19

Que todos los huéspedes que llegan sean recibidos como Cristo, pues Él dijo; «Vine como invitado, y me recibisteis».

Regla de san Benito, capítulo 53

Habían llegado a la Abadía Leibowitz durante el período de descanso, a últimas horas de la tarde del miércoles de ceniza. La Guardia Amarilla presidía varios combates de kick-boxing entre los novicios, e incluso los hermanos profesos Aguilucho y Vaca Cantora peleaban torpemente. Dientenegro observó que el estilo de lucha difería en varios aspectos del de Wooshin, aunque el Hacha nunca admitiría tener un «estilo». Sin embargo, el capitán Jing, que había luchado con Wooshin, lo llamaba «la forma de la espada sin hogar» y el «estilo sin estilo».

El primer deber de Ponymarrón era reunirse con el abad Olshuen.

El de Dientenegro era llevar malas noticias a la Guardia Amarilla. Primero se instaló en la habitación de invitados.

—¡Todavía estás aquí! —exclamó nada más entrar.

—No, no —dijo Onmu Kun, el contrabandista de armas Conejo—. He vuelto dos veces desde que os marchasteis —estaba bebido y sentía ganas de hablar—. Las Weejus Conejo y el Espíritu Oso me han elegido sharf, ¿lo sabías?

Nimmy lo dudaba, pero no le importaba gran cosa. Al ver sus atuendos guerreros, Nimmy supo que los camaradas del desaparecido Weh-Geh, aunque trabajaban duramente en la abadía, participando en la liturgia y enseñando a los novicios la lucha sin armas, se alojaban aún en la casa de invitados, junto con Ónmu Kun. Esto significaba que Olshuen no estaba dispuesto a aceptarlos como postulantes o novicios sin permiso de las alturas.

Cuando regresaron de sus quehaceres en el patio, lo saludaron con sonrisas y apretones de mano pero Ónmu seguía hablando y riendo mientras contaba sus aventuras en la Provincia y los guerreros, amables, le dejaban hablar. Sólo sus ojos le interrogaban («¿Weh-Geh? ¿Dónde?»). Pero esperaron a que el contrabandista terminara.

Los flirteos de Ponymarrón con las iglesias de la Provincia le habían facilitado la venta de armas, dijo Ónmu. Sólo tenía que preguntarle a un pastor si había visto al cardenal Ponymarrón camino de Ciudad Hannegan. Si el sacerdote decía que no, Ónmu se marchaba rápidamente. Si lo había visto, y mostraba un mínimo entusiasmo, significaba que existía un grupo de partisanos locales a la espera de armas. Un grupo que se llamaba a sí mismo los Caballeros del Cielo Vacío era una organización de caridad. Les había suministrado no sólo armas de infantería, sino que había hecho un viaje especial para llevarles tres cañones que disparaban una bola del tamaño de un melocotón o un puñado de pesadas postas, para utilizar contra aquellos que necesitaban urgentemente una obra de caridad. Según el «sharf» Ónmu, los Caballeros untaban cada cañón de aceite, lo metían en una caja bien protegida, cavaban una tumba en el patio de la iglesia y lo enterraban durante la noche.

Dientenegro murmuraba amablemente como respuesta, pero al final acabó por darle la espalda al achispado contrabandista y se volvió hacia los cinco guerreros, que le miraban expectantes con aquellos ojos oscuros de párpados sin arrugas. Se sintió avergonzado de su fracaso en hacerse amigo de un forastero en tierra extraña sin mejor razón que el no ser Wooshin.

—El hermano Weh-Geh murió mientras defendía a su amo —les dijo, lo bastante fuerte para silenciar a Onmu—. Lo oí, pero no lo vi. Hubo tres disparos. Había cuatro hombres apuntándolo cuando me asomé a la puerta, y ya había caído. Le había quitado el arma a uno de los guardias. Si la disparó, debió de fallar. Lo siento mucho. Fuera un error o no, estaba cumpliendo con su deber. Era mejor monje que yo.

—¿Fue un error? —preguntó Jing-U-Wan, el capitán.

—¿Quiénes eran esos cuatro hombres? —quiso saber Gai-See.

