó la mano izquierda para cubrirse los ojos. Ædra se detuvo y lo miró.
—¡Oh, cerdos! —dijo bruscamente, y se santiguó con una mano vendada—. No hay nada que yo pueda hacer por él.
—¿Qué quieres decir? —preguntó el prior Devendy.
—Quiero decir que no puedo hacerlo esta noche. Y, de todas formas, él me dijo que no volviera a hacerlo.
Se dio la vuelta y se dispuso a abandonar la habitación.
—Sor Clara, por favor, tal vez se esté muriendo —rogó Vaca Cantora.
Ella volvió a santiguarse, pero continuó recorriendo el pasillo sin mirar atrás.
Al día siguiente, desapareció de la casa de invitados y su pequeña bolsa de viaje no estaba en su celda. Nadie la había visto marcharse, pero había una nota en su cama: «Lamento lo de vuestro abad. Gracias por vuestra amabilidad. Dios os bendiga».
Nadie sabía adonde había ido. En su camino de regreso a Nueva Jerusalén, Vaca Cantora se detuvo en el valle de Sanly Bowitts para preguntar por ella. La habían visto dirigirse a la Meseta del Ultimo Refugio. Siguió la pista hasta el pie de la colina. Una vez encontró una mancha de sangre en una piedra, pero ningún otro signo de ella. Estaba con Benjamín, entonces. El padre Muu estaba seguro de que el viejo judío la curaría de los estigmas del Señor. Sintiéndose un poco culpable por abandonarlos a ella y a Dom Abiquiu, dirigió su mula hacia el camino papal que conducía al norte. Ya era septiembre y viajó al amparo de la oscuridad de la luna.