Si un hermano que por su propia culpa abandona el monasterio, desea regresar, que primero prometa plenas reparaciones por su marcha; y que luego sea recibido en el puesto más bajo, como prueba de su humildad.
Regla de san Benito, capítulo 29
El miedo, madre del odio, poseyó a toda la milicia, pero no había ningún lugar al que huir. Tras ellos, los Saltamontes; delante, el Emperador. Deambulando entre ambos estaba Chuntar Hadala, y dos hombres dispuestos a matar a los reclutas: el mayor y Ulad. En los flancos había hogueras, pero era un día sin viento, algo inusitado. Los fuegos habían sido encendidos por la noche, y nadie estaba seguro de quién los había prendido, pero a causa del aire tranquilo nadie se preocupaba mucho por ellos. Antes del amanecer, Ulad y tres fornidos hombres de la ciudad descargaron dos cañones de las carretas y los arrastraron para encararlos al enemigo del este. Luego descargaron dos más y apuntaron con ellos a los nómadas. El sharf los observó hacerlo, entonces dividió sus fuerzas en dos grupos iguales. Dirigió un grupo al norte y otro al sur; se detuvieron como para enfrentarse a los valanos desde el suroeste y el noroeste. Ulad cambió la posición de los cañones, pero los movimientos nómadas indicaban que no eran necesarios. El camino al oeste estaba abierto de par en par, por invitación del sharf. En opinión de Dientenegro, aceptarlo era lo único sensato, pero Chuntar Cardenal Hadala era inflexible.
—A todos los que os arrepentís de vuestros pecados, os absuelvo —anunció a las tropas congregadas al amanecer—, in nomine patris, filii et spiritus sancti. Y si morís en la batalla por la gloria de Dios y la justa causa del Santo Padre, iréis al Cielo sin los dolores purificadores del purgatorio. Ahora os bendigo…
—Esto —susurró Aberlott—, de un hombre que tiene la excomunión del Santo Padre en el bolsillo.
Sorprendido de que los otros reclutas no estuvieran vitoreando a Hadala, Dientenegro preguntó:
—¿Le dijiste a los demás lo que te conté?
Aberlott guardó mansamente silencio. Nimmy lo miró a los ojos, luego se rió con amargura. Todo el mundo sabía que Aberlott era un mentiroso descarado, a quien no había que creer. Además, ¿de dónde sacaría el valor para acusar al cardenal a sus espaldas cuando todo el mundo lo acusaría con el dedo y diría: «Se lo oí decir a él»? Bueno, Dientenegro tendría que difundir la noticia él mismo, o al menos reclutar a uno de la Guardia Amarilla. Sin embargo, no era fácil acercarse a ellos. Tan sólo eran leales al cardenal Hadala, como antes lo habían sido a Ponymarrón.
El agua se racionó. El suministro de carne seca se agotó, y sin ninguna posibilidad de caza, los hombres comieron frijoles y galletas. El enemigo esperaba a que Hadala se moviera. Hadala esperaba a que los gleps del Valle atacaran al enemigo desde la retaguardia, pero a Dientenegro esto no le parecía más que un deseo. Al tercer día de sitio, a plena vista de las fuerzas valanas, el sharf Bram envió al comandante texarkano un mensajero bajo una bandera de tregua. Este nuevo trato con el enemigo aumentó la furia del cardenal. Siguiendo órdenes de Gleaver, varios ciudadanos dispararon al mensajero, pero éste cabalgaba fuera del alcance de los rifles.
Esa noche, antes de que saliera la luna, catorce guerreros Saltamontes se introdujeron en el campamento; mataron a dos centinelas, y robaron o espantaron a la mayor parte de los caballos. Después de que saliera la luna, un destacamento de caballería texarkana, que se había aproximado sin hacer ruido en medio de la oscuridad total, entró a saco en el campamento gritando y matando con rifles y pistolas. Varios atacantes cayeron a su vez, abatidos por los bien armados milicianos. Después del amanecer, enterraron dieciocho cadáveres, cinco de ellos con uniforme de Texark. También hubo siete heridos. Aberlott había perdido la oreja derecha ante un sable texarkano.
—Ni siquiera te levantaste del petate, hijo de puta —le dijo a Nimmy.
—Supongo que estaba dormido —mintió Dientenegro.