—¿Recibió los últimos ritos? —inquirió Woososh-Loh—. ¿Un funeral adecuado?

—¿Podemos pedir al abad Olshuen que diga una misa por él?

Nimmy trató de responder a algunas de sus preguntas y de disculparse por su incapacidad de contestar a otras. Terminó su charla prometiendo ir a ver a Olshuen para solicitar una misa de difuntos por Weh-Geh y se dirigió de inmediato al despacho del abad. La puerta estaba abierta, y Ponymarrón se hallaba sentado ante la mesa del abad, mientras que Olshuen lo hacía en un taburete.

—Es una lástima que el Hannegan tenga el monopolio del telégrafo —se quejó el cardenal cuanto terminó de escribir una carta que, Nimmy suponía, iba dirigida a la Curia de Valana. Se volvió para mirar al abad y vio a Nimmy en la puerta, lo llamó, y continuó—. La Iglesia tiene dinero para contratar a los técnicos de Filpeo. Podríamos Construir una línea desde aquí a Valana, y quizá desde Valana hasta Oregón.

—Dinero suficiente, sí —repuso el abad—. ¿Pero qué hay del cobre? He oído decir que el Hanegan tuvo que confiscar monedas, ollas y las campanas de las iglesias, podríamos comprarlo. ¿Pero quién tiene cobre para venderlo?

—Me han dicho que la plata conduce la esencia eléctrica aún mejor que el cobre. No estoy seguro de que sea tan práctico, pero tenemos una fuente de plata. —¿Sí? ¿Dónde?

Ponymarrón cambió de tema. Le tendió a Olshuen una carta y preguntó:

—¿Qué piensas de esto? Pasa, Nimmy, pasa.

El abad la estudió un instante, sujetándola de forma que Dientenegro pudiera leerla también si quería.

A Sorely Cardenal Nauwhat, Secretario de Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios.

De Elia Cardenal Ponymarrón, Vicario Apostólico ante las Hordas.

Non accepto!

Usted sabe que no es posible celebrar un cónclave sin notificarlo a todos los cardenales del continente. La Curia debía haber recomendado a Su Santidad que clarificara la ley, tanto de las dimisiones como de los cónclaves, y no puedo creer que considerara legal un cónclave como el que la Curia aparentemente ha llevado a cabo. Usted lo sabe, yo lo sé. Debió de ser una minoría en un furioso Sacro Colegio.

Mi encarcelamiento por parte del Hannegan obligó a Su Santidad a presentar su dimisión. Pero ahora estoy libre y rezo para que lo reconsidere. No está ligado a nada que hiciera bajo la presión del chantaje; que renuncie a su dimisión diciendo que fue forzada. Si no lo hace, entonces hay que convocar a todos los cardenales (incluyéndome a mí, aquí en la abadía) para que acudan a Valana a elegir a otro sucesor de san Pedro, cumpliendo escrupulosamente con la legislación existente.

Aunque aprecio la ironía de elegir a un Papa que el Hannegan acaba de liberar de la cárcel por medio de un intercambio de estas características, tengo que decir non accepto, como usted, Sorely, sabía que haría.

Espero instrucciones de mi soberano pontífice, el papa Amén, y cuando vengan, me complacería enormemente si pudiera traérmelas Wooshin.

—¿Me preguntáis lo que pienso? ¿Cómo puedo saberlo? —dijo Olshuen mientras sacudía la cabeza—. En el nombre de Dios, mi señor, sólo soy un monje de Leibowitz. No soy el abad Jarad. Mi única vocación está aquí, mi Dios está aquí, y aunque soy un servidor de la Santa Madre Iglesia…

—Oh, hermano. ¡Basta, por favor, basta! Lamento habérsela mostrado. Jarad debería haber rehusado el solideo rojo, pero el séptimo Linus insistió. Yo lo sé y usted también, probablemente.

—Estoy tratando de recordar si un abad ha rechazado alguna vez la petición de un Papa, mi señor.

—Tal vez no, pero si Amén Pajaromoteado le nombrara cardenal, ¿qué diría?

Olshuen vaciló antes de decir:

—No, ni siquiera viniendo de él.

Estaba claro que incluso aquellos que lo conocían sólo de oídas adoraban al viejo Papa sacerdote-ermitaño-mago. Pero entre los amantes del poder, sólo Ponymarrón parecía sentir un profundo afecto hacia él.

Nimmy presentó su petición de parte de los hombres de Jing-U-Wan y su hermano muerto, y Olshuen prometió una misa. A la mañana siguiente, Ponymarrón envió a Dientenegro a Sanly Bowitts con el mensaje y suficiente oro para contratar un correo con dos caballos para que lo llevara rápidamente a Valana. El mensajero prometió cabalgar desde el amanecer hasta el ocaso y de noche cuando lo permitiera la luna, y esperar en Valana una respuesta, a menos que Wooshin lo sustituyera.

Mientras regresaba a la abadía, Dientenegro se encontró a Gai-See que cabalgaba hacia la aldea. Intercambiaron saludos y se detuvieron un momento. Nimmy le preguntó por qué iba al poblado.

—Después de que te marcharas, el cardenal decidió enviar otro mensaje —dijo Gai-See—. Lo llevo conmigo.

—¿Otra carta para Valana?

—No. Nueva Jerusalén. —Frunció el ceño—. ¿Tienes derecho a preguntarlo?

—Probablemente no. Trataré de olvidarlo.

Siguieron en direcciones opuestas. Nimmy sabía bien lo que el cardenal tenía que decirle al alcalde Dion. De algún modo, un arma pequeña de su arsenal de la costa oeste había caído en manos de Filpeo Harq. Tanto el amo como el servidor la habían visto. No parecía haber otra posibilidad más que un agente infiltrado del Hannegan estuviera en Nueva Jerusalén. Pero no le preguntaría nada a Ponymarrón para no causar problemas a Gai-See, que le había contado el destino de la carta.

Aunque ya en octubre Nimmy había encontrado actitudes poco amistosas en el monasterio, a principios de marzo eran claramente hostiles. Los profesos le hacían el vacío otra vez. Por otro lado, algunos novicios parecían encontrarlo mucho más interesante que antes. Trató de averiguar qué había sucedido desde entonces, pero «visitantes inesperados» fue la única susurrada respuesta que pudo obtener.

Los tres novicios que esperaban ante la sala pudieron oír una pelea a gritos entre el abad y el cardenal Ponymarrón (o «papa Ponymarrón», como lo llamaba uno de ellos), y se lo mencionaron a Nimmy. Habían entendido muy poco de los gritos, pero estaban seguros de que trataban de Dientenegro.

Dientenegro decidió enfrentarse al cardenal, pero al encontrarlo arrodillado ante el altar de la Virgen, simplemente se arrodilló junto a él y esperó. Ponymarrón se agitó y Dientenegro advirtió su incomodidad. El Diácono Rojo se santiguó y se puso en pie. El monje esperó unos pocos segundos e hizo lo mismo. Ponymarrón caminaba hacia la puerta. Nimmy corrió tras él. Al oír sus pasos, el Diácono Rojo se volvió.

—¿Quieres algo, hermano San Jorge?

—Sólo saber qué sucede.

Caminaron hasta el exterior y se detuvieron.

—Sabía que ella podría estar viva. Pero no quería levantar falsas esperanzas. Sube a la Meseta del Ultimo Refugio. El hombre que la vio por última vez tal vez esté viviendo allí ahora.

El cardenal empezó a marcharse.

—¿Ella? ¿Quién? —llamó Nimmy.

Ponymarrón lo miró sin responder.

—¿Ædra?

—Ve a la Meseta. Le diré al abad que yo te envié. Quería enviarte él mismo. Pero era mi responsabilidad.

Pálido como un fantasma, Nimmy corrió a la cocina a pedir algunas galletas secas y agua para el viaje. El cocinero, que estaba de buen humor, le dio galletas, algo de queso y un odre lleno de una mezcla de vino y agua. Luego fue a la casa de invitados a preparar su petate; era demasiado tarde para partir ese día, así que durmió y se marchó antes del amanecer, mientras sus hermanos eran llamados a laudes. El camino hasta el Último Refugio era largo, y lo primero que vio cuando llegó al sendero de subida fue una tumba reciente con dos palos entrelazados formando una cruz. Su significado se le escapó. Al acabar la lenta subida, el sol se hundía ya tras las distantes montañas. Se dirigió al ruinoso cobertizo que había encontrado el año anterior y descubrió que lo habían reconstruido, pero no había nadie. Se sintió reacio a entrar.