La pérdida de los caballos volvió loco a Hadala. Ordenó un ataque de infantería a la posición texarkana, ahora atrincherada. El cardenal cogió una cruz y procedió a marchar orgullosamente con ella a la cabeza del ejército; su solideo rojo y su fajín lo convertían en un blanco óptimo. El mayor Gleaver abatió a tres hombres que se negaron a moverse. Tres compañías de novatos con bayonetas fijadas a sus excelentes rifles avanzaron bajo la esporádica cobertura del fuego de los cañones.
Ulad, furioso como de costumbre, abría la marcha tras el crucifijo del cardenal, pero no dejaba de mirar hacia atrás para asegurarse de que los otros permanecían en fila. El terror hizo palidecer a los hombres cuando llegaron al alcance de las armas enemigas y algunos de ellos empezaron a caer alcanzados por las descargas de los rifles. Nimmy mantuvo los ojos entrecerrados y rezó a la Virgen. Se sorprendió de que la retaguardia texarkana no les disparara con fuego de artillería.
Cuando habían cubierto la mitad de la distancia hasta las líneas enemigas, pudo ver que habían levantado parapetos de tierra y turba. Las tropas imperiales les disparaban desde posiciones bien protegidas y el efecto era devastador. Casi una tercera parte de los hombres habían caído. Dos veces ordenó Ulad a los atacantes que se detuvieran y dispararan, pero en cada ocasión las cabezas de los enemigos se escondieron tras los parapetos.
—¡Marchando a doble ritmo! ¡Disparad mientras corréis!
En términos de precisión, fue un desperdicio de munición, pero mantuvo a los enemigos con la cabeza gacha. Después de cinco disparos, era necesario detenerse para poder recargar. La mayoría de los hombres habían traído dos cilindros extra, ya cargados, pero aunque era más rápido cambiar de cilindros que recargar las recámaras individuales, era necesario detenerse de todas formas para que no se les cayeran de las manos. Y detenerse era recibir los disparos de un oficial aparecido.
—¡Mirad! Se retiran. ¡Corred, maldición, corred!
El terror se convirtió en furiosa alegría cuando los milicianos descubrieron que el fuego de los rifles texarkanos, procedente del parapeto que tenían delante, había cesado, aunque aún se oían disparos en la distancia.
—¡Los hijos del Papa! ¡Mi gente está aquí! —les gritaba Hadala. No dejaba de agitar su cruz como si fuera un bastón—. ¡Están atacando desde la retaguardia!
—Eso explica por qué no disparan los cañones —le dijo Nimmy a la oreja vendada de Aberlott. Éste no recibió el mensaje por encima del sonido de los disparos, pero de todas formas el monje añadió—. Tal vez el cardenal de los gleps no esté tan loco como pensamos.
El ejército de Texark no estaba en absoluto derrotado. Obligado por las guerrillas del Valle a defender su retaguardia, se habían retirado al oeste para defender su artillería de un ataque por el este. La retirada era limitada. Cuando los milicianos escalaron el primer parapeto, tres; de ellos fueron abatidos.
Gleaver ordenó un alto. Obviamente, había defensores en el segundo parapeto. Pero los atacantes podían usar el primer parapeto del enemigo para refugiarse mientras comían sus raciones y bebían de sus cantimploras. Nimmy alzó la cabeza y vio a Gai-See arrastrándose hacia él por una estrecha hondonada. No se ocultaba del enemigo, sino de Hadala y sus oficiales.
—¿Es cierto? —preguntó el asiático monje guerrero después de echar un cuidadoso vistazo alrededor.
—Sí —le dijo Nimmy—, si te enteraste por Aberlott Gai-See asintió sombrío y se marchó arrastrándose por el mismo camino.
Ahora sucedería algo, pensó Dientenegro, pero no ocurrió inmediatamente.
El sol de principios de agosto era abrasador, pero una ligera brisa de media tarde trajo un poco de alivio. Dientenegro advirtió que los inquietos Saltamontes habían vuelto a moverse. Los nómadas se habían reagrupado y dividido en tres grupos, situados al norte, oeste y sur de las carretas. Todavía estaban fuera de tiro, visibles contra un fondo de humo, pero los grupos del norte y el sur estaban situados de forma que podían atacar por el flanco al Hannegan o al cardenal.
Las hogueras parecían moverse lentamente hacia el este. Marcaban los probables confines del campo de batalla y definían las posibles líneas de avance o retirada de los grupos nómadas que probablemente las habían encendido.