Tras gritar unas cuantas veces y no obtener respuesta, se sentó en su petate y esperó. La luz era ya demasiado tenue para leer completas, así que rezó su rosario, a veces en contemplación del misterio de cada decena y a veces en contemplación de la bella muchacha que se lo había robado. No podía olvidar la tumba al pie de la Meseta. Sacudió la cabeza impaciente y continuó la contemplación del quinto glorioso misterio, que era la coronación en el cielo de la Madre de Dios, después de su asunción en cuerpo y alma. Pero no había antes ni después según Amén Pajaromoteado, para quien la coronación de la Virgen era un hecho que pertenecía a la eternidad. El rostro de la Virgen se convirtió en el de Ædra, y terminó la última decena lo más rápidamente posible. Cuando alzó la cabeza, una flaca silueta con un bastón se recortó ante él contra la luz del crepúsculo.

—¡No te levantes! ¿Quién eres? ¿Qué estás haciendo aquí?

—Soy el hermano Dientenegro San Jorge, y me envía mi amo, el cardenal Ponymarrón.

—Oh, ahora te recuerdo —dijo el viejo judío, guiñando los ojos bajo la luz—. Del camino a Nueva Jerusalén. Hacías demasiadas preguntas.

—¿Hiciste que les lloviera?

—Sigues haciendo demasiadas preguntas. ¿Tu amo te envió con un mensaje? ¿Para mí?

—No, me envió con una pregunta. ¿Qué puedes decirme de Ædra? La viste. ¿Adonde fue?

El viejo judío guardó silencio durante varios segundos.

—Le serví de cierta ayuda cuando escapó de su padre. Ella vino aquí conmigo, después de que el abad la rechazara. Tuvo sus bebés. Se marchó.

—¡Bebés!

—Mellizos. Aunque no eran iguales. Los dejó conmigo, porque no eran perfectos. Su padre los habría matado. Y no tenía otro sitio donde ir más que a casa. Sabe demasiado sobre los asuntos de Nueva Jerusalén para arriesgarse a ser capturada por el camino, al este del Valle.

—¿Dónde están los niños?

—La leche de mi cabra no les sentaba bien. Los llevé a Sanly Bowitts. Los dejé con una mujer que prometió cuidarlos hasta que alguien fuera a buscarlos.

—¿Quién?

—Mmmm… ¿Cómo puedo saberlo? Alguien del Valle. O tú, el padre, probablemente.

—¿Ædra te dijo que yo era el padre?

—Es una joven charlatana. Estuvo aquí durante, mmm, siete u ocho semanas. Siempre estaba cantando o charlando. Echo de menos las canciones, pero no la charla.

Rebuscó en su bolsa y le tendió a Nimmy unos trozos de pedernal y acero.

—Allí, en la sombra, está el hogar. Enciende la mecha. La madera está preparada.

—¿Fue un parto difícil?

—Muy difícil. Tuve que cortar. Ella perdió mucha sangre.

—¿Cortar? ¿Eres médico?

—Soy de todo.

Nimmy encendió el fuego por fin. Siguiendo las instrucciones del viejo ermitaño, encontró en la choza una caja de carne seca, echó dos puñados en una olla con asas y añadió agua de una gran jarra que había junto a la puerta.

—Cuélgala del trípode. Remueve con un palo limpio.

—¿Qué es esto?

—Comida, padre.

—No me llames así. ¡No soy ningún sacerdote!

—¿He dicho que lo fueras? Pero eres padre. Podría llamarte «papá».

Dientenegro sintió que se ruborizaba.

—¿Por qué no me llamas «Nimmy»?

—¿Es así como te llaman en la abadía?

—No, pero mi amo sí.

—¿No está en la abadía?

—Sí.

—Bueno, parece que tu amo te hizo creer que estaba muerta, ¿no es así?

—Dijo que no podía estar seguro, que no quería despertar falsas esperanzas. Supongo que le creo.

—¡Ja! —el viejo judío empezó a reírse.

Nimmy removió la olla hasta que el guiso se espesó. El viejo ermitaño sacó platos de metal, cucharas y tazas. Nimmy sacó sus galletas del petate, y llenó las tazas con su vino aguado. Se sentaron en un banco tallado en una piedra plana, sostenido por gruesas patas que se hundían en el suelo, y cenaron a la luz de la hoguera.

Dientenegro se persignó y susurró la bendición. El viejo judío, sujetando su cuenco, canturreó unas cuantas palabras en una extraña lengua que Nimmy supuso que era hebreo.

El guiso, le dijo Benjamín, estaba hecho de habichuelas de mesquite que había traído de Sanly Bowitts. Más adelante, recogería y prepararía las suyas propias. Había criado cabras antes y trataría de conseguir un rebaño de nuevo. Hablaba de épocas pasadas como si hubiera estado allí personalmente. Varias veces habló de un «abad Jerome» como si aún estuviera gobernando el monasterio, y se refería a las conquistas de Hannegan II como si aún estuvieran sucediendo. Para él, todas las épocas parecían coexistir en su propio Ahora privado.

Nimmy pasó la noche dentro de la choza del viejo. Soñó otra vez con la tumba abierta en la abadía, la que tenía dentro el bebé, pero despertó sorprendido por el sueño, sabiendo que Jarad Kendemin estaba enterrado allí. Por la mañana, se atrevió a preguntarle a Benjamín por la tumba reciente al pie de la meseta. El ermitaño negó saber nada, y luego advirtió la duda de Nimmy.

—Si crees que la enterré allí, ve y excava.

—Te creo.

Nimmy no tenía prisa por marcharse. Su furia hacia el cardenal se había despertado, y quería librarse de ella, o convertirla en simple desconfianza.

Ponymarrón le había ocultado la verdad antes, pero no podía recordar una mentira descarada. Por lo que el anciano decía, sabía que Ædra pensaba que mentía. Pero ella no había oído lo que le había dicho a Dientenegro.

Se quedó un día y una noche más. Estaba nublado y se había levantado un viento frío. El odre y la jarra del ermitaño estaban vacías.

—¿De dónde sacas el agua?

Benjamín lo miró, señaló casualmente al cielo y luego continuó ordeñando la cabra.

Pasaron veinte segundos. Una enorme y fría gota de agua golpeó al monje en la cara. Momentos después, hubo un breve chaparrón. Nimmy no hizo más preguntas.

El viejo ermitaño se quejó de que Nimmy estaba consumiendo más comida de la que había traído. Así que se marchó poco después del amanecer del tercer día. Cuando notó que un reguero de grava caía tras él, se volvió a mirar.

El viejo judío lo seguía con una pala.

A causa de su sueño, Nimmy tuvo una breve visión de una tumba abierta. Y al tercer día, ella resucitó. —Pero la tumba no estaba abierta. En cambio, esta vez encontraron dos tumbas al pie de la meseta. Obviamente, habían cavado una ayer mismo. El viejo judío se apoyó en su pala, y miró a Nimmy con los ojos medio cerrados.

—No, no cavaré —dijo el monje—. Adiós y gracias.

Se apresuró hacia Sanly Bowitts sin mirar atrás.

Benjamín le había dicho el nombre de la anciana. Encontró sin dificultad su vieja casa de adobe, y contó siete niños jugando en el patio. De pronto se dio cuenta de que éste era el «orfanato» que la abadía había mantenido siempre en la ciudad. La mujer era hosca. Parecía saber quién era él y por qué estaba aquí, pero lo consideraba un paria y un malvado.

—¿Por qué no viniste por ellos hace diez días? Los han adoptado.

—¿Quién?

—Tres hermanas.

—¿Adonde se los llevaron?

—No puedo decírtelo.

Cuando Dientenegro mostró signos de furia, ella lo llamó sinvergüenza, libertino y falso monje. Le ordenó que se marchara de inmediato, y se metió en el viejo edificio de adobe.