Poco después, durante un ataque al segundo parapeto, mientras trataba de disparar por encima de la cabeza de un hombre, Nimmy lo abatió. Mirando a Dientenegro, el soldado texarkano yacía de espaldas sobre la arena donde había caído. Un glep, un glep con uniforme de Texark, con la piel moteada de Hadala y las usuales orejas peludas. Miró al antiguo monje, tratando de verle contra el orbe del sol nublado por el humo. Alzó las manos hacia la cara y luego las dejó caer flácidas; parecía un cachorrito suplicando un bocado. ¿Por qué rendirse con el abdomen destrozado? Se agarró la herida, esperando, deseando volver a recibir un disparo. Pero Dientenegro no se atrevía a malgastar munición ni por piedad, ni siquiera a detenerse a recargar, porque Ulad lo observaba con profundo recelo. Cada vez que sentía esa tensión, recordaba la cara y las palabras de Wooshin.
—La vida es una gota de rocío y el destello de un relámpago… así es como hay que verla, Nimmy.
Tras acercar la punta de la bayoneta a la garganta del hombre, Dientenegro cercenó la carótida. Un destello de relámpago, una gota de rocío rojo. La gota se convirtió en un arroyo borboteante. Retrocedió, miró alrededor. Le dolía la garganta y la sentía seca; era un día caluroso y el aire estaba lleno del humo de la hierba quemada.
—Cada hombre, cada ser es un mundo. Hay innumerables mundos, amigo mío. Cada mundo de este innumerable conjunto contiene e interpenetra todos los otros mundos a través del múltiple cosmos, pues no hay barreras entre los mundos.
¿Metafísica procedente de un verdugo? Para el Hacha, la religión era un arte marcial. Quería hablar con Gai-See o Woosoh-Loh al respecto, pero siempre estaban con los cardenales y oficiales, y había tenido miedo al ver a Gai-See arrastrándose hacia él por una zanja.
«Es que tengo que cortarme la garganta de algún modo» —pensó, mirando el cadáver—. «Así que esto es lo que siente el asesino tras el asesinato. Santa Madre de Dios, perdóname, pero no siento gran cosa».
El sargento Ulad seguía observándolo desde la izquierda, sacudiendo la cabeza. Debía tener cuidado en no vacilar o titubear. Ulad recelaba de su piedad. Pudo ver dos hombres tras él. El cabo Victros había subido a lo alto del parapeto. Hizo señas al grupo de ataque.
El montículo de arena flanqueaba un cortafuegos bien regado y preparado pero inútil. Dientenegro subió al parapeto y se asomó con cuidado, pero la patrulla había huido. ¿Por qué? Era el mejor lugar para detenerse y luchar, a menos que consideraran que la potencia de fuego valana era abrumadora. O, lo más probable, sabían que podrían encontrar un lugar más seguro más adelante, y que había que impedir que las guerrillas glep capturaran su artillería. Desde lo alto del parapeto, miró hacia las carretas. ¿Qué les había sucedido a los hombres que las protegían? Podía ver nómadas en la distancia pero a ningún miliciano junto a los carros. Sin caballos para arrastrarlos, estaban perdidos de todas formas.
Al norte, la alta hierba ardía con más rapidez. Habían permanecido a salvo del fuego cuyo humo velaba los pies de las colinas del noreste, pero ya estaban casi a sotavento y la brisa seguía cambiando. Empezó a oler el humo y pudo ver en la distancia a los jinetes que se apartaban del camino del incendio. Si el viento seguía cambiando, las carretas correrían peligro. Indicó a Ulad que el enemigo había huido. Rebasaron el montículo y continuaron su cauteloso avance, sombras camufladas corriendo de loma en loma en el gran océano de hierba.
Mientras oteaba desde lo alto de una colina situada al sur de la batalla, el sharf Saltamontes podía ver parte de la lucha que tenía lugar en torno a las piezas de artillería texarkanas. Los de Texark tenían problemas, cosa que le satisfizo. Luz Demonio esperaba influir en el resultado de la batalla moviendo a sus guerreros de modo amenazador de vez en cuando sin tener que exponerlos al fuego. Su única intención en este momento era impedir que los carros fueran capturados por nadie más que él mismo, aunque si lo conseguía, los Saltamontes no tenían ninguna necesidad acuciante de munición extra, y el arsenal de la horda ya rebosaba de armas nuevas. No se oponía a dar armas a los gleps, si era posible. En este momento, casi lo parecía. Estaba claro que las fuerzas texarkanas estaban siendo acosadas desde la retaguardia. El hecho le sorprendió tanto como a los texarkanos.
Luz Demonio los había avisado de la expedición de Hadala, pero sólo se habían fiado de él lo suficiente como para enviar dos compañías de caballería, dos de caballería ligera y unas cuantas piezas de artillería a la zona donde le dijo que los milicianos tratarían de atravesar la frontera. A Eltür le sorprendía el hecho de que muchos de los soldados de Texark fueran gleps, reclutados en el Valle. No esperaban un ataque glep desde la retaguardia y no habían venido bien preparados. Lamentarían no haberlo tomado suficientemente en serio. Eso les haría confiar más en él la próxima vez. Cuando les envió un mensaje bajo bandera blanca, escucharon cortésmente al mensajero mientras reclamaba el derecho al contenido de los carros, y si su derecho se respetaba, no habría motivo para hostilidades. También había advertido al comandante texarkano que estaba a punto de robar los caballos de los hombres de la ciudad. Respecto a las carretas, el comandante dio una respuesta amable pero evasiva, y sonrió ante el proyecto del robo de caballos. En esta situación, Luz Demonio se sentía reacio a atacar a sus enemigos históricos excepto para impedir la captura de las municiones.
Nada estropeó su placer en el conflicto que se desarrollaba ante él, excepto el informe de un explorador de su destacamento enviado al sureste, quien informó que había aparecido una banda de sin madres pero se había detenido a unos minutos de distancia y había ocupado la cima de una colina. Para Bram, suponían una molestia pues también querían las armas. Era consciente de que muchos de los sin madre de la zona sur de las tierras Perro Salvaje habían sido armados por Dion y enviados contra el enemigo en la Provincia, pero esos forajidos estaban lejos de esas batallas y, si eran capaces de apoderarse de las nuevas armas, era probable que dispararan contra los suyos y contra los texarkanos, pero todavía más probable era que vendieran las armas modernas al Hannegan, que aún tenía pocas.
Aunque estropearía su contemplación de la lucha durante un rato, decidió retirar su destacamento del norte, donde el fuego empezaba a molestar a su retaguardia, y luego rodeó la posición de los ciudadanos y reunió a todas sus fuerzas entre la milicia y los forajidos. Eso daría a los otros comandantes algo en lo que pensar. Los fuegos se habían convertido en aliados de los Saltamontes, como bien sabía el sharf Saltamontes cuando puso en práctica el lema de su familia y los inició. Mientras cabalgaba hacia el oeste, entre los valanos y un grupo de sus propios hombres, comprobó con aprobación que los caballos robados se mantenían fuera de la vista tras un risco.
Ninguna de las monturas de sus guerreros se había empleado nunca como caballo de tiro, así que capturar y conservar los animales de los comedores de hierbas era esencial para sus planes. Envió un mensajero al oeste a decirle a su primo que mandara suficientes hombres para vigilar los caballos y uniese el resto del destacamento a la fuerza principal de Eltür.
Se acercaba la puesta de sol cuando el enemigo reemprendió la lucha, y el cardenal Hadala fue de los primeros en caer. Elswitch Gleaver corrió a su lado, inspeccionó su herida, que pareció encontrar en la espalda, y se volvió para mirar a los hombres. Esta vez Dientenegro vio a Gai-See alzar de nuevo la pistola y disparar al mayor Gleaver en la frente. Al mismo tiempo, un agudo alarido sonó desde atrás. La voz de Ulad. La hoja de la espada de Woosoh-Loh se alzó ensangrentada en el aire y cayó de nuevo. Los suboficiales gritaban enfurecidos.
El hermano Dientenegro San Jorge arrojó su rifle, recogió una pistola del cuerpo de un oficial muerto y corrió por su vida. Una bala golpeó el suelo cerca de sus pies, pero no estaba seguro de cuál de los tres bandos le disparaba.
Mientras rodeaba la cima del risco, vio un ancho túnel bajo una roca donde alguien había construido su hogar. Era lo bastante grande para internarse en él y se lanzó hacia allí, los pies primero, rezando con todas sus fuerzas para que el propietario estuviera ausente. El túnel se hundía hacia abajo y, de algún modo, era más profundo de lo que esperaba. Frenó su caída y encontró su cara a dos palmos de la abertura. Entre las cintas de sus sandalias, sintió que una piel se movía a sus pies; algo le mordió el dedo gordo, unos colmillos pequeños pero afilados. Le dio una patada. Otras bocas mordían sus sandalias. «¡Dios mío, estoy en un cubil de pumas; voy a morir!».