—¿Adonde fue la madre? —gritó Dientenegro tras ella, sin ningún efecto. Así que regresó apesadumbrado a la abadía.

Los disparos empezaron al día siguiente, mientras los monjes estaban en el refectorio del convento almorzando. El padre Levion, ahora prior, ayunaba en lo alto del parapeto cuando se oyó el primer tronar lejano. Rezaba, como hacía a menudo, loando la grandeza del horizonte del desierto y al Dios que lo había creado. La primera explosión apenas lo distrajo de la oración, aunque sus ojos escrutaron el terreno abierto en busca de algún signo de humo. Tras la segunda explosión, Onmu Kun salió corriendo del refectorio y cruzó el patio. Vio a Levion en la muralla y subió la escalera para reunirse con él.

—¿Dónde? —preguntó sin aliento.

—No lo sé. No he visto nada. ¡Boom! El intervalo entre las explosiones era de aproximadamente un minuto y medio.

—Parece que viene de allí —dijo Levion, señalando hacia el valle.

—El viento hace que lo parezca —replicó Onmu, mirando directamente a la Meseta del Ultimo Refugio.

Tras la cuarta explosión, señaló hacia la Meseta. De allí se levantaba, en efecto, una diminuta columna de humo. A la quinta, un borbotón de polvo se levantó a unos doscientos metros de la abadía.

—¡Maldición! ¡Nos está apuntando! —gritó el contrabandista.

A la sexta explosión, una bala de cañón golpeó el centro de la carretera delante de la abadía, rebotó a través de las puertas abiertas, destrozó el parterre de piedra de los rosales, y entró directamente en el convento y a través de las puertas del refectorio. Se oyeron gritos, y los monjes salieron corriendo del edificio.

—¡A cubierto! —gritó el Conejo—. Le quedan dos balas.

No hubo más disparos, y aunque los monjes que tomaban su exigua comida de Cuaresma estaban muy asustados, el único daño se produjo en la cocina; pero Ónmu se había delatado por saber demasiado. Encontraron la bala de cañón, y aunque estaba deformada y algo aplastada, parecía tener escritos unos cuantos caracteres en hebreo. Llamaron a un experto. La parte legible de la inscripción decía: «… hizo que el pan surgiera de la Tierra». Era una bendición de los alimentos.

—Muy adecuado, considerando el objetivo —dijo el traductor. Inmediatamente hubo una reunión en el despacho del abad. Llamaron a Dientenegro y lo nombraron interrogador, ya que conocía al hombre tan bien como cualquiera y hablaba mejor su dialecto.

Se reunieron en la casa de invitados.

—¿Con qué derecho estás aquí, buen hombre?

—Me invitaron —dijo el Conejo.

—¿Quién?

—El abad Olshuen, ¿quién si no?

—¿A insistencia del cardenal?

—Probablemente.

—¿El abad sabe lo que haces?

—No lo sé. Pero aunque lo sepa, yo no podría, ni querría, traer mi mercancía aquí. Nunca lo he hecho.

—Así que la entierras en el desierto hasta que estás preparado para volver a viajar. Luego la desentierras.

—Esta vez, la desenterró el viejo. Mala suerte la mía. Creí que nunca bajaba, y nunca tiene visitas. Es la primera vez que usaba ese sitio. No esperaba que profanara una tumba.

—Está un poco loco, pero no es estúpido. Sabía que no era una tumba. Así que desenterró tu cañón y nos envió un mensaje con él.

—Debe de haber excedido la carga máxima para llegar tan lejos. Y lo apuntó a unos cuarenta grados.

—Y está disparando desde unos doscientos metros por encima de nosotros.

—¿Trataba de matar a alguien?

—¿El viejo Benjamín? No. Avisaba al abad sobre ti.

—Será mejor que me marche.

—¿Qué había en la otra tumba?

—Rifles.

—Si vas a ir a reclamar tu mercancía, alguien te acompañará. Nosotros somos seis y todos podemos contigo.

—¿Incluso tú? —el Conejo se echó a reír. Dientenegro le descargó un puñetazo que lo dejó sin aliento y lo arrojó a un rincón. Onmu alzó la cabeza, sorprendido, jadeando en busca de aire, pero sin furia.