«Hoy es un día como cualquier otro para morir. Hoy hay una guerra en marcha y no soy Daniel en este cubil oh, san Leibowitz. Con todo, es el único día que tengo». La semana pasada fue por una tormenta y el cuerpo mojado de un guerrero alcanzado por el rayo. El año anterior un ciclón mató a diecisiete campesinos Conejo. Luego las langostas, las langostas, las langostas, y los cadáveres demacrados que fueron encontrados congelados el pasado invierno. Como cualquier otro día, advirtió mientras una bala rebotaba en la roca por encima de su cabeza. El casquillo de plomo cayó sobre su cintura y lo recogió para inspeccionarlo a la tenue luz. No era una bala de un arma Saltamontes o valana, sino una bala de mosquete texarkana, o de un arma de los forajidos. Esto le dio una idea general de la dirección del enemigo.
Palpó alrededor con los pies, apartando cachorritos. Sus dientes eran agujas. ¿Dónde estaba la madre? Temerosa de los fuegos, tal vez. También él los temía.
—Aquí dentro nos asfixiaremos —les dijo a los cachorros.
Mientras se permitía sentir más miedo y autocompasión de lo que era habitual después de haber matado tan recientemente a un hombre, algo se acercó y oscureció la luz del túnel. Se dispuso a morir. DiostesalveMaríallenaeresdegradaelSeñorescontigo…
—¡Eh! ¿Quién anda ahí?
El lenguaje era monrocoso, pero el acento era de Asia. Nimmy alzó la cabeza y vio un rifle apuntándole a la cara.
—No dispares, soy Dientenegro. ¿Es seguro salir?
—No es seguro en ninguna parte —dijo Gai-See—, el fuego se está acercando demasiado. Dame la mano.
Nimmy desprendió un cachorrito juguetón de la pernera de su pantalón y salió arrastrándose a la difusa luz de la tarde. El estrépito de la batalla había remitido, excepto al este, donde las tropas texarkanas aún trataban de impedir que los gleps se hicieran con las armas. El guerrero y el monje escalaron la colina y se tumbaron en el suelo para observar desde la cima. Pudieron distinguir los cuerpos de Chuntar Hadala y el mayor Gleaver; ambos habían caído a manos de Gai-See, quien, como Wooshin, estaba dispuesto a ejecutar a todo aquel que traicionara a su amo.
—¿Dónde está Woosoh-Loh?
—Ulad lo mató cuando me vio ejecutar a los enemigos de nuestro amo.
—Pero yo vi…
—Mi hermano vivió lo suficiente para matar a su matador.
Nimmy observó a un destacamento de guerreros Saltamontes apoderarse rápidamente de tres de las carretas para uncirles los caballos que habían robado, pues el fuego se acercaba. Los defensores de los carros se habían dispersado durante la escaramuza. La milicia valana había sido destruida por la muerte, las deserciones y la ausencia de mando. Desde el este, la caballería texarkana cabalgaba hacia el lugar, pero con precaución porque, detrás del risco, al sur, estaba el grueso de las fuerzas de Luz Demonio, y al norte el fuego incontrolado avanzaba. A casi un kilómetro de donde se hallaban, un soldado de Texark cabalgó hasta la cima del risco para observar el orden de batalla Saltamontes. Gai-See se giró, alzó su rifle, apuntó muy alto y disparó. El imposible tiro cayó lo bastante cerca para asustar al caballo del soldado, y alertó a los Saltamontes, quienes se unieron a Gai-See disparando al explorador. Este se retiró. Gai-See se incorporó y miró hacia el sur. Los guerreros de Eltür vigilaban. Evidentemente, no disparaban a los uniformes de la milicia.
—¡Mira! —señaló Gaa-See—. Alguien ha matado a un gato grande.
Dientenegro se incorporó también y fue a investigar; El animal yacía en las rocas, a unos veinte pasos de ellos. Era una hembra.
—Vamos —le dijo a Gai-See, y bajó la colina hasta el cubil del puma. Pronto recuperaron a los cachorritos pero tres nómadas llegaron cabalgando con las armas desenfundadas.
—¡Soltad las armas inmediatamente, ciudadanos! —dijeron en saltamontes—. Rendíos.
Obedecieron, pero Nimmy sonrió ante la amable palabra «ciudadanos», y replicó en el mismo lenguaje.
—Los soldados cabalgan hacia las carretas, ya sabéis. Nos rendiremos con gusto, pero necesitaremos nuestras armas para regresar a casa.
Un guerrero cabalgó hasta lo alto de la loma. El otro desmontó y recuperó las armas. Mientras las descargaba, le habló «t Dientenegro».
—Tú eres el hombre que salió a parlamentar con el sharf. Él dice que eres servidor del más alto chamán cristiano. ¿Es así?
—Así solía ser.
El guerrero le devolvió la pistola descargada; luego hizo lo mismo con el rifle vacío de Gai-See.
—Tú eres el hombre que mató al cardenal y al mayor, ¿verdad? Gai-See asintió.
El otro guerrero bajó de la loma y dijo:
—Será mejor que avisemos al sharf Eltür de que es el momento de atacar. ¡Vamos!
Se marcharon al galope, dejando que los otros dos hombres los siguieran a pie, con las armas vacías. En cuanto los guerreros regresaron con su jefe, la partida principal de nómadas se dividió en dos grupos, uno de los cuales cabalgó hasta el pie de la colina, desmontó y subió a pie; tomaron posiciones en la cima como francotiradores. Como se veía un denso humo al otro lado del risco, y los francotiradores no comenzaron a disparar inmediatamente, Nimmy dedujo que el incendio retrasaba el movimiento de la caballería. Cada vez que un soldado subía al risco del este para otear, era abatido por el grupo nómada. El comandante texarkano probablemente deseaba cruzar el risco antes de dirigirse al oeste, pero los Saltamontes se lo impedían. Al menos, algunas de las carretas de los valanos ya habían sido retiradas por los nómadas, con los caballos robados. El resto pronto sería pasto de las llamas, si los texarkanos no las capturaban primero.
Al atardecer, el resto de los carros había sido engullido por el fuego; algunos explotaron, todos ardieron. También ardieron los cuerpos de los muertos, pero el viento se calmó al anochecer y el incendio no cruzó el risco. El sharf Bram había acogido y alimentado a todos los supervivientes de la milicia que se rindieron. Los pocos que se negaron a hacerlo, casi todos oficiales aparecidos que temían la venganza de los reclutas valanos, fueron ejecutados. Ordenó a sus guerreros que trataran a los prisioneros de guerra con cortesía, pero los soldados Saltamontes estaban demasiado llenos de juguetona malicia hacia los granjeros para que éstos se sintieran cómodos. Compartieron la comida, pero rociada de arena. Un guerrero prestó a Nimmy una bolsa de cuero lo bastante grande para albergar a tres cachorros de puma, y luego dijo que el monje se la había robado. Había menos de cuarenta cautivos, pero tal vez algún otro desertor hubiera escapado a la captura por parte de los texarkanos o los nómadas.
Cuando vio a Nimmy entre los refugiados, Luz Demonio lo reclamó como intérprete. Tras reírse de los cachorritos, le devolvió al monje su pistola y su munición Nimmy pidió inmediatamente permiso para entregarle el arma a Gai-See.
—Mis ojos son demasiado débiles para darle a nada Maté a un hombre por error, cuando pretendía fallar.
Eltür mandó llamar a Gai-See y tras una breve conversación, por medio de Dientenegro, sobre la lealtad del monje guerrero hacia Ponymarrón, el sharf le devolvió sus armas. Entonces miraron al cielo cubierto de humo.
—Ha llegado la esposa de vuestro Papa. Mirad. La hermana de la Doncella del Día.
En el cielo, un gran pájaro trazaba círculos sobre el campo de batalla. Entre el humo y la luz del sol poniente, el buitre parecía rojo brillante. Otros pájaros se acercaban. Parecían pequeños y oscuros en contraste, pero quizá volaban a mayor altura.
—Eso significa que la batalla se ha acabado.
Nimmy y Gai-See guardaron silencio.
—Mañana nos marcharemos hacia las tiendas de mi tribu —dijo Bram—. Los heridos pueden quedarse allí hasta que curen. El resto seréis llevados al oeste para ser juzgados por el Qaesach dri Vordar, Hongan Osle Chür. Luego, imagino que se os escoltará hasta Valana o, en tu caso, Nyinden, con tu Ponymarrón. Díselo a los demás. Diles que deben viajar con nosotros, o caerán en manos de los sin madre. Hemos capturado suficientes caballos de Hadala para que podáis cabalgar.