—¿Por qué has hecho eso, hermano San Jorge?

—Para demostrarte que si te peleas con el viejo por tus armas, vas a perder.

—¡Pero son mis armas! Son para los Saltamontes y yo soy un sharf.

—Sabes que eso es mentira. Tú mismo me dijiste que ibas a comisión.

—Claro, si las vendo. Si las pierdo, son mías.

—No comprendo.

—Tengo que pagar por ellas. ¿Quién crees que es el dueño, el cardenal Ponymarrón?

—No lo sé, pero lo dudo. El alcalde Dion, probablemente. Pero no importa quién las venda, tú sólo eres un intermediario.

—¡También soy sharf! Secreto, por supuesto. Onmu Kun desapareció de la abadía esa noche, para no regresar jamás. Ser pariente de la tribu real era un requisito previo para ser elegido sharf de una horda, y Nimmy dudaba que ningún nómada al norte del Nady Ann reconociera su pretensión. Gai-See fue galopando a la Meseta del Ultimo Refugio en el caballo del abad, para proteger al viejo judío, y ver si era posible negociar la devolución de las armas. Regresó al día siguiente arrastrando un cañón, e informó de dos tumbas vacías y de que Benjamín no había abierto la segunda. Evidentemente, Kun había recuperado sus rifles y continuado su camino. Finalmente resultó que la Abadía Leibowitz acabó poseyendo armamento moderno, aunque sin munición. Abiquiu Olshuen encerró el cañón en el sótano con las oxidadas armas de siglos pasados.

Los novicios informaron de otra seria discusión entre el cardenal y el abad a puertas cerradas. Esta vez, por las armas. Ponymarrón salió furioso y humillado; le dijo a Dientenegro que Olshuen consideraba que habían abusado de la hospitalidad de la abadía.

—Ahora sabe que los Conejo se están armando —le dijo a Nimmy—. Teme por el monasterio, si el Hannegan sospecha que sus monjes están implicados. Quiere que los hombres de Jing se marchen.

—¡Pero no tienen nada que ver con todo esto!

—No, pero el concepto de monjes guerreros es ajeno a la idea que Dom Abiquiu tiene del cristianismo. Para él es un escándalo. Deberíamos marcharnos pronto.

—¿Eligieron realmente las abuelas Conejo a Onmu Kun como sharf, como dice él?

—Todo es secreto en el país Conejo, Nimmy. Con ellos, la cuestión no es legal sino práctica. Si los hombres lo siguen en la batalla, es su sharf. Si no lo siguen, no importa lo que digan las Weejus.

Bien entrada la Cuaresma, un mensajero de Ciudad Hannegan trajo una petición dirigida a todos los obispos y firmada por Urion Benefez y otros siete cardenales. Anunciaba un Concilio General de la Iglesia a celebrar en Nueva Roma seis semanas después de Pascua, y todos los obispos y abades capaces de viajar debían asistir. El propósito del Concilio sería crear una nueva legislación referente a los cónclaves.

—Sólo un Pontífice soberano puede convocar un concilio —dijo Ponymarrón, y se negó a firmar. Olshuen se negó también. El mensajero se encogió de hombros y continuó su camino.

Wooshin llegó al día siguiente con la esperada convocatoria de un cónclave en Valana. Fue cálidamente recibido por Ponymarrón, Dientenegro, y la Guardia Amarilla, pero la convocatoria que trajo era bastante extraña. Al parecer la Curia estaba al corriente de la petición de un Consejo General, pues el tono de la convocatoria era furioso y en el último párrafo se amenazaba de excomunión a cualquier cardenal que asistiera a una sesión rebelde en Nueva Roma, «donde cismáticos y herejes tratarán de instalar a un probado sodomita en el trono de Pedro, el apóstol». El documento lo firmaba Amen, Episcopus Romae, servus servorum Dei, pero Ponymarrón receló de la firma, y el lenguaje empleado no era, con seguridad, el de Pajaromoteado.

—Las cosas se están poniendo feas —murmuro el Diácono Rojo—. Debemos partir inmediatamente.