Luz Demonio parecía bastante amistoso, y Nimmy se atrevió a preguntarle:
—¿Estás satisfecho con el resultado de hoy, sharf Bram?
—La Burregun no comerá cadáveres de Saltamontes; no he perdido ningún hombre —contestó el líder nómada—. Capturamos cinco carretas de rifles y pistolas antes de que el fuego o los sin madre las alcanzaran. Los carros de municiones explotaron. Los texarkanos debieron de conseguir unos cuatro carros de armas, que habían sido alcanzados por el fuego. Esas armas estarán estropeadas.
—Estropeadas como armas, tal vez, pero no como modelos para que los copien en Texark —replicó Nimmy.
—¿Eso crees? ¿Y cuánto tardarán?
—No lo sé. Meses, probablemente.
—Hay un asunto que me preocupa, Nyinden —confesó Eltür—. ¿Sabes que había muchos gleps entre los texarkanos?
Nimmy frunció el ceño.
—¡El hombre al que maté era un glep! Eso me sorprendió. Parece que el Emperador está reclutando en el Valle a gleps capacitados, o contratándolos como mercenarios. Eso sugiere que anda escaso de fuerzas.
—O que va a enviar al grueso de sus tropas al este del Río Grande, como esperábamos. Había descontento en las filas de Texark. Mis mensajeros me lo contaron. ¿Sabes por qué?
—Creo que sí. El cardenal Hadala esperaba que fuerzas del Valle atacaran a los soldados por la retaguardia. Cuando lo hicieron, los soldados glep probablemente se negaron a luchar. Tal vez por eso se retiraron.
Eltür hizo una mueca.
—Los habitantes de la ciudad sois buenos cadáveres pero no buenos matadores. —Esa tuvo que ser la razón. Mañana debemos encontrar una familia mensajera y enviarle las noticias de hoy al Señor de las Hordas y a tu Papa. Puedes, si quieres, escribirle a Ponymarrón, siempre que me digas lo que le dices.
—¡Por supuesto! Puedes leerlo. Luz Demonio se rió despectivo y se marchó. Dientenegro enrojeció. Había olvidado que el sharf no sabía leer.
Dientenegro estaba dispuesto a escribir su carta sobre piel de vaca con tinta hecha de sangre y hollín, pero la familia mensajera, a la que Bram lo llevó la tarde siguiente, tenía papel y plumas para tales emergencias aunque ellos mismos también eran casi analfabetos. Escribió deprisa, porque el sharf quería regresar pronto con su familia y su tribu.
Tengo entendido que el sharf Eltür Bram os envía un relato oral de la batalla librada aquí y no tengo nada que añadir a sus palabras. Aunque la partida de guerra Saltamontes recuperó la mayoría de las armas, los soldados texarkanos consiguieron varias que fueron alcanzadas por el fuego y que probablemente están inutilizadas, pero los armeros del alcalde podrían aprender mucho estudiando su diseño.
Me avergüenzo, Santo Padre, de no haber estado junto a vos en el momento de peligro. Me hallaba junto al difunto Papa cuando os marchasteis de Valana y luego caí en manos de quienes os traicionaron. Sorely Cardenal Nauwhat ha pedido asilo en Texark. Chuntar Cardenal Hadala fue ejecutado por el hermano Gai-See cuando éste se enteró de que había traicionado a Su Santidad. Muchos ciudadanos murieron en esta fútil batalla. Mi cuerpo está ileso, pero mi alma está herida, pues maté a un hombre.
He sido invitado a quedarme en la tribu con mis lejanos parientes Saltamontes (sí, el sharf sabe quiénes son) hasta que reciba órdenes de Su Santidad, del abad Olshuen, o del Secretariado referente a mis deberes futuros y mi destino. Mientras tanto, el sharf Bram quiere que sea tutor de sus sobrinos. Parece un trabajo agradable pero, sin libros ni material adecuado para escribir, será difícil.
Una vez más, os pido perdón por ausentarme sin permiso en vuestro momento de necesidad, y agradeceré gustoso y ejecutaré cualquier penitencia que Su Santidad quiera imponerme.
Vuestro indigno siervo,
Nyinden (Dientenegro)
San Jorge, A. O. L.
Los caballos de relevo de las familias mensajeras eran rápidos y se cambiaban rápidamente. A finales de agosto, la luna les permitía cabalgar de noche. Con todo, a Nimmy le sorprendió la velocidad de la respuesta de Ponymarrón. Era muy sencilla: «Honra el festival de la matanza, luego vuelve de inmediato», dijo Amén II sólo tres semanas más tarde.
Sus primos se habían estado burlando constantemente de él para que se uniera a los muchachos de catorce años que, en el festival, se someterían a los ritos de paso a la madurez, cosa que normalmente tenía lugar durante un período de varios días durante la última luna llena del verano, antes del equinoccio otoñal.
—Dejarán de llamarte «Nimmy» si pasas la prueba —le dijo la bisnieta de su propia bisabuela.
—Muchas gracias, pero el primer hombre en llamarme Nimmy fue Santa Locura, el Señor de las Hordas, y no pretendía insultarme. No soy un guerrero, no soy un nómada.
Era el mismo festival que había sido declarado fiesta móvil el año pasado cuando su fecha habitual había coincidido con el funeral del tío abuelo Pie Roto. Los granjeros celebraban el festival de la cosecha aproximadamente por la misma fecha, pero para los nómadas marcaba el principio de la época de matanza del ganado viejo y de los débiles que no sobrevivirían al invierno. Las mujeres apartaban a los caballos que no eran adecuados para la guerra o la cría y los vendían a los granjeros al norte del río Misery, o los sacrificaban y se los comían. Muchos de los animales sacrificados eran usados para hacer carne seca para cuando las nieves impidieran llegar hasta los rebaños salvajes.
Era una época de bailes, tambores, gula, fumar keneb; de beber vino de los granjeros, de luchar a la luz de las hogueras y de celebrar la violación, por parte de Cielo Vacío, de la Mujer Caballo Salvaje. Los jóvenes se introducían en las tiendas de sus novias, y por la noche, Dientenegro recibió la visita de una oscura forma de mujer que no quiso revelar su nombre, pero empezó a quitarle las ropas. Tuvo cuidado de no hacer nada que pudiera ofenderla, y la noche fue calurosa y sudorosa.
A la mañana siguiente, una de sus primas se dedicó a sonreírle cada vez que lo miraba. Se llamaba Danza Linda y era regordeta como un cerdo, pero amable y simpática. Nimmy pensó en Ædra y evitó su mirada cuanto pudo.
Había establecido su honor luchando con varios jóvenes de su tamaño, y lo hizo lo bastante bien como para evitar nuevas burlas, pero seguían llamándole Nimmy con más frecuencia que Nyinden.
El día anterior a su marcha de la tierra de sus antepasados, el agente doble Ojos Negros le trajo un libro que había conseguido en una transacción con soldados de Texark. Ojos Negros ocupaba la celda frente a Ponymarrón y él cuando fueron prisioneros en el zoo del Emperador, y aún admiraba a Dientenegro por su supuesto intento de asesinato a Filpeo.
—El libro me costó siete novillos —le dijo al monje—. El sharf piensa que puede ayudarte a enseñar a sus sobrinos, porque los soldados dicen que está escrito en nuestra propia lengua. No comprendo cómo un libro puede tener lengua.
Nimmy miró el título nómada y sintió un arrebato de pesar y vergüenza. El libro de los comienzos: volumen uno, por Verus Sarquus Boedullus. El editor texarkano había hecho un buen trabajo duplicando la ortografía pannomádica de Dientenegro, con las nuevas vocales que permitían que cualquier nómada de cualquier horda oyera las palabras como se pronunciaban en su propio dialecto. En la primera página había un reconocimiento de que la traducción procedía de la Abadía Leibowitz, pero por supuesto ninguna mención al nombre del traductor. Dientenegro no lo había incluido en el original.
El rostro del difunto abad Jarad apareció en su mente y su voz le habló como antes, diciendo:
—Muy bien, hermano San Jorge, ahora piensa… piensa en los miles de jóvenes salvajes nómadas, o ex nómadas, como eras tú entonces. Tus parientes, tus amigos. Ahora quiero saber: ¿qué podría ser más grande para ti que transmitirle a tu pueblo algo de la religión, la civilización, la cultura, que tú mismo has encontrado aquí en la Abadía Leibowitz?
—¿Por qué estás llorando, Nyinden? —preguntó Ojos Negros—. ¿No es un buen libro para nómadas